domingo, 17 de septiembre de 2017

Zygmunt Bauman: De internet, anonimato e irresponsabilidad (7 enero 2011)



En la reseña del New York Times del 3 de enero de un conjunto de ensayos compilados por Saul Levmore y Martha Nussbaum bajo el título The Offensive Internet [La ofensiva de internet], Stanley Fish sigue la línea asumida por la mayor parte de sus colaboradores, ubicando el tema del estudio objeto de análisis —el asunto de la difamación anónima autorizada por internet versus las exigencias para su limitación o prohibición legal— en el marco cognitivo de la «libertad de expresión». ¿Puede uno alzarse contra el glorioso legado de la primera enmienda, el conocido postulado de que la libertad de expresión no puede ser sobreprotegida, y exigir que la expresión de ciertas opiniones sea ilegal y una ofensa castigable? En 1995, el magistrado del Tribunal Supremo John Paul Stevens restó importancia a las consecuencias potencialmente perversas del anonimato de la información, argumentando dentro del mismo marco y con el mismo espíritu: insistió en que «el valor inherente del [...] discurso en términos de su capacidad para informar al público no depende de la identidad de su fuente, ya sea una empresa, una asociación, un sindicato o un individuo». Jürgen Habermas, por cierto, estaría, ciertamente y con razón, en desacuerdo con esa interpretación elástica y sesgada de la primera enmienda: su propia teoría de la comunicación (ideal, no distorsionada) se basó en la suposición (empíricamente confirmada) de que precisamente lo contrario es cierto al ofrecer y percibir, absorber y evaluar un mensaje: de forma usual y rutinaria, de hecho en la práctica, tendemos a juzgar el valor de una información por la naturaleza de su fuente. Esta es la razón por la que, como se ha quejado Habermas, la comunicación tiende, como regla, a ser «distorsionada»: quién lo ha dicho es más importante que qué se ha dicho. El valor de la información se realza o degrada no tanto por su contenido como por la autoridad de su autor o mensajero. Lo que inevitablemente ocurre es que en el acontecimiento en el que la información llega sin el nombre de la fuente la gente probablemente se sentirá perdida e incapaz de adoptar una actitud; en lo que atañe a la comunicación distorsionada, nombrar la fuente es un acto propiciatorio que permite tomar la decisión de confiar o ignorar el mensaje, y la práctica totalidad de la comunicación en nuestra sociedad se incluye en esta categoría «distorsionada». (Para liberarse de la distorsión, la comunicación requeriría una genuina igualdad entre participantes, una igualdad no solo en la mesa de debate sino en la vida «real», desconectada o alejada de los círculos de debate. Tal condición exigiría nada menos que hacer estallar y nivelar la jerarquía de la autoridad de los hablantes; no bastaría con decir a la gente que la información ha de ser juzgada en sí misma, no en virtud de su autor, sus méritos o vicios, y con toda probabilidad la gente desdeñaría ese consejo o instrucción como contraria a los hechos, como una parodia de las accidentadas realidades de la vida. Indirectamente, y en un lenguaje diferente al de Habermas, Stanley Fish admite ese hecho: «Supongamos que recibo una nota anónima que asegura que he sido traicionado por un amigo. No sabría qué hacer con ella: ¿se trata de una broma cruel, una calumnia, una advertencia, una prueba? Pero si logro identificar al autor de la nota —¿es un amigo, un enemigo o un conocido cronista de sociedad?— podré pensar en su sentido porque sabré qué tipo de persona lo escribió y qué motivos han podido inducirle a ello».)

Todas estas sugerencias y reservas son, sin embargo, cuestiones secundarias en este caso (como he señalado colocándolas entre paréntesis): lo que realmente importa es si el asunto del anonimato de una opinión propagada y permitida por internet ha de ser ubicada, juzgada y resuelta dentro del marco de la libertad de expresión o si su verdadera importancia social, que necesita trascender y mantenerse como centro de la preocupación pública, es su relación con el problema de la responsabilidad de la persona por sus actos y sus consecuencias... El verdadero adversario del anonimato propiciado por internet no es el principio de la libertad de expresión sino el principio de responsabilidad: el anonimato propiciado por internet es, ante todo y desde el punto de vista social, una licencia oficialmente aprobada para la irresponsabilidad y una lección pública en su práctica —tanto online como offline (fuera del mundo virtual)—, una gigantesca y venenosa mosca antisocial a la que se le permite saquear un enorme barril de ungüento anunciado y presuntamente dedicado a fomentar la causa de la socialidad y la socialización...

Cuanto más potencialmente letales sean las armas, más difícil debería ser obtener licencia para poseerlas y llevarlas consigo (aunque no debería haber permiso para un cheque en blanco, liberal o moderadamente garantizado, en cuanto a su uso). No obstante, internet (junto al desaparecido salvaje Oeste y la jungla mítica) es una absoluta exención a esa regla tan ampliamente asumida como indispensable para una vida civilizada. La falsedad, la invectiva, la calumnia, la insidia, la maledicencia, el chisme y la difamación se cuentan entre las armas más letales: letales para las personas, pero también para el tejido social. Su posesión y uso, en especial su uso indiscriminado, es un crimen en la vida offline (comúnmente llamada «vida real», aunque no está muy claro cuál de ellas, la vida online o la vida offline, ganaría una competición por el título de realidad), pero no se ha reconocido y proclamado como crimen en el mundo online. Y solo podemos adivinar cuál de los mundos, online offline, asimilará al otro y ajustará sus reglas a los estándares del otro; cuál se rendirá finalmente a la presión y cuál presionará más duramente para la rendición. Por ahora, el mundo online tiene una considerable ventaja sobre su competidor: en el mundo online, a diferencia del offline, todos pueden ser un 007, pues en el mundo online, todos pueden alardear de licencia para matar. Mejor aún, todos pueden matar sin el frívolo esfuerzo de pedir una licencia. Es imposible negar el poder seductor de semejante ventaja. Y recordemos que todo tipo de seducción preselecciona a sus seducidos...

Una «responsabilidad flotante» (es decir, una responsabilidad separada de sus portadores con agentes aliviados de su responsabilidad) significa, como advirtió Hannah Arendt hace mucho tiempo, la «responsabilidad de nadie». Arendt llegó a esta conclusión mientras observaba atentamente las espantosas prácticas de la burocracia, sospechosa en aquel tiempo de erigirse en una formidable amenaza que solo nuestra civilización y humanidad podría afrontar. No vivió para ver la diseminación de esa invención y la dilatada especificidad de la moderna burocracia en muchos más lugares de los que la burocracia tradicional, confinada a sus aplicaciones primitivas, rurales e industriales, pudo soñar con alcanzar.


En Esto no es un diario
Trad. Albino Santos Mosquera y Antonio Francisco Rodríguez Esteban
Barcelona, Paidós, 2012
Foto © Chris Steele-Perkins/Magnum Photos


Zygmunt Bauman: Del ángel de la historia, reencarnado (Enero 2011)





"Angelus Novus" representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. El huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.(*)



Así escribió Walter Benjamin, observando la pintura de Paul Klee. Inspirado por las sugerencias que rezuma la pintura, Benjamin demolió el credo de devotos, fieles, vates palaciegos, aduladores y simpatizantes del «progreso histórico», su representación de la historia como un proceso iniciado y mantenido por el impulso de proyectos, visiones y esperanzas de una felicidad mayor: no nos impulsa un futuro luminoso, insistió Benjamin, sino que somos rechazados, arrastrados y forzados a correr en virtud de los oscuros horrores del pasado. El descubrimiento seminal de Benjamin fue que el «progreso» ha sido, y sigue siendo, una huida y no un movimiento hacia... 

Sin embargo, señalemos que el Ángel de la Historia de Benjamin/Klee, como el huracán que lo lanza hacia el futuro, es mudo. La alegoría de Benjamin/Klee no representa palabras sino sucesos; no representa lo que los seres humanos, agentes involuntarios y víctimas de la historia, dicen acerca de sus razones para vivir apresurados sino lo que les sucede. Benjamin se definía a sí mismo como «materialista histórico». En armonía con el juicio imperante de su época, creía en las leyes de la historia (leyes concebidas por y para los modernos y de las que se esperaba que colmaran el vacío legado por la providencia y el plan divino), y compartía la igualmente extendida creencia en la determinación histórica, añadido tan «natural» como indispensable a las ambiciones para construir y gestionar el orden del prometedor estado moderno.

Todas estas creencias, sin embargo, entre ellas la idea de «historia» como un poder sobrehumano que dispone lo que el hombre propone, han perdido buena parte de su credibilidad y su apariencia manifiesta, junto a la consunción del «sustrato material» de la historia: ese estado prometedor, seguro de sí mismo y (al menos en su intención) todopoderoso, emprendedor, ilimitadamente ambicioso y celoso de competidores reales o potenciales al estilo del Dios monoteísta. Tal como los conocemos hoy, a partir de nuestra propia experiencia actual, los estados son propensos a subcontratar, privatizar, externalizar y subvencionar todo lo que el estado —como se recordó en el obituario de Benjamin y tal como era cuando aún vivía detrás de la máscara del «Ángel de la Historia»— intentó monopolizar y gestionar bajo su control exclusivo (el desvanecimiento del «estado social» no es más que una de las muchas facetas inseparables de su partida).

Si pretendiéramos encontrar una alegoría adecuada para lo que está pasando en la actualidad, tendríamos que apartar al único Ángel de la Historia y colocar en su lugar a todo un enjambre de «ángeles de la biografía». Confesaríamos ser un hatajo de solitarios, arrojados a un futuro al que damos la espalda, mientras el montón de escombros (de nuestras esperanzas aniquiladas, las expectativas frustradas y las oportunidades perdidas) se yergue ante nosotros hacia el cielo... Nos han condenado, a todos y cada uno de nosotros, a lo que Anthony Giddens llama «política vital», nos han pedido que luchemos o pretendamos ser, simultáneamente, nuestros propios poderes legislativos, ejecutivos y jurídicos. Ya no hay salvación en la sociedad, como oportunamente recuerda Peter Drucker. A nosotros nos toca, como mordazmente observa Ulrich Beck, encontrar soluciones individuales al dilema que todos compartimos (o, más cercano a nuestro asunto, hacer surgir en la biografía individual lo que en el pasado se suponía que residía en la historia colectiva). Ya no se trata de calmar y apaciguar las aguas turbulentas sino (como el náufrago del relato «Un descenso al Maelström», de Poe) de encontrar y sujetar con clavos un barril redondeado y, saltando de una a otra ola, procurar escapar de algún modo al ahogamiento...

Entonces, ¿qué le pasó al Ángel de la Historia de Benjamin? Como otros muchos propósitos, proyectos, funciones y promesas de la acción colectiva administrada por el estado, disfrazada de «progreso», ha sido privatizado. En todo caso, ha sido lanzado al mercado para la venta privada. El original de alta costura adornado con el logo de «Dios» o «Historia» ahora se produce en masa, se publicita y se vende a precios de saldo en los escaparates de los bulevares: un ángel de la biografía personal, «Hágalo usted mismo», que cualquiera podrá armar. Exactamente lo que le sucedió al propio Dios, como ha señalado Ulrich Beck en su libro, El Dios personal.

Y en última instancia todo se reduce no a las narrativas que nos enseñaron a relatar sino a las obstinadas, contumaces y resistentes realidades sociales que intentamos narrar (mientras nos fuerzan a ello). En nuestra pulverizada y atomizada sociedad, diseminados junto a los escombros de los aniquilados vínculos interhumanos y sus sustitutos eminentemente débiles y quebradizos, hay muchas razones que pueden horrorizar e invitar a huir a los diminutos ángeles de las pequeñas biografías. Entre otras repugnantes y desalentadoras visiones y olores, las de los putrefactos y hediondos zombis de la «sociedad» y la «comunidad» se encuentran acaso entre los más notables.


Nota  
(*) Walter Benjamin, «Theses on the philosophy of history», en Hannah Arendt (comp.), Illuminations: Essays and Reflections, Nueva York, Schoken, 1968, págs. 257-258.

En Esto no es un diario
Trad. Albino Santos Mosquera y Antonio Francisco Rodríguez Esteban
Barcelona, Paidós, 2012
Foto: ZB en Varsovia, 2005, por Mariusz Kubik
Paul Klee, Angelus Novus, 1920, acuarela, Museo de Israel, Jerusalén

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