lunes, 18 de mayo de 2020

“Dublineses (Los muertos)”: Huston y Joyce metiendo el dedo en la llaga de la nostalgia y el amor




Sólamente John Huston podía ser capaz de ponerle imágenes y rostros a un texto de James Joyce, y componer una de las mejores poesías fílmicas que existen, dejando además, un testamento como pocos directores han sido capaces de hacer; ponerle un broche de oro a una carrera sugerente y a una personalidad desbordante. No es casualidad que el cuento en el que está basado el guión se trate de “Los muertos”, y ahí está la genialidad del tándem Huston-Joyce: no aparece ningún muerto, pero sobrevuelan a lo largo de todo el metraje; el propio Huston realizó esta película desde una silla de ruedas y con máscaras de oxígeno; él ya tampoco pertenecía al mundo de los vivos.
Durante los primeros 60 o 70 minutos de la película, la acción (rodada de una manera absolutamente teatral) nos adentra en una cena en la noche de la Epifanía. Todo discurre con absoluta normalidad, con una serenidad pasmosa, las conversaciones, los bailes… todo es como se espera en una velada así, plano como la vida misma, tan sólo rota por la lectura de una poesía:
El pájaro hablaba de ti (…),
probablemente sigas sin pareja
hasta que me encuentres,
que me diste tu palabra y me mentiste
y que estarías junto a mí cuando se
reunieran los rebaños (…).
Me has dejado sin este
me has dejado sin oeste…
La lectura del poema provoca suspiros entre las mujeres más jóvenes invitadas a la cena, y comentan entre ellas lo maravilloso que debe ser sentir un amor así. La idea de un amor que todo lo llena, de un amor desbordante, verdadero y pasional, empieza a sobrevolar sobre la cabeza de los comensales, empieza a plantar su semilla en quienes sienten esa falta.
Al finalizar la cena, cada invitado vuelve a su casa, y es aquí donde nos encontramos con el principio del fin de la película: el personaje de Anjelica Huston y su marido se preparan para irse, y ella, al escuchar una canción, «The lass of Aughrim», se para en medio de la escalera al escucharla. En esta escena tenemos tres historias, tres desarrollos distintos: el cantante, que no quiso cantar anteriormente en la cena y lo hace ahora en la intimidad, Gretta que se emociona con la canción y se para a escucharla, y su marido, que la contempla desde abajo. Es en este momento, cuando el marido se da cuenta de que su mujer tiene un secreto, de que tiene unos sentimientos y emociones escondidos que han salido a la luz con una canción; que puede que lleve muchos años casado y no conozca en absoluto a la persona que tiene al lado, que el cariño de los años hayan tapado con un fina pátina cuanto su esposa guardaba en su interior. Puede que, incluso, nunca haya visto en su rostro tanta emoción como el que muestra ahora. Él contemplándola desde el pie de la escalera, ella desde arriba, con un velo fino tapándole el cabello, con cara de absoluta emoción, con una cristalera detrás; parece que está contemplando a una Virgen, digna de ser venerada por su amor incondicional a pesar del sufrimiento, que a su vez, extasiada, mira hacia arriba en un intento de traer a su mente un recuerdo no marchitado. Una escena exquisita que culmina en una habitación de hotel, cuando Gretta empieza a vaciarse “ante” su marido, no “con” su marido. Le cuenta su historia como si tuviera delante a un desconocido, a un amigo que va a escuchar pero no va a sentir, le habla de su historia, de su conexión con esa canción como si fuera presa de un trance, puede que causado por muchos años de sentimientos guardados, de un dolor tan profundo, que la única manera de sobrellevarlo era guardarlo sin digerirlo en algún rincón muy profundo.
“Dublineses (Los muertos)”, John Houston, 1987.
Ese hombre se da cuenta de que puede que lleve 20 años casado con una mujer que ha amado con una entrega absoluta a otra persona, y que ha sido amada como sólo lo conciben los poetas, con una intensidad que sobrepasa al propio ser. Mira a su mujer dormida por el agotamiento del exorcismo sentimental, y siente una mezcla de tristeza, envidia y, por qué no, admiración. La historia que acaba de oír de labios de su mujer le sobrecoge, pero también es capaz de ver en esa criatura a una persona distinta, a una criatura que ha soportado en silencio un dolor muy profundo. El rostro de Anjelica Huston se transformaba en el de una niña que siente el amor por primera vez, pero que tiene que vivir con una impostura que hasta el momento de escuchar esa canción, le hacía la vida más llevadera.
El marido reflexiona mientras mira por la ventana el paisaje nevado, un paisaje desolador en la noche en la que se celebra un nacimiento, una venida; sus pensamientos nos abruman, no sólo por lo que le/nos escuece la herida, sino porque puede que también sean los pensamientos de un Huston crepuscular, sabedor de su propio final. Un hombre que se rinde ante el amor y ante la vida, el alma rota y el desasosiego vital; el hombre que contempla a una mujer que ha sentido ESE tipo de amor. Porque, y tomando prestadas unas líneas de Ricardo y llevándolas a mi terreno, “cuando, por alguna razón sólo vale una (persona), que no puede ser” (Vincent, François, Paul et les autres” de Claude Sautet, o el ajuste humano en la ausencia de la palabra). Su imagen en la escalera se le hace más dolorosa:
“Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y todos los muertos”
“Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes”
Miguel Hernández

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