CLAUDIO MAGRIS (Dossier sobre uno de los hombres mas cultos de este siglo) - LECTURAS

jueves, 31 de agosto de 2017

CLAUDIO MAGRIS (Dossier sobre uno de los hombres mas cultos de este siglo)



Claudio Magris, sus aforismos, citas y frases célebres :

La verdadera pureza sería la nada, el cero absoluto por la sustracción total.(Erudición)

Lo que realmente cuenta, en la aventura de la existencia, no es cuántos talentos uno recibió, sino la capacidad que tenemos de dar frutos con lo poco o mucho que tenemos.(Existencia)

La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad.(Honestidad)

Viajar es una escuela de humildad. (Humildad)

El humor nunca está de más, y no creo que haya que ponerse serios a la hora de escribir. Hay pocas expresiones de fraternidad más genuinas que cuando nos reímos con alguien. En la escuela aprendí a reírme y sobre todo me enseñaron una gran cosa: a reírme de aquello que respetaba y a respetar aquello de lo que me reía. (Humor)

La forma de combatir el terror es la información. No se puede establecer una violación constante de los derechos. Si no, el terrorismo habrá ganado.(Libertad)

La literatura no tiene fines morales. Debe representar la realidad y no puede tener una función moral. (Literatura)

El tiempo de la existencia compartida es un viaje que recorre y recupera continuamente, en su caminar, los lugares y los instantes de la propia odisea. (Matrimonio)

No se puede hacer de los miedos una ideología. (Política)

Quien se inspira en la ética de la responsabilidad piensa no sólo en la pureza de sus valores, sino también y sobre todo en las consecuencias de sus actos. (Responsabilidad)

Responsabilidad significa pagar el precio y la renuncia que toda acción exige. (Responsabilidad)

Tal vez sea eso el pecado original, ser incapaces de amar y de ser felices, de vivir a fondo el tiempo, el instante, sin la manía de quemarlo, de hacer que acabe pronto. (Tiempo)


Vive y deja vivir, es la sabiduría vienesa, tolerancia liberal que puede convertirse en cínica indiferencia, como decía Alfred Polgar, en el muere y deja morir. (Tolerancia)

El final de las utopías totalitarias sólo es liberatorio si viene acompañado de la conciencia de que la redención, prometida y echada a perder por esas utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. (Utopía)

La utopía da sentido a la vida, porque exige que la vida tenga un sentido; don Quijote es grande porque se empeña en crecer, negando la evidencia, que la bacía del barbero es el yelmo de Mambrino y que la zafia Aldonza es la bella Dulcinea. Pero don Quijote sería penoso y peligroso, como lo es la utopía cuando violenta la realidad, creyendo que la meta ha sido alcanzada, confundiendo el sueño con la realidad e imponiéndolo con brutalidad a los otros, como en las utopías políticas totalitarias. (Utopía)


Las utopías revolucionarias son una levadura, que por sí sola no basta para hacer pan, contrariamente a lo que han creído muchos ideólogos, pero sin la cual no se hace pan. El mundo no puede ser redimido de una vez para siempre y cada generación tiene que empujar, como Sísifo, su propia piedra, para evitar que ésta se le eche encima aplastándole. La conciencia de estas cosas supone la entrada de la humanidad en la madurez espiritual. (Utopía)

Utopía significa no rendirse a las cosas tal como son y luchar por las cosas tal como debieran ser: saber que al mundo, como dice un verso de Brecht, le hace buena falta que lo cambien y lo rediman. (Utopía)

Utopía y desencanto, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente.comillas (Utopía)

Cuanto más se vive, mejor se convive con la imperfección de la existencia y se aprende a no ser el protagonista de la propia vida. (Vida)

Tragedias y malos tragos se sitúan a un mismo nivel, porque la auténtica tragedia de la vida es que toda ella no es más que un mal trago. (Vida)

Viajar, como contar, como vivir, es omitir. (Vida)

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Claudio Magris

El profesor Claudio Magris (Trieste, 1939), premio Luca de Tena, es una de las grandes referencias intelectuales del mundo de hoy. Escritor, traductor, ensyista, su abuelo materno, Francesco de Grisogono, fue un conocido matemático y filósofo. Magris es hijo de un empleado de seguros y una maestra de escuela primaria. Se graduó en 1962 como germanista en la Universidad de Turín; tras pasar un periodo en la Universidad de Friburgo, fue profesor titular de Lengua y Literatura Germánicas en la Universidad de Turín (1970-1978) y actualmente es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de su Trieste natal, si bien ha sido invitado a dar un curso anual en París. Estuvo casado con la escritora Marisa Madieri (Fiume, 1938-Trieste, 1996), fallecida por cáncer. Publicó su primer libro con 22 años, una refactura de su tesis doctoral que le hizo sin embargo famoso y marcó su obra: Il mito asburgico nella letteratura austriaca moderna («El mito habsbúrgico en la literatura austríaca moderna»). Fue senador entre 1994 y 1996. Su obra se inspira en el mito de la frontera para explicar los más urgentes problemas de la identidad contemporánea.

Sus estudios han contribuido a difundir en su país natal el conocimiento de la cultura centroeuropea. Es creador del concepto político Mitteleuropa, que consiste en una Europa Central con predominio alemán. De sus relatos, frecuentemente de factura mixta e indefinida entre lo narrativo, lo ensayístico y el libro de viajes, sobresalen: «Conjeturas sobre un sable» (1984), «El Danubio» (1986), considerada su obra maestra; «Otro mar» (1991), «Microcosmos» (1997) y «A ciegas» (2005). En varias de sus obras ha ayudado a conocer la ciudad de Trieste y su entorno. Es autor, asimismo, de «El infinito viajar», «La historia no ha terminado», «Alfabetos».

Como ensayista y gran lector se ha interesado, ente otros, por la obra de Joseph Roth, Robert Musil, E.T.A. Hoffmann, Henrik Ibsen, Italo Svevo, Hermann Hesse y Jorge Luis Borges. Es columnista habitual en destacados diarios europeos, con asiduidad desde hace décadas en el Corriere della Sera, y ha traducido al italiano a Henrik Ibsen, Heinrich von Kleist y Arthur Schnitzler. A su vez, su obra ha sido traducida al español principalmente por la editorial barcelonesa Anagrama, por dos creadores, J. Jordá y sobre todo J. Á. González Sainz.

Aparte del Premio Strega (1997), el más importante de las letras italianas, y el Erasmus de Holanda (2001), obtuvo el premio periodístico Juan Carlos I por su artículo «El titiritero de Madrid», publicado en el Corriere della Sera. Fue nombrado Cavaliere di Gran Croce Ordine al mérito de la República Italiana (2002). Ha obtenido también la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid (2003) y fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2004, por considerarse que «encarna en su escritura la mejor tradición humanista y representa la imagen plural de la literatura europea al comienzo del siglo XXI. Una Europa diversa y sin fronteras, solidaria y dispuesta al diálogo de culturas. En sus libros muestra Magris, con poderosa voz narrativa, espacios que componen un territorio de libertad, y en ellos se configura un anhelo: el de la unidad europea en su diversidad histórica».

Investido doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid, se le ha galardonado con el Premio Viareggio por «La storia non è finita». En 2009 obtuvo el Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán. En la última entrevista concedida, a ABC el pasado mayo con motivo de la inauguración de la Feria del Libro, Magris se definía como «un patriota europeo».

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En conversación: Claudio Magris con Marisa Blanco(Azcuna Zentroa, abril de 2014)



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Claudio Magris 

Escritor italiano



Nació el 10 de abril de 1939 en Trieste, Italia.

Se graduó en la Universidad de Turín, donde estudió filología alemana.

Catedrático de Literatura Germánica en la Universidad de su ciudad natal desde 1978, es autor de una nutrida obra, en la que se funden el ensayo, la novela y el relato de viajes.



Autor de numerosos estudios que han contribuido a difundir en Italia el conocimiento de la cultura centroeuropea y de la literatura del "mito de los Habsburgo".

Ha traducido a Ibsen,Kleist y Schnitzler y, entre sus numerosos ensayos, cabe citar:" Il mito asburgico nella letteratura austriaca moderna" (Turín, 1963). Autor de obras como, Wilhelm Heinse (1968), Dietro le parole (1978), Itaca y más allá (1982), El anillo de Clarisse (1984), El Danubio (1986), Conjeturas sobre un sable (1986), Otro mar (1991), Utopía y desencanto (1996), Microcosmos (1997), ganadora del Premio Strega y La exposición (2002).

Su "tradición humanista" y su imagen plural de la literatura europea al comienzo del siglo XXI, le hicieron merecedor del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2004. Con su obra 'Danubio' (1986) consiguió el premio Internacional Antico Fattore. Cuenta además con un amplio repertorio de premios, entre los que figura premio periodístico Juan Carlos I por su artículo 'El titiritero de Madrid'. Ha obtenido también la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid (2003) y el premio Erasmus (2001).

Colaborador habitual del Corriere della Sera y en diversas revistas; sus libros han sido traducidos a múltiples lenguas.


Obras

Teatro

Stadelmann
La exposición
Así que usted comprenderá

Ensayo

Il mito asburgico nella letteratura austriaca moderna (1963)
Wilhelm Heinse (1968)
Lejos de dónde: Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental (1971)
L'anarchico al bivio. Intellettuale e politica nel teatro di Dorst (1974)
L'altra ragione. Tre saggi su Hoffmann (1978)
Dietro le parole (1978)
El anillo de Clarisse: tradición y nihilismo en la literatura moderna (1984)
Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad (1999)
Danubio (1986)
Ítaca y más allá (1982)
Trieste (1982)
Microcosmos (1997)
El infinito viajar (2005)
La historia no ha terminado (2006)
Alfabetos, Anagrama (2008)

Relatos

Conjeturas sobre un sable (1984)
Otro mar (1991)
Il Conde (1993)
Le voci (1995)
A ciegas (2005)
Non luogo a procedere (2015)

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Portada

"El Danubio" de Claudio Magris (I)



Cuando leo un libro tengo la costumbre, supongo que compartida por muchos, de ir subrayando los pasajes que me interesan. Luego, en el vuelto de la última página del libro, anoto la página en la que aparecen esos pasajes, para poder volver a ellos cuando me apetezca. Generalmente suelen ser unos diez o quince en cada libro. Sin embargo, de cuando en cuando aparece alguno con el que no doy abasto. Es el caso de El Danubio, de Claudio Magris, en cuya lectura llevo sumergido varios meses. No es ni una novela, ni un libro de viajes, ni un ensayo, sino todos ellos y ninguno al mismo tiempo. No es un libro que se deje leer deprisa. Las avalanchas de datos eruditos, verdaderos y ficticios, sobre la civilización mitteleuropea y la enorme cantidad de reflexiones que contiene no permiten obrar de otra manera. También hacen que se corra el riesgo de llenar el libro de subrayados y notas. Por eso dejé de hacerlos a partir de la página 158 (tiene 370 exactamente). La literatura y el viaje como medios para ordenar los espacios en blanco de la vida; la fascinación que ejerce el mal; las relaciones entre ciencia y literatura, son algunos de los temas de que tratan y que me interesan especialmente. La cita del mes de mayo, en la columna izquierda del blog, está extraída de él. Pongo aquí otras dos más, a propósito de esos otros dos temas. La primera:


Es posible que escribir signifique rellenar los espacios blancos de la existencia, esa nada que se abre de repente en las horas y en los días, entre los objetos de la habitación, y los absorbe dejando una desolación y una insignificancia infinitas. El miedo, ha escrito Canetti, inventa nombres para distraerse; el viajero lee y anota nombre en las estaciones que deja atrás con su tren, en las esquinas de las calles adonde le llevan sus pasos, y avanza un poco aliviado, satisfecho por ese orden y ese ritmo de la nada.


La segunda está sacada del capítulo titulado El kitsch del mal, uno de los más brillantes de todo el libro, en el que Magris se dedica a demoler ese prestigio seductor y tenebroso que tiene el Mal, para dejar claro que detrás de las máscaras de bronce no hay nada más que indigencia intelectual y deseos de trascendencia. Así escribe a propósito de Mengele, uno de los más claros exponentes de esa fascinación, tan poderosa como vacua:

Mengele, en ese momento, está fascinado por la transgresión, la ejerce como una especie de culto, piensa que ilumina la vida cotidiana con una luz superior. Los actos que realiza son, además de atroces, de una extrema estupidez, son actos que todos podrían realizar y que él, en su ignorancia deslumbrada por el Kitsch, piensa en cambio que son acciones reservadas a unos pocos elegidos.


Una nota formal para acabar la entrada: El Danubio se divide en nueve secciones (cada una dividida en capítulos). Las tres primeras están dedicadas a Alemania. Las seis restantes, a los seis países que atraviesa, que atravesaba en 1986, cuando fue escrito, el río en su trayecto desde su fuente hasta el mar Negro: Austria, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Bulgaria y Rumanía. Estoy en Yugoslavia. Me quedan, calculo, un par de meses de lectura. Cuando llegue por fin al Delta es posible que vuelva a anotar algo.

http://fragmentosdelecturas.blogspot.com/2011/08/el-danubio-de-claudio-magris-i.html

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El infinito viajar, Claudio Magris


EL INFINITO VIAJAR recoge las mieses selectas de viajes realizados, vividos y escritos por Claudio Magris entre 1981 y 2004. Como se nos indica en el excelente prefacio, son páginas de viajes recogidas y recaladas de temporalidad, entretejidas de caducidad por ser el relato de un momento particular que inmediatamente huye. Páginas vinculadas al momento preciso en que se realizó el viaje, a diferencia de otras obras suyas como Microcosmos o El Danubio donde lo visto y lo oído vuelven a inventarse y a narrarse convirtiéndose en la historia de un personaje casi imaginario.

Son viajes anteriores y posteriores a importantes acontecimientos históricos que hoy nos parecen remotos, como la caída del comunismo y la desmembración de la Unión Soviética, la escisión de la antigua Checoslovaquia o el derrumbe del muro de Berlín, y que recaban eficazmente la complejidad de lo real vivido en aquel momento con el abanico de fuerzas puestas en juego.

Viajar es echar cuentas con la realidad y con la historia o con las historias, evitando cancelarlas del todo. Sucesos que inevitablemente se inmiscuyen en la percepción alterándola, pero sobre todo, son viajes llevados a cabo en compañía de personas amadas antes y después de su despedida, de su muerte, como es el caso de su propia esposa, la escritora prematuramente fallecida Marisa Madieri, a la que dedica el libro y cita con devoción.

El viaje en el espacio es un viaje en el tiempo y contra el tiempo, que es una forma de complejidad estratificada. Al cabo, como señala remitiéndose a su esposa: el hombre es tiempo cuajado, múltiple.

A Marisa

y a los compañeros de viaje a quienes he querido

y que ya han llegado

La esclarecedora dedicatoria nos pone sobre la pista de uno de los inexpugnables significados del viaje, el trágico. Viajar tiene que ver con la muerte. Frente al sentido homérico del viaje circular de ida y vuelta, se revela el viaje nietzscheano de camino sin retorno, el viaje rectilíneo hacia un malvado infinito, una recta titubeante en la nada.

Solo con la muerte cesa el status viagiatoris del hombre, su condición existencial de viajero, por eso viajar es también diferir la muerte, aplazar lo máximo su llegada, abriéndose la paradoja de viajar no por llegar, sino para no llegar posiblemente nunca.

En el libro hay capítulos que alumbran las zonas más turbias de la historia de Europa, los nefastos nacionalismos y sus fermentos iniciales. No hay viaje sin fronteras dice, ya sean lingüísticas, políticas o psicológicas, traspasarlas y amarlas sin idolatrarlas es la recomendación del autor. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas, igual que un cuerpo humano. Escribir sobre ello, como advierte, no corrige el pasado, sino que intenta evocar cosas, percepciones, hipótesis, realidades, proyectos de futuro, rehuyendo los juicios postreros. Esa continua cantera de epifanías, materiales y experiencias que depara el viaje se reelaboran en los textos narrativos sorprendiéndonos a nosotros mismos de la dirección que toman los pasos, revelando inesperadamente escondidas patrias del corazón, asegurando que tal vez sea el viaje la expresión por excelencia de esa literatura, narrativa non fiction teorizada por Truman Capote.

Identifica además el concepto de viaje como persuasión en el sentido estricto que le daba Carlo Michelstaedter a la palabra persuasión. Y que definía como la posesión presente de la propia vida, vivir el instante. El viaje apremiante niega la persuasión y los numerosos aspectos asociados a ella, como el sentido deambulatorio e irracional, y el exquisito y sugerente vagabundeo del flaneur .

Durante el viaje uno se siente continuamente un extranjero, se detiene en lugares que no conoce, duerme en camas que no le pertenecen y utiliza almohadas que pronto usará otra gente, se produce un aprendizaje entre objetos y seres desconocidos que al viajero despierto le inducirán la conclusión de que no somos nadie. Alguien o algo que nos parecía cercano, inmediatamente se revela extranjero, del mismo modo que lo distanciado y autóctono puede aparecérsenos como algo propio y cercano, emparentado. Esto ocurre no solo con las personas sino con los paisajes y las culturas. Hay lugares que hablan y otros que callan, epifanías y hermetismos. El viajero por ignorancia, soberbia o acidia a veces no da con la llave que le abra a los sentidos aquel mundo para poder cifrarlo. Frente al viaje utópico se sitúa el desencanto, la desilusión de encontrar sentimientos, certezas y valores que se derrumban al viajar. Es el síndrome de las expectativas arruinadas. El viajero es un anarquista ultraconservador que utiliza en sus mediciones de la realidad un método comparativo con lo que conoce y sabe, para ello se vale de un metro reglado a la medida de su cultura, sus prejuicios, sus valores y sus escrúpulos, muy pronto ese metro figurado nos descubre la hiriente fragilidad, la precariedad del mundo y del mismo viajero ante lo distinto.

Antiguas teorías morales cuestionan la legitimidad del viaje. El viaje es cruel e inmoral. Viajar es entregarse a la vanidad de la fuga. El yo fuerte debe quedarse en casa, lugar en que se libran las batallas más importantes: amar, construir, dar, tener… allí se encara la angustia y no se aparta la realidad y la pelea con evasiones ni vacaciones.

Ante eso al viajero le acomete la tentación de la irresponsabilidad. El viajero es un espectador que no se infiltra en la realidad que atraviesa tanto si lo que ve le parece justo como si no, no se reprocha lo indigno que ve a su paso ni se considera responsable.

Ernesto Sábato acuñó dos conceptos de escritura: la escritura diurnaes aquella que relata la percepción que se comparte, atañe a los sentimientos e impresiones provocados por estímulos agradables e incluye los valores morales con los que nos identificamos. Es un tipo de escritura justiciera que batalla contra lo malo y cuyo objetivo primordial es explicar el mundo. La escritura nocturna carga con la verdad más perturbadora, rechaza o discrimina ideologías y comportamientos, imagina aquello que elude el control de la conciencia y se extiende más allá de nuestros ámbitos morales, es un ejercicio de tinieblas descontrolado y dominador. Uno de estos tipos de escritura declara su supremacía en el escritor viajero sin excluir completamente al otro.

Magris nos endilga la germanía con dulzura, sin estragar, haciendo mundana y novelesca la erudición más recóndita. Nos revela un mundo denso de sensualidad y folclore, rebosante de gollerías geopolíticas, lenguas y dialectos inverosímiles, razas míticas revestidas de literatura universal. Ahí radica la virtud de este señor, disminuir la lejanía y la pereza hacia culturas exóticas, incluyéndolas con entusiasmo dentro de un figurado canon mitteleuropeo que nos tragamos sin chistar. De este modo, reconocemos la literatura sorbiay a su alto exponente Kito Lorenc por ejemplo, como uno de los nuestros. Y así nos sucede con los soberanos de Baviera y la vieja Marca de Bradenburgo, apreciamos el doloroso ocaso de la orgullosa Prusia, engullida por la voraz glotonería de Alemania. Sentimos profundamente la degradación de las coníferas de la Selva Negra, especialmente la del abeto blanco que tanto entusiasmaba a Turgueniev. Nos dejamos llevar, caudal arriba del Kinzig, por la silenciosa religiosidad protestante, cuna de la filosofía y la poesía de mayor altura. Resuenan en nuestros oídos asombrados los ecos tumultuosos de GoetheSchillerHölderlin… Arrullados por el convincente cauce dialéctico descubrimos un Berlín precario y patituerto, metrópoli de producción y consumo, tironeada de sordidez posindustrial, hechizada fugacidad y aura de desilusión acomunada anterior a la caída del muro. Hayamos en la trágica identidad apátrida de los bisiacosistrianos y friulanos, retumbos de la Tierra Media y de Invernalia. Identificamos el Madrid de los milagros y los mentideros, las áridas rutas manchegas trilladas por el caballero de la triste figura y su inefable escudero…

Tras la anécdota que introduce, el museo de la ciudad plurisecular, las tradiciones conservadas con lozanía, está el acervo basilar que constituye, el dasein de la vieja Europa, que se nos dice con la infinita variedad de matices de los arreboles de un atardecer noruego, sin ocultar el pathos titánico de todo alumbramiento, y sobre todo sin grasa sentimental ni pedantería artificiosa. Diagnosticando cuando es preciso los males de un paciente que él se conoce al dedillo:

La fascinación y la maldición de Mitteleuropa consisten, por el contrario, en la feroz y lacerante incapacidad de olvidar, en la puntillosa memoria que lo protocoliza todo y relee cada día el informe de los siglos, deseosa de vengarse de las derrotas encajadas en la guerra de Los Treinta Años con la misma intensidad pasional reservada a las vivencias de la Segunda Guerra Mundial.

Tal es la inobjetable autoridad del narrador embridando las ideas, los conceptos abstractos, los saberes y resaberes de la historia de casi todo, que uno se siente deliciosamente subnormal leyendo este libro primordial.

“Siempre tenemos la impresión de que podríamos hacer mejor lo que los otros hacen. Desgraciadamente, no tenemos el mismo sentimiento hacia lo que nosotros mismos hacemos.”     -E.M.Cioran-

https://lahoradellobo.wordpress.com/2012/07/30/el-infinito-viajar-claudio-magris/

Biblioteca de Magris en su casa de Trieste

CLAUDIO MAGRIS, EL VIAJERO A PIE

Una lección magistral del escritor, pensador y viajero italiano sobre Europa, el viajar, la literatura...


Claudio Magris 2006 © Carles Mercader

Europa, el descubrimiento de la literatura, los Balcanes, el viajar… De todo esto nos muestra en esta entrevista su magisterio certero el escritor, intelectual y, siempre, viajero, Claudio Magris.

Texto: Clemente Corona
Durante la primavera de 2008 crucé correos electrónicos con Claudio Magris, mientras yo leía El infinito viajar -su último libro por aquel entonces- y releía Microcosmos y Danubio, y él viajaba por India -entre otras muchas cosas, claro. El resultado de aquella correspondencia fue una batería de preguntas y respuestas que dejaban, dejan, muy a las claras que Magris es no sólo una persona lúcida y cabal -que decían nuestros padres- sino que también es, y en él cabe, Europa. Asomado desde la esquina mediterránea que es Trieste -ahora de Italia, antes de Yugoslavia o el imperio austro-húngaro, pero siempre Istria, siempre bella y sentida-, Magris ha pateado muchos caminos y llamado a muchas puertas: las necesarias para cargarse de conocimiento y razones, y compartirlas con todos quienes le leemos, o quienes le escuchan en sus clases. Parte de aquella conversación electrónica fue publicada al tiempo en las páginas de la revista Esquire; lo que sigue es aquella charla, más extensa, siempre -tratándose de Magris- corta.
¿Qué lecturas le acompañaron de niño y despertaron al escritor? ¿Cómo descubrió Claudio Magris los libros?
El primer libro que leí, el primer encuentro con la palabra que contiene e inventa la realidad, y por lo tanto destinado a permanecer para siempre como EL LIBRO, es una novela de aventuras para niños, Los misterios de la selva Negra, de Salgari. Me puse a leerlo por mí mismo, sólo en la segunda parte; acababa de cumplir seis años y de aprender a leer, y la primera parte la había leído poco a poco, día a día, con mi tía María, cuando yo no sabía aún descifrar el alfabeto. Aprendí a leer con Salgari, con las hazañas de sus héroes, hombres y animales, que están ligadas a quien las escucha, ignorante entonces, sin darme cuenta, de la trama e indiferente hacia el autor, convencido de que las historias son narradas por sí mismas y que los hombres, escritores o no, sólo deben repetirlas y transmitirlas. Desde entonces, siempre he pensado que de alguna manera la literatura, en su esencia, es una historia anónima oral; sería mejor si los autores no existieran, o si al menos no fueran identificados -que siempre están muertos, como me dijo una vez una estudiante-, o desconocidos y forzados a la clandestinidad. De aquella fantasía adolescente e improbable de Salgari aprendí a amar la realidad, el sentido de unidad de la vida, y nació mi familiaridad con la variedad de pueblos, civilizaciones, costumbres… Experiencias diversas que son manifestaciones diferentes de un ser humano universal. Luego, por supuesto, vinieron los grandes, los “verdaderos” escritores, que resultaron fundamentales; pero nos tomaría esto tomaría mucho tiempo para hablar. Escribí un breve ensayo llamado, de hecho, los libros de mi vida.
Usted es un hombre de frontera, nacido en el Trieste, conocedor como pocos del universo eslavo. ¿Qué opinión tiene sobre los acontecimientos de Kosovo? La independencia, los disturbios…
Pienso que esta fiebre identitaria, que conduce a una continua obsesión por identificar todas las naciones y todos los idiomas y todos los grupos étnicos, y que sin duda son un valor sagrado, cuando la lleva a cabo un Estado es un delirio, porque también puede arrastrar a la guerra y a las persecuciones.Una minoría amenazada, cuando se convierte en Estado, también se convierte en mayoría, y entonces comienza a amenazar a la minoría dentro de ella. Esto es lo que ocurrió en Kosovo, donde en cierto momento se pasó de ser los serbios una amenaza para los albaneses, a serlo los albaneses para los serbios. Es grotesco el que muchos estados se formen, aún a costa de sangre, y al mismo tiempo, sueñen con ser parte de un estado más grande aún. En este sentido, la independencia estatal de Kosovo es un fenómeno negativo.

El concepto de Mitteleuropa, desarrollado por usted, es certero y brillante. Su compatriota Máximo Gaggi argumenta que el papel de nuestro continente disminuirá en un futuro cercano. ¿Cómo lo interpreta usted nuestro futuro como entidad política, cultural? ¿Sigue teniendo validez la “civilización” europea, o se diluirá en el siglo XXI?
Mitteleuropa no es una categoría metafísica; indica una cierta cultura común de las distintas nacionalidades y lenguas que conforman Europa Central. Una cultura que cambia con el tiempo, y así con el tiempo también cambia el significado de esta palabra, que fue creada para definir el predominio político y económico de los alemanes y húngaros a mediados del siglo XIX. Fue una cultura que desempeñó un papel de oposición al fascismo y el nacionalismo del primer tercio del siglo XX, y también a los regímenes de tipo soviético, y que ahora tal vez desaparezca en la “americanización” de la Europa Central y Oriental.
¿Cuánto cree que tardaremos en ver, en vivir, en disfrutar de una Europa realmente unida?
Creo que va a pasar mucho tiempo antes de que tengamos una Europa verdaderamente unida: hay muchos contratiempos, pero también algunos progresos. Una verdadera unidad europea, un auténtico Estado europeo, es nuestro único futuro posible, porque ahora los problemas ya no son nacionales, sino, de hecho, de toda Europa.
Su retrato de Irán en “El agua y el desierto” muestra facetas poco conocidas en Occidente por el gran público, de un país y una cultura con miles de años historia. ¿Por qué esa demonización de Irán, esa ignorancia buscada?
Si hoy no hay un gobierno democrático en Irán, es por culpa de Occidente. Distinguiría entre la ignorancia de la grandísima cultura iraní y los aspectos completamente equivocados de su demonización, y las críticas justas a aspectos de la cultura política y del sistema político en el poder que son inaceptables, como la diferencia de derechos entre el hombre y la mujer. Pero, por otra parte, Occidente critica a Irán por no ser un estado democrático, cuando en Irán había un gobierno democrático -encabezado por Mossadegh, que simplemente quería que el petróleo iraní fuera en parte para el país. Y fue derrocado por Occidente.
¿Por qué escribe Claudio Magris? ¿Qué encuentra en el ejercicio de la escritura?
Se escribe por muchas cosas, pero yo escribo principalmente para luchar contra el olvido, en señal de protesta. Escribiendo, a veces se tiene la sensación de perderse y, otras, las de encontrarse. Para mí escribir es, a menudo, contar historias verdaderas de lugares reales, porque la historias verdaderas y las personas que las han vivido me interesan más, muchísimo más, que las de mi imaginación. Creo que escribir es “transcribir” cualquier cosa que sea más grande que nosotros. Me siento más cómodo con el género narrativo y, en particular, con el monólogo, que de alguna manera está más cerca del teatro.
Para Miguel Delibes, el escritor castellano, el automóvil es el medio ideal para viajar, pues “uno puede observar así ciertas diferencias y matices que le pasarían inadvertidos viajando en medios de locomoción más rápidos”. ¿Y para usted, cuál es el medio ideal?
Me gusta mucho viajar en tren pero naturalmente que el automóvil, como dice Delibes, es el idóneo para los trayectos cortos, fundamentalmente para los mini-viajes como los que narro en mi libro Microcosmos. Sin embargo, manteniendo este punto de vista, el ideal es el viaje a pie.
Foto Claudio Magris (c) 2006 Carlos Mercader por cortesía de Ed. Anagrama
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Claudio Magris (Trieste, 1939), catedrático de literatura germánica en la Universidad de Trieste, prestigioso germanista, ensayista y traductor de Ibsen, Kleist y Schnitzler, entre otros, es una de las figuras mayores de la literatura italiana contemporánea. Ha sido galardonado con varios premios: ElErasmus Prize y el Leipzig Book Award en 2001, la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2003 y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2004. Entre su amplia obra, destacan El Danubio, Microcosmos, El infinito viajarLa historia no ha terminado, y Alfabetos, su último libro, todos ellos publicados por la editorial Anagrama.  Tienes más información sobre el autor en este enlace.
http://www.tugranviaje.com/entrevista/claudio-magris-el-viajero-a-pie/

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"Microcosmos", de Claudio Magris




El paraíso triestino 

Claudio Magris, Microcosmos,
 Anagrama, Barcelona, 1999, 322 pp.

Para quien entienda la crítica como una de las últimas formas sobrevivientes de alta cultura es imposible olvidar al ensayista italiano Claudio Magris. Triestino nacido en 1939, Magris pasó de ser un competente germanista a convertirse en uno de los prosistas más sugerentes del fin de siglo. Su labor de reconstrucción e invención de la llamada Mitteleuropa fue emprendida, premonitoriamente, en las vísperas de la caída del Muro de Berlín. Tras  restaurar el prestigio de Joseph Roth,  Arthur Schnitzler, Hugo von Hoffmansthal, Franz Blei, Italo Svevo o  Heimito von Doderer, hizo Magris la  tarea que compete a los grandes críticos: configurar una familia espiritual en términos contemporáneos y reunirla en un paisaje histórico.
     Con El Danubio (1986), ensayo-río, hizo del viaje fluvial una manera de componer con ideas el sitio para las  ciudades, los libros y los artistas. Pocos libros tan europeos como El Danubio, en el sentido en que esa universalidad puede ser propia de las postrimerías de la vigésima centuria. Desde Trieste, la cueva de Joyce, Magris traza estratégicamente la ruta para escapar de todos los nacionalismos. En Microcosmos, su obra más reciente, Magris insiste: "Si la identidad es el producto de un querer, es la negación de sí misma, porque es el gesto de uno que quiere ser algo que evidentemente no es y por lo tanto quiere ser distinto de sí mismo, desnaturalizarse, mestizarse."
     La admiración por Magris como  historiador de la cultura no implica  concederle la grandeza del narrador. Sus celebrados relatos breves, como Otro mar (1991) y Conjeturas sobre un sable (1992),  tienen las virtudes de la buena prosa y la arrebatadora devoción clásica junto al temperamento trágico del moderno.  Pero como le ocurre a otros críticos que hacen ficción, faltan en Magris esos  humores malignos de la sangre y del alma que distinguen al letrado talentoso del novelista de genio. Magris escribe argumentos que un Roth o un Svevo habrían desarrollado magistralmente. La nada despreciable grandeza de Magris está en dotar a sus penates bienamados de motivos de escritura que irremediablemente les será imposible realizar. Magris escribe para sus ancestros.
     No aprecio Microcosmos como "ensayo novelado", pues los fragmentos narrativos suelen ser aburridos y propicios al lugar común. A Magris le cuesta pensar fuera de la historia, y cuando se demora meticulosamente en los hombres y las bestias del Piamonte puede enternecer pero no conmover. Todo cambia cuando en este Microcosmos veladamente autobiográfico aparecen los temas capitales de Magris: los hombres desechados por la historia —los estalinistas italianos reprimidos por el mariscal Tito—, la ruptura entre el estilo y el yo —encarnada en Silvio Pellico, el viejo autor de Mis  prisiones— o la extraterritorialidad triestina que tiene en el crítico italiano a su evangelista. Siempre se coloca, como hombre de letras, en la frontera entre la cultura y la política; Magris es un vigía. Por ello, los ecos de las guerras de Croacia y Bosnia hacen de Microcosmos un testimonio  delicado y apremiante de esa barbarie que al transformar en murmullo, Magris torna insoportable.
     Hombre de ciudad y, si me apuran, uno de los escritores más ciudadanos de nuestra época, Magris enmudece frente a la naturaleza y la torna inevitablemente pintoresca. Microcosmos habla de lagunas, colinas y montañas, pero sólo cuando aparece la huella del hombre (y con él, fatalmente, de la historia), sus paisanos y pensionados cifran la condición civilizatoria que el crítico espera de cada hombre. Las páginas, tan divertidas, sobre las palomas que defecan sobre Trieste, resaltan por ser algo más que una intromisión de las aves sobre la polis.
     La claridad estilística de Magris es una forma de rigor moral. Por ello se aleja del novelista (o del cuentista, más  extraño aún a un "narrador" como él), que desea complicar la existencia y no dilatarla a través del Danubio o capturarla en tres o cuatro tópicos regionales. A cambio, la fuerza de las imágenes poéticas en Magris, al producirse, nos devuelven a su estatura de escritor. Queriendo escribir un libro sobre la sutilidad y el anonimato, Magris no resistió la tentación de invocar a Svevo. Ese error retórico salva a Microcosmos de sus limitaciones. El busto de Italo Svevo, en el Jardín Público de Trieste, está acéfalo. No hay mejor definición visual, dice Magris, del novelista de quien el crítico heredó la custodia del paraíso triestino. -
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Portada del libro 


La verdad imposible de Kleist, el prusiano /

 Claudio Magris
Ante las murallas de Leipzig, y disponiéndose a incendiar la ciudad luego de haber diezmado a las tropas regulares del príncipe, Michael Kohlhaas —el «bandido caballero», rezaba el título de algunas traducciones anteriores de la novela— difunde un edicto en el que se define como representante del arcángel Miguel que ha llegado a restaurar a hierro y fuego la justicia contra la perfidia en la que el mundo entero ha caído.
     Kohlhaas, el tratante de caballos que devino bandido, no es un revolucionario sino un rebelde. Como hace años escribiera Vittorio Mathieu, basándose en esta historia de Kleist (según Thomas Mann, Tal vez sólo en el cine haya abundantes ejemplos de las formas en que se ha sido gay en todas las épocas de la historia, aunque, como se verá, la mayoría de esas películas han tenido su origen en importantes obras literarias (por lo cual sería más exacto llamarlas «versiones cinematográficas»). En cambio el cine, más que la literatura, ha masificado ideas en torno a la homosexualidad, pues es innegable que algunas de esos filmes han tenido más impacto social. La escritora lesbiana Marguerite Yourcenar hizo notar que «el papel de la “loca” está a punto de convertirse, en las películas y musicales americanos [de los años cincuenta], en ese ingrediente un poco extravagante y un tanto conmovedor, hecho para inspirar el llanto fácil o la carcajada, que el buen negro del antiguo music hall representaba antaño» (en Una vuelta por mi cárcel, Alfaguara, Madrid, 2005). Sin embargo, con esa mínima penetración del personaje de la «loca», concluye Yourcenar, «se favorece, sin querer, una subcultura y un gueto». ¿De qué manera se favorecía? Fácil, con algo que después será uno de los puntos centrales del movimiento gay setentero: la visibilidad gay, es decir, se hacía ver que los gays existíamos, estábamos allí, en todas partes... aunque no fuera la forma más digna o decorosa de presentarnos.
     Por eso, uno de los mayores reclamos de Dominique Fernandez a ese tipo de películas es que, si bien «deberíamos alegrarnos en nombre de la libertad humana, no podemos menos que quedarnos perplejos ante la mediocridad de la mayoría de las obras», pues, agrega, uno creería «que lo conquistado en el plano cívico y moral, el relajamiento de las costumbres, la liberación de los individuos, se reflejaría en las producciones de una nueva cultura, sin constricciones e inventiva» (en El rapto de Ganímedes, Tecnos, Madrid, 1992). Y aquí es inevitable ilustrar la cita con ejemplos cercanos a nuestra cultura: los «jotos» de las películas mexicanas de los años setenta y ochenta que se retorcían y mariconeaban sin razón aparente y que, en su mayoría, eran interpretados por actores heterosexuales que se travestían burdamente (mal maquillados, con vestidos coloridos y diminutos que al dejar ver todo el vello masculino se veían aún más grotescos). Entonces, ese tipo de películas ¿ayudaba o nos denigraba? Según Yourcenar, lo primero; según Fernandez, lo segundo.
     La primera película gay de que se tenga noticia fue alemana, se filmó en 1919, se llamó Anders als die Anderen («Diferente a los demás») y aborda abiertamente la relación entre un maestro de música con su alumno y la presión social agudizada con el párrafo 175. La película, sin embargo, fue destruida por los nazis y sólo se reconstruyó años más tarde, basándose en el guión y con fotografías fijas. Después, en 1950, el escritor francés Jean Genet filmó el mediometraje Un chant d’amour. En los últimos quince años, muchas películas de prácticamente todos los géneros (comedias, dramas, musicales, documentales, cortometrajes y hasta de ciencia ficción y animadas) han presentado las distintas aristas de lo que es ser y vivir como gay, uniéndose así a la tradición de cintas clásicas del cine gay como la que llevó a James Dean al estrellato: Rebelde sin causa (1955); la excelsa poesía visual de Visconti, Muerte en Venecia (1971); El satiricón (1968), de Fellini; El lugar sin límites (1977), de Ripstein; Doña Herlinda y su hijo (1984), de Hermosillo, y, en un terreno más relajado, La jaula de las locas (en sus dos versiones: la francesa de 1978 con su segunda parte, a mi juicio más divertida que la primera, de 1980, y la estadounidense de 1996); El show del terror de Rocky (1975), Priscila, la reina del desierto (1994), Reyes o reinas (1995), Bienvenido Welcome (1993) y Fresa y chocolate (1993), esta última basada en el excelente relato de Senel Paz. Además, claro, hay que hablar de la mayoría de los filmes de creadores tan disímbolos como el italiano Pier Paolo Pasolini (Decameron, basada en los relatos de Bocaccio), el alemán Rainer Werner Fassbinder (Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Un año con trece lunas, Querelle, basada en la novela de Genet), el estadounidense John Waters (Pink Flamingos), el inglés Derek Jarman (sus versiones del mártir San Sebastián y de Eduardo II, Caravaggio, The Angelic Conversation), Gus van Sant (Mala noche, My Own Private Idaho, Elephant, Milk) y el español Pedro Almodóvar (Pepi, Lucy y Bom y otras chicas del montón, Entre tinieblas, Laberinto de pasiones y La ley del deseo, que considero la mejor). O de directores más jóvenes como Julián Hernández, John Cameron Mitchell, François Ozon, el israelí Eytan Fox y el quebequense Xavier Dolan. 
     Esas cintas van desde cómo se ejerce la sexualidad, las relaciones más íntimas, hasta sus formas de represión, entre otros aspectos, y por otra parte están las películas donde los gays aparecen como personajes secundarios (Me enamoré de un maniquí, Expresso de medianoche, El callejón de los milagros, El silencio de los inocentes, Boys on The Side, La boda de mi mejor amigo, Cuatro bodas y un funeral, Té con Musolini, Mejor imposible, Todo sobre mi madre, Todo sobre Adam, Billy Elliot, Pequeña Miss Sunshine, Precious, 5X2, Pájaros de papel, entre muchas otras). También en ciertas películas hay guiños que sólo un gay puede decodificar: por ejemplo en Los olvidados, de Buñuel, hay una escena en la que uno de los personajes, en busca del dinero para comer, se pone a «vitrinear»; acto seguido un señor se le acerca para «levantárselo» y, sabiendo lo que hacen, la policía aparece para dispersarlos... Los «no entendidos» ¿repararán en lo extraño de la escena? 
     La gran mayoría de estas películas se han proyectado en los cientos de festivales de cine gay o de diversidad sexual que hay actualmente en todo el mundo: en prácticamente cada capital o ciudad importante de Europa, América, Oceanía y hasta Asia se realizan año tras año (el Outfest de Los Ángeles, el Framline de San Francisco y un larguísimo etcétera... o en las selecciones de cine gay de festivales tan importantes como el de Berlín, Cannes, Venecia y ahora también en el de Guadalajara, con el Premio Maguey); también en ellos se proyectan cientos de cortometrajes y documentales que compiten por los premios. En la Ciudad de México han existido dos festivales de cine gay: Mix y Urban Fest, el primero ya con quince años. Y, por otra parte, también se han difundido desde hace unos años en la excelente programación del canal Once del ipn y del Canal 22 de Conaculta, que creó la barra «Zona D», los domingos a la medianoche. 
     No obstante «lo conquistado en el plano cívico y moral», según Fernandez, el mayor reto del cine gay sigue siendo la censura, ya que muchas de las películas con esta temática tienen un alto contenido sexual: desnudos totales o escenas de sexo explícito que se pueden proyectar en un cine, para un público selecto, pero no para las masas que ven la televisión. Aun así, una cinta un tanto experimental para su época —mitad reportaje, mitad ficción—, Johan (1976), se presentó ese año en Cannes censurada y, no obstante, causó polémica por sus desnudos y escenas eróticas. Lo mismo sucedió cuando transmitieron Las hadas ignorantes, del turcoitaliano Ferzan Ozpetek, por el Canal 22: le cortaron parte de la escena en la que el protagonista se dispone a tener un encuentro sexual con otros dos hombres, o sea, un ménage à trois, según los franceses. Y lo mismo volvieron a hacer en ese canal con la candente escena en la que una pareja de hombres tiene relaciones sexuales bajo la regadera en la cinta española Más que amor frenesí. Si eso hicieron en el canal cultural de la televisión mexicana, es de esperarse que eso y más hagan en otras televisoras lla narración más intensa de la literatura alemana»), el revolucionario lo que quiere es derrocar el orden existente y sus leyes para sustituirlos por un nuevo orden y nuevas leyes, mientras que el rebelde toma en serio el orden y las leyes vigentes, en los que cree, pero que terminan siendo pisoteados por aquellos que deberían tutelarlos, gobernantes y jueces, y reacciona con violencia ante esta violación de valores y principios que para él son sagrados. El rebelde ama el orden, pero este último se le revela frágil, a menudo terrorífico, sin que pueda contraponerle un diseño ideológico, un programa político alternativo. Solamente le puede contraponer su exigencia de absoluto, y lo absoluto, en la relatividad y en la ambigüedad de las vicisitudes históricas, conduce a la tragedia —en primer lugar a aquellos que la hacen su voz, como le sucede a Michael Kohlhaas, el protagonista de la narración, y como le sucederá más tarde a su creador, Heinrich von Kleist, quien terminará suicidándose en 1811. 
     «Genio herido», como él mismo se proclama, Kleist es uno de los más grandes narradores y dramaturgos de la literatura mundial, «absolutamente alemán» —según Grimm definía sus narraciones—, pero a la vez universal, capaz de unir una compleja, tortuosa y turbia profundidad a una escritura cristalina que la comunica a todos, incluso a los lectores culturalmente no preparados. En esto reside su clasicismo; tanto el clasicismo de un autor que a menudo ha sido definido romántico, como el clasicismo de un hombre atormentado, ajeno a toda armonía y a toda conciliación, perseguido por obsesiones patológicas y creador de páginas violentas y durísimas que lo llevaron a enfrentarse con Goethe, el numen clásico por excelencia, venerado servilmente por él y odiado con furia al quedar herido por el rechazo del supremo poeta, disgustado por sus representaciones del horror. Con una de esas etiquetas que pretenden resumir una personalidad y una obra poética compleja, a menudo se ha encerrado el mundo poético de Kleist en la fórmula «confusión de sentimientos». Obsesionado por la verdad y trastornado por la tesis kantiana según la cual la cosa en sí, la verdad objetiva, permanece incognoscible, Kleist a menudo narra y pone en escena, con violenta intensidad y esencialidad poética sin parangón, el trágico momento que trastorna la vida de un hombre cuando su certeza y la misma evidencia sensible de su experiencia son, imprevista e irracionalmente —pero indiscutiblemente—, contradichas por la realidad misma, devastadora epifanía que abruma la mente y los sentimientos. Así, Michael Kohlhaas asiste al trastrocamiento del orden y de la justicia en los que ha creído; así, la Marquesa de O (en otra narración, apasionada y eficazmente interpretada por Rossana Rossanda), que ha sido violada cuando se encontraba inconsciente, se siente perdida en la oposición entre la convicción de no haber tenido relaciones con ningún hombre y la realidad del ser humano que está creciendo en su vientre; así —en un texto teatral, Anfitrión— Alcmena, enamorada de su apasionado esposo Anfitrión e inconscientemente amante de Zeus, que en la noche de amor ha asumido la apariencia del marido ausente, se siente confundida cuando este último regresa a casa, obviamente ignorante de aquella noche que para ella es el momento supremo de su unión, y se siente más perturbada aún por la identidad-multiplicidad del hombre amado, que es uno y dos. En el poderoso fragmento dramático Roberto Guiscardo es la peste, rampante y negada en sí mismo por el protagonista, la que asume el rostro de la vida entendida como perturbador abismo que abruma o incluso desvía hasta llegar a una violencia asesina, la inocencia. 
     Al igual que muchos de los grandes trágicos —basta pensar en Shakespeare—, también Kleist es extraordinariamente capaz de provocar comicidad, sabe crear esa risa que nace de la chusca e insostenible miseria de la condición humana. Cómica, pero no sólo cómica, es El cántaro roto, gran comedia en la que un juez indaga sobre un crimen que él mismo cometió (versión, en este caso humorística, de la laceración del Doble, del yo escindido) y que trata de ocultar, embrollando la irresistible verdad, en un perfecto mecanismo escénico en el que el pecado original de la vida se mezcla al sanguíneo paisaje holandés, a los suecos de las mozas de las tabernas y a las rebosantes jarras. 
     Nacido en 1777 y muerto en 1811, Kleist vive una de las más grandes, turbulentas y revolucionarias épocas de la historia política y cultural alemana y europea: la caída del Ancien Régime, la revolución francesa, el imperio napoleónico, los progresos de la técnica y de la economía, el clasicismo y el romanticismo (radical convulsión artística todavía en curso), la gran música y la gran filosofía alemana, Mozart, Beethoven, Kant, Hegel, las nuevas ciencias del espíritu y de lo profundo, el ascenso de su amada Prusia. De este huracán libertador y devastador él es protagonista y víctima, sobre todo en su contradictoria personalidad, moralmente equilibrada y psíquicamente inasible, lacerada, como él mismo decía, entre «esplendor e inmundicia», pathos del orden y salvaje inclinación al caos. 
     Anna Maria Carpi se encargó de cuidar la edición del espléndido libro, publicado en la colección I Meridiani de la editorial Mondadori, que reúne toda la obra kleistiana (teatro, cuentos, ensayos, escritos varios, artículos), con excepción de la correspondencia, aunque ésta es ampliamente citada en su ensayo introductorio y en sus notas —ejemplo de cómo se puede y se debe presentar un clásico dolorosa y desordenadamente contemporáneo. Pero Carpi también escribió una biografía de Kleist que se lee como una novela; y es una novela no porque la autora se abandone a tentaciones fantasiosas, sino porque es la viva narración de una vida en la que la inteligencia crítica se funde con una escritura capaz de recrear concretamente esa vida, cosa que no asombra a quienes conocen las narraciones y, sobre todo, los poemas de Anna Maria Carpi.
     Kleist es una genial simbiosis de inmóvil ethos prusiano y friabilidad psíquica a veces morbosa. Kafka lo admiraba muchísimo y, en varios aspectos, sentía que en él residía un espíritu afín: la vida sexual obstruida (en Kleist más que en Kafka); la certidumbre de albergar en su corazón, a la vez, pureza y sórdida oscuridad; «formación perturbada» —como decía Goethe, no sin sentir pena de sí mismo—; la coexistencia de violencia y debilidad; las relaciones problemáticas con su familia, en particular la relación pura pero singular que mantenía con su hermana Ulrike. 
     Pero el oficial prusiano y el judío praguense tienen en común algo todavía más importante: si Kleist, escribe Anna Maria Carpi, «es un aislado que anhela formar parte de una comunidad», Kafka advierte como una culpa su lejanía, por lo menos parcial, del judaísmo, su incapacidad para ser Amshel (como suena su nombre judío), es decir, el padre de familia judío arraigado en la universalidad y en la continuidad de la tradición, de la Ley, de la humanidad, y se siente condenado a ser «sólo Franz Kafka».
     Auténticamente puro y sexualmente perturbado, Kleist escribió algunas de las más grandes páginas sobre el Eros, sobre su dulzura y sobre su furia destructiva. Representó la completa gama del amor, especialmente femenino, desde la absoluta, tiernísima y autolesiva dedicación de Catalina de Heilbronn, en el drama homónimo, hasta la feroz brama total de Pentesilea —en el drama del mismo nombre—, que casi devora físicamente al amado-odiado Aquiles. 
     Si en Kafka podemos encontrar tanta dolorosa crueldad, también la encontramos en igual medida, expresada no con menor poderío poético, en Kleist, como por ejemplo —pero es solamente uno entre muchos— en el cuento «El hijo adoptivo», o en la obra de teatro La batalla de Arminio. Kleist, que con textos como este último incluso fue (falsamente) adulado como un agresivo nacionalista alemán, ha sido uno de los primeros y más desconcertantes investigadores del inconsciente, de la duplicidad que constituye el Yo; todo Yo, incluso aquel compactamente militar. Lo esencial, en Kleist, acontece en el inconsciente, en el sueño. Incluso la redención moral: en el drama El príncipe de Homburg, el comandante prusiano que ganó una decisiva batalla, pero transgrediendo culpablemente las órdenes y, por tanto, fue condenado a muerte por insubordinación, se redime a sí mismo reconociendo íntimamente que es culpable, pero —como subrayaba Sergio Lupi hace años en un espléndido ensayo— esto no sucede gracias a la reflexión racional, sino en el sueño, en un estado de trance. 
     Igualmente, en un breve y genial ensayo sobre la producción de los pensamientos durante el discurso, Kleist analiza la elaboración del discurso, mientras el Yo habla detrás o más allá de su control, sobre la conciencia. Como escribe Anna Maria Carpi, es el sueño de la razón, en Kleist, que descubre la verdad, y con ella también a los monstruos. Para Kleist, que acaso se sentía demasiado abrumado, la conciencia parece ser a menudo un peso. En el ensayo «Sobre el teatro de las marionetas» celebra a la marioneta, que, a diferencia del hombre, carece de conciencia y carece de ese peso de la cabeza que tan frecuentemente hace que el hombre caiga fuera de su centro de gravedad y que, por tanto, lo lleva a la ruina. Pero este gran narrador y dramaturgo, cuya lengua es un aturdimiento sintáctico rarísimo en la literatura universal, también era —¿sobre todo?— lo que deseaba ser y sentía ser, un soldado al igual que su abuelo Ewald von Kleist —poeta soldado mucho menor y menos problemático que él—, invadido por un indefectible ethos prusiano.
     En Kleist podemos encontrar ese rigor prusiano de justicia que volveremos a descubrir en El caso del sargento Grischa, de Arnold Zweig, con su absoluta contraposición entre ethos y kratos, entre la ética y la fuerza, entre el Estado que solamente puede fundarse en la justicia y la Razón de Estado que, en su nombre y para defenderlo, comete delitos que lo despojan de toda legitimidad. Podemos encontrar algo de kleistiano en el oficial prusiano creado por Eric von Stroheim en La gran ilusión, acaso también en la conjura militar del 20 de julio contra Hitler.
     Un ethos inextricablemente entretejido a la experiencia de la debilidad psíquica, a veces incluso perversa, que no sofoca ese ethos, más importante que ella y que le permite a Kleist escribir obras maestras: crear, por ejemplo, un teatro que Goethe rechazaba porque —decía, inconsciente de que le rendía el más grande de los homenajes—  era un teatro que todavía estaba por llegar.

Traducción del italiano de María Teresa Meneses


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