martes, 19 de mayo de 2020

Dos extraordinarios libros de Freud El malestar en la cultura y La Interpretación de los Sueños

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SlGMUND FREUD 

Mientras buscaba la literatura sapiencial del siglo xx, al principio me pareció raro que las dos figuras que me parecían incontrovertibles fueran el fundador del psicoanálisis y el principal novelista de la época. Sigmund Freud insistía en que había desarrollado una ciencia que haría una contribución vital a la biología, pero en ese aspecto se engañó. No se convirtió en el Darwin, sino en el Montaigne de su época, un soberbio ensayista moral más que un revolucionario que diera un vuelco a la idea del lugar del ser humano en la naturaleza. Marcel Proust disputa con James Joyce la eminencia de ser el mayor artista literario de su época, aunque Proust es el más sabio de los narradores, mientras que el proyecto de Joyce era alterar y completar la tradición literaria occidental, y la sabiduría resultaba secundaria a los otros intereses de la escritura de Joyce. Sigmund Freud nació el 6 de mayo de 1856 y comenzó el trabajo que le caracterizó en Viena, en 1886, cuando abrió una consulta privada para el tratamiento de la histeria. Allá por 1896, antes de su cuadragésimo aniversario, había comenzado a utilizar su término personal, «psicoanálisis», para describir lo que era al mismo tiempo su terapia y la teoría de la mente que estaba desarrollando. En el 2003, más de un siglo después de que Freud comenzara su carrera terapéutica, parece increíble que muriera hace ya sesenta y cuatro años, el 23 de septiembre de 1939, a los ochenta y tres y llevando una vida muy activa. Vivimos más que nunca en la Era de Freud, a pesar del relativo declive que el psicoanálisis ha comenzado a sufrir como institución pública y especialidad médica. La teoría universal y global de la mente de Freud probablemente sobrevivirá a la terapia psicoanalítica y ya parece haberle colocado con Platón, Montaigne y Shakespeare más que con los científicos a los que abiertamente esperaba emular. Con ello no quiero sugerir que Freud sea sobre todo un filósofo o un poeta, sino más bien que su influencia ha sido análoga a la de Platón, Montaigne o Shakespeare: ineludible, inmensa, casi incalculable. En cierto sentido, todos somos freudianos, lo queramos o no. Freud es mucho más que una moda permanente: parece haberse convertido en una cultura, nuestra cultura. Es al mismo tiempo el principal escritor y el principal pensador de nuestro siglo. Si uno busca los autores más poderosos de nuestra época en Occidente, casi todos los lectores estarán de acuerdo en las figuras principales: Proust, Joyce, Kafka, Yeats, Mann, Lawrence, Woolf, Eliot, Rilke, Faulkner, Valéry, Stevens, Móntale, Ajmátova y Beckett se contarían sin duda entre ellos. Los pensadores esenciales podrían formar un canon más breve y más polémico, fueran científicos o filósofos, y yo no me atrevería a enumerarlos aquí. Freud es un caso único, pues domina el segundo grupo y compite sin problemas con Proust, Joyce y Kafka en el primero. Ninguna de las figuras religiosas ni de los eruditos de este siglo se le iguala. Sus únicos rivales son de hecho Platón, Montaigne, Shakespeare, o incluso el anónimo narrador primigenio del Génesis, Éxodo y Números, llamado escritor J, o Yahvista, en los estudios bíblicos. Es esta estatura única, unida a la penetrante influencia de Freud, lo que ahora constituye el elemento más abrumador de su logro. Quizá su efecto en nosotros es incluso más importante que el valor aparentemente perdurable de su teoría general de la mente. Él, que fue el creador de la imagen occidental más siniestra de la paternidad desde los antiguos gnósticos, se ha convertido en la figura paterna genérica de la cultura occidental, un destino que habría lamentado. Su contemporáneo vienes, el satírico Karl Krauss, observó amargamente que el propio psicoanálisis era la enfermedad mental o malestar espiritual del que supuestamente debía curarnos. Ésta sigue siendo, creo, la observación más destructiva que Freud ha provocado nunca, pues se centra en lo que es más problemático de su  escritura y su terapia, las ideas íntimamente relacionadas de autoridad y transferencia. En nombre de su ciencia, Freud usurpó audazmente la autoridad y, triunfante, manifestó una originalidad comparable a la de Shakespeare. Quizá subsumió a Schopenhauer y Nietzsche de manera parecida a como puede decirse que Shakespeare absorbió a Christopher Marlowe. En Yago y Edmund encontramos trazas del héroe-villano marlowiano, pero Otelo y Lear son universos de lenguaje mientras que, en comparación, El judío de Malta y Tamburlaine parecen sólo regiones locales de poderosa retórica. Schopenhauer asoma de manera incómoda en la mitología freudiana de los instintos y la búsqueda de la genealogía de la moral por parte de Nietzsche quizá se introdujo en la explicación que dio Freud a nuestra necesidad de castigo, a la economía del masoquismo moral. Pero ahora leemos a Marlowe a la sombra de Shakespeare, y la agudeza psicoanalítica de Nietzsche y Schopenhauer parece intermitente en yuxtaposición directa con las extrañas historias de Freud de nuestros procesos mentales inconscientes. «Grandes estragos causa entre nuestras originalidades», observó astutamente Emerson de Platón y estuvo a punto de decir lo mismo de Montaigne y Shakespeare. Debemos decir de Freud: después de él, sólo hay comentario. 2 Comenzar es ser libre y después de Freud nunca estamos libres de Freud. Su tema concreto era el sobredeterminismo psíquico, o la servidumbre inconsciente o, de nuevo, la incapacidad de volver a comenzar y no repetirse. Enseñó que Eros nunca es libre, sino siempre una repetición, siempre una transferencia de autoridad de pasado a presente. Es de presumir que esta simple idea de ilusión impuesta le dio a Freud su doble concepto de tabú y transferencia, dos versiones intensificadas de la ambivalencia emocional, de amor y odio simultáneos investidos en el mismo objeto en un grado casi igual, un conflicto manifestado en esa otra obra maestra de la ambivalencia emocional, el complejo de Edipo. El amor, cuyos orígenes dependen de las fijaciones de la sexualidad infantil, sufre siempre del estigma percibido de la cicatriz narcisista, el primer fracaso trágico del niño en su lucha sexual o su pérdida del progenitor de sexo opuesto ante su rival, el progenitor del mismo sexo. Ya necesariamente neurótico, el amor, así, es útilmente vulnerable a la «neurosis artificial» de la transferencia psicoanalítica, el falso Eros inducido por Freud y sus seguidores con un propósito terapéutico, o como herida recién infligida supuestamente para curar otra. La transferencia psicoanalítica señala la crisis en la idea freudiana del Eros, una crisis que de nuevo es el sentido oculto de la amarga broma de Karl Kraus de que el psicoanálisis era la enfermedad de la que pretendía curarnos. En el 2004, el psicoanálisis, en un sentido social, se ha convertido en una especie de neurosis de transferencia universal y la figura de Freud ha asumido una condición mitológica siniestramente parecida a la del padre totémico que es asesinado y devorado en el Episodio Histórico Primigenio de Tótem y tabú. Como padre muerto, Freud es más fuerte de lo que puede serlo cualquier padre y, de hecho, se ha confundido con Moisés el hombre, un nuevo Moisés, sin duda, que reemplaza el monoteísmo, pero no la religión de la ciencia. El antepasado difunto se ha convertido en una sombra numinosa para sus partidarios, mediante una ironía nietzscheana que acecha a otros muchos secularismos modernos. 3 Michel Foucault observó en una ocasión que el marxismo nada en el pensamiento del siglo XIX igual que un pez nada en el mar. No se podría hacer la misma observación de lo que sugiero que comencemos a llamar la especulación freudiana. Aunque Freud surgió en la Era de Darwin, es una figura curiosamente intemporal, tan antiguo como la memoria de los judíos. En su caso, su cualidad judía es mucho más central de lo que estaba dispuesto a creer y, junto con la de Kafka, podría ser, en retrospectiva, determinante de lo que la cultura judía puede ser todavía en este nuevo siglo que empieza. Gershom Scholem, que adoraba la literatura de Kafka y a quien Freud irritaba bastante, dijo de los textos de Kafka que para ciertos lectores (como Scholem) poseían «algo parecido a la fuerte luz de lo canónico, de esa perfección que destruye». Para otros lectores (como yo) los textos de Freud comparten esa cualidad con los de Kafka. Aunque apenas rozados por la normativa judía, Freud y Kafka fueron escritores judíos al igual que lo fue Scholem. Algún día, quizá, se verá a los tres juntos como unos personajes que re-definieron la cultura judía. Freud, en su abierta polémica contra la religión, insistía en reducir todas las religiones a la añoranza del padre. Esta reducción sólo tiene sentido en el universo hebreo del discurso, donde la autoridad siempre reside en figuras del pasado del individuo y sólo rara vez sobrevive en el individuo propiamente dicho. El espíritu griego alentaba la lucha individual para conseguir la autoridad contemporánea, una lucha que era posible gracias a los héroes homéricos. Pero si el héroe es Abraham o Jacob en lugar de Aquiles u Odiseo, ofrece un ejemplo mucho más angustioso. Platón fue irónicamente homérico al entablar una lucha con Homero por la mente de Atenas, pero el rabí Akiba nunca se habría visto a sí mismo luchando con Moisés por la mente de Jerusalen. Entre Zeus y el divino Aquiles no existe desproporción. Abraham, al discutir con Yahvé en el camino a Sodoma, regateó acerca del número de hombres justos que harían falta para impedir la destrucción de la ciudad, aunque sabía que no era nada cuando estaba cara a cara con Yahvé. No obstante, en su desesperación humana, el patriarca Abraham en la práctica tenía que actuar momentáneamente como si lo fuera todo. Es una característica judía, y no griega, vacilar como si tuvieras vértigo entre la necesidad de serlo todo y la angustia de no ser nada. Ese vértigo es la condición que hace necesario lo que Freud llamó defensa o represión, alejarse de las representaciones prohibidas del deseo. ¿Pero cuáles son los motivos de ese alejamiento, de esa defensa de la represión? Como Freud define el instinto como lo que proporciona placer cuando se satisface, ¿qué desencadena, mediante el displacer, la represión? No encuentro en Freud ninguna respuesta clara a esta pregunta fundamental, cuyo dualismo característico estaba demasiado arraigado como para ponerlo en entredicho. La única respuesta está implícita en el dualismo, un punto sagazmente observado por el psicólogo histórico holandés J.H.Van den Berg: «La teoría de la represión [...] está íntimamente emparentada con la tesis de que todo tiene un sentido, que a su vez implica que todo es pasado y no hay nada nuevo». Es decir, podemos comprender la represión sólo en un mundo psíquico en el que todo es absolutamente significativo, donde un síntoma o una agudeza o un lapsus verbal están tan sobredeterminados que se puede y se debe aplicar una enorme intensidad interpretativa. Dicho mundo, el ámbito de los grandes rabinos normativos y de Freud, se da cuando todo ya ha acabado, cuando lo verdaderamente significativo ha ocurrido de una vez por todas. El tiempo de los patriarcas, para los rabinos, es parecido a la época de la infancia de Freud, cuando se nos marcan las cicatrices para siempre. Lo que para los rabinos era memoria significativa, aparece en Freud bajo el signo de la negación, como un olvido o represión, inconsciente pero deliberado. Pero esta negación freudiana es precisamente judía o rabínica, marcada por el dualismo de cuño hebreo, que no es una separación entre mente o alma y cuerpo, o entre el yo y la naturaleza, sino una dicotomía más sutil entre la interioridad y la exterioridad. Es un dualismo profético, la postura de Elias y de su línea sucesoria, desde Amos a Malaquías. Al oponerse a un mundo injusto, Elias y sus discípulos proclaman que la justicia debe establecerse contra el mundo, en una profunda interioridad moral que combate cualquier exterioridad. ¿Pero qué es eso, en el registro freudiano, sino la base moral de lo único trascendente para Freud, que es evaluar la realidad o aprender a vivir con el principio de realidad? ¿Por qué, después de todo, hay una guerra civil en la psique? ¿Con quién combate, dentro de sí misma, si no es contra la injusticia de la exterioridad, contra las vicisitudes represivas de los instintos y contra los sufrimientos neuróticos que nos privan de la libertad que todavía puede proporcionarle tiempo al tiempo, a fin de que por un momento pueda ser nuestro tiempo? 4 Nuestra incapacidad para caracterizar con precisión a Freud sin someterlo a revisión es un auténtico signo de su variada fuerza. Sus ideas centrales —los instintos, las defensas, los agentes psíquicos,   el inconsciente dinámico— son todos conceptos frontera, que difuminan aún más las demarcaciones entre cuerpo y mente. La ciencia de Freud, el psicoanálisis, no es primordialmente poético-especulativa ni terapéuticoempírica, pero se halla en la frontera entre todas las disciplinas mencionadas. De modo que su concepto de la negación es también una idea frontera, que rompe la distinción entre interioridad y exterioridad. En la negación freudiana, como en la memoria judía normativa, un pensamiento, deseo o sentimiento anteriormente reprimido acaba siendo formulado sólo al ser repudiado, para que pueda ser cognitivamente aceptado, pero aún afectivamente negado. El pensamiento queda liberado de su pasado sexual, a la vez que ese pensamiento queda desexualizado también en los rituales de judaismo normativo. Richard Wollheim relaciona de manera brillante la idea de la negación con el hecho de que a este le costara comprender que el yo es siempre un yo corporal. De modo que la capacidad de decidir si un aserto es verdadero o falso se remonta a un movimiento primitivo de la mente en el que se experimenta un tipo de pensamiento y, por tanto, se introduce en uno mismo (se traga) o se proyecta (se escupe). Esto explica cómo funciona la negación a la hora de interiorizar ciertos objetos de la mente, una interiorización que da como resultado el yo corporal. Pero tanto el «objeto interiorizado» como el «yo corporal» son ficciones o metáforas muy difíciles. ¿Cómo, después de todo, puede un pensamiento convertirse en objeto, aun cuando ese objeto haya sido introducido por nuestro yo corporal? En este punto, el lenguaje de Freud es radicalmente poético y mitológico, parecido al lenguaje profético de una interioridad moral intensificada que en sí misma personifica lajusticia y que, por tanto, derriba las fronteras entre el alma y el mundo exterior. La sabiduría se encuentra desperdigada en toda la obra de Freud, igual que en Goethe. Pero hay que elegir entre esas riquezas y yo quiero centrarme en el libro que en inglés lleva por título Civilization and Its Discontents*, escrito en 1929-1930, el año en que recibió el Premio Goethe y experimentó el dolor de la muerte de su ma- ' La edición española se titula El malestar en la cultura. (N. del t.)- Freud tenía setenta y cuatro años; tres años antes, Hitler asumió el poder y en Berlín se hizo una pira con los libros de Freud. Cinco años después, cuando Hitler se apoderó de Austria, Freud fue rescatado por sus seguidores y se le permitió exiliarse en Londres, donde murió un año después. Había pensado titular su libro Das Unglück in der Kultur («La infelicidad en la civilización»), pero luego lo cambió a Das Unbehagen in der Kultur, y sugirió que en inglés se titulara «Man's Discomfort in Culture» («El malestar del hombre en la cultura»). Sin embargo, la primera versión inglesa, de Joan Riviere (que sigo prefiriendo, y es la que citaré) se tituló Civilization and Its Discontents y se publicó en Londres en 1930. El título ha pasado a formar parte de la lengua y ahora ya no se puede cambiar. Lionel Trilling, en sus conferencias Charles Eliot Norton, Sincerity and Authenticity (1972), observó de El malestar en la cultura que su argumento era que la mente, durante el establecimiento del orden social, «ha concebido de tal manera su propia naturaleza que dirige contra sí misma una severidad inflexible y en gran parte gratuita». Eso fue lo que, en mis comentarios a Nietzsche, llamé espectáculo de marionetas, en el que el super-yo aporrea al yo de manera más implacable cuando el yo renuncia a la agresividad. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud había rechazado toda religión como el producto de nuestra necesidad de renunciar al instinto sexual a fin de establecer y mantener la cultura. Nuestro consiguiente enfado con la civilización se expresa bajo la forma de la ilusión religiosa. El porvenir de una ilusión, que no es uno de los tratados más convincentes de Freud, ha sido justamente eclipsado por El malestar en la cultura. La diferencia radica en la asombrosa redefinición de nuestra culpa en el último libro mencionado. La culpa freudiana no es el remordimiento por algo que hemos hecho, sino que procede de nuestro deseo inconsciente de matar al padre (como en Tótemy tabú). Sobre esta base imposible de probar pero inquietante, Freud dice que experimentamos la culpa en forma de depresión y expectativas angustiosas: La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada. [Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Allanza, trad. Ramón Rey Ardid, 1997.] La interiorización de la autoridad por el super-yo es la sabiduría de la civilización, que en Freud se distingue claramente de la sabiduría del individuo, un fenómeno muy raro aunque posible. Para Freud, contrariamente a Goethe, no hay poesía en la renunciación. La ambivalencia hacia la autoridad y hacia el padre, gobierna la imaginación. Freud cita el «Canto del arpista» de Goethe para ilustrar nuestra protesta contra las fuerzas celestiales de la autoridad. Vosotros por la vida nos lleváis al pobre le hacéis ser culpable y al pesar lo entregáis luego, pues toda culpa se paga en este mundo [Johann W. Goethe, «La canción del arpista», en Misión teatral de Guillermo Meister, Obras completas. Tomo III, trad. Rafael Cansinos Assens, Madrid, Aguilar, 1957.] La propia ambivalencia hacia el super-yo puede considerarse más propia de Job que de Goethe. El super-yo es un tirano egoísta, pero también es el guardián de la civilización. Leviatán, en el libro de Job, es el rey de Dios sobre todos los hijos del orgullo y, no obstante, Dios responde a las preguntas de Job acerca de por qué el mal aflige al virtuoso tan sólo con una serie de preguntas retóricas que reafirman la tiranía santificada de la naturaleza sobre todos nosotros. No se puede hacer ninguna Alianza con Leviatán, que al final será la muerte, nuestra muerte. Cuando Freud exhorta a lo que él llama «evaluar la realidad», lo que quiere decir es que debemos aprender a aceptar nuestra mortalidad y al final rechazar todas las ficciones excepto la del propio Freud. La mortalidad literal, como forma definitiva de cambio, es algo que nadie puede discutir, aunque el cristianismo y el islamismo en todas sus ramas, las religiones orientales y el judaismo normativo que Freud declinó heredar, insisten en ideas alternativas de resurrección. Freud rechazaba la religión como una poderosa mitología que iría desapareciendo, pero infravaloró a su oponente. Y, no obstante, la sabiduría de Freud es profunda y rara vez es tan reduccionista como parece. Sus ironías, como las de Platón, pueden ser muy sutiles y encontramos un vestigio de platonismo en el mito de Freud del Principio de Realidad. Freud no se tomó a Freud al pie de la letra: eso lo hicieron los freudianos poco imaginativos. Puede que El malestar en la cultura no forme parte de una psicoteología, como Levinas y otros parecen pensar, pero hay ironías en la concepción del Freud del super-yo que aún no han sido exploradas del todo. Una de las virtudes de On the Psychotheolog y of Everyday Life (2001), de Eric Santner, es su malestar con las explicaciones reduccionistas del super-yo. Santner habla de «momentos [...] en los que las imposibles exigencias del super-yo se manifiestan como pequeños absurdos que permean nuestro ser pero que, ni siquiera en forma de memoria recuperada, pueden interpretarse como comunicaciones coherentes y significativas». Freud desconfiaba de tales momentos místicos a los que irónicamente denominaba «oceánicos», pero implícitamente confiaba en ellos para sus intuiciones, como todos nosotros nos vemos obligados a hacer, motivo por el cual seguimos buscando sabiduría. 5 Paul Ricoeur, en su De l'interprétation, essai sur Freud (1965), señaló un fallo fundamental en la teoría psicoanalítica de la religión: que pretende una psicología directa del superyo. Freud, quizá por aversión, evitó cualquier exégesis de los textos que describen la experiencia religiosa. A veces me pregunto qué habría pensado del libro de William James sobre ese tema crucial. Esa laguna freudiana perjudica El porvenir de una ilusión, aunque no tiene mucha influencia sobre la sombría fuerza de El malestar en la cultura, porque hay poca sabiduría en el primero y una incomparable comprensión de la cultura en el segundo. Esta comprensión puede 202 FREUD YPROUST caracterizarse como la propia ambivalencia de Freud hacia el super-yo. Aunque éste se comporta como el director del circo atizándole al yo-Polichinela, sin embargo es el super-yo el que funda y mantiene la civilización. Nuestro malestar en la cultura no nos abandonará y es que ya no podemos sobrevivir sin él. Somos muchísimo más conscientes de la culpa cultural de lo que lo eran en la Viena de Freud hasta tal punto que nuestro saber superior de tipo humanista está en reflujo, casi como una especie de sacrificio ante lo que consideramos nuestra complicidad en las tiranías y explotaciones sociales. Freud, escritor sapiencial más que profeta o maestro de la ley, no podía prever tal reflujo. Creía que imperaría el concepto de cultura de Goethe, pero está claro que no ha sido así. El Bildung no es el objetivo de la educación en el mundo de habla inglesa. Como Freud dio por sentado el proyecto de educar para la cultura, tuvo libertad para analizar el sadismo del super-yo, una libertad que quizá ahora no podría asumir. ¿Hace eso que El malestar en la cultura sea un libro con fecha de caducidad? Por definición, la literatura sapiencial y las obras con fecha de caducidad son antitéticas. Posiblemente el Eclesiastés y el libro de Job nunca parecerán baratijas culturales. Los famosos párrafos finales de El malestar en la cultura conservan su poder de convicción a principios del siglo XXI, pero es posible que ni siquiera sus ironías les impidan perder vigencia si las tendencias actuales persisten y se aceleran: Múltiples y variados motivos excluyen de mis propósitos cualquier intento de valoración de la cultura humana. He procurado eludir el prejuicio entusiasta según el cual nuestra cultura es lo más precioso que podríamos poseer o adquirir, y su camino habría de llevarnos indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección. Por lo menos puedo escuchar sin indignarme la opinión del crítico que, teniendo en cuenta los objetivos perseguidos por los esfuerzos culturales y los recursos que éstos aplican, considera obligada la conclusión de que todos estos esfuerzos no valdrían la pena y de que el resultado final sólo podría ser un estado intolerable para el individuo. Pero me es fácil ser imparcial, pues sé muy poco sobre todas estas cosas y, con certeza, sólo una: que los juicios estimativos de los hombres son infaliblemente orientados por sus deseos de alcanzar la felicidad, constituyendo, pues, tentativas destinadas a fundamentar sus ilusiones con argumentos. Contaría con toda mi comprensión quien pretendiera destacar el carácter forzoso de la cultura humana, declarando, por ejemplo, que la tendencia a restringir la vida sexual o implantar el ideal humanitario a costa de la selección natural, sería un rasgo evolutivo que no es posible eludir o desviar, y frente al cual lo mejor es someterse, cual si fuese una ley inexorable de la Naturaleza. También conozco la objeción a este punto de vista: muchas veces, en el curso de la historia humana, las tendencias consideradas como insuperables fueron descartadas y sustituidas por otras. Así, me falta el ánimo necesario para erigirme en profeta ante mis contemporáneos, no quedándome más remedio que exponerme a sus reproches por no poder ofrecerles consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen todos: los más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los creyentes más piadosos. A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si —y hasta qué punto— el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este sentido, la época actual quizá merezca nuestro particular interés. Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales, que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas «potencias celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas ¿quién podría augurar el desenlace final? [Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Allanza, trad. Ramón Rey Ardid, 1997.] ¿Acaso Freud no nos proporciona algún consuelo, a pesar de negarlo con ironía? Concluye, sin ninguna aparente ironía, defendiendo el amor contra la muerte, al tiempo que reconoce la inmortalidad de ambos antagonistas. Proust, autor tragicómico de los celos sexuales y su malestar, nos servirá de complemente a esta última fase de la civilización. 
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