domingo, 10 de mayo de 2020

Detrás del volcán Malcolm Lowry y Bajo el volcan PDF


Efloricom: libro Bajo El Volcan Malcolm Lowry pdf

20 jun. 2013 - Malcolm Lowry, 1947. Traducción: Raúl Ortiz y ... volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de. Quauhnáhuac.



Algo nuevo sobre el fuego del infierno
1
    «Pensamos que el libro tiene integridad y relevancia, pero sería una pena que saliese en su forma actual», escribió Jonathan Cape a Malcolm Lowry el 29 de noviembre de 1945. El editor inglés adjuntaba a su carta un informe de lectura en el que las primeras páginas del libro de Lowry —cuyo título, por cierto, era Bajo el volcán — eran calificadas como «lentas» y tediosas y se criticaban «la debilidad en el trazo de los personajes», las presuntas «excentricidades lingüísticas» y el «monólogo interior» que caracterizarían la obra, así como el exceso de «divagaciones» por parte del narrador; es decir, y en palabras de Douglas Day, biógrafo del escritor inglés, exactamente lo que los defensores de aquel libro iban a encontrar admirable en él cuando viese finalmente la luz. No eran las primeras objeciones que se hacían a la novela, sin embargo: Harold Matson, su agente, había admitido en una carta dirigida a Lowry el 31 de julio de 1945 que le parecía «demasiado larga y demasiado llena de diálogo» y le había advertido que su opinión era compartida por Cap Pearce, de Duell, Sloan and Pearce, quien le había dicho a Matson que el material requería «una forma más clara y narrativa», la misma observación que le hacía el informante anónimo de Jonathan Cape, para quien la novela hubiese podido ser «mucho más efectiva de haberse reducido a la mitad o a las dos terceras partes de su extensión actual». Lowry no pensaba lo mismo: tenía treinta y siete años, sabía nadar, tocar el ukelele, jugar al golf y beber, especialmente beber; también sabía escribir, naturalmente, pero la novela en la que había estado trabajando durante años, y que, como sostenía en una carta al escritor estadounidense Conrad Aiken fechada en diciembre de 1944, había revisado «más o menos sobriamente» durante «tres años y tres meses, ocho horas al día», había sido ya rechazada por doce editores. «Lowry estaba frustrado: se le pedía que cortara su novela casi a la mitad, y que extirpara lo que él sentía era lo mejor», sostiene Day. El 2 de enero de 1946 Lowry comenzó una carta dirigida a Cape en la que defendía y justificaba su novela y que es el testimonio más importante del que disponemos de su confianza en sí mismo y en su obra; su escritura, sin embargo, no impidió que la noche del 10 de enero de 1946, en el transcurso de una borrachera con mezcal, acabara cortándose las venas: fue salvado por su mujer y por un médico del vecindario.
2
    «Cape no decía que no publicaría la novela si no se efectuaba una revisión más, pero garantizaba la publicación si Lowry revisaba de nuevo el libro», observa Day. No hay testimonios de que el escritor haya considerado seriamente esta posibilidad, probablemente lo más razonable para alguien cuya obra había sido rechazada ya en doce ocasiones. En lugar de reescribir total o parcialmente su novela —lo que quizá resulte comprensible, teniendo en cuenta que la que había enviado a Cape era su cuarta versión: en México, en 1936, había escrito la primera, que había reelaborado en Los Ángeles dos años después, para componer una tercera en 1940 en la Columbia Británica que su mujer rescató del incendio accidental de su casa del 7 de junio de 1944, y una cuarta versión terminada en Canadá en 1945, perdida en un bar mexicano algún tiempo después y recuperada azarosamente—, Lowry le envió a Cape una carta en la que se esforzaba por defenderla de las objeciones que se le habían hecho y la comparaba tácitamente con obras de la importancia de El idiota de Fiódor Dostoievski, Moby Dick de Herman Melville y Cumbres borrascosas de Emily Brontë, una impertinencia y una demostración casi fanática de confianza en sí mismo viniendo de un autor cuya obra sólo había suscitado desconfianza y rechazo hasta el momento. Aunque Day sostiene que lo más importante de esta carta no son los argumentos que Lowry trae a colación para defender la novela sino que en esta «subraya los temas esenciales del libro: el deseo de bondad que tienen los personajes [y] las ideas de culpa individual y de responsabilidad»; son esos argumentos los que monopolizan, al menos, la primera parte de su carta. En ella Lowry justifica la lentitud del comienzo de la novela afirmando que se trata de su final, lo que, por cierto, no parece una justificación adecuada, como tampoco lo es su reconocimiento de que en ella empleó la técnica del flujo de conciencia debido a que «estos problemas […] no podían resolverse de otra manera». Uno de los aspectos más singulares y menos discutidos de esta carta es que los argumentos a los que recurre Lowry no parecen los más idóneos para torcer una opinión editorial desfavorable, y sin embargo lo hicieron. Al enfrentarse a la acusación de que sus personajes no están bien desarrollados, por ejemplo, el escritor sostiene que así es, y que lo es porque él no ha tenido ninguna intención de desarrollarlos, ya que los cuatro personajes principales del libro son «como aspectos del hombre mismo, o del espíritu humano», un tipo de argumentación que evidentemente podía enriquecer la visión que Cape tuviera de la obra pero de ninguna manera satisfacía su deseo de hacer «modificaciones» para aligerarla y facilitar su aceptación por parte del público mayoritario, como tampoco lo hacía su afirmación —algo presuntuosa, aunque rigurosamente cierta— de que «hay mil escritores que pueden crear personajes convincentes hasta la perfección, por cada uno que pueda decir algo nuevo sobre el fuego del infierno. Y lo que digo es algo nuevo sobre el fuego del infierno».
3
    Al tiempo que admite en su carta su incapacidad para hacerlo de otra manera, Lowry afirma contradictoriamente que «buena parte de lo que puede parecer inorgánico resulta necesario en relación con toda la estructura churrigueresca que he concebido». A pesar de esforzarse por refutar las acusaciones de que su obra era al menos parcialmente «tediosa», «demasiado larga, vacilante» y «poco convincente», e incluso de negarse a aceptar el único elogio que le hacía el lector de Cape —el del carácter «muy bien logrado» de la ambientación mexicana—, en la segunda parte de su carta, Lowry concentra todos sus esfuerzos en demostrar la solidez de su planteamiento y el carácter no contingente y fundamental de todos y cada uno de los elementos de su obra, lo que constituye una pésima estrategia si se considera que se lo acusaba de oscuridad y que su forma de refutar esa acusación es sostener que su novela está compuesta por «densidades y penumbras, cartas extraídas del Tarot, extraños lemas políticos y místicos, disonancias» y apelar a la Cábala judía y a los doce trabajos de Hércules, lo que a Cape —cuya reacción a esta carta desconocemos, más allá de que finalmente publicó la obra— debe haberle parecido desconcertante. En su carta, Lowry afirma, siguiendo a Charles Baudelaire, que «la vida es un bosque de símbolos» y que él no desea que se le reproche que «los árboles impiden ver el bosque», pero a continuación pasa a describir prolija y exhaustivamente cada uno de esos «árboles». No es la única contradicción existente en ella: aunque Lowry afirma inicialmente que los significados y las alusiones profundos de su obra sólo son visibles «si el lector, impulsado por su instinto o por su curiosidad, se toma el trabajo de invocarlos», más tarde agrega: «aunque nada lo impulse a buscarlos, esos significados se le revelarán con toda seguridad». «¿Es excesivo suponer que todos estos temas, planteados y resueltos, aunque ningún lector pueda captarlos de manera consciente en una primera lectura, ni siquiera en una cuarta, contribuyen, sin embargo, inconscientemente a darle su peso final al libro?», se pregunta; la respuesta es que posiblemente sí.
4
    «Si algo en ese capítulo parece deficientemente expresado desde el punto de vista literario, me sentiré encantado de que se suprima, ¿pero cómo estar seguros de que al hacer aquí un corte importante, sobre todo si altera radicalmente la forma, no se minen los fundamentos del libro, la estructura básica, sin los cuales el lector que hizo el informe no hubiese podido leerlo en ningún caso?» se pregunta Lowry, y esta pregunta está en el centro de su carta a Cape. Lowry había concebido su novela como parte de un ciclo novelesco titulado El viaje que nunca termina , del que Bajo el volcán era el Infierno, la extraordinaria Piedra infernal el Purgatorio y En lastre hacia el Mar Blanco el Paraíso. Aunque esta última se perdió —de ella sólo se salvaron catorce páginas del borrador manuscrito y dos páginas del capítulo primero ya mecanografiadas, así como un resumen bastante incomprensible en una carta—, para su autor era imprescindible dejar claro a Cape que Bajo el volcán tenía unos fundamentos sólidos que no sólo apuntalaban ese libro sino toda su obra; pero el problema es que esa obra no existía aún, al menos no para Cape. En su prólogo a la edición de 1971 de esta carta, Jorge Semprún afirmó que Bajo el volcán es el libro «en torno al cual gira, satélite desbocado, toda su vida, y todo el resto de su obra, comprensible y legible principalmente como borrador, fragmento desprendido, comentario o nostalgia de aquel libro perfecto», lo cual nos parece evidente hoy en día pero no lo era en absoluto por entonces. De hecho, Cape no respondió a Lowry sino hasta el 6 de abril, cuando el escritor y su mujer se encontraban en medio de una situación burocrática incomprensible y violenta originada, según Day, por no haber pagado una «mordida» a unos policías de inmigración y que terminó el 4 de mayo de 1946 con la expulsión de Lowry de México: su respuesta fue la aceptación de la novela sin condicionantes.
5
    La sumisión por parte de tantos editores a los intereses económicos de las empresas para las que trabajan y su insistencia en comercializar como literatura aquello que no parece serlo en absoluto hacen que esto nos parezca improbable, pero el hecho es que un autor también puede salvarse escribiendo una obra profunda y compleja y poniéndola en las manos adecuadas. En ese sentido, esta carta —una introducción extraordinaria a los significados profundos de Bajo el volcán , así como una invitación a su lectura— es un homenaje a la determinación de un autor pero también a la inteligencia y a la visión de un editor, y a la valentía de ambos, ya que, como escribió a su agente Margerie Bonner, la segunda mujer de Lowry, «por alguna razón una obra de arte realmente extraordinaria siempre despierta o una hostilidad absoluta en las primeras personas que la ven, antes de que el tiempo las haya puesto en su lugar en el mundo del arte, o bien, en su defecto, simplemente una total incomprensión». Malcolm Lowry, quien fue un pésimo crítico de su obra —una afirmación que debería, por cierto, hacerse extensiva a cualquier escritor de literatura de ficción toda vez que éste dice algo sobre su trabajo—, también parece haber sabido esto, pero aun así escribió esta carta a Cape a modo de defensa de su novela. Su carta sigue siendo un documento extraordinario por varias razones [1] , la principal de las cuales es que pone de manifiesto la confianza en su obra que todo autor debe poseer incluso en las peores circunstancias. También, por supuesto, porque, a pesar de lo inadecuado de los argumentos esgrimidos en su defensa, Bajo el volcán fue publicada por Cape poco después y sin grandes cambios, lo cual tal vez no se explique tanto por la supuesta capacidad de convencimiento evidenciada por Lowry en su carta sino por algo que este pone de manifiesto de forma implícita en su alegato y que destaca una vez más de forma explícita al afirmar que su libro «no obedece a las leyes de otros libros, sino a las que él mismo va creando al avanzar»: Bajo el volcán no es una novela al uso. No lo es hoy en día, cuando aún sigue inquietando al lector al recordarle que permanecen agazapadas en él las que su autor denomina las «fuerzas existentes en el interior del hombre que le llevan a sentir terror de sí mismo», y lo era aún menos en su época, y esto es expuesto una y otra vez a lo largo de la carta, en la que también queda claro que su autor no lo era y que, por consiguiente, requería —y esto debió resultar evidente para el propio Cape— un editor que, en tanto primer lector y valedor de la obra, tampoco lo fuera. Malcolm Lowry encontró ese editor en Jonathan Cape: el hecho de que su novela fuera publicada finalmente por él y haya alcanzado el reconocimiento en el que su autor confiaba prácticamente a ciegas parece haber hecho que este libro fuera para su autor —el desmesurado, enfermo, desgraciado Malcolm Lowry— lo que era para su protagonista, el cónsul: un «ascenso incesante hacia la luz bajo el peso del pasado». Aquí tenemos uno de los episodios más apasionantes de ese ascenso.

DETRÁS DEL VOLCÁN

A Malcolm Lowry
    5 de septiembre de 1941
    Estimado Malcolm:
    Lamentablemente he llegado a la conclusión de que no voy a encontrar un editor para Bajo el volcán . Lo han rechazado:
    Farrar & Rinehart
    Harcourt, Brace
    Houghton Mifflin
    Alfred Knopf
    J. B. Lippincott
    Little, Brown
    Random House
    Scribner’s
    Simon & Schuster
    Duell, Sloan & Pearce
    Dial Press
    Story Press
    Siento no haber tenido éxito a la hora de colocarlo y guardo el escrito aquí a la espera de tus instrucciones.
    Atentamente,
    Harold Matson

A Malcolm Lowry
    31 de julio de 1945
    Estimado Malcolm:
    Tu novela me suscita una fascinación peculiar, a veces de forma exasperante. A mi juicio, está llena de maravillosas posibilidades, pero necesita una gran cantidad de trabajo para reducirla a un tamaño y una proporción dentro de los límites de su propio valor. Quizá me haya vuelto impaciente con ella y esa sea la razón por la que esta novela me resulta demasiado larga y demasiado cargada de palabrería, según mi opinión.
    Pero quería saber si estaba en lo cierto o no, de modo que se la envié a Cap Pearce, de Duell, Sloan and Pearce. Me acaba de comunicar que piensa que la obra debería presentarse en una «forma más elegante y dramática» y duda que pueda resultar atractiva en su estado actual.
    Bueno, tanto él como yo podríamos estar equivocados, por lo que voy a enviársela inmediatamente a otro editor.
    Atentamente,
    Harold Matson

A Harold Matson
    Dollarton, C. B., Canadá
    10 de agosto de 1945
    Estimado Hal:
    Por favor, no pienses que soy impertinente por lo que voy a decir, ni pienses que estoy intentando meterme en tus asuntos o cualquier cosa por el estilo; pero, por favor, lee atentamente, con una mentalidad abierta y objetiva, lo que voy a decir, porque sé que resultará provechoso para todos.
    No puedo evitar sospechar, por tu carta a Malcolm, que no has captado demasiado bien la naturaleza de su libro, lo cual es bastante comprensible, ya que rara vez consigue una gran obra de arte abrirse paso fácilmente, pienso yo. Uno posiblemente espera que de vez en cuando le lleguen libros buenos, incluso de primera categoría, pero no espera un libro del calibre del Volcán ; ¿y por qué debería esperarlo, si la posibilidad de que llegue es muy remota? Te digo sin reservas que el Volcán es uno de esos libros: un referente tanto para el pasado como para el futuro. He vivido cinco años con este libro; ha formado parte de nuestras vidas, tanto como el comer y el respirar. Soy consciente de los defectos de Malcolm como escritor. Su asombrosa conciencia de la densidad de la vida, de las capas, las profundidades, los abismos, entrelazados e interrelacionados, le lleva a escribir una sinfonía donde cualquier otro habría escrito una sonata o, como mucho, un concierto, y esto hace que su obra a veces parezca dispersa, cuando en realidad la forma y el contexto han surgido tan inextricables la una del otro que no pueden desligarse. Además, está limitado hasta cierto punto como novelista por la capacidad subjetiva de un poeta, por lo que pongo en duda que alguna vez consiga ser un gran novelista de «prestigio». Y más cuestiones por el estilo. Pero es imposible leer su libro cien veces y no descubrir en cada lectura algo nuevo, como si fuese prácticamente inagotable, si no tuviese ese algo que merece, cuanto menos, ser publicado . El Volcán es, de hecho, una obra maestra, no sólo una obra llena de posibilidades, y debe tratarse y venderse basándose en esa idea, o no hacerlo en absoluto. Si decides ver sólo su superficie, como si fuese sólo la simple historia del último día de vida de un borracho y su muerte, también estarías en lo cierto, puesto que está escrito también en ese nivel, y, una vez impreso, sin duda muchas personas lo leerán sólo en ese nivel con mucho entusiasmo y placer, ya que es siempre dinámico y a menudo divertidísimo (de hecho en un plano es una comedia, una especie de broma de proporciones cósmicas, si quieres verlo así). Pero es un grave error verlo sólo en este nivel e ignorar los otros niveles en los que está escrito y su significado verdadero. Sin embargo, pienso que en tu ocupada y apresurada vida simplemente no has dispuesto del tiempo suficiente para abordar el libro en este momento tal y como se merece. Y lo único que temo para el libro es precisamente ese factor tiempo que parece apresurarse hasta alcanzar tal velocidad desordenada en Nueva York que nadie tiene tiempo para leer nada correctamente, con atención, paciencia, con el deseo de enriquecer su vida imaginativa y al menos intentar comprender la intención del autor. Pero tienes que encontrar de algún modo a esa persona que ame la literatura por sí misma y que no se limite a ojear rápidamente el libro o a adentrarse en él pensando en su interés comercial. Decirle a Malcolm que es demasiado largo o que está demasiado cargado de palabrería es casi tan apropiado como decirle a Joyce o a Proust que Ulises o En busca del tiempo perdido tienen maravillosas posibilidades, pero que debería reducirse su tamaño, etc. O decirle a Wagner que Götterdämmerung presenta algunas melodías buenas, pero que nunca suscitaría interés en su forma actual. No me cabe duda de que la gente lo diría: por alguna razón una obra de arte realmente extraordinaria siempre despierta o una hostilidad absoluta en las primeras personas que la ven, antes de que el tiempo las haya puesto en su lugar en el mundo del arte, o bien, en su defecto, simplemente una total incomprensión. Es quizá ante todo un libro de escritor, uno que probablemente influencie a otros escritores y, de este modo, llegue al público general. Eso sí, no estoy comparando a Malcolm con Joyce o Proust o, por ejemplo, Dostoyevski, o Kafka, o Melville, en el sentido de que me refiera a que se «parezca» a ellos más de lo que ellos se parecían entre sí: cada uno creó su propia corriente y sólo se les puede comparar, quizá, en el plano de la importancia destacada que tienen.
    El Volcán , como sabes, es el primero de una trilogía. El segundo está en proceso (de hecho, está completo en su forma resumida) y el tercero, como te conté el verano pasado, quedó destruido por el fuego, pero, con el tiempo, volverá a escribirse, si no en su forma original, desde luego sí con su carácter original y la concepción de su sentido con respecto al conjunto. Y te lo vuelvo a asegurar honestamente, Hal: con este libro tienes la oportunidad de encargarte de una obra que no es simplemente un «buen libro», o ni siquiera un libro de primera categoría, sino que hay que pensar que es un clásico, tanto como Moby Dick u obras similares, un hito, si lo prefieres. Sólo se puede abordar desde esta perspectiva, ya que, aun viendo sus fallos, como lo hacemos, y reconociéndolos, ha encontrado su forma, está completo. Malcolm ha encontrado su estilo y ha llegado a la madurez como artista con él: está terminado. Puede que pienses que esto suena a la mujercita leal que corre a la defensa de su pareja, pero te aseguro que sólo una persona cuya total existencia es su obra, alguien que ha dominado y controlado el volcán que hay en su interior, a costa de un sufrimiento que ni siquiera yo comprendo del todo, podría haber escrito un libro así.
    Cambiando drásticamente de tema: ¿siguen vivos los de Scribner’s? Tras recibir hace seis o siete meses las pruebas de imprenta de Shapes (la mitad corregida, la otra mitad no) ha sobrevenido otro Gran Silencio, que se rompió el otro día, curiosamente por medio de una carta de una agencia de recortes de prensa que me informaba de que «estaban apareciendo menciones, etc.». ¿Sí? Y ya que, según mi contrato, tienen que publicar The Last Twist of the Knife este otoño, ¿planean sacarlos ambos a la vez? ¿O cómo? ¿Te supondría mucha molestia realizar un esfuerzo más para penetrar el misterio que rodea a mi misterio?
    Un cordial saludo,
    Margerie

A Malcolm Lowry
    Jonathan Cape
    Bedford Square, 30
    Londres W. C. 1
    29 de noviembre de 1945
    Estimado Malcolm Lowry:
    En la carta que me envió con su manuscrito aparece la siguiente oración:
    «Sería desolador escuchar, después de haber tenido tantos aspectos en cuenta, que debería redactarse en un formato más elegante, o más dramático o algo por el estilo: fue creado en numerosos planos y todo lo que hay en él, incluso el número exacto de capítulos, está ahí por una razón perfectamente válida».
    Bueno, dos lectores se lo han leído detenidamente, al igual que yo. Lo mejor que puedo hacer es enviarle una copia del informe de uno de los lectores [2] , que nos parece que concreta de manera más efectiva y exacta lo que los tres pensamos. La cuestión es la siguiente: tras pensarlo mejor, ¿estaría dispuesto a considerar llevar a cabo las modificaciones que se recomiendan en el informe, o, tras haberlo reflexionado detenidamente, aún piensa igual que cuando me escribió el pasado agosto? Imagino que tendrá un duplicado del texto escrito a máquina, ¿verdad? Guardaré mi copia hasta que tenga noticias suyas.
    Para que mi carta no parezca ambigua, permítame decirle que si decide aceptar las sugerencias indicadas en el informe, estoy preparado para decir aquí y ahora que lo publicaré y lo sacaré a la venta el año que viene, espero. Si se mantiene firme con respecto a su declaración original del pasado agosto acerca de que el libro debe permanecer exactamente tal y como está, volveré a considerarlo, pero eso no implica necesariamente que dijese que no. Pensamos que el libro tiene integridad y relevancia, pero sería una pena que saliese en su forma actual, puesto que creemos que los cambios ayudarían enormemente a que obtuviese una aceptación más favorable. Al mismo tiempo, creemos que mejoraría considerablemente en el plano estético si se llevasen a cabo las recomendaciones del informe.
    Atentamente,
    Jonathan Cape

A Jonathan Cape
    Calle de Humboldt, 24
    Cuernavaca, Morelos
    México 2 de enero de 1946
    Querido señor Cape:
    Le agradezco de veras su carta del 29 de noviembre, que, por desgracia, no me llegó hasta Nochevieja, y que además me llegó aquí, a Cuernavaca, donde, por pura casualidad, vivo en la misma torre que me sirvió de modelo para la casa de M. Laruelle, que hace diez años sólo conocí por fuera; se trata también del lugar donde el cónsul, en el Volcán , tuvo algunos problemas debido a una misiva recibida con retraso.
    Prescindiendo de mis sentimientos de triunfo, como no le será difícil imaginar, quiero tratar de inmediato el asunto que nos ocupa, antes de que todo esto acabe en una agrafía total.
    Mi primera impresión es que el lector, de cuyo informe me envió usted copia, no ha tenido (a juzgar por la primera carta que me envió) la misma simpatía hacia el libro que el primero al que lo dio usted a leer.
    Por otra parte, aunque estoy totalmente de acuerdo con muchos de los puntos que su lector muy inteligentemente señala —yo en su lugar hubiera hecho quizás el mismo tipo de críticas—, me encuentro ahora, en cierto modo, en una posición difícil para contestar con precisión a sus demandas sobre revisiones del texto, por las razones que trataré de exponer, y que, estoy seguro, tanto usted como él considerarán válidas; al menos sí lo son para el autor.
    Es cierto que la novela se pone en marcha grave y lentamente, y creo, por varias razones, que lo que él considera un error (ya que en general esa lentitud resultaría un error en cualquier novela) debió de pesar más fuertemente sobre él de lo que lo haría sobre el lector ordinario, ya que para éste se ha previsto que la gravedad tenga sus compensaciones. Es decir, que si el libro estuviera ya impreso y sus páginas no contuvieran la muda súplica y el aspecto desesperado de un manuscrito no publicado, me parece que el interés del lector sería mucho más vivo al principio, exactamente igual que si se tratara, digamos, de un clásico ya establecido, ante el cual los sentimientos del lector son diferentes; aunque tal vez se dijera: «Dios mío, qué duro es esto», se esforzaría por chapotear a lo largo de oscuros cenagales —en realidad se sentiría avergonzado si no lo hiciera—, porque tendría la certeza de que los pasajes posteriores van a compensarle.
    Al emplear la palabra lector en el sentido más amplio del término, quisiera sugerir que el hecho de que el Volcán parezca o no tedioso al principio, dependerá en cierto modo del estado de ánimo del lector y de su preparación para comprender la forma del libro y la verdadera intención del autor. Puesto que el lector, aunque esté bien preparado y equipado para ello, no podrá conocer la naturaleza de estas cosas al principio, por tanto me parece que una breve elucidación, sutil pero sólida, en un prólogo o en una solapa, podría evitar o modificar en gran medida la reacción que usted teme (ya que esa fue su primera reacción, y muy bien podría ser la mía si estuviera en su lugar, le pido que sea lo bastante generoso y reconsidere este punto). Si se condiciona al lector, aunque sea un poco, para que considere inevitable la lentitud del arranque —suponiendo que yo logre convencerle a usted de que a pesar de su lentitud tal vez no es tan tedioso—, los resultados podrían ser sorprendentes. Si usted me dice: «Muy bien, pero el buen vino no necesita anuncios ni reclamos», lo único que puedo responder es lo siguiente: «Muy bien, yo no estoy hablando de buen vino sino de mezcal», y para beberlo, además del reclamo en la puerta de la cantina, una vez en el interior de ésta, el mezcal necesita acompañarse de sal y limón, y tal vez uno no lo bebería si no estuviera en una botella tan tentadora. Si esto le parece fuera de lugar, permítame preguntarle: ¿quién se sentiría con valor para aventurarse en el yermo de La tierra baldía sin un conocimiento previo de su complejidad estilística?
    Una vez despejadas, por tanto, algunas de las dificultades que plantea la aproximación a la obra, me parece que el primer capítulo es necesario, y tal como está, ya que establece, aunque eso no lo sepa el lector, la atmósfera y el tono del libro, así como el lento, melancólico y trágico ritmo del mismo México —su tristeza—, y sobre todo establece el ámbito en que todo va a transcurrir; si algo en ese capítulo parece deficientemente expresado desde el punto de vista literario, me sentiré encantado de que se suprima, ¿pero cómo estar seguros de que al hacer aquí un corte importante, sobre todo si altera radicalmente la forma, no se minen los fundamentos del libro, la estructura básica, sin los cuales el lector que hizo el informe no hubiese podido leerlo en ningún caso?
    Por último, me atrevo a sugerir que el libro es mejor, bastante más denso, más profundo y más cuidadosamente planeado y elaborado de lo que sospecha quien hizo el informe, y creo que éste no tiene la culpa de no haber captado algunos de sus niveles más profundos, o de considerarlos pretenciosos, inoportunos o poco interesantes cuando irrumpen en la superficie del libro, cosa que, al menos en parte, puede considerarse una virtud y no un defecto mío; es decir, que el nivel superior del libro, a pesar de todos sus trozos morosos, ha sido planificado con tal fuerza que el lector no desea detenerse y sumergirse bajo la superficie. Si esto es cierto, ¿de cuántos libros podríamos decir lo mismo? ¿De cuántos libros podría usted decir eso mismo y afirmar a la vez que no le han aburrido en algún momento durante la primera lectura debido al deseo de llegar al final? No quiero hacer comparaciones infantiles, pero, por recurrir a los clásicos más conocidos, ¿qué ocurre con El idiota ? ¿Y con Los demonios ? ¿Y con el comienzo de Moby Dick ? Y no digamos con Cumbres borrascosas . Creo que, en alguna parte, E. M. Forster señala que es más que un logro poder resolver bien el final, y en el Volcán por lo menos pretendo haberlo logrado; pero sin el comienzo, o, mejor dicho, sin el primer capítulo, que es como una respuesta al último capítulo, como un eco del mismo que se percibe a lo largo del puente que constituyen los capítulos intermedios, el final —y el libro— perdería gran parte de su sentido.
    Ya que le pido que Bajo el volcán se relea a la luz de ciertos aspectos que tal vez le han pasado inadvertidos, con vistas a posibles modificaciones y sin tratar de defender todas y cada una de sus palabras, debo aclarar que, a mi juicio, el defecto principal de Bajo el volcán , del que emergen todos los demás, reside en algo irremediable. Lo que ocurre es que, en este caso, el contenido espiritual del libro es más subjetivo que objetivo, más propio de cierto tipo de poetas que de un novelista. Por otra parte, del mismo modo que un sastre trata de disimular las deformidades de su cliente, así he tratado yo, consciente de este defecto, de disimular en el Volcán , en la medida en que me ha sido posible, las deformidades de mi propio espíritu, animándome con la idea de que, como la concepción de la novela fue esencialmente poética, tal vez esas deformidades, aunque aparezcan, no importan tanto, después de todo. Pero, a menudo, los poemas deben leerse varias veces antes de que su significado se revele en su plenitud y antes de que estalle el espíritu, y es precisamente esa concepción poética del todo la que sugiero que ha sido, aunque comprensiblemente, olvidada. Pero, para ser más específico, las objeciones principales de su lector son:
    1. El largo tedio inicial, que ya he discutido en parte, pero al que volveré más adelante.
    2. La debilidad en el trazo de los personajes. Esta es una crítica válida. Pero no me he propuesto crear precisamente personajes en el sentido tradicional; según me parece recordar, fue nada menos que Aristóteles quien señaló que el carácter del personaje es lo que menos cuenta. Aquí no hay espacio para ellos: los personajes tendrán que esperar a otro libro, aunque he de salvar dificultades increíbles para lograr que los personajes más importantes resulten convincentes en el plano más superficial en que puede leerse este libro, y creo que a los ojos de algunos el trazo de los personajes no resultará débil, sino todo lo contrario. (¿Qué me dice de las lectoras?) La verdad es que el trazo de los personajes no sólo resulta débil sino virtualmente inexistente, salvo en el caso de ciertos personajes menores, ya que los cuatro personajes principales han sido concebidos, en uno de los niveles de significación del libro, como aspectos del hombre mismo, o del espíritu humano, y dos de ellos, Hugh y el cónsul, de manera bien evidente. Sugiero que eso que a veces puede parecer un desafortunado intento en el trazo de personajes tal vez sea únicamente la base concreta en que se apoya la vida de esos seres, sin lo cual, repito, sería imposible leer el libro. Pero, débil o no, nada puedo hacer para mejorar ese aspecto sin tener que volver a concebir o escribir el libro, a menos que elimine parte de él; pero entonces, como digo, se correría el peligro de eliminar un soporte que quizá sólo parecía un ornamento molesto cuando en realidad sostenía algo importante.
    3. «El autor divaga excesivamente. El libro es demasiado largo y demasiado elaborado en relación con su contenido, y podría resultar mucho más efectivo si se redujese a la mitad o a las dos terceras partes de su extensión actual. El autor se ha extralimitado y se ha entregado a excentricidades lingüísticas, ha abusado del monólogo interior.» Puede que sea verdad, pero creo que se le debe perdonar al autor que pida una mayor comprensión sobre el contenido —lo diré una vez más— a la luz de la idea de que la obra funciona como un todo, y de la función que cumple cada uno de los capítulos, antes de que llegue a estar de acuerdo con alguien sobre qué es lo que lo convierte en demasiado elaborado y debiera por lo tanto ser suprimido para que el conjunto resulte más efectivo. Si el lector no ha captado el contenido en una primera lectura, ¿cómo puede decidir qué es lo que alarga innecesariamente la novela, sobre todo cuando sus reacciones pueden variar y ser muy diferentes tras una segunda lectura? Y quizá no sólo los autores, sino también los lectores, puedan extralimitarse al leer con demasiada rapidez, por mucho que piensen que lo hacen cuidadosamente. ¿Y cómo puede ser tedioso un libro que uno lee con tal rapidez? Me parece que esto tiene algo que ver con la llamada atención errática, de la que no es culpable ni el lector ni el escritor; volveré sobre este punto más adelante. En cuanto a las excentricidades lingüísticas, creo sinceramente que en su mayoría responden a exigencias temáticas. En lo referente al «monólogo interior», confieso que he utilizado muchas técnicas y, a pesar de que traté de reducir el artificio a un mínimo, sospecho que su lector, si tuviera que enfrentarse a estos problemas, acabaría por admitir que no podían resolverse de otra manera: me siento del todo justificado por haber recurrido a este artificio para conseguir un clima poético o dramático, y creo que se quedará usted sorprendido al descubrir que buena parte de lo que a primera vista parece innecesario en ese monólogo interior es simplemente exposición honesta y disfrazada de los hechos, ya que el autor trataba de seguir el dictum de Henry James de que lo que no es vívido no está representado, y lo que no está representado no es arte.
    Pero volvamos a las objeciones de las dos primeras páginas del informe de lectura:
    1. «Los flashbacks al pasado de los personajes, y de los pensamientos y emociones presentes y pasados […] resultan a menudo tediosos y poco convincentes.» Esos flashbacks son, sin embargo, necesarios, aunque por supuesto me gustaría suprimir cuanto haga falta cuando el relato resulte realmente tedioso y poco convincente, pero creo que, de cara al libro, lo justo sería hacer esto sólo después de tomar en consideración lo que voy a exponer más adelante (así como lo ya expuesto). Buena parte de lo que puede parecer inorgánico resulta necesario en relación con la estructura churrigueresca que he concebido, y de la que espero poder disipar pronto la niebla para que surja ante uno como la horriblemente bella catedral [sic] de Borda en Taxco.
    2. «El color local mexicano, acumulado a paladas, está muy bien logrado, y transmite una sensación asombrosa del lugar y de la atmósfera.» Muchas gracias, pero, si me excusa el decirlo, yo no acumulé color local, sea eso lo que sea, a paladas. Me complace que le guste, pero soy consciente de que lo que dice implica poco cuidado por mi parte. Espero convencerle de que, tal como le dije en mi primera carta, todo lo que está en el libro está por alguna razón. ¿¿Y qué me dice del uso de la Naturaleza, que su lector ni siquiera menciona??
    3. «La fantasmagoría inspirada en el mezcal a la que sucumbe Geoffrey es impresionante, pero me parece demasiado larga, vacilante y elaborada. Debido a ello, el libro inevitablemente le recuerda a uno The Lost Weekend ». Trataré este punto en relación con los últimos y gratos comentarios de su lector referentes a las virtudes del libro, y a su última frase del informe, que dice: «Todo debería concentrarse en la incapacidad del alcohólico para estar a la altura de la ocasión cuando regresa Yvonne, en la delirante conciencia de aquél (que está muy conseguida) y en el color local, que es excelente a lo largo de toda la obra». No quiero hacer juegos de palabras, pero me parece captar aquí algo parecido a una contradicción. Se habla de mi fantasmagoría inspirada en el alcohol, que es impresionante pero demasiado larga, vacilante y elaborada —por no hablar ahora de la excesiva excentricidad lingüística y del abuso del monólogo interior— y, sin embargo, por otra parte, se me invita a concentrarme aún más en esos recursos, ya que son los que crean esa delirante conciencia (que está muy conseguida), por lo que me gustaría muchísimo saber cómo puedo concentrarme aún más en ese delirio interior sin hacerlo más largo, vacilante y elaborado, y cómo puedo acentuarlo sin recurrir aún más al inevitable monólogo interior; es más, aquí entra también el uso del color local y, a pesar de que lo he «acumulado a paladas» (aunque excelentemente a lo largo de toda la obra), se me invita a que me concentre en ese aspecto, y, además, sin poder contar con la ayuda de ningún utensilio parecido a una pala de las que se usan para cavar y coger tierra, carbón, grano, etc.; es decir, que no logro ver de qué manera debo concentrarme más en la incapacidad del alcohólico para recuperarse cuando regresa Yvonne sin que se me acuse de incrementar la fantasmagoría inspirada por el mezcal con —¡al menos!— una palada de nieve. Ya que me he permitido esta pequeña diversión, debo decirle que admito la probidad crítica de los últimos comentarios de su lector, pero que me sería imposible hacer caso a sus sugerencias sin tener que escribir otro libro, posiblemente mejor, pero, de cualquier manera, diferente a éste. Respeto su opinión, porque lo que parece estar diciendo es (como Yeats cuando cortó todos los versos famosos pero innecesarios de La balada de la cárcel de Reading de Wilde y logró, para desdicha de mi tesis, mejorarla notablemente) que una obra de arte debería tener un solo tema. Tal vez se verá que, después de todo, el Volcán no tiene sino un tema único. Esto me recuerda el (para mí) desafortunado asunto de The Lost Weekend . El señor [Charles] Jackson, por otra parte, responde a la estética de su lector y lleva a cabo un excelente trabajo dentro de los límites que se propone. Su lector no podía saber, por supuesto, que es posible examinar este asunto desde otro ángulo, o sea, que debiera ser The Lost Weekend el que inevitablemente recordase al Volcán ; aunque esto importe o no a la larga, a mí me ha producido un efecto nefasto. Comencé el Volcán en 1936, y ese mismo año escribí en Nueva York un relato de unas cien páginas sobre un alcohólico, titulada The Last Address , que transcurre en la misma sala de hospital donde Don Birman pasa una tarde interesante. Esta novela —era demasiado corta para publicarla en un volumen independiente, de otro modo se la habría enviado a usted, pues era y es, espero, notablemente buena— me la aceptó y pagó el Story Magazine , que en esa época publicaba novelas cortas, pero nunca salió a la luz porque en aquel tiempo cambiaron su política de publicaciones y decidieron volver a editar obras más breves. No obstante, y a pesar de Zola, fue aceptada como mi trabajo más o menos pionero en ese campo, y hace nueve años y dos meses, aquí mismo, en esta población mexicana, concebí el Volcán y decidí explotar las posibilidades poéticas del tema del alcohólico. Escribí una versión de aproximadamente unas cuarenta mil palabras en 1937, que le gustó a Arthur Calder-Marshall, pero la consideré incompleta y no del todo honesta. En 1939 intenté alistarme como voluntario en Inglaterra, pero me ordenaron permanecer en Canadá, y en 1940, mientras esperaba la llamada del ejército, reescribí una vez más todo el libro en seis meses, pero sin éxito, resultó un fracaso, salvo los pasajes de la borrachera del cónsul, y algunos de éstos ni siquiera me parecían suficientemente buenos. Entre 1940 y 1941 reescribí también The Last Address , y le di a ese relato el título de Piedra infernal , y concebí la idea de una trilogía titulada El viaje que nunca termina para su editorial (sólo una trilogía podía satisfacerme), con el Volcán como una infernal primera parte; Piedra infernal , ampliada, sería la segunda, es decir, la parte del Purgatorio, y una extensa novela en la que trabajaba también entonces, En lastre hacia el Mar Blanco (que perdí en el incendio de mi casa, como creo haberle dicho), sería una tercera parte paradisiaca; el conjunto se refería a la lucha del espíritu humano (indudablemente extralimitándose) en su ascenso hacia su verdadero propósito. A finales de 1941 dejé a un lado En lastre … —de la que ya entonces existían unas mil páginas de excentricidades lingüísticas— y decidí agarrar por los cuernos esa fantasmagoría inspirada por el mezcal, el Volcán , y hacer realmente algo con ella, ya que para entonces se había convertido en un proyecto de carácter espiritual. Le dije a mi esposa que posiblemente me cortaría el cuello si durante ese periodo de borrachera del mundo alguien tenía la misma sobria idea. Trabajé durante dos años más, ocho horas diarias, y cuando terminé, ascética y satisfactoriamente, todo lo referente a la borrachera, y no me quedaban sino tres capítulos por rehacer, un día, cerca de Año Nuevo de 1944, leí casualmente una reseña norteamericana de The Lost Weekend . Al principio pensé que debía tratarse de The Lost Weekend de mi viejo amigo John ( Voluntario en España ) Sommerfield [3] , un libro muy extraño en el que aparecía yo mismo —nada menos— como ejemplo de cierta decadencia. Todavía me pregunto qué es lo que John piensa al respecto, pero es indudable que imputa cualquier posible decadencia personal al sistema capitalista. The Lost Weekend no apareció en Canadá hasta abril de 1944 y después de leer el libro me resultó difícil en extremo seguir escribiendo y mantener la fe en el mío. Sólo podía felicitarme por tener aún en la manga En lastre , pero un mes después, más o menos, el manuscrito se perdió definitivamente junto con mi casa. Mi esposa salvó el manuscrito del Volcán , Dios sabe cómo, mientras yo hacía algo en el bosque, y concluí el libro un año más tarde en Niagara-on-the-Lake, Ontario. Volvimos a la Columbia Británica para reconstruir nuestra casa y al hacerlo padecimos algunos infortunios y accidentes graves, por lo que me llevó algún tiempo poner en orden las copias a máquina. En esa época, sin embargo, el asunto de The Lost Weekend , añadido a todo lo demás, me sumió en una cierta depresión. La única manera en que puedo recordarlo es como una forma de castigo. En el pasado, mi peor defecto había sido precisamente la falta de integridad, y eso es algo especialmente difícil de admitir en la propia obra. La juventud más alcohol más identificaciones histéricas más vanidad más autoengaño más pereza más aún más alcohol. Pero ahora, cuando este ex pseudoescritor desciende de su cruz en el pequeño Oberammergau donde había estado hibernando durante tantos años, para ofrecer algo realmente original y terrorífico con que expiar sus pecados, resulta que alguien en Brooklyn ha hecho lo mismo, sólo que mejor. ¿O no es así? ¡Cuántas veces no le habían dicho a este escritor que ese tema, entre todos los temas, era imposible de vender, que no había nada más aburrido y difícil que la dipsomanía! De cualquier modo, papá Henry James hubiera estado seguramente de acuerdo en que todo era una vuelta de tuerca. Pero pienso que no es tan irrazonable suponer que habría añadido que, en ese campo, el Volcán significa, por así decirlo, un par de vueltas de tuerca sobre The Lost Weekend , en cualquier caso. He tratado por todos los medios de exponerle algunas de las razones por las que no puedo convertir el Volcán simplemente en un quid pro quo de componendas, que es a lo que tienden las sugerencias de su lector, o, si esto es injusto hacia su lector, lo que yo, en caso de seguirlas, tendería a hacer. Trataré de concretar brevemente mis argumentos: 1) Su lector quiere que yo haga lo que quise hacer (y lo que a veces lamento no haber hecho) pero que no hice porque 2) Bajo el volcán en su forma actual es mucho mejor. Después de esta larga digresión, y para volver a la última página del informe de lectura, estoy de acuerdo en que:
    A. Es importante para mí —y estoy deseándolo— conseguir que el libro resulte lo más efectivo posible. Pero pienso que lo correcto, para el bien del libro, es que las modificaciones que tengan que hacerse sean hechas en los propios términos del libro , es decir, que las lleve a cabo alguien que aprecie el libro en su conjunto.
    B. Es posible hacer supresiones en algunos de los pasajes indicados, aunque con las mismas reservas. No estoy de acuerdo en que:
    A) el pasado de Hugh sea poco interesante,
    B) o que ese pasado guarde poca relación con el conjunto, y ello por las razones que le voy a exponer; una, que le puede parecer extraña, es la siguiente: no hay una sola parte del libro que no haya sido sometida a la prueba del ácido de Flaubert, consistente en leer el texto en voz alta, o hacérselo leer, con cierta frecuencia, a la clase de personas de quien uno espera recibir críticas, y casi siempre a personas a quienes no les atemoriza hablar con toda claridad. El capítulo 6, el relativo al pasado de Hugh, siempre hacía reír a la gente, tanto que a menudo el lector no podía continuar la lectura. Aparte de cualquier otra razón —y existen muchas—, ¿qué me dice de su humorismo? Esto no tiene nada que ver con el hecho de que sea relevante con respecto al conjunto del libro, como demostraré después. Pero para volver a algo que ya antes mencioné, se me ocurre que la verdadera razón por la que su lector encontró este capítulo carente de interés y poco relevante es que el capítulo anterior está construido tal vez mejor de lo que yo pensaba, y él deseaba saltarse este capítulo para volver nuevamente al tema del cónsul. En realidad, el capítulo 6 constituye el corazón del libro, y si hay que hacer cortes, deben hacerse con la asesoría de alguien que, sabiendo lo que el autor se propone, tenga al menos una inspiración semejante a la de su creador.
    He querido desarrollar en las páginas que siguen una especie de sinopsis del Volcán , capítulo por capítulo, pero como no me ha llegado de Canadá una copia clara del manuscrito, voy a sugerir simplemente, de la mejor manera que pueda, algunos de sus significados más profundos, así como algo de la forma e intención que el autor tenía en su mente, y que considera que deben tenerse en cuenta en el caso de que deban hacerse algunas alteraciones. Los doce capítulos deben considerarse como doce entidades, a cada una de las cuales le he dedicado, a lo largo de varios años, muchos esfuerzos, y espero convencerlo de que, sean cuales fueren las alteraciones que deban hacerse, hay que mantener de todas formas los doce capítulos. Cada capítulo constituye en sí una unidad y todos están conectados e interrelacionados. Doce es una unidad universal. Por no hablar de los doce trabajos de Hércules, o a las doce horas del día, y el libro se refiere a un solo día, así como, aunque muy accidentalmente, al tiempo: hay doce meses en un año, y la novela está circunscrita a un año; mientras que el estrato más profundamente soterrado de la novela, o poema, que la adscribe al mito, lo hace a través de la Cábala judía, donde el número doce tiene la más alta importancia simbólica. La Cábala se usa con propósitos poéticos porque representa la aspiración espiritual del hombre. El Árbol de la Vida, que es su emblema, es una especie de complicada escala en cuya cúspide se encuentra Kether, o la Luz, mientras que a medio camino se abre un abismo en extremo desagradable. El ámbito espiritual del cónsul en este campo es posiblemente el Qliphoth, el mundo de los despojos y los demonios, representado por el Árbol de la Vida invertido (todo esto no importa en absoluto para la comprensión del libro; lo menciono de pasada para señalar que, como decía Henry James, «existen profundidades»). Pero también yo debo tener mi número doce: es como si oyese un reloj que lentamente diera las doce campanadas de medianoche para Fausto. Al igual que concibo la lenta progresión de los capítulos, considero que el libro está destinado a tener doce capítulos; ni uno más ni uno menos podría satisfacerme. En lo que se refiere al resto, está escrito en numerosos planos y planificado con detalle —eso espero, sinceramente— para satisfacer a toda clase de lectores. Mi enfoque es, lo reconozco con toda humildad, opuesto al de Joyce; es decir, que he simplificado, hasta donde me ha sido posible, lo que originalmente surgía en términos bastante más desconcertantes, complejos y esotéricos. La novela puede, simplemente, leerse como una historia en la que uno, si lo desea, puede saltarse párrafos. Pero la disfrutará mucho más si no se salta nada. Puede considerarse como una especie de sinfonía, o, en otro sentido, como una especie de ópera, y hasta como una película de vaqueros. Es música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa, etc. Es superficial, profunda, entretenida y aburrida, según el gusto del lector. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película cómica, unas palabras escritas en un muro. Puede considerarse también como una especie de máquina: una máquina que funciona, créame, lo he descubierto a costa mía. En el caso de que usted piense que he hecho cualquier cosa menos una novela, es mejor que le diga que en el fondo mi intención era la de escribir, aunque sea yo quien tenga que decirlo, una novela profundamente seria. Pero también es, y lo sostengo, una obra de arte, en cierto modo distinta a lo que usted creía, y también mejor lograda, siempre de acuerdo con sus propias leyes.
    Esta novela habla principalmente, para decirlo con palabras de Edmund Wilson (cuando habla de Gógol), de ciertas fuerzas existentes en el interior del hombre que le llevan a sentir terror de sí mismo. También habla de la culpa del hombre, del remordimiento, de su ascenso incesante hacia la luz bajo el peso del pasado, y de su último destino. La alegoría implícita es la del Jardín del Edén, el jardín que representa al mundo, del que tal vez corramos ahora más peligro de ser expulsados que cuando escribí el libro. La borrachera del cónsul se emplea en cierto plano como símbolo de la borrachera universal de la humanidad durante la guerra, o durante el periodo inmediatamente precedente, que es casi lo mismo, y la profundidad y el sentido final existente en su destino debieran ser considerados también en relación con el destino último de la humanidad.
    Dado que la acusación de tedio que hace su lector pesa principalmente sobre el capítulo 1, y dado que considero, ya lo he dicho, que el lector medio necesita sólo un pequeño empujón inicial para superar ese tedio aparente y transformarlo en un creciente interés, le dedicaré más espacio a este primer capítulo que a los demás, excepción hecha del sexto, aclarando también, de paso, que creo que en una segunda lectura se verá que casi todos los elementos que integran el capítulo primero son necesarios, y que si uno tratara de eliminar por completo este capítulo, o de fragmentar el material que hay en él y repartirlo aquí y allá —ya traté de hacerlo una vez—, no sólo se perdería mucho tiempo, sino que los resultados serían mucho menos efectivos, ya que eso perjudicaría incluso a la forma del libro, que debe considerarse como una rueda con doce radios, cuyo movimiento, sería en cierto modo parecido, según mi concepción, al del tiempo mismo.
    Nota: El libro se inicia en el Hotel Casino de la Selva. La palabra ‘selva’, que significa bosque, nos conecta con el acorde inicial del Inferno (debe recordarse que el libro fue planificado como una especie de Inferno , con un Purgatorio y un Paradiso a continuación; el protagonista trágico de cada una de esas partes, como Chichikov en Las almas muertas , iría mejorando paulatinamente), en medio del camino de la vida…, en una selva oscura, etc.; ese acorde vuelve a aparecer nuevamente en el capítulo 6, en el centro y en el corazón del libro, cuando Hugh, en la mitad de su vida, recuerda al principio del capítulo las palabras de Dante; la idea se insinúa otra vez de un modo oscuro al final del capítulo 7, cuando el cónsul entra en una cantina tenebrosa llamada El Bosque, que es también la selva (ambos lugares existen en realidad, uno aquí, el otro en Oaxaca); el acorde se resuelve en el capítulo 11, el relativo a la muerte de Yvonne, donde la selva se vuelve real y oscura.
    1
    El escenario es México, lugar de encuentro, según algunos, de la misma humanidad, pira de Bierce, salto mortal de Hart Crane, antiquísima arena de conflictos raciales y políticos de toda especie, donde un pueblo nativo, genial y pleno de color, tiene una religión que, a grandes rasgos, podríamos describir como una religión de la muerte; por lo mismo es un buen lugar, por lo menos [tan bueno como] Lancashire o Yorkshire, para situar nuestro drama, un drama en torno a la lucha de un hombre entre las potencias de la luz y las tinieblas. Su lejanía geográfica, así como la proximidad de sus problemas a los nuestros, contribuirán a la tragedia, cada cosa a su modo. Podemos considerar a México como el mundo, o el Jardín del Edén, o como ambas cosas a la vez. O como una especie de símbolo temporal del mundo en el que es posible situar el Jardín del Edén, la Torre de Babel y, de hecho, todo lo que nos apetezca. Es un lugar paradisíaco, e indudablemente infernal. En realidad se trata de México, el país del ‘pulque’ y de las ‘chinches’, y es importante recordar que la historia se inicia en noviembre de 1939 y no en noviembre de 1938, el día de los Muertos, y precisamente un año después de que el cónsul haya sido arrojado a la ‘barranca’, al precipicio, al abismo que el hombre contempla hoy día (por citar al arzobispo de York), a un abismo peor de la Cábala, al abismo aun indeciblemente peor del Qliphoth, o simplemente al vertedero, según el gusto de cada uno.
    Ya he hablado de la razón por la que considero que este capítulo debe quedarse tal y como está, más o menos, pues proporciona el ámbito, la atmósfera, la tristeza de México, etc., pero antes de añadir algo más, debo decir que no logro descubrir qué hay de malo en esta obertura, en la que el doctor Vigil y M. Laruelle, durante el último día de la estancia de éste en el país, conversan sobre el cónsul. Después de la despedida, se desarrolla una exposición de los hechos que quizá sea difícil de seguir, y tal vez usted crea que se trata de un defecto melodramático y que, al ocultar la verdadera naturaleza de la muerte de Yvonne y del cónsul, he creado un falso suspense; yo, por mi parte, considero que el ocultamiento de esos hechos es orgánico, pero aunque no lo fuera, el criterio por el que la mayoría de los críticos condenan tales recursos me parece del todo banal, y hace que me rebele, tanto revolucionaria como reaccionariamente, contra el tipo de novelas que admiran. También puede decirse que es un truco gastado y estéril el comenzar por el final del libro: en efecto, lo es; pero en este caso me gusta, y tengo además un motivo profundo para emplearlo, como he explicado en parte y como creo que podré demostrar en breve. Mientras Laruelle pasea, debemos dar alguna información sobre el personaje; esto lo hago del modo más claro posible, y si pudiera lograrse con un estilo más conciso y de un modo más adecuado, estoy dispuesto a aceptar consejos; una segunda lectura, sin embargo, puede mostrar los problemas temáticos que van resolviéndose sobre la marcha, por no mencionar los jamones, que tienen que estar ahí, y que van siendo expuestos en el escaparate. Mientras tanto la historia se desarrolla a medida que el crepúsculo mexicano se va transformando en noche: el lector se entera del amor de M. Laruelle hacia Yvonne, el tema del amor trágico se aborda al caer la tarde en la visita de despedida al palacio de Maximiliano, donde Hugh e Yvonne tienen que encontrarse (o se han encontrado) hacia el mediodía en el capítulo 4, y mientras M. Laruelle se asoma al dichoso precipicio, le viene a la memoria el episodio de los Taskerson. (Los Taskerson vuelven a surgir en el capítulo 5; en el 7 el cónsul canta para sí la canción de los Taskerson, y aun en el 12 trata de caminar con la «erguida y viril apostura de un Taskerson».) El episodio de los Taskerson en el capítulo 1 —condenado implícitamente por su lector— puede ser flojo si se lo considera seriamente a la luz de una motivación psicológica para explicar la ebriedad y la caída del cónsul, pero tengo la sincera y no injustificada convicción de que es muy gracioso en sí mismo, y que se justifica musical y artísticamente en este punto como una nota de respiro, así como también por otra razón: ¿no fue precisamente en este pasaje donde su lector adquirió la necesaria simpatía hacia Geoffrey Firmin, que le hizo leer de corrido los capítulos 2 y 3 sin que lo asaltara el tedio… y por tanto interesarse mucho más a medida que avanzaba? Su lector ha omitido la posibilidad de que el pobre autor haya tenido algún talento para lograr esto. Si usted no considera gracioso el episodio de los Taskerson, trate de leerlo en voz alta. Creo que su humor podría apreciarse más ampliamente en una segunda lectura: también el borracho a caballo que interrumpe el ensueño de M. Laurelle al remontar algo desbocadamente la calle Nicaragua podría tener un significado importante, y aún más en una tercera lectura. Este jinete borracho es, por implicación, la primera aparición del mismo cónsul como símbolo de la humanidad. Aquí también, aunque tangencialmente (a pesar de que a su lector le haya parecido tan sólo otra palada de color local), se toca el acorde de la muerte de Yvonne, ocurrida en el capítulo 11; es cierto que este caballo no se ha desbocado aún, pero pronto lo hará: aquí el hombre y la fuerza que éste va a liberar aparecen fundidos por el momento. (Dado que, por cierto, tampoco encuentro en el informe del lector ningún indicio de que haya leído el importantísimo capítulo 11, en el que sí hay algo de la acción que parece añorar, debo decir en este punto que Yvonne encuentra finalmente la muerte debido a un caballo desbocado, presa del pánico, en el capítulo 11, caballo que el cónsul, en estado de ebriedad, ha soltado durante la tormenta del capítulo 12 —los dos capítulos son simultáneos en el tiempo— con la errónea, ebria y, sin embargo, casi encomiable creencia de que está haciendo algo bueno.) Ahora M. Laruelle, evitando pasar por la casa desde la que le escribo esta carta (que ciertamente deberé abreviar si no quiero dilapidar mi patrimonio enviándola por correo aéreo), se dirige sombríamente al cine local. La gente se refugia de la tormenta en el cine y en la cantina, del mismo modo que en otra parte del mundo la gente se dirige hacia los refugios antiaéreos, y las luces se han apagado, del mismo modo que se han apagado en el mundo. La película que se exhibe es Las manos de Orlac , la misma que se exhibía exactamente un año atrás, cuando el cónsul fue asesinado, pero el hombre con las manos ensangrentadas del cartel, debido al origen alemán de la película, simboliza la culpa de la humanidad, lo que lo relaciona de nuevo con M. Laruelle y con el cónsul, y también refleja particularmente al ladrón que roba al hombre agonizante en el camino en el capítulo 8, y cuyas manos aparecen también manchadas de sangre. En el interior de la cantina nos enteramos de nuevos datos sobre la vida del cónsul por mediación del empresario del cine, Bustamante, datos que de nuevo contribuyen a aumentar nuestra simpatía y nuestro interés por él. No debe olvidarse que eso ocurre el día de los Muertos, y que en México se supone que en ese día los muertos se comunican con los vivos. La vida sin embargo está en todas partes; pero mientras tanto, habrá algunas notas políticas (la actriz alemana Maria Landrock) e históricas (Cortés y Moctezuma) que sonarán en el trasfondo. Así, mientras se desarrolla la historia, se van estableciendo los temas del libro y sus contrapuntos. Al final Bustamante regresa con el volumen de teatro isabelino que M. Laruelle había olvidado allí dieciocho meses atrás, y se alude al tema de Fausto. Laruelle ha estado planeando hacer una versión cinematográfica moderna sobre Fausto, y por un momento el cónsul mismo aparece como su Fausto, que ha vendido su alma al demonio. Volvemos a oír hablar del cónsul, de su brillante expediente de guerra, y de un crimen de guerra que posiblemente cometió contra unos oficiales de un submarino alemán… Si realmente es tan culpable como se dice a sí mismo, en cierto sentido habrá pagado su culpa con creces al final del libro, y usted podría objetar que aquí la persona del cónsul va perfilándose, a la manera griega, como la de un personaje de cierta estatura, a fin de que su caída pueda ser trágica; podría abreviarse, me imagino, aunque es así exactamente como yo veo al cónsul, pero ¿acaso ahora no sentimos por él mayor interés que al principio? Oímos decir que se sospecha que el cónsul era un espía inglés, o ‘escorpía’, y, aunque sufría de una pavorosa manía persecutoria, uno cree algunas veces, objetivamente, que de hecho es perseguido a lo largo de todo el libro; es como si el mismo cónsul no fuera consciente de ello y tuviese miedo de algo completamente distinto: debido a esa imprecisión, el escritor mantiene la esperanza razonable de que esa sensación primaria de persecución pueda penetrar en el lector y lo acose a su vez. Sin embargo, por el momento, la simpatía que muestra Bustamante por él debe despertar nuestra simpatía. Creo que esa simpatía aumenta considerablemente cuando Laruelle lee la carta del cónsul, que éste nunca depositó en el correo, y esa carta es muy importante: ese grito de angustia no obtiene respuesta hasta el último capítulo, el 12, cuando, en El Farolito, el cónsul encuentra las cartas de Yvonne que él había perdido y que realmente nunca leyó, que no lee sino en ese momento, poco antes de morir. Laruelle quema la carta del cónsul y ese acto está poéticamente equilibrado por el vuelo de los zopilotes («como los papeles quemados que escapan de una hoguera») al final del capítulo 3 y también por el incendio del manuscrito del cónsul en el sueño agónico de Yvonne en el capítulo 11; la tormenta ha terminado, y…
    Afuera, en la oscuridad de la noche tempestuosa, la rueda luminosa de la noria gira en sentido contrario. Se trata, por supuesto, de la rueda de la noria de la feria instalada en la plaza, pero también podría ser muchas otras cosas: es la rueda de la ley de Buda (véase el capítulo 7), es la eternidad, es el instrumento del eterno retorno, la recurrencia eterna, y es la forma del libro; o superficialmente puede verse sin complicaciones, desde un punto de vista cinematográfico obvio, como la rueda del tiempo que nos lleva hacia atrás, hasta llegar al año anterior, y al capítulo 2, y en ese sentido, si queremos, podemos contemplar el resto del libro a través de los ojos de Laruelle, como si fuera creación suya.
    Nota: En la Cábala se compara el mal uso de los poderes mágicos con la embriaguez y el mal uso del vino, y se denomina, si mal no recuerdo, Sod , en hebreo, lo que nos proporciona un paralelismo. Hay una clase de atributo de la palabra Sod que significa también jardín o jardín descuidado, según creo recordar, pues la Cábala es a veces considerada como un jardín, en el que esta plantado el Árbol de la Vida —relacionado por supuesto con aquel otro árbol cuyo fruto prohibido nos dio el conocimiento del Bien y del Mal, y la leyenda de Adán y Eva—. Sea como sea, lo cierto es que, indudablemente, estas cosas se encuentran en la raíz de la mayor parte de nuestros conocimientos, en la sabiduría de nuestro pensamiento religioso, y, sobre todo, en nuestras supersticiones innatas en relación con el origen del hombre. William James, y tal vez Freud, estarían ciertamente de acuerdo conmigo cuando digo que la agonía del borracho encuentra su más exacta analogía poética en la agonía del místico que ha abusado de sus poderes. El cónsul tiene, por supuesto, todos esos elementos maravillosa y ebriamente entremezclados: el mezcal mexicano es una bebida infernal, pero es, no obstante, una bebida que puede conseguirse en cualquier cantina, y más fácilmente, me atrevería a decir, que el whisky en esos días en nuestra vieja y querida Horseshoe. Pero el mezcal es también una droga cuando se ingiere en forma de semillas, y experimentar sus efectos es una de las pruebas bien conocidas por las que debe atravesar un ocultista. Lo que ocurre es que el cónsul, en su embriaguez, ha llegado a confundir ambas formas, y tal vez no esté del todo equivocado.
    Nota final sobre el capítulo 1: si este capítulo ha de sufrir supresiones, ¿podrían hacerse con tal maestría que tanto el capítulo como el libro mejoraran? Considero que este capítulo forma una entidad espléndida, y si se altera, debe hacerlo alguien que por lo menos advierta toda su potencia en relación con el resto del libro. Yo, personalmente, no veo los errores que se le señalan. A riesgo de ser calificado de pretencioso, que es el cargo más fácil de formular por quien lea esta carta, creo que debo ser claro: lo cierto es que esos significados, oscuridades y alusiones no se enfatizan en el libro; sólo si el lector, impulsado por su instinto o por su curiosidad, se toma el trabajo de invocarlos, ellos asomarán su cabeza demoniaca desde el abismo, o lo atisbarán desde las alturas. Pero aunque nada lo impulse a buscarlos, esos significados se le revelarán con toda seguridad si vuelve a leer el libro. Espero que sea usted lo bastante bondadoso como para no recordarme que lo mismo podía decirse de Anita la huerfanita o de Jemima Puddle-Duck .
    2
    La rueda del tiempo ha girado en sentido contrario y nos encontramos exactamente en el mismo día, pero del año anterior —el día de los Muertos de 1918—; el último día de Yvonne y el cónsul comienza a las siete de la mañana, la hora en que ella llega a Quauhnáhuac. No veo aquí ningún problema. El misterioso diálogo contrapuntístico en el bar Bella Vista lo proporciona Weber —usted lo advertirá pronto si escucha y observa atentamente—, el contrabandista que introdujo a Hugh en México y que se entiende con los bandidos de la localidad, como los llama su lector, y los sinarquistas de El Farolito en Parián, que son quienes al final matarán al cónsul. El lema de «No se puede vivir sin amar», escrito en una placa dorada en la fachada de la casa de M. Laruelle (desde donde le escribo esta carta, de espaldas a ese degenerado almenaje, y, aunque no crea en mi rueda —la rueda aparece en este capítulo en el volante de la prensa, que el cónsul e Yvonne contemplan en la vitrina de la imprenta—, debe admitir que todo esto es curioso, como lo es también el hecho de que exhiban en el cine de la ciudad la misma película que proyectaban hace nueve años, no Las manos de Orlac , sino La tragedia de Mayerling ), choca irónicamente con el «absolutamente necesario» del cantinero. Los recurrentes anuncios del encuentro de boxeo simbolizan el conflicto entre Yvonne y el cónsul. Este capítulo, una especie de puente, fue escrito con sumo cuidado; es también absolutamente ‘necesario’; creo que convendrá usted en ello después de una segunda lectura: forma una entidad, una unidad en sí mismo, igual que todos los demás capítulos; creo que es dramático, divertido y pienso que, dentro de sus límites, lo consigo. Considero que no se presta a ningún corte.
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    Creo que este capítulo se comprenderá mejor en una segunda lectura y más aún en una tercera. Pero como me parece que su lector quedó muy impresionado por él, lo reseñaré someramente. La trama lingüística del flashback , cuando el cónsul yace boca abajo en la calle Nicaragua, crea en realidad una situación muy bien lograda. Este capítulo lo escribí primero en 1940 y lo terminé en 1942, bastante antes de que Jackson saliera a perder su fin de semana. Se podrían hacer algunos cortes, siempre y cuando se realicen con una gran simpatía (se podría, por ejemplo, discutir aquello de «Cortesía del Gobierno de Venezuela») y los haga alguien —o el autor en colaboración con alguien— que esté preparado para que el libro se sumerja lentamente en la acción de la mente, y que no se sienta incómodo por ello. La escena de la impotencia, entre el cónsul e Yvonne, encuentra su contrapunto en la escena entre el cónsul y María en el capítulo final. Las interpretaciones sobre la impotencia del cónsul son prácticamente inagotables. El muerto con el sombrero sobre el rostro que el cónsul ve en el jardín es el hombre que se encuentra a un lado de la carretera en el capítulo 8. Esto puede ocurrir como consecuencia de un delirium tremens realmente grave. Paracelso me daría la razón.
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    Hay que dejar necesariamente este capítulo tal como está, sobre todo teniendo en cuenta mi última frase sobre el capítulo 3 con respecto a la acción de la mente. Aquí aparece otra clase de acción. En contraste con los capítulos anteriores, hay en él movimiento y rapidez, lo que proporciona el ozono que se hacía ya necesario. Aparece también el necesario afecto y comprensión hacia México, hacia su gente y sus problemas, desde un punto de vista material . Si la parte inicial parece ligeramente ridícula, es posible leerla como una sátira, pero pienso que en una segunda lectura el conjunto mejorará notablemente. Nos encontramos luego con el contramovimiento de la batalla del Ebro, ya perdida, cuando ya nadie hace nada al respecto, lo que establece una especie de correlato con la escena del camino en el capítulo 7, cuya víctima hace aquí su aparición por primera vez, en el exterior de la cantina La Sepultura, con el caballo que matará a Yvonne atado allí cerca. Aparecen las aspiraciones políticas del hombre en oposición a las espirituales, y el sentimiento de culpa de Hugh sirve de contrapeso al del cónsul. Si parte de este capítulo ha de suprimirse, debe hacerse pensando en todo el conjunto, y por lo menos con genio, si se me permite decirlo; esperemos que los cortes no hagan sangrar el organismo. Casi todo es importante, incluso lo referente a los caballos, los perros, el río y la conversación sobre el cine local. Y lo que no lo es, proporciona, como he señalado, el ozono necesario. Por lo que a mí respecta, pienso que ese paseo por la luminosa mañana mexicana es una de las mejores partes del libro, y aunque Hugh parezca ligeramente truculento, es importante para la trama el pasaje final referente a su apasionado anhelo de bondad .
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    Aquí el contraste se produce en dirección contraria, pues las palabras iniciales tienen un sentido irónico en relación con las últimas del capítulo 4. El libro comienza a sumergirse rápidamente en la acción de la mente y a alejarse de la acción normal; sin embargo, me parece que al llegar a este punto su lector estaba realmente interesado, demasiado interesado en el cónsul, como para ser capaz de enfrentarse al capítulo 6. Aquí, entre muchos otros acontecimientos, aparece inscrito en un letrero el tema más importante del libro: «¿Le gusta este jardín?». El cónsul malinterpreta ligeramente este letrero: «¿Le gusta este jardín? ¿Por qué es suyo? ¡Expulsaremos a quienes lo destruyan!» [4] . (En otro lugar señalaremos que la traducción real puede ser aún más aterradora.) El jardín es el Jardín del Edén, interpretación que el cónsul trata de discutir con el señor Quincey.
    Es también el mundo. Tiene además los atributos cabalísticos del «jardín». (En realidad todo esto se encuentra profundamente sepultado en el libro, de modo que si el lector no desea preocuparse por ello, no es necesario que lo haga. Me gustaría, sin embargo, que Hugh l’Anson Fausset, uno de los escritores de su editorial, y cuyas obras admiro mucho, algunas de las cuales han tenido gran influencia en mi formación, pudiera leer el Volcán .) En la superficie establezco aquí el tema del borracho y espero haberlo hecho bien y además de un modo divertido. Parián es, una vez más, la muerte. La fantasmagoría lingüística se hizo necesaria hacia el fin de la primera parte. Debería quedar claro que el cónsul pierde el sentido y que la segunda parte, en el cuarto de baño, se refiere a lo que, en su semidelirio, recuerda de esa hora perdida. La mayor parte de lo que recuerda es, de nuevo, explicación y drama encubierto, con el objeto de llevar la historia a la cuestión de si irán a Guanajuato (la vida) o a Tomalín, que incluye, por supuesto, Parián (la muerte). Por otra parte, el cónsul se identifica en cierto momento con Horus, niño, de quien cuanto menos se hable, mejor; algunos místicos lo creen responsable de esta última guerra, pero necesito otro idioma, me imagino, para explicar lo que intento decir. Tal vez Fausset pueda explicarlo, aunque de todos modos no es necesario detenerse en esto, pues el pasaje es muy breve y puede leerse como un pasaje delirante bastante bueno. El resto, creo, es delirium tremens perfectamente limpio, de los que merecen la aprobación de su lector. Este capítulo lo escribí por primera vez en 1937. La revisión final la hice en marzo de 1943. También este capítulo constituye una entidad en sí mismo. Podrían hacerse objeciones a la técnica empleada en la segunda parte, aunque creo que el estilo resuelve las dificultades de un modo sutil. Imagino que podrían hacerse supresiones, pero deberían estar en la línea de todo el capítulo.
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    Hemos llegado al corazón del libro, que, en vez de seguir el mecanismo intensamente delirante del cónsul, vuelve, sorprendente pero inevitablemente si bien se reflexiona, al inquieto pero saludable movimiento de sístole-diástole de Hugh. En medio del camino de nuestra vida… y el tema del Inferno se establece de nuevo; luego sigue un larguísimo pasaje directo. Según su lector, este pasaje resulta poco o nada interesante y yo sostengo que él se lo saltó debido a una virtud mía, es decir, que está ya más interesado en el cónsul. Pero aquí el tema de la culpa, de la culpa humana, reviste un nuevo significado. Hugh puede ser un poco iluso, pero de cualquier manera ejemplifica a la clase de persona que puede forjar o destrozar nuestro futuro. Él es Todos-los-hombres [5] con otra vuelta de tuerca, ya que se encuentra situado bastante más allá de la mediocridad. Es también la juventud de Todos-los-hombres. Es más, sus frustraciones con la música y el mar, su afán por ser bueno y decente, sus decepciones, triunfos, derrotas y deshonestidades (y vuelvo a señalar que, junto al aire del mar, sopla aquí un ozono muy necesario para el libro), sus problemas con la guitarra, representan las frustraciones, triunfos, derrotas y problemas de Todos-los-hombres, aunque el pretexto sea una guitarra. Y su deseo de ser compositor o músico es el deseo innato de Todos-los-hombres de ser de algún modo poetas, mientras que su deseo de ser aceptado en el mar representa el deseo, consciente o inconsciente, de formar parte —aunque ésta no exista— de la fraternidad humana. Hugh se nos revela como una persona frustrada, que también hubiese podido convertirse en un borracho, como el cónsul, quien se siente frustrado como poeta (¿y quién no? En realidad, este elemento nos une a todos; pero de su alcoholismo no se da ninguna explicación satisfactoria hasta el capítulo 7. «Pero el frío mundo no lo sabrá.») Hugh siente que se ha traicionado al traicionar a su hermano, y también que ha traicionado a la humanidad por haber sido antisemita en otra época. Pero cuando, a la mitad del capítulo —que es también la mitad del libro—, sus pensamientos se interrumpen por la llamada de «auxilio» de Geoffrey, sostengo que uno puede sufrir, al releerlo, un estremecimiento de una índole totalmente diferente del que produce la lectura de obras como William Wilson u otros relatos sobre fantasmas y dobles. Hugh y el cónsul son la misma persona, pero dentro de un libro que no obedece a las leyes de otros libros, sino a las que ese libro va creando al avanzar. Tengo razones para creer que gran parte de este pasaje largo y directo es francamente divertido y que hará reír a los lectores. Entramos ahora en la todavía más absurda, y a la vez más desesperada, seriedad de la escena del afeitado. Hugh afeita el cadáver, y no me podrá usted convencer de que parte de esa escena no es realmente cómica. Nos introducimos en el cuarto de Geoffrey, con su foto del viejo barco Samaritan (y el tema de nuevo nos conecta remotamente con el hombre del camino del capítulo 8), el barco que se ha mencionado ya en el capítulo 1, etc., en el que ha cometido o imagina haber cometido (pero del que, con certeza, se le hizo parcialmente responsable) un crimen contra ciertos oficiales de un submarino alemán, tan válido, al menos, como cualquier otro crimen que en el pasado hayamos cometido contra Alemania en general, esa pérfida criatura de Europa cuya maligna energía destructora es responsable en grado sumo de todo nuestro progreso. El cónsul le muestra a su hermano sus libros de alquimia y por un momento nos vemos en una situación pseudogrotesca, al encontrarnos ante la evidencia de nada menos que la base mágica del mundo. ¿Se niega usted a creer que el mundo tenga una base mágica, especialmente mientras se libra la batalla del Ebro, o, peor todavía, mientras caen las bombas sobre Bedford Square? Bueno, tal vez tampoco yo lo crea. Pero lo cierto es que Hitler sí lo creía . Y Hitler era otro pseudonigromante, procedente de la misma arqueta de la que salió el Amfortas de Parsifal , al que tanto admiraba, y que tuvo el mismo e inevitable destino. Y aunque usted no crea que un general británico me dijo con toda seriedad que la verdadera razón por la que Hitler destruyó a los judíos polacos fue la de impedir que emplearan sus conocimientos cabalísticos contra él, puede permitirme, no obstante, que introduzca estos temas por razones poéticas, repito, ya que sólo tienen sentido en un plano muy profundo del libro, y de ninguna manera resulta importante discutirlos aquí. Saturno vive en el 63 y Bahomet en la puerta siguiente, ¡y no diga después que no se lo he advertido! El resto del capítulo, y todo eso es probablemente demasiado largo, lleva (espero que de modo harto dramático) a Hugh, al cónsul y a Yvonne a encontrarse con Laruelle cuando se dirigen a la casa desde la que le escribo esta carta. Lo extraño es que la tarjeta postal que el cónsul recibe (de manos del diminuto cartero con barba que me entregó con tanto retraso su carta en vísperas de Año Nuevo) fue enviada un año atrás, en 1937, poco después de la marcha de Yvonne o de que el cónsul la empujara a marcharse (debido a las relaciones de aquélla con Laruelle, aunque más posiblemente para poder beber en paz), y el tono de esta parte debe sugerir que la marcha de Yvonne sólo parecía como algo definitivo en la mente del cónsul, pues en realidad se habían amado durante todo ese tiempo, y habían tenido tan sólo una riña de amantes, y, a despecho de M. Laruelle, todo el asunto había sido absolutamente innecesario. El capítulo se cierra con un acorde mortecino, como el final de una pieza de guitarra de Ed Lang, o posiblemente de Hugh. Según creo, el tema del camino de Dante reaparece extraña pero correctamente y se desvanece al final, en el camino que también se desvanece.

    Creo que una relectura de este capítulo puede demostrar que es mucho más importante de lo que aparenta, y su humor resaltaría más vivamente. Por otra parte, esta es sin duda la zona más jugosa para el bisturí del cirujano. La parte intermedia de la escena en que Hugh afeita al cónsul fue escrita en 1937, igual que la escena final, que entonces constituía todo el capítulo. La nueva versión data de 1944, la hice poco antes de que se incendiara mi casa. Las revisiones finales las llevé a cabo poco después, todavía en 1944, y ese fue el primer trabajo que pude emprender después del incendio, en el que perdí varias páginas de este capítulo, así como las notas para hacer ciertas supresiones; es posible que mi trabajo sea titubeante y forzado aquí y allá. Este es el primer punto del libro sobre el que puede persuadirme de que comparta, en cierta medida, las objeciones de su lector. Parte de este capítulo puede ser de un cierto mal gusto. Por otro lado, creo que el capítulo merece una cuidadosa relectura —vuelvo a repetir una y otra vez—, a la luz de la forma y de la intención que ya he indicado, teniendo en cuenta que el estilo periodístico de la primera parte pretende representar al mismo Hugh. En fin, podría aprobar ciertos cortes donde su cirujano indicase que tal parte «podría ser más efectiva si se hiciera de tal o cual manera», y si yo viera que tiene presente todo el conjunto. Una operación delicada, ejecutada por un buen cirujano, puede salvar la vida de un paciente, de acuerdo, pero aunque viva en México maldita sea si le voy a ayudar a extraer el corazón del libro. (Y luego, después de muerto, «coser el cadáver otra vez de cualquier manera», como me dijo en una ocasión una enfermera refiriéndose a una autopsia.)
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    Hemos llegado al siete, el número mágico, el del destino, el número de la buena y mala suerte, y el escenario es la torre desde donde le escribo esta carta. Por pura coincidencia, me mudé a esta torre el 7 de enero…, yo vivía en otro apartamento de la misma casa, en la planta baja, cuando me llegó su carta. Mi cabaña se incendió el 7 de junio; cuando volví al lugar incendiado alguien había trazado, por alguna razón, un número 7 en un tronco quemado. ¿Por qué no me hice filósofo? La filosofía ha estado agonizando desde los tiempos de Duns Escoto, pero, aunque aquejada de un ligero empirismo, continúa viviendo subterráneamente. Boehme me apoyaría cuando hablo de la pasión por el orden latente aun en las formas más humildes que existen en el Universo: el 7 es también el número del caballo que matará a Yvonne y a las siete morirá el cónsul… Creo que la intención de este capítulo resulta bastante clara, es uno de los que su lector aprueba, y posiblemente sea uno de los mejores del libro. Fue escrito primero en 1936, reescrito en 1937, 1940, 1941, 1943 y terminado finalmente en 1944. Me parece que en este capítulo las semejanzas con The Lost Weekend son evidentes. Sobre todo, una parte que no aparece y que fue escrita con bastante anterioridad a The Lost Weekend . La suprimí con el corazón dolorido pero presionado por el espíritu de rivalidad; después añadí algo a la escena telefónica para superar a mi rival. Me fastidia en particular el que la escena telefónica del capítulo 3 y de éste, antes de su revisión, hubieran sido escritas, como ya he dicho, bastante antes de que apareciera el libro de Jackson. Existe otra escena similar hacia el final, cuando el cónsul tiene la bebida frente a él y no la toca; pero decidí dejarla. La escribí en 1937. Me permití incluir también en medio de la conversación con Laruelle algo del desprecio profesional del cónsul por la creencia de que el delirium tremens es el final, y pienso que si llega usted a publicar el libro se me podrá hacer justicia al observar que comienzo donde Jackson abandona el tema. Opino que si hay que hacer cortes aquí, debe hacerlos alguien que entienda que este capítulo constituye una entidad en sí mismo, incluso en lo de la ‘Samaninna mía’ y sin perder de vista el conjunto. Además de las habituales densidades y penumbras, hay cartas extraviadas del Tarot, y extrañas notas y disonancias políticas y místicas que resuenan a lo largo de este capítulo, pero no voy a detenerme en ellas. Hay también, sobre todo, una atención continua a la trama . El jinete que hemos visto en el capítulo 4, que será el hombre que encontraremos al borde del camino, vuelve a aparecer subiendo la colina, y su caballo, con el número 7 grabado en las ancas, matará a Yvonne. Este capítulo plantea la última oportunidad de salvación para el cónsul; si el libro se lee atentamente, deberá producir ya en este momento una sensación de fatalidad. Posiblemente la frase «Es inevitable la muerte del Papa» sea un anacronismo, pero creo que debe permanecer, pues proporciona un buen final.
    Notas referentes al color local acumulado a paladas: este capítulo es un buen ejemplo, pero cada maldita cosa que incluyo en él tiene un carácter orgánico. La futilidad del juego interminable con el neumático de bicicleta por parte del loco, el hombre que trepa por la resbaladiza estaca y se detiene a medio camino, no son sino proyecciones del cónsul y de la futilidad de su existencia, y amén de adecuadas, son verdaderas, es decir, son lo que uno ve aquí. La vida es un bosque de símbolos, como decía Baudelaire, ¡pero no quiero que se me reproche que aquí los árboles impiden ver el bosque!
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    En este capítulo, el libro, por así decirlo, marcha en sentido contrario, o, para ser más estrictos, comienza a ir cuesta abajo, ¡aunque espero que de ninguna manera en cuanto a su calidad! Cuesta abajo (las primeras palabras) hacia el abismo. Pienso que se trata de uno de los mejores capítulos; a pesar de que requiere una lectura cuidadosa, el lector quedará recompensado. El hombre que muere en el camino junto al caballo marcado a fuego con el número 7 es, por supuesto, el individuo que hemos visto sentado en la ‘pulquería’ en el capítulo 4, y que ha aparecido cantando en el capítulo 7, cuando el cónsul se identifica con él. Es evidentemente la humanidad misma, la humanidad entera la que agoniza —en aquel entonces en la batalla del Ebro, hoy en Europa, mientras nosotros no hacemos nada, o si algo hacemos es sólo ponernos en una situación en la que no podemos hacer nada, sino hablar, mientras otros mueren—, y en otro sentido también representa al cónsul. Me parece que el capítulo se desarrolla bien y que estos significados se revelan sin una excesiva elaboración. Creo que el sentido es obvio, deliberadamente obvio, en cierto modo casi como un boceto, y tan simplificado, en un plano, como si fuera periodismo, también deliberadamente, pues es un capítulo visto a través de los ojos de Hugh. La historia en el plano exterior fluye con normalidad, sin embargo, y así como el significado de la política local puede resultar claro para cualquiera que conozca México, cualquier lector le atribuirá un significado religioso y político más amplio. Fue el primer capítulo del libro; ese incidente en la carretera, basado en una experiencia personal, constituye el germen del libro. Pienso que algún bromista, bastante en la línea del lector que hizo el informe, me podría sugerir en este punto que lo mejor sería reducir el libro a ese germen inicial para que, con suerte, logre publicarlo en Los mejores cuentos de 1946 de O’Brien, en vez de aparecer como novela, y contra ese inspirado consejo sólo podría citar el ejemplo de Beethoven, quien también, según creo recordar, era algo inclinado a desbordarse, aun cuando muchos de sus temas son tan simples que podrían ser ejecutados con sólo hacer rodar una naranja sobre las teclas negras del piano. El capítulo resulta más actual ahora que en 1936; en aquella época no había diputados, a pesar de que yo los inventé en 1941: ahora los hay, uno de ellos vive en el apartamento de abajo. No creo que el capítulo pueda abreviarse, pero si hay que cortar, habría de hacerse con las mismas reservas que ya he expresado antes. En cuanto a los ‘zopilotes’, los buitres, añadiría que son mucho más que aves de adorno: en este lugar son una realidad; uno de ellos, por cierto, me observa mientras escribo y su mirada no tiene nada de amistosa ; revolotean a lo largo de todo el libro y en el capítulo 9 se convierten, por así decirlo, en arquetipos, en aves prometeicas. Considerados antiguamente por los ornitólogos como las primeras aves, puedo afirmar ahora que tienen muchas posibilidades de ser las últimas.
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    Este capítulo fue originalmente escrito en 1937, aunque visto a través de los ojos de Hugh. Luego lo reescribí, pero visto a través de los ojos del cónsul. Y ahora… —así debe ser para lograr el necesario equilibrio— aparece visto a través de los ojos de Yvonne. Posiblemente podría ser visto por los ojos del toro, pero tal como está se deja leer muy bien en voz alta y creo que, entre otras cosas, constituye una unidad bien lograda, llena de colorido y, además, en términos musicales, establece un buen contraste con los capítulos 8 y 10. Los lectores podrán estar en desacuerdo con los flashbacks ; algunos los considerarán buenos, otros sospecharán que se trata de un intento tardío y bastante vulgar de crear un personaje… aunque me inclino a creer que muchas lectoras podrían aprobarlos. El pasado no aparece aquí gratuitamente, ni tampoco sirve para revelar el carácter de los personajes, algo que, como ya he señalado, no me preocupa en absoluto, como tampoco preocupaba a Aristóteles, ya que en esta novela no hay espacio para ello. (Fue, creo, uno de los escritores de su editorial, el magnífico Sean O’Faolain, quien me imbuyó esta noción herética sobre la importancia relativa de los personajes. Como se trata de un magnífico creador de personajes, sus palabras dejaron huella en mí. ¿No eran Hamlet y Laertes, arguye, en el momento final, casi el mismo personaje? La novela, continúa razonando, debería renovarse volviendo a la antigua herencia trágica, esquiliana. Hay mil escritores que pueden crear personajes convincentes hasta la perfección, por cada uno que pueda decir algo nuevo sobre el fuego del infierno. Y lo que digo es algo nuevo sobre el fuego del infierno. Veo los peligros… Puede ser un modo fácil de evadir el trabajo arduo, una invitación a la excentricidad lingüística, a las fantasmagorías elaboradas, a la creación subjetiva de obras maestras de nivel inferior, que tras un examen cuidadoso demostrarán que ni siquiera son documentos honestos, como mi propia Ultramarina , en apariencia una traducción apresurada del latín; pero de todas formas, en nuestros días isabelinos solíamos tener por lo menos un lenguaje poéticamente apasionado para escribir sobre cosas que siempre importarán, y no solamente el uso de un necio estilo de zopencos y una técnica de punto y coma. En este sentido estoy tratando de remediar una deficiencia, dar un buen golpe, disparar el tiro de salida tentativamente, en dirección, digamos, a otro Renacimiento: es posible que el golpe se lo dé directamente a mi cerebro, pero esa es otra cuestión. Probablemente ese Renacimiento esté ya en su apogeo, pero si así es, nada he oído al respecto en Canadá.) No, el verdadero tema de este capítulo es la Esperanza, con mayúscula, pues ese espíritu debe destacarse a fin de acentuar el derrumbe posterior. A pesar de que la capacidad del lector inteligente para suspender su incredulidad sea enorme, no pretendo que ese sentimiento de esperanza sea compartido por el lector de un modo corriente, aunque puede hacerlo si lo desea. Lo que de alguna manera he tratado de hacer aquí es que el sentimiento de esperanza per se trascienda incluso el interés por los personajes. Ya que tales personajes son, en cierto sentido, «cosas», como señala el filósofo francés del absurdo, o incluso si se cree en ellos se sabe perfectamente que de alguna manera están hundiéndose, esta esperanza debería ser una esperanza trascendente, universal. La novela oscila entretanto, por así decirlo, entre el pasado y el futuro —entre la desesperación (el pasado) y la esperanza—, de ahí las escenas retrospectivas (algunas de las cuales pueden cortarse ligeramente sin lugar a dudas, aunque yo me siento incapaz de hacerlo). ¿Podrá el cónsul salir adelante una vez más y renacer, dirigiéndose, como se anunció previamente, a Guanajuato?, ¿hay alguna opción para que lo haga en un nivel superior o bien se sumergirá en la degradación, en Parián y en la extinción? El cónsul es un aspecto de Todos-los-hombres (así como Yvonne es, por decirlo de algún modo, la mujer eterna, como la Kundry de Parsifal , ángel o fuerza destructiva, o ambas cosas a la vez). El otro aspecto de Todos-los-Hombres lo representa, por supuesto, Hugh, quien durante todo este tiempo está dominando algo disparatadamente al toro; aunque de un modo intencionalmente absurdo —el libro entero puede considerarse, en este sentido, como una especie de absurdo abominable y serio, tal como de hecho es el mundo—, doma la fuerza animal de la naturaleza que el cónsul liberará más tarde. Los hilos de los diversos temas del libro empiezan a unirse. El fin del capítulo, la escena del indio que carga a su padre sobre la espalda, es la afirmación y universalización del tema de la humanidad que se debate bajo el peso eterno y trágico del pasado. Pero tiene también una resonancia freudiana (el hombre que eternamente soporta el peso psicológico del padre), sofóclea, edípica, que vuelve a relacionar al indio con el cónsul.
    Si van a hacerse cortes, deben tomarse en consideración estas observaciones, así como el hecho de que el capítulo constituye en sí una unidad, como los demás. En 1944, conseguí, por fin, completarlo, dejándolo tal como está.
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    Este capítulo lo escribí entre 1936 y 1937 y lo reescribí en diversos periodos hasta 1943. La versión final es posterior al incendio; data del verano y el otoño de 1944, y me atrevería a decir que es, sin duda, un candidato propicio para el bisturí del cirujano. Nada de lo que escribí después del incendio, salvo la mayor parte del capítulo 11, tiene la misma cohesión de lo escrito antes del siniestro, pero aunque este capítulo parezca interminable, y de hecho intolerable cuando se lee en voz alta, me permito defender la calidad de su inspiración y afirmar que es uno de los mejores de la obra. El tema inicial del tren se relaciona con los sueños sobre la muerte de que habla Freud y también con aquél «transportarán un cadáver por expreso» del inicio del capítulo 2; y no veo que no resulte profundamente estremecedor dentro de una espiral tónica del horror. El siguiente pasaje, el referente a la «Virgen de los desamparados», está ligado con las páginas iniciales del capítulo 1 y fueron escritas antes, así como la parte humorística referente al menú. Considero válidas las objeciones sobre la gran extensión del material del folleto de Tlaxcala, pero me sentí incapaz de resistirme a él. Lo abrevié una y otra vez, llegué a sacrificar la presentación de dos detalles muy buenos, el de que Tlaxcala es posiblemente el único lugar del mundo donde la magia negra se considera como algo muy serio, y también que es el lugar donde más fácilmente se obtiene el divorcio; luego no pude cortar más: pensé que era demasiado bueno, y al mismo tiempo la constante insistencia en el churrigueresco como «un estilo sobrecargado» parecía sugerir que el libro incluía una sátira de sí mismo. El efecto de esta parte del folleto de Tlaxcala es diferente cuando se sigue con la mirada, ya que entonces se puede captar mucho más rápidamente; y yo había pensado originalmente que sería posible captarlo aún más rápido si se hiciera un experimento tipográfico, como el empleo ocasional de un tipo de negritas para los encabezamientos, y luego en cursiva el resto, y así poder detenerse o seguir adelante según el interés del lector o el estado de delirio del cónsul: una simplificación de esta sugerencia podría ser extremadamente efectiva, pero no sé si a usted le gustaría (ignoro si es partidario de este tipo de composición) y tal vez sea demasiado pedir. De cualquier modo, creo que hay aquí extrañas evocaciones y explosiones que tienen mérito en sí mismas, aunque el lector no sea del todo consciente de lo que está sucediendo, del mismo modo que, a pesar de no entender lo que dice Harpo, el sonido de sus palabras suele resultar muy divertido. Algunas revelaciones, tales como la de que ‘pulquería’ —una especie de cantina mexicana— es también el nombre de la madre de Raskolnikov, no deben ser tomadas, indudablemente, demasiado en serio, pero todo el asunto de Tlaxcala debe mantener una profunda seriedad subyacente. Tlaxcala, por supuesto, igual que Parián, significa la muerte, pero los tlaxcaltecas fueron los que traicionaron a México… Aquí el cónsul libera ciertas fuerzas internas que lo traicionan, que en realidad ya lo han traicionado definitivamente, y el plan general de toda esta fantasmagoría me parece correcto. El diálogo nos conduce al tema de la guerra, que, obviamente, está ligado al de la autodestrucción del cónsul. Este capítulo lo terminé aproximadamente un año antes de la explosión de la bomba atómica. Pero así como ahora el hombre corre el peligro de hallarse en la malvada posición del nigromante de antaño, que repentinamente descubre que todos los elementos del Universo están contra él, se le podría conceder crédito al viejo cónsul por señalar en un pasaje de salvaje delirio los nombres de esos elementos: uranio, plutonio, etc.; indudablemente, esto carece ya de interés profético, pero no puedo afirmar que haya perdido actualidad. Este pequeño fragmento es, por supuesto, temático, si se reflexiona sobre ello. Al final del capítulo, los volcanes, que han ido aproximándose amenazadoramente a lo largo del mismo, aparecen como símbolo de la guerra inminente. A pesar de ese caos aparente, el capítulo ha sido elaborado con sumo cuidado, y elegí con cuidado cada una de las palabras. También constituye una entidad en sí mismo, y si debe cortarse pido que quien lo haga lo considere así, como una entidad, y tenga en cuenta su posición en el libro. Aunque sugiero que es profunda y dramáticamente poderoso contemplado bajo cierta luz, estoy más dispuesto a aceptar que este capítulo y el 6 sean cortados, si las supresiones son indispensables, que cualquier otro. Y en el caso de este capítulo, únicamente si es para tornarlo más dramático e intenso
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    Este fue el último capítulo que escribí; lo completé a finales de 1944, aunque lo había concebido mentalmente mucho tiempo atrás. Mi objetivo fue derribar aquí todas las trabas de la naturaleza, profundizar en la elemental belleza natural del mundo y de los astros, y, a través de estos últimos, conectar el libro (del mismo modo en que lo hice a través de la rueda, en la parte final del capítulo 1) con la eternidad. Aquí aparece la rueda bajo otra guisa, la rueda de las estrellas y de las constelaciones que giran en su órbita, en el Universo. Y surge nuevamente la selva oscura de Dante, esta vez como una selva real y no sólo como el nombre de una cantina. Aparece una vez más el tema del día de los Muertos, la escena en el cementerio, como contrapunto a la escena de los dolientes al principio del libro, pero esta vez se acentúa mucho más el énfasis humanitario. El capítulo sirve nuevamente para establecer un doble contraste entre el horror tolerable del 10 y el abominable del 12. En la superficie, Hugh e Yvonne simplemente buscan al cónsul, pero tal búsqueda puede cargarse de un nuevo sentido para quien conozca algo de los misterios de Eleusis; la misma idea esotérica de esta clase de búsqueda se halla también en La tempestad de Shakespeare. Aquí, sin embargo, todos los posibles sentidos del libro tienen que fundirse de una manera orgánica y en absoluto pretenciosa en interés de la trama novelística, lo que no es una tarea sencilla, sobre todo en lo que se refiere a la muerte de Yvonne, víctima de un caballo desbocado en medio de la tempestad, y al inseguro deambular de Hugh con su guitarra en el oscuro bosque, cantando ebrio las canciones de la España revolucionaria. ¿Hubiese podido lograr esto Thomas Hardy? Sospecho que su lector, que ni siquiera menciona un hecho tan importante como la muerte de Yvonne, no leyó del todo este capítulo, y vuelvo a considerar esto como un elogio, ya que estaba tan interesado por la suerte del cónsul que sólo le echó una ojeada. Sea como sea, pienso firmemente que el capítulo está bien logrado, en parte porque creo en él. En realidad, el hecho de morir atropellado por un caballo durante una tormenta no es un acontecimiento extraño en este país, donde los caminos en los bosques son estrechos y los caballos, cuando se espantan, se desbocan víctimas de un pánico aún mayor que el que sintieron los antepasados de sus jinetes, quienes pensaron que los caballos que Cortés lanzó contra ellos eran seres sobrenaturales. Creo que este capítulo, como todo el resto, exige una relectura hecha con mayor simpatía. Es bastante breve y considero que de ninguna manera puede abreviarse, ya que en él todo resulta absolutamente necesario. Las visiones de Yvonne en su agonía se asocian con sus primeros pensamientos a comienzos del capítulo 2 y también nos remiten al 9, pero el final del capítulo prácticamente rebasa los límites del libro. Yvonne imagina ascender a las estrellas: una idea similar aparece al final de un libro de Julien Green, pero mi noción proviene obviamente del Fausto , donde Margarita asciende al cielo con poleas, mientras el Diablo arrastra a Fausto hasta el Infierno. Yvonne imagina que viaja directamente, a través de las estrellas, a las Pléyades, en tanto que el cónsul, simultánea y accidentalmente, es arrojado al abismo. El caballo, por supuesto, es la fuerza del mal que el cónsul ha liberado. Pero a estas alturas usted conoce el aspecto más humilde de este caballo. Se trata nada menos que del caballo del que oyó hablar por última vez en el capítulo 10, y que apareció por primera vez en el capítulo 4, entonces también sin jinete, durante el paseo de Hugh e Yvonne, a un lado de la ‘pulquería’ La Sepultura.
    Nota: ¿Es excesivo afirmar que todos estos temas, planteados y resueltos, aunque ningún lector pueda captarlos de manera consciente en una primera lectura, o ni siquiera en una cuarta, contribuyen, sin embargo, inconscientemente, a darle su peso final al libro?
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    Este capítulo lo escribí por primera vez a comienzos de 1937; me parece, definitivamente, el mejor de todos. Lo he modificado poco después de 1940, aunque hice algunos pequeños añadidos y alteraciones en 1942, y en 1944 sustituí con el pasaje «qué semejantes son los gemidos del amor y los de los moribundos», otro que no era tan bueno. Creo que merece algo más que una relectura cuidadosa y no sólo es incorrecto decir que recuerda a The Lost Weekend , sino también ridículo. Considero, de todos modos, que incluso en el plano superficial profundiza más que The Lost Weekend en el tema de la agonía humana; tengo la convicción de que el Volcán amplía nuestro conocimiento del infierno. En realidad, supongo que la impresión que debe de producir este capítulo es casi bíblica. ¿No ha sufrido ya bastante el personaje? Seguramente hemos llegado al fin. Pero no. Al parecer estamos tan sólo en el comienzo. Todos los hilos del libro, políticos, esotéricos, trágicos, cómicos, religiosos y demás, se entrelazan aquí, en El Farolito de Parián, donde encontramos la confusión de lenguas de la profecía bíblica. Parián, como ya he dicho, ha representado la muerte a lo largo de la obra, pero esto, me gustaría hacérselo sentir al lector, es bastante peor que la muerte. Este último capítulo es la torre oriental, y el capítulo 1 la occidental, situadas en ambos extremos de mi churrigueresca catedral mexicana, y así todas las gárgolas del primer capítulo se repiten con más fuerza en éste. Del mismo modo que las campanas doblan tristemente, como un eco de las del primer capítulo, las cartas desesperadas de Yvonne que por fin encuentra el cónsul son la respuesta a la desesperada carta del cónsul que M. Laruelle lee, precisamente un año más tarde, en el capítulo 1. Es posible que no haya encontrado usted mucho que censurar en este capítulo, pero creo que, aun así, el capítulo gana notablemente si se toma en consideración todo el conjunto. El caballo un tanto ridículo que el cónsul libera, y que mata a Yvonne, representa, por supuesto, la fuerza destructiva de la que ya hemos hablado antes, me temo que por lo menos unas quince veces en esta carta, algo que ya se sugiere en el capítulo 1 y que desencadena la absorción final del cónsul por parte de las potencias del mal. Hay una especie de anticipación semihumorística de esta situación en el capítulo 7, en la cita de Goethe, cuando el cónsul y Laruelle pasan junto al caballo, y el jinete los saluda y se aleja cantando. Hay incluso algunos pasajes semihumorísticos en este capítulo, necesarios, porque después de todo se espera que el lector crea y no crea y que nuevamente vuelva a creer: el humor es una especie de puente entre lo naturalista y lo trascendental, y creo que ese humor permanece siempre fiel a la particular realidad creada por el capítulo mismo. Me siento tan desmedidamente orgulloso de este capítulo que le sorprenderá saber que pienso que es posible hacer a veces algunos cortes, aunque el ritmo mortalmente apagado del principio me parece esencial e importante. No creo que el efecto final del capítulo tenga que ser deprimente: creo que ahí es donde definitivamente se produce la catarsis en el lector, y que incluso hay un atisbo de redención para el pobre cónsul, cuando advierte que, después de todo, forma parte de la humanidad, y en realidad, como ya he dicho antes, la profundidad y el sentido final que hay en su destino deben también considerarse en su relación, universal, con el destino último de la humanidad.
    ¿Le gusta este jardín?
    ¿Por qué es suyo?
    ¡Expulsaremos a quienes lo destruyan!
    Al releer todo esto me llama la atención, entre otras cosas, que los escritores puedan alimentar fantasías y ser siempre muy hábiles, pero que no puedan decir nada sobre el elemento esotérico, como una vez apuntó en otro contexto Sherwood Anderson. Esto, por supuesto, importaría un cuerno si al final no produjera resultados artísticos; en lograrlos he depositado todo mi esfuerzo. El material esotérico es sólo un ancla de profundidad, y creo que se me debe perdonar el ponerlo en evidencia, ya que su lector no advirtió que el libro pudiera tener ningún significado en este sentido. También es cierto que no importa que el lector lo descubra o no, ese sentido existe, en cualquier caso, y yo hubiera podido del mismo modo destacar algún otro elemento de la obra, pues todos están relacionados y el libro es el resultado de la fusión de todos ellos. Creo en él más de lo que parece y a causa de esta creencia pido que vuelva a evaluarse la obra tal como fue concebida y en sus propios términos. Aunque me desalentaría mucho que usted no publicase el Volcán , me sería difícil reaccionar de otra manera, ya que considero que los obstáculos que impidieron su apreciación fueron en su mayor parte superficiales. Por otra parte, soy en extremo consciente del honor que me hace al considerar su publicación, y no deseo parecerle ni vanidoso ni obcecado en lo referente a los cortes, aunque sean profundos, ya que creo que un ojo más penetrante y maduro podría ver las ventajas del conjunto , y evitar las heridas. Sólo me queda esperar que se tenga en cuenta mi defensa para una posterior revisión del asunto. Que se venda bien o no, me parece en cualquier caso un riesgo. Pero hay algo intrínseco al destino de su creación que parece indicarme que va a venderse durante largo tiempo. Si se trata del mismo tipo de engaño que sufrió otro de sus autores, Herman Melville, cuando escribió obras tan delirantes como Pierre , eso ya se verá, pero ciertamente en ese caso ninguna alteración ni corte importante habría podido alterar su destino, ni impedir que las planchas del libro se quemaran ni que su autor se convirtiera en inspector de aduanas. Leí hace poco algo sobre el uso interno y básico del tiempo, que es lo que hace o destroza una película, y que es trabajo exclusivo del director o de quien hace el montaje. Todo depende de la velocidad con que se mueva una escena y del tiempo que se le dedique a otra, y también de la forma en que se sitúen las secuencias, porque la técnica cinematográfica permite cambiar de lugar secuencias enteras. Creo que el lector, cuyo informe me envió usted, quedó como mínimo impresionado hasta el punto de leer el libro creativamente, aunque demasiado creativamente, como si fuera un director de cine que hiciera el montaje de una obra potencial , sin tomarse la molestia de preguntarse hasta qué punto la obra había sido ya dirigida y montada, y qué uso interno y básico del tiempo, etc., le habían llevado a interesarse tanto por el libro.
    ¿Y cuál fue, vuelvo a preguntar, la reacción de su primer lector? Hay una disparidad de tono entre su carta del 15 de octubre (recibida en Canadá el 2 de noviembre) y la del 29 de noviembre (recibida aquí en México el 31 de diciembre); es decir, en su primera carta usted no expresa ninguna crítica sino que tan sólo me dice que su lector quedó enormemente impresionado y que hacía mucho tiempo que usted no empezaba a leer un libro con tantas expectativas como Bajo el volcán , y yo, basándome demasiado apresuradamente en esto, sólo puedo deducir que su primer lector mostró mucha más simpatía hacia el libro. Me decía usted también: «Le enviaré un cable cuando termine de leerlo, por lo que es posible que reciba el cable antes que esta carta». Por supuesto, ahora veo por qué le resultó tan extremadamente difícil o imposible enviarlo, pero entonces esperé y esperé en vano ese cable, como únicamente es posible esperar en invierno en un bosque de Canadá, o en Heckmondwike, Yorks. Cuando recibí su carta del 29 de noviembre aquí, en vísperas de Año Nuevo, con el segundo informe de lectura, sentí por tanto, junto con el natural sentimiento de triunfo, que sufría una de esas caídas del espíritu en la ‘barranca’ propias de los escritores, y a ello debo atribuir el tiempo que me ha llevado contestarle. Hablar de cambiar lo logrado en muchos años en cosa de unas horas… ¡jamás supuse que pudiera transformarse un vaso de mezcal en otro más pequeño! No obstante, después de devanarme los sesos, decidí que aunque usted se inclinase en uno u otro sentido y se decantase por una reacción de tipo X o Y, usted me estaba poniendo, con todo el derecho, en mi sitio. En resumen usted acaba diciendo: «Si este libro en su estado actual tiene algún valor, que lo explique el autor». Me sentí, pues, invitado a presentar batalla, como creí que debía hacer. Y aquí está la batalla. Le ruego sinceramente que excuse mi tardanza, pero no me ha sido fácil escribir esta carta.
    He recibido su segunda carta con una copia del informe y se la agradezco. Le felicito muy cordialmente por su vigésimo quinto aniversario. Me parece que, en el terreno internacional, su editorial ha hecho una gran labor. Por lo que a mí respecta, mi primer premio en la escuela fue El mono velludo (teníamos derecho a elegir los premios cuando se trataba de libros); fui obsequiado por el director el día de la entrega de premios con el volumen de obras de O’Neill que contenía El mono velludo , con anotaciones en latín en su interior. Fueron esos volúmenes de O’Neill, me imagino, los que me llevaron al mar y a los demás sitios, así como también las obras de Melville, de O’Brien, de Hugh l’Anson Fausset, y, entre otras menos conocidas, las extrañas novelas de Leo Stein y la de Calder-Marshall, About Levy ; por todas ellas, y por un centenar de razones más, le estaré eternamente agradecido. Cuando en 1928 o 1929 buscaba trabajo en Inglaterra, encontré Costumes by Eros del norteamericano Conrad Aiken, publicado, por supuesto, por su editorial, y esto me llevó a entablar con él una amistad duradera y valiosa. (Creo que, indiscutiblemente, Aiken está entre los nueve o diez mayores escritores vivos, y aprovecho para mencionar de paso que las dos terceras partes de su obra no han sido debidamente apreciadas en Inglaterra y por eso han quedado olvidadas en algún rincón. Creo que está viviendo de nuevo en su viejo hogar inglés, en Jeakes House, Rye, Sussex.) Todo esto, por supuesto, es secundario. Le he dicho que el libro podría considerarse como una catedral churrigueresca mexicana; pero tal vez eso sea confuso, especialmente después de haber citado a Aristóteles y teniendo en cuenta que el libro se ajusta, de una manera peculiar, a un modelo clásico muy severo; hasta es posible ver a los oficiales del submarino alemán vengarse del cónsul en la figura de los ‘sinarquistas’ y las bestias semifascistas del final, como ya antes he dicho. No; por favor, ponga todo esto a cuenta de la fiebre tropical que en los últimos días ha elevado mi temperatura. No. El libro debería ser visto como esencialmente giratorio , repito, su forma es la de una rueda, de modo que, al llegar al final, si se ha leído cuidadosamente, debería suscitar en el lector el deseo de volver de nuevo al principio, donde tampoco sería imposible que la mirada del lector se detuviera de nuevo en la frase de Sófocles «De cuantas maravillas pueblan el mundo, la mejor, ¡el hombre!», sólo para cobrar ánimos. Porque el libro fue proyectado, contraproyectado y fundido de modo que pudiera leerse un número indefinido de veces, sin que se agoten, no obstante, todos sus significados, todo su drama o toda su poesía: sobre este hecho baso mi esperanza en él, y con esta esperanza, a pesar de todos sus defectos, y ahora con todas las redundancias de esta carta, se lo he ofrecido a usted.
    Muy cordialmente suyo,
    Malcolm Lowry

A Albert Erskine
    6 de enero de 1947
    Estimado Albert:
    Cuando te hablé acerca de la dificultad que entrañaban para mí las primeras páginas de Bajo el volcán , no tenía ni idea de que acabaría abrumándome de esta manera. Leí las últimas páginas con una sensación de temor e ilusión, como si hubiese llegado al último acto de una gran tragedia. Desde luego el libro forma parte de las novelas más originales y creativas de nuestra época. Pienso que habría que homenajear a Lowry, más aún cuando hay una evidencia tan clara en el libro de un autodominio deliberado. Su habilidad para transmitir en una sola textura los diferentes niveles de consciencia y el efecto que tiene en todos ellos el paisaje de México como escenario del alma humana, me parece uno de los logros más extraordinarios de la ficción moderna. Sin embargo, creo entender también que no se trata sólo de una prolongada historia del desmoronamiento de un hombre, sino también de una declaración positiva en defensa de los valores humanos básicos y de nuestras esperanzas: y que es, en el mejor de los sentidos, una novela acerca de la política de los hombres.
    Espero que el libro reciba el reconocimiento que merece.
    Un saludo,
    Alfred Kazin

A Albert Erskine
    11 de febrero de 1947
    Estimado Albert:
    Al final no pude encontrar una copia de mi carta, pero creo que lo siguiente, reemplazando «y vuelvo a la intensidad de las palabras», etc., lo arreglará:
    «Estoy especialmente deslumbrado por sus logros en intensidad e ímpetu. Hoy en día pocos novelistas, ni siquiera aquéllos más respetados, muestran algo parecido a su interés y su habilidad en esos aspectos.»
    Siento no poder hacer una reseña de este libro; me encantaría. Pero si no dejo de lado las cosas que me gustaría hacer —por no hablar de las que no me gustaría— nunca terminaré mis propias obras.
    Espero verte pronto y estoy deseando pasar una tarde contigo, Lowry y Jimmy Stern.
    Un saludo,
    Jim [Agee]

A Malcolm Lowry
    Columbia University
    Nueva York 10 de mayo de 1947
    Estimado Sr. Lowry:
    Tendría que ser mucho más insensible de lo que la Naturaleza me ha hecho si no me emocionase y me conmoviese su larga carta consultándome acerca de mi crítica de su libro. Para tratarse de un autor ofendido, fue usted extraordinariamente indulgente, generoso y sensato. Su exposición de los hechos y sus deducciones denotan convicción, y ojalá pudiese cambiar de opinión con respecto a su novela; ojalá pudiese verla, por ejemplo, como veo a su autor en lo que respecta a la fuerza de esa carta.
    Mi crítica era sin duda muy breve y acepto su opinión de que era muy desdeñosa. Con la mejor intención del mundo le digo que su trabajo no me pareció más que poco original y pretencioso: esa combinación de ofensas es la que despierta mi desdén. Pero estoy dispuesto a admitir que puede que me equivoque completamente en mi juicio. De hecho, cuenta usted con importantes talentos que desestiman mis reparos. Puesto que respeto sinceramente las aptitudes de aquellos que le aplauden, espero por su bien y por el de ellos haber cometido un error en lo que atañe a Bajo el volcán .
    Sin embargo, la mente es como es y la única manera en la que realmente podría reconocer mi error sería volviendo a leer su libro cuando pase un tiempo. Tengo intención de hacerlo, y en ese intervalo probablemente me habrá convencido usted de sus habilidades con una nueva obra.
    En cualquier caso, espero que sepa que le deseo lo mejor.
    Atentamente,
    Jacques Barzun

Malcolm Lowry (1909-1957) nace en New Brighton, Inglaterra. En 1927 se embarca con rumbo a Extremo Oriente, experiencia que le sirvió de inspiración para su primera novela Ultramarina , publicada en 1933. En 1935 se traslada a México con su mujer, país que hará de escenario a una de las mejores novelas del siglo XX : Bajo el volcán , el relato de un día en la vida del cónsul inglés, marcado por el alcohol, la muerte y la culpabilidad.
    Lowry residió algunos años en Hollywood trabajando como guionista. Después de su muerte verán la luz Poemas Selectos (1962), el libro de relatos Oscuro como la tumba donde yace mi amigo (1968), y la novela Piedra infernal (1968). En 1984 Bajo el volcán fue llevada a la pantalla por el director John Huston.


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