domingo, 24 de septiembre de 2017

Anna Ajmátova - Réquiem Una conmovedora voz ( Su sola mirada te cortaba el aliento)


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El primer marido de Ana Ajmatova, una de las escritoras rusas más importantes del siglo XX, fue fusilado; el segundo, falleció de extenuación en un campo de trabajo en el Gulag; su único hijo, fue detenido varias veces y pasó diez años en la cárcel. Todos ellos eran, claro, inocentes. Ajmatova lo sabía, pero también sabía que en la URSS de Stalin se detenía a la gente sin motivo.


Cuando encarcelaron a Lev Gumiliov, Ajmatova se acercó todos los días durante 17 meses a las puertas de la prisión de Leningrado para informarse de su estado. Allí conoció a otras mujeres que, como ella, aguardaban una respuesta sobre el paradero de sus familiares (hijos, maridos, hermanos). De esta experiencia nació Réquiem, un conjunto de poemas secos y desgarrados dedicados a la memoria del hijo y de las madres que esperaban inútilmente.



RÉQUIEM Y OTROS POEMAS, POR ANA AJMÁTOVA PDF 



Réquiem

No, no estaba bajo un ajeno firmamento,
ni bajo el amparo de unas ajenas alas,
estaba entonces con mi pueblo,
allí donde mi pueblo, por desgracia, estaba.

[1961]


EN LUGAR DE UN PRÓLOGO

En los terribles años de Yezhov (1) hice fila durante diecisiete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me "reconoció". Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con el frío azul en sus labios y que, evidentemente, nunca había oído mi nombre, despertó del desasosiego habitual en todas nosotras y me preguntó al oído (allí todas hablábamos entre susurros):
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije:
-Puedo.
Entonces algo similar a una sonrisa se asomó en lo que una vez había sido su rostro.

[1ro de Abril, 1957. Leningrado]

DEDICATORIA
Las montañas se postran ante tanta desgracia
y el impetuoso río ya no fluye.
Pero fuertes son los cerrojos de la prisión,
y tras ellos sólo están las mazmorras de los presos (2)
y una mortal nostalgia.
Para quién sopla la brisa ligera,
para quién es una caricia el ocaso –
Nosotras no sabemos, somos las mismas por doquier,
sólo oímos el odioso repique de las llaves
y el pesado paso del soldado.
Nos levantábamos como para la misa del alba
y caminábamos por la ciudad salvaje,
y allí nos encontrábamos, unas y otras, sin aliento,
con el sol cayendo y el Neva más nublado,
mas la esperanza siempre cantando a lo lejos.
La sentencia… y las lágrimas brotan súbitamente,
ella se aparta de todas,
como si de su corazón le arrancaran dolorosamente la vida,
como si brutalmente la abatieran por la espalda,
pero anda… se tambalea… desolada…
¿Dónde están ahora aquellas amigas impensadas
de mis dos años furiosos?
¿Qué auscultarán en la tormenta de nieve siberiana,
qué imaginarán en el círculo lunar?
A ellas envío mi saludo y mi despedida.


[Marzo, 1940] 


INTRODUCCIÓN

Esto pasó cuando apenas sonreía
el difunto, sosegado en su paz,
y como un inútil emblema colgaba
con sus cárceles Leningrado.

Y cuando locos del tormento
caminaban en cuadrillas los condenados,
y los silbidos de las locomotoras
cantaban lacónicas canciones de despida.

Las estrellas de la muerte se alzaban,
y la inocente Rusia se retorcía de dolores
bajo las botas salpicadas de sangre
y las ruedas de negras furgonetas.


1

Al alba te llevaron,
fui tras de ti como en un entierro, 
en la cámara oscura lloraban los niños,
y ante el santuario la vela se derretía.

En tus labios el frío del icono.
Sudor de muerte en la frente… ¡no lo olvido!
Como las mujeres de Streltsy (3)
aullaré bajo las torres del Kremlin.


[Noviembre, 1935, Moscú]


2

El Don apacible (4), fluye apacible,
la luna amarilla entra en la casa.

Entra, con gorra ladeada,
la luna amarilla ve una sombra. 

Esta mujer está enferma,
esta mujer está sola.

El marido en la tumba, el hijo en la cárcel,
ruega por mí.


[1938]


3

No, no soy yo, es otra la que sufre. 
Yo no podría soportarlo. Que un
velo negro cubra lo ocurrido
y que se lleven las farolas…
Noche.


[1939]


4

Si te hubieran dicho a ti, la jovial,
la adorada de todos sus amigos,
la alegre pecadora de Zárskoe Seló, (5)
lo que pasaría con tu vida! 
Que con el número trescientos y un presente,
harías la fila ante Las Cruces (6)
y cómo con tus ardientes lágrimas
fundirías el hielo de año nuevo..
El álamo de la prisión se balancea
y nada se oye! Pero cuántas
vidas inocentes allí acaban…


[1938]


5

Diecisiete meses de clamar,
a la casa te convoco,
a los pies del verdugo me he arrojado,
mi hijo y mi horror. 
Todo se ha dañado para siempre
y ahora no puedo discernir
quién es la bestia y quién el hombre,
ni cuanto he de esperar para la ejecución.
Y sólo las bellas flores,
el incienso, las campanas
y las huellas en algún lugar de la nada.
Y una enorme estrella me mira
firmemente a los ojos y con una muerte
inminente me amenaza.


[1939]


6

Las semanas van de vuelo, 
lo ocurrido no lo comprendo.
Cómo, hijo mío, te buscaban
las noches blancas en la cárcel.
Y cómo ellas de nuevo te contemplan
con su ardiente ojo de halcón,
y de tu alta cruz
y de la muerte hablan.


[Primavera – 1939]



7. EL VEREDICTO

Y cayó como una piedra la palabra
sobre mi pecho vivo todavía.
No importa, de hecho estaba avisada,
de algún modo, le haría frente.
Muchas cosas he de hacer hoy todavía: 
he de matar la memoria,
convertir el alma en piedra,
y debo aprender a vivir de nuevo.
O si no… El caluroso susurro del verano,
celebra su fiesta frente a mi ventana.
Durante mucho tiempo tuve el presentimiento
de este día radiante, y la casa vacía.


[22 de junio, 1939 – Casa Fontanka ] (7)


8 A LA MUERTE

¿Si has de venir, por qué no ahora?
Aguardo por ti – difícil tarea.
He apagado la luz y te abrí la puerta,
a ti, prenda sencilla y maravillosa.
Toma el aspecto que quieras,
penetra como un proyectil envenenado,
o allégate sutilmente, como un experto ladrón,
o con el vaho venenoso del tifus.
O con un cuento de hadas inventado por ti
y tan nauseabundamente familiar –
para que yo vea el ápice de la gorra azul (8)
y al portero, pálido de miedo.
A mí me da lo mismo ya. Se eleva el vapor
del río Yeniséi. Radia la estrella polar.
Y un último horror cubre
el brillo azul de los ojos amados.


[19 de agosto, 1939 - Casa Fontanka]


9

Ya la locura ha cubierto, 
con sus alas, la mitad de mi alma,
le da de beber vino de fuego,
y la atrae hacia el negro valle.

He comprendido que a ella
he de ceder la victoria,
dando oídos a mi delirio
como si fuera el ajeno.

Y no me permitirá
llevar nada conmigo
(por mucho que le suplique
y le importune con mi ruego):

ni los terribles ojos de mi hijo,
petrificados por el sufrimiento,
ni el día en que llegó la tormenta,
ni el adiós al concluir la hora de visita.

Ni la amada frescura de sus manos,
ni las sombras agitadas de los tilos,
ni el tenue y remoto sonido…
de la última palabra de consuelo.


[4 de mayo 1940 - Casa Fontanka]


10

CRUCIFIXIÓN

No llores por mí, Madre,
Estoy en el sepulcro. (9) 

I
El coro de los ángeles la gran hora ha glorificado,
Y los cielos se han fundido en fuego.
Al padre le ha dicho: «¿Por qué me has abandonado?»
Y a la madre: «No llores por mí.»

[1940, Casa Fontanka]


II

Magdalena se retorcía y lloraba,
el discípulo amado convertido en piedra ,
y allí, donde la madre silenciosa estaba,
nadie se atrevió a dar una mirada.


[1940, Casa Fontanny]


EPÍLOGO
I

Ahora sé cómo caen las personas,
cómo, debajo de los párpados, asoma el miedo,
cómo el sufrimiento pone en las mejillas
duras páginas de escritura cuneiforme.
Cómo los rizos negros o cenicientos
se tornan plateados de repente,
la sonrisa se desvanece en labios obedientes,
y en la risa marchita tiembla el pavor.
Y no ruego por mí sola,
sino por todos los que allí estuvieron conmigo,
en el frío glacial, y en el calor de julio (10)
en los ciegos muros de color rojo.


II 

De nuevo se acerca la hora de conmemorar.
Te veo, te oigo, te siento:

Y aquella que apenas pudo llegar a la ventana,
Y quien no pisa su tierra nativa,

Y aquella, que sacudía su hermosa cabeza,
ha dicho: «¡Vuelvo aquí como a mi casa!»

Quisiera llamarlas a todas por sus nombres,
pero se han robado la lista y no hay donde buscar.

Les he tejido un ancho manto
de las pobres palabras que les escuché.

De ellas me acuerdo siempre, en todas partes,
y no las olvidaré en una nueva desgracia,

y si amordazan mi boca atormentada,
por la que cien millones de vidas gritan,

que así ellas por mí rueguen y me rememoren
en la víspera de mis funerales.

Y si alguna vez este país decidiera
erigirme un monumento, 

Doy mi venia a este honor,
pero sólo con una condición – que no lo planten

junto a la costa donde nací:
rotos están mis últimos lazos con el mar, (11)

ni en el jardín del Zar, cerca del árbol truncado,
donde una sombra inconsolable me busca,

sino aquí, donde pasé trescientas horas
y no me abrieron los cerrojos.

Porque en la bienaventurada muerte temo
olvidar el mugido de las negras furgonetas,

la odiosa puerta cerrada con estrépito,
y el alarido de la anciana como una bestia herida.

Y ojalá que de mis inertes párpados de bronce
fluyan las lágrimas, como nieve derretida.

Y que la paloma de la prisión arrulle a lo lejos
y en silencio naveguen los barcos por el Neva.

[Marzo – 1940 - Casa Fontanka]

Apostilla: No se pretende corregir a traductores o a conocedores de la lengua madre de la poeta Ajmátova, pero sí matizar ciertos giros de la lengua castiza para hacer este memorable poema más legible para el mundo hispano-parlante o (¿por qué no?) hispano-escuchante (todo lector de poesía es un escucha). Y, siguiendo a Octavio Paz, como toda versión es una “di-versión” (al igual que todo ensayo va inducido por la adhesión), convenimos con humildad que este trabajo haya de ser perfectible.

Se han tomado en cuenta las siguientes traducciones o versiones del poema Réquiem de Anna Ajmátova:

Español.-
Jesús García Gabaldón, Ediciones Cátedra, S. A. 1994
José Luis Reina Palazón, Grijalbo Mondadori, 1998
La monografía ANNA AJMATOVA, O TRES TRADUCTORES EN BUSCA DE UN AUTOR
Maria SANCHEZ PUIG, Universidad Complutense de Madrid.
-Nota: Desafortunadamente, no disponemos de la traducción que recomienda Sánchez Puig en su monografía, realizada por Carmen Alonso y Gloria García.

Inglés.-
Judith Hemschemeyer, Akhmatova, Anna. The Complete Poems of Anna Akhmatova. Ed. Roberta Reeder. Boston: Zephyr Press, 4th printing, 2000. pp 384 – 394
Sasha Soldatow, First published Sasha Soldatow Mayakovsky in Bondi
BlackWattle Press 1993 Sydney.

Ruso.- La página oficial de Anna Ajmátova: 
http://www.akhmatova.ru/

NOTAS:

(1) Nikolai Yezhov, jefe de la policía política (NKVD) de 1936 a 1938, período signado por las grandes purgas del Estalinismo. Fue sustituido por Beria en 1938 y ejecutado en 1939, víctima de la insaciable bestia que él mismo ayudó a criar.

(2) Cita el poema de Pushkin: Mensaje a Siberia, en homenaje a los poetas decembristas desterrados a Siberia, luego de la rebelión contra el sistema imperial ruso, durante el reinado de Alejandro I de Rusia, el 26 de Diciembre de 1825.

(3) Streltsy. Cuerpo élite de las milicias rusas instituido por Iván El terrible. Se sublevaron contra Pedro El Grande en 1698, quien al final se impuso y derrotó a los rebeldes. Prácticamente todos los Streltsy fueron ejecutados ante el Kremlin, a pesar de los ruegos de sus esposas.

(4) El río Don sirve a la poeta como alegoría de una pisoteada Rusia; Ajmátova cita la novela de Shólojov, El Don Apacible, para ironizar en torno al Realismo Socialista, al contrastarlo con el escenario real del pueblo ruso.

(5) Su pueblo natal.

(6) Prisión de Leningrado adonde iban a parar los presos políticos. Se le dio ese nombre en virtud a la similitud de sus edificaciones con la cruz.

(7) Ese día, Lev Gumiliov, hijo de Anna Ajmátova fue sentenciado a un campo de trabajos forzosos.

(8) Gorra de la policía política.

(9) En eslavo eclesiástico, en el texto original.

(10) Hace alusión al mes de Julio de 1938, acaso uno de los años más terribles de las persecuciones políticas perpetradas por la policía política del sistema estalinista.

(11) Tal como hiciera Pushkin en su momento, Ajmátova se despide del mar para siempre.




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Anna Ajmátova

Elaine Feinstein

Traducción de Xoán Abeleira. Circe. Barcelona, 2007. 429 páginas, 28 euros
LOURDES VENTURA | 24/01/2008 |  


Retrato de Petrov-Vodkin
En 1938, en Leningrado, An-na Ajmátova se dirigía a la prisión de Las Cruces con sus ropas raídas, su férrea dignidad y su dolor. Desde los veinte años, el hijo de la poeta, a menudo estigmatizada por la Unión de Escritores, y de tanto en tanto rehabilitada, había estado en la diana del terror estalinista. El primer arresto de Lev tuvo lugar en 1933, acusado de terrorismo, poco después del suicidio de Nadiezhda Allilúieva, la esposa de Stalin, en el curso de las reacciones sanguinarias desatadas por la maquinaria represiva del régimen. Las incertidumbres ante el destino de Lev Gumiliov, considerado enemigo del pueblo y víctima de múltiples, brutales e injustas condenas, y las tensiones creadas por las complejas relaciones entre madre e hijo, confor-
man la agitación más profunda de esta biografía de Anna Ajmátova.

“Nos levantábamos como para la misa del alba,/cruzábamos la ciudad embrutecida/ y, más muertas que vivas, nos encontrábamos allí”. En la dedicatoria de su desgarrador poema “Réquiem”, Ajmátova rinde homenaje a todas aquellas madres y esposas con quienes coincidía a las puertas de la cárcel de Leningrado. En un breve prólogo al poema, Ajmátova recuerda que una de aquellas mujeres le preguntó entre susurros: “¿Y usted puede dar cuenta de esto?” La respuesta fue rotunda: “Puedo”. Durante casi dos años, Ajmátova salía de su lúgubre cuarto en la casa de Nikolái Punin y acudía a la prisión para saber si su hijo seguía vivo.

La poeta que escribió que tendría que “matar la memoria” y “volver de piedra el corazón” soportó, en sus 76 años, dos revoluciones, dos guerras mundiales, una guerra civil, las más terribles purgas de Stalin, el ostracismo, las muertes, condenas y exilios de todos sus seres queridos. Y lo que más estremece, Ajmatova sufrió las heridas del alma de su único hijo. Lev nunca le perdonó el abandono sufrido en la infancia (fue criado por la abuela paterna, tras el fusilamiento de su padre, el poeta Nikolái Gumiliov), y, más tarde, acusó a Ajmátova de haber sido indiferente a sus años de reclusión en cárceles y campos de trabajo. En eso, Lev Gumiliov, el hijo de “la musa del llanto”, tal como llamó a Ajmátova la otra grande de la lírica rusa, Marina Tsvetáieva, fue terriblemente injusto con su progenitora. Tal vez lo mejor de esta biografía de Elaine Feinstein es dejar que el público lector, espantado ante el trasfondo de horrores de largas décadas de la historia rusa, saque sus propias conclusiones.

En este retrato trágico, que incluye el convulso telón de fondo de un drama colectivo, la biógrafa ha tratado de desenmarañar las relaciones afectivas de Ajmátova. Desde su primer marido, el fundador del acteísmo, Gumiliov (ambos militaron en la creencia poética del lenguaje concreto, frente a lo etéreo del simbolismo), vemos un discurrir de amantes reales o platónicos, que encadenan a Modigliani con el compositor Artur Lurie; al crítico Nedobrovo con el pintor Borís Anrep; al erudito Vladimir Shileiko (su segundo marido) con su gran amor , el crítico Vladimir Punin, muerto en el gulag, en cuya casa vivirá muchos años; al doctor Garshin con el historiador Isaiah Berlin. Pero sobre todo contemplamos el destino terrible de dos de sus grandes amigos, que componen con ella y con Marina Tsvetáieva (ambas se admiraban, pero sólo se encontraron en dos ocasiones), el gran cuarteto de la poesía rusa: ósip Mandelstam y Pasternak. Los cuatro masacrados, en distinto grado, por las purgas estalinistas, y los cuatro inmortales.

En medio de tanto horror, Elaine Feinstein entrelaza esas vidas geniales y angustiadas y, aunque en algún momento peque de cotilleo literario, la mirada final y el juicio, si ha de haberlo, es el de quienes asistimos a un drama en el que los protagonistas son atrapados por los acontecimientos. Los hilos de las relaciones de Ajmátova se anudarán o se volverán convulsos, según los años, y aún se complicarán más con las versiones de los supervivientes.

Anna Ajmátova le contó a Lidia Chukóvskaia que Pasternak se ponía a veces “muy pesado”, ya que iba a verla angustiado para decirle que se sentía una nulidad. “Aunque lleves años sin escribir una línea”, le tranquilizaba Ajmátova, “sigues siendo uno de los mayores poetas europeos del siglo XX”. Los vínculos de Ajmátova con el vasto y convulso universo literario de las primeras décadas del siglo XX en Rusia, constituyen el oleaje de esta intensa biografía, más pendiente de trayectorias vitales, que de análisis literarios. 


http://www.elcultural.com/revista/letras/Anna-Ajmatova/22267

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Encuentros con Anna Ajmátova



Gueorgui Adámovich 31 julio 2008

No puedo recordar con exactitud cuándo fue que vi a Anna Ajmátova por primera vez. Probablemente fue dos años antes de la Primera Guerra Mundial, en un seminario romanogermánico, en la Universidad de San Petersburgo. Como estudiante, yo no tenía una relación directa con este seminario, pero con frecuencia asistía: era como una especie de cuartel general del joven –y recientemente aparecido– movimiento acmeísta, y al mismo tiempo el lugar de encuentro de los primeros formalistas, que todavía dudaban de sí mismos y que desarrollaban sus teorías más por rechazo de todo tipo de cosas que por una convicción fuerte. Pero los romanogermanistas miraban con desdén la sección rusa de la facultad de historia y filología, y no les faltaba razón. Gumiliov,1 por ejemplo, contaba con maliciosa irritación que en el examen de literatura rusa –examen en que él se disponía a brillar por sus conocimientos y la agudeza de sus opiniones– el profesor Shliapkin le preguntó:
–Dígame, ¿qué considera usted que haría Oneguin si Tatiana decidiera abandonar a su esposo?2
En el seminario romanogermánico las pláticas y discusiones se llevaban a otro nivel y, para mí, personalmente, estaba rodeado de una aureola singular, misteriosa, de irresistible fascinación. Varias veces al año se armaban allí veladas poéticas –no para el público, sino para los “suyos”– y ser contado entre los “suyos” era, no sin cierta indulgencia, motivo de gran alegría. En una ocasión K.V. Mochulski, mi futuro cercano amigo de París, con toda su impetuosidad y su carácter un tanto vacilante y de una sensibilidad enfermiza, que lo incapacitaba para ser un verdadero formalista, me dijo: “Venga hoy sin falta... ¡estará Ajmátova! ¿Usted no ha leído a Ajmátova?”
¡Que si había leído yo a Ajmátova! Desde las primeras líneas suyas que cayeron ante mis ojos y su invocación al viento:
Yo era libre, como tú,
Pero quería vivir demasiado.
Mira, viento, mi cuerpo está frío
Y no hay a quién estrechar la mano...

Quedé encantado con esta intermitencia rítmica, “Y no hay a quién estrechar la mano”, y, como entonces se acostumbraba decir, quedé “atravesado” por sus versos, casi como me sucediera unos cuantos años antes, cuando estaba todavía en el bachillerato, con las primeras líneas de Blok que cayeron ante mí, de su poema “La tierra en la nieve”:

Ah, primavera sin frontera y sin final,
Sin frontera y sin final, como los sueños...

Ajmátova ya era reconocida, al menos en el mismo sentido en que Mallarmé, platicando con sus amigos, utilizó esta palabra en relación a la ville de L’Isle-Adam: “Ustedes la conocen, yo la conozco... ¿se necesita más?” En el estrecho círculo de los adictos a la nueva poesía se hablaba de ella con admiración. Gumiliov, su esposo, al principio tenía una opinión muy negativa de los versos de Anna Andréievna, y parece que incluso le “rogó” no escribir más, y es muy posible que en su apreciación se mezclaran inconscientemente razones y motivos personales, cotidianos. No eran celos literarios, no, era una animadversión indefinida y escéptica que suscitaba la sensación de una profunda y radical diferencia que seguramente existía entre el carácter poético de Ajmátova y el suyo propio. Gumiliov reconoció a Ajmátova como poeta, de manera total, sin reservas, sólo después de varios años de matrimonio. Y “la llevó a la gente” –si es que esta expresión de Kuzmín tiene cabida en este caso–, que sin duda captó la originalidad y encanto de los versos tempranos de Ajmátova, como los captó Gueorgui Chúlkov, el “anarquista místico”, amigo y segunda voz de Viacheslav Ivanov, que alguna vez hizo reír a media Rusia con una frase inicial en un artículo largo y programático: “El verdadero poeta no puede no ser anarquista, porque ¿cómo podría ser de otra manera?” La autoridad de Kuzmín era, por supuesto, mucho más significativa que la de Chúlkov, y lo más importante es que fue precisamente él quien contribuyó al surgimiento de la gloria de Ajmátova. Recuerdo una dedicatoria escrita por Ajmátova, después de la revolución, en un ejemplar de El llantén, o tal vez de Anno Domini MCMXXI, en un envío de estos tomos que le hizo a Kuzmín: “A Mijaíl Alexéievich, mi maravilloso maestro.” Sin embargo, hacia el final de la vida de Kuzmín, en los años treinta, Ajmátova dejó de encontrarse con él, no sé por qué razón.
Anna Andréievna me sorprendía con su apariencia. Ahora, en lo que se escribe sobre ella, a veces la llaman una belleza; no, no era una belleza. Era algo más que una belleza, mejor que una belleza. Nunca vi a otra mujer que, por su rostro y su aspecto, por su fuerza expresiva, por su genuina inspiración, que de inmediato llamaba la atención, se distinguiera entre todas las mujeres. Después, en su apariencia se manifestó claramente un matiz trágico: Raquel en Fedra, como lo dijo Ósip Mándelstam en una conocida octavilla después de una lectura en El Perro Vagabundo,3 cuando Ajmátova se paraba en el estrado, con su pseudoclásico chal que le caía de los hombros, parecía que ennoblecía y elevaba todo lo que estuviera a su alrededor. Pero mi primera impresión fue distinta. Anna Andréievna sonreía casi sin interrupción, sonreía sin ganas, alegre y maliciosamente cuchicheaba con Mijaíl Leonídovich Lozinski, quien –por lo visto– intentaba convencerla de comportarse seriamente, como corresponde a una poetisa conocida, y escuchar los versos con atención. Por un minuto se callaba, pero luego otra vez comenzaba a bromear y a cuchichear. Pero cuando finalmente le pidieron leer algo, de inmediato cambió, incluso palideció: en la “burlona” y “pecaminosa alegría de Tsárskoe Seló”, como Ajmátova al paso de los años se caracterizó en Réquiem, surgiría la futura Fedra. Pero no por mucho tiempo. Al salir del seminario me la presentaron. Anna Andréievna dijo: “Perdonen, parece que hoy los he molestado a todos al escuchar la lectura. Pronto no me van a permitir entrar aquí...” y, volteándose hacia Lozinski, se sonrió otra vez.
Después yo empecé a encontrarme con ella con mucha frecuencia, principalmente en El Perro Vagabundo, que ella frecuentaba. Este sotanito en la plaza de Mijailovski, con pinturas de Sudeikin en las paredes, se volvió legendario gracias a numerosas anécdotas y recuerdos. Ajmátova le dedicó a ese lugar dos poemas: “Todos aquí estamos ebrios, perdidos” y “Sí, yo amaba aquellos encuentros nocturnos”. Los encuentros eran realmente nocturnos: llegábamos a El Perro Vagabundo después del teatro, luego de alguna velada o disputa, y nos marchábamos casi al amanecer. El dueño, Boris Pronin, echaba despiadadamente a quien su agudo olfato delatara como “farmaceuta”, es decir, gente que no tenía relación con la literatura y el arte. Por lo demás, todo dependía de su estado de ánimo: había casos en que un indudable “farmaceuta” recibía una alegre acogida, no se podía prever nada. El Perro Vagabundo era un lugar estrecho, sofocante, muy ruidoso, aunque no muy alegre: no, me sería muy difícil encontrar la palabra exacta para definir la atmósfera que reinaba en el lugar.

Pero no es casual, sin embargo, que nadie de los que lo frecuentaban haya podido olvidar hasta la fecha ese sotanito.
El Perro Vagabundo era frecuentado por visitantes extranjeros célebres: Marinetti, agudo, sonrosado, parecido hasta la risa a una “persona en un restaurante”, al que sólo le faltaba una servilleta blanca bien acomodada en la mano; Paul Fort, por muchos años el “príncipe de los poetas” franceses; Verhaeren, Richard Strauss y muchos otros. Para Strauss, por insistente petición de Pronin, Artur Lurié, quien era considerado en nuestro círculo como una naciente estrella musical, tocó la gavota “Gliuka” en su arreglo modernista, después de lo cual Strauss se acercó al piano, le dirigió a Lurié unas cuantas palabras muy halagüeñas, pero se negó decididamente a tocar.
A este café llegaban todos los poetas de San Petersburgo: simbolistas, acmeístas, futuristas, estos últimos todavía divididos en “cubofuturistas”, con Maiakovski a la cabeza con su chamarra amarilla, y Jlébnikov, y los seguidores de Ígor Severianin, a quienes se acostumbraba hacer a un lado y desdeñar con ligereza. Jlébnikov ya por entonces era todo un misterio. Se sentaba en silencio, inclinando la cabeza, sin advertir a nadie, hundido todo en sus cavilaciones furtivas y sueños. Su presencia irradiaba una cierta grandeza, tan incomprensible como indudable. Recuerdo una vez que Mándelstam, por naturaleza alegre y comunicativo, hablaba vivamente de algo, hablaba y, de pronto, mirando a su alrededor como si buscara a alguien, paró en seco y dijo:
–¡No, yo no puedo hablar, cuando allá Jlébnikov hace silencio!
Y Jlébnikov ni siquiera se encontraba en las cercanías, sino contra la pared que dividía el sótano en dos secciones, la segunda medio en penumbras, sin estrado ni mesitas, cabe decir “más íntima”.
El que nunca se aparecía por El Perro Vagabundo era Blok, a pesar del vasto reconocimiento de que gozaba. A propósito, sería necesario desmentir otros rumores que surgieron entre los de la emigración y que hasta ahora se mantienen con firmeza: los de un cierto “romance” entre Blok y Ajmátova, algo así como una amitié amoureuse surgida entre ellos. Nunca hubo nada parecido: nadie en San Petersburgo escuchó ni habló de esa atracción mutua. En qué se basan estos rumores, no lo sé. Probablemente en que, lisa y llanamente, es una gran tentación imaginarse semejante par de amantes como Blok y Ajmátova, aunque esto contradiga la realidad.
A Anna Andréievna, en El Perro Vagabundo, siempre se la veía acompañada, pero ya no me parecía tan sonriente como cuando la vi por primera vez. Podría ser que ella se contuviera al sentir que gente extraña la miraba con curiosidad y atención, o podría ser que poco a poco algo comenzaba a cambiar en su carácter, en su espíritu en general. A ella se acercaban personas conocidas y poco conocidas, “medio cariñosa y medio perezosamente” rozaban sus manos, entre ellos Maiakovski, quien una vez, al tomar su fina y delgada mano entre sus grandes garras, sentenció en voz alta con burlona admiración: “¡Qué deditos, por Dios, qué deditos!” Ajmátova frunció el ceño y le dio la espalda. Hubo incluso quienes, apenas habiéndola conocido, le declaraban su amor. Sobre uno de estos valientes, recuerdo que Anna Ajmátova dijo: “¡Lo extraño es que él no mencionó las pirámides...! Por lo general, en casos parecidos, le dicen a una que ya antes nos habíamos encontrado en las pirámides, en tiempos de Ramsés II, es increíble que no lo recuerde.” Ajmátova tenía dos amigas cercanas, que eran también clientas frecuentes de El Perro Vagabundo, la joven princesa Salomé Andronikova y Olga Afanasievna Glebova-Sudeikina, “Olguita”, bailarina y actriz, una de las raras actrices rusas que sabían leer versos.
En el Primer Círculo de Poetas fui aceptado un poco antes de que se cerrara: sólo estuve en cinco o seis de sus reuniones, no más. Pero las lecturas de poemas con frecuencia se realizaban fuera del círculo, ya fuera en Tsárskoe Seló, en casa de los Gumiliov, o a veces en la mía, donde en ausencia de mi madre –a quien no le gustaban mis reuniones y huía al teatro o con sus amigos– la verdadera anfitriona era mi hermana menor, a quien Gumiliov cortejaba insistentemente y a quien dedicó su volumen de versos La aljaba. Ajmátova se relacionaba con mi hermana de manera totalmente amistosa.
A cada poema leído seguía su discusión. Gumiliov ante esto exigía “propuestas subordinadas”, como le gustaba expresarse, es decir, no exclamaciones, ni afirmaciones gratuitas, ni que una cosa es buena y otra mala, sino explicaciones que argumentaran por qué es buena o mala. El propio Gumiliov hablaba, por lo general, al comienzo, hablaba largamente, y su análisis era detallado y, casi siempre, sin duda, acertado. Tenía un oído extraordinario para los versos, un olfato excepcional para su tejido verbal, hasta tal punto –lo confieso– que por entonces me parecía que estaba más dotado para los versos ajenos que para los suyos propios. No parecía advertir ni sentir cierta insipidez en la belleza decorativa de su obra con ecos levemente parnasianos. Anna Andréievna hablaba poco y se reanimaba, en esencia, sólo cuando Mándelstam leía sus versos. Muchas veces observó que con Mándelstam, en su opinión, no se podía comparar a ningún otro, y una vez dijo incluso una frase, en la última reunión del círculo, en casa de Serguéi Gorodetski, que a mí me sorprendió:
–Mándelstam es, por supuesto, nuestro primer poeta...
¿Qué significaba eso de “nuestro”? ¿Acaso para ella Mándelstam estaba por encima de su querido Blok? No lo creo. La primacía majestuosa de Blok, aunque nos hubiéramos distanciado de su poética, la reconocíamos sin discusión, sin vacilaciones, sin reservas, y Ajmátova no era una excepción en ese sentido. Pero ante el influjo franco de alguna estrofa o línea de Mándelstam, que, apenas escuchada, se derramaba como oro espeso y fundido, ella podía olvidarse de Blok.
Después de la revolución todo cambió en nuestra existencia. Es cierto que no de inmediato. Al comienzo parecía que la revolución política no se iba a reflejar en la vida privada, pero esta ilusión no duró mucho. A propósito, todo esto es algo suficientemente conocido, y contarlo no tiene sentido. Ajmátova y Gumiliov se separaron, el Primer Círculo de Poetas dejó de existir, El Perro Vagabundo se cerró y en su lugar, aunque sin reemplazarlo, surgió El Ático de los Comediantes en casa de Dobuichin en el campo Marte, donde al principio llegaba Savinkov, gobernador militar de la capital, y después se aparecía Anatoli Lunacharski, otra alta personalidad. Murió Blok, Gumiliov fue arrestado y fusilado. Los tiempos se volvieron difíciles, oscuros, hambrientos. Mi familia, gracias a unos mágicos pasaportes lituanos, se fue al extranjero, y yo pasé casi dos años en Novorzheve... ~
Traducción del ruso de Jorge Bustamante García

 1.Nikolái Gumiliov (1886-1921), poeta fundador del acmeísmo, 
traductor,  viajero y polígrafo, esposo de Anna Ajmátova, fue fusilado en 1921, acusado de incitar a la contrarrevolución.– 
N. del T.2. Referencia a la obra Eugenio Oneguin, de Pushkin.– 
N. del T.3. Famosa taberna de San Petersburgo, abierta en 1912 y cerrada por las autoridades en 1915, en donde realizaba sus tertulias la crema y nata de la intelectualidad rusa de esos años.– N. del T.


http://www.letraslibres.com/mexico/encuentros-anna-ajmatova

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