martes, 19 de mayo de 2020

El ángel caído Harold Bloom una búsqueda de los misterios y un canto de alabanza a la vida


Libro El ángel caído



Durante tres mil años nos han obsesionado las imágenes de ángeles. Esta larga tradición literaria se originó en la antigua Persia y continuó en el judaísmo, el cristianismo, el Islam y las diferentes religiones americanas. Con la llegada del milenio, aumentó nuestra obsesión por ellos. Sin embargo, esos ángeles tan populares eran benignos, más bien, banales, incluso insípidos. En la década de 1990 se publicaron numerosos libros sobre ángeles —sobre cómo contactar y comunicarse con los ángeles guardianes, sobre la intervención, curación y medicina angélica, sobre números y oráculos angélicos—, e incluso aparecieron «kits de ángeles» (ya se pueden imaginar). This Present Darkness (1986) y su continuación, Piercing the Darkness (1989), que describen las luchas entre demonios y ángeles en la ficticia ciudad universitaria de Ashton, fueron dos de los libros más vendidos en el denominado género de ficción cristiana: This Present Darkness vendió más de dos millones y medio de ejemplares. El libro de los ángeles , de Sophy Burnham, publicado por Ballantine Books en 1990, fue incluido en la lista de best sellers del New York Times y se le atribuye el mérito de iniciar el lucrativo negocio editorial de la angelología. Según su editor, el libro «no sólo explica las extraordinarias historias reales sobre encuentros actuales con ángeles, sino que también analiza cómo las diferentes culturas han entendido y estudiado los ángeles a lo largo de la historia. ¿Qué aspecto tienen los ángeles? ¿A quién visitan? ¿Por qué se les aparecen más a menudo a los niños que a los adultos? El libro de los ángeles , un elocuente relato desde el lugar donde el cielo y la tierra se encuentran, es una búsqueda de los misterios y un canto de alabanza a la vida». El popular Angelspeake: How to Talk with your Angels (1995), de Barbara Mark y Trudy Griswold, proporciona una guía «práctica» para los lectores. La década también fue testigo del estreno de numerosas películas protagonizadas por ángeles; por nombrar sólo unas cuantas: El cielo sobre Berlín (Wings of Desire, 1988), The Prophecy (1995), Michael (1996), Conoces a Joe Black (Meet Joe Black, 1998) y Dogma (1999). Se comercializaron también camisetas, tazas, calendarios, postales, joyas y gafas de sol con imágenes de ángeles. La angelmanía tampoco parece haber disminuido de forma significativa, tras una búsqueda rápida en Amazon, desde que hemos dejado atrás el milenio. Citaré sólo algunos de los libros más recientes: Contacting Your Spirit Guide (2005), Angels 101: An Introduction to Connecting, Working, and Healing with Angels (2006) y Angel Numbers (2005; una guía de bolsillo para entender «los significados angélicos de los números del 0 al 999»).

    Existe también una obsesión popular por los ángeles caídos, los demonios y los diablos, que raramente resultan insípidos. El más importante de todos ellos, Satanás, empezó siendo lo que hoy se denominaría «un personaje literario» mucho antes de su apoteosis en El paraíso perdido , de John Milton. Creo que debería explicar con más exactitud lo que quiero decir con este inicio, ya que muchas personas confunden los problemas de representación literaria con cuestiones muy diferentes de creencia y no creencia. Observar, atentamente, que el culto a los seres divinos está basado en varios ejemplos distintos, pero relacionados, de representación literaria puede provocar una lluvia de insultos. El Yahvé del escritor J, el primero de los autores hebreos, es sin duda un personaje literario asombroso, concebido con una hábil mezcla de gran ironía y auténtico sobrecogimiento. Probablemente el Jesús del Evangelio de san Marcos no sea el primer retrato literario del hijo de María, pero es sin duda el más influyente. El Alá del Corán es a todas luces un monologuista literario, puesto que su voz habla en todo el libro en un tono que transmite una personalidad absoluta.



    El Diablo por excelencia



    Los demonios son propios de todas las épocas y de todas las culturas, pero los ángeles caídos y los diablos surgen, en esencia, de una serie de tradiciones religiosas casi continuas que empiezan con el zoroastrismo, la religión dominante en el mundo durante los imperios persas, y que se transmiten al judaísmo del exilio y de después del exilio. Se produjo una transferencia ambivalente de ángeles malos del judaísmo tardío hacia el cristianismo primitivo y, posteriormente, estas tres tradiciones angélicas previas volvieron a experimentar un cambio más bien ambiguo con el Islam; cambio especialmente difícil de rastrear porque interfieren en él los sistemas neoplatónicos y los alejandrinos, como el hermetismo.
    Para la mayoría de nosotros, el ángel caído por excelencia es Satanás, o el Diablo, cuya temprana historia literaria no coincide con su estatus actual como celebridad. En mi opinión, el libro de Job, una obra de fecha incierta, forma parte de manera sorprendente del canon de la Biblia hebrea, al igual que sorprende la inclusión en el mismo del Eclesiastés y del Cantar de los Cantares. El libro de Job empieza cuando un ángel llamado Satanás, que parece ser el fiscal de Dios o el acusador del pecado, entra en la corte divina y hace una apuesta con Dios. Este Satanás es uno de los «hijos de Dios» y está bien considerado, aunque la palabra hebrea « satan » significa obstructor, alguien que, más que una fuerza de confrontación, es un agente bloqueador o un obstáculo. Neil Forsyth señala en su insuperable libro sobre Satanás, The Old Enemy (1987), que «la palabra griega para “obstáculo” es skandalon , que deriva no sólo en “escándalo” sino también en “calumnia”». [1] Este primer Satanás o Satanás jobeano parece el director de la CIA de Dios y no le trae más que problemas al pobre Job. Forsyth sigue el camino descendente de Satanás a través del libro del profeta Zacarías, en el queYahvé reprende a Satán por abusar de su poder pero no lo echa de su cargo como Acusador.


    Así pues, en la Biblia hebrea aparece la palabra satan pero no aparece en absoluto el propio Satanás (ángel caído, diablo y jefe de los demonios). El verdadero Satanás, que fue crucial para la cristiandad, no era una idea judía sino persa, inventada por Zoroastro (Zaratustra) más de mil años antes de la época del Jesús histórico. Los demonios, por supuesto, son universales —todas las culturas, todas las naciones y todos los pueblos han tenido demonios desde el principio—, pero Zoroastro fue mucho más allá de las nociones iranias de demonios cuando creó a Angra Mainyu, que más tarde se llamó Ahrimán, el Espíritu del Mal. Ahrimán, un ser lleno de maldad, era el hermano gemelo de Dios, una idea que la cristiandad no adoptó en su versión de Ahrimán, el Satanás del Nuevo Testamento. Porque, después de todo, ¿quién podría haber engendrado tanto a Dios como a Satanás? Algunas tradiciones esotéricas convierten a Satanás en el hermano gemelo de Cristo; en última instancia, esto supone volver a la visión de Zoroastro. Satanás —la mejor mezcla de ángel caído, demonio y diablo— nos perturba porque sentimos que nos une a él un vínculo íntimo. A menudo se culpa a los románticos de haber creado dicho vínculo, pero creo que éste es más antiguo que el romanticismo y alude a elementos muy profundos de nuestro interior, aunque a los románticos, y a lord Byron en particular, se les atribuye el mérito de haber ensalzado dichos elementos.
    Sospecho que todos nosotros, quienesquiera que seamos, tenemos una actitud extremadamente ambigua ante la idea de los «ángeles caídos», aunque no tanto ante la de «diablos», y mucho menos ante la de «demonios». Cuando alguien nos llama «diablillo», o «diablo cojuelo», o incluso «diablesa», no nos lo tomamos necesariamente como un insulto. Quizá no nos guste tanto que nos llamen «demonio», especialmente si hacen referencia a la intensidad de nuestra energía. Pero no conozco a muchos, ni en la literatura ni en la vida, que no se sientan halagados cuando se les describe como un «ángel caído». Los «ángeles caídos», aunque teológicamente idénticos a los «diablos», conservan un pathos , una dignidad y un curioso glamour . De alguna manera, el adjetivo no anula el sustantivo; aunque caídos, siguen siendo ángeles. T. S. Eliot tendía a culpar a John Milton por ello, y en una ocasión se refirió al Satanás de Milton como un héroe de Byron con el pelo rizado. Aunque ésa era una descripción ridicula del villano trágico de El paraíso perdido , reflejaba una identificación cultural que convenció al siglo  XIX y que todavía caracteriza a cierto tipo de vida bohemia.
    George Gordon, lord Byron, era y es el ángel caído por excelencia. Las distintas imitaciones que han hecho de él, que van de Oscar Wilde a Ernest Hemingway y Edna St. Vincent Millay, nunca han podido reemplazarlo. Las hermanas Brontë, que estaban enamoradas apasionadamente de la imagen de Byron, nos ofrecieron una mejor imitación de él en el Heathcliff de Emily y el Rochester de Charlotte. Las estrellas de rock inglesas, aunque no siempre de manera consciente, a menudo son parodias del noble lord Byron, y por supuesto también lo son muchas estrellas de cine. Byron era extraordinariamente ambiguo en su narcisismo: incestuoso, sadomasoquista, homoerótico y fatalmente funesto para las mujeres. Su gran carisma emanaba de su propia identificación como ángel caído: él es Manfred, Caín, Lara, Childe Harold, todas ellas versiones del Satanás de Milton. La gran fama de Byron en Europa y en Norteamérica se vio enormemente acrecentada por su heroica muerte a los treinta y seis años, cuando trataba de liderar a los rebeldes griegos en su sublevación contra los turcos. Pero probablemente ni su muerte, ni su vida ni todos sus poemas juntos obtuvieron la misma notoriedad que su popular papel como el más seductor de todos los ángeles caídos.
    En su maravillosa sátira La visión del juicio , Byron hizo un atractivo retrato de Satanás:
    Cerrando esta espectacular comitiva
    un espíritu de aspecto diferente agitaba
    sus alas como nubarrones sobre una costa
    cuya árida playa se cubre con naufragios.
    Su frente era como el piélago agitado
    con la tempestad; pensamientos
    feroces e insondables tallaban
    una cólera eterna sobre su rostro
    inmortal y donde él miraba
    la niebla invadía el espacio.
    Es ésta una descripción de un ser bastante sombrío, aunque no indecoroso y, como la mayoría de las representaciones de Satanás que aparecen en las obras de Byron, se trata del propio Byron. Sus diablos no son joviales, como Mefistófeles en Dr. Fausto de Marlowe y el Fausto de Goethe, pero son siempre nobles, como lord Byron, quien nunca permitió que sus lectores olvidaran su alta alcurnia. Por lo general los demonios y los diablos no son precisamente nobles, pero los ángeles caídos casi nunca son vulgares o plebeyos. Los ángeles buenos parecen haber confundido con demasiada frecuencia su inocencia con ignorancia, aunque los ángeles caídos parecen haber gozado de una educación un tanto anticuada y de una formación adecuada. Byron era un dandi de la regencia y también un esnob, y es posible que haya inspirado la tradición visual en la que los ángeles caídos tienden a desvestir a los no caídos, que de todas formas suelen están desnudos.
    Como sigo observando, la mayoría de la gente reacciona de manera dual ante estos tres entes peligrosos: los ángeles caídos, los demonios y los diablos. Provocan en nosotros sentimientos encontrados y un tanto ambiguos. Esta mezcla de gozo y horror es más antigua que el romanticismo, y más universal que la tradición occidental. Ibsen, él mismo un poco trol, nos proporcionó magníficos ejemplos de trols como Brand, Hedda Gabler, Solness el constructor y muchos más, y medio trols con Peer Gynt. Bastante a su pesar, Ibsen siguió a Shakespeare, cuyo Puck es sin lugar a dudas un duende inglés; pero aquellos grandes villanos —Yago, Macbeth, Edmundo de El rey Lear — son más diabólicos y gnómicos de lo que en un principio parece compatible con el hecho de ser humano. Sin embargo, ésta es parte de la invención de Shakespeare de lo humano: mostrarnos hasta qué punto muchos de nosotros somos más ángeles caídos que diablos. Hamlet, que es su propio Falstaff, es también hasta un extremo sorprendente su propio Yago; y Hamlet se ha convertido en un paradigma para todos nosotros. ¿Es Hamlet un ángel caído? ¿Somos nosotros ángeles caídos? Ambas preguntas pueden ser calificadas de absurdas, pero tienen repercusiones.
    Me imagino que los ángeles no caídos hablaban (y hablan) hebreo, puesto que tanto el Talmud como la Cábala insisten en que Dios habló en hebreo en el momento de la Creación, y ¿qué lengua habría enseñado a los ángeles sino hebreo? Los ángeles caídos son claramente políglotas, y en ocasiones se han transformado en seres humanos. Sabemos que Enoc empezó siendo un mortal y que después se metamorfoseó en el gran ángel Metatrón, que en las tradiciones gnósticas y cabalísticas era conocido como el Yahvé menor, que era más que un ángel y codirigía junto a Dios. Nuestro padre Jacob se convirtió en Uriel, el ángel favorito de Emerson, y más tarde en el ángel Israel. El temible profeta Elias subió al cielo en un carro de fuego, y cuando llegó se transformó en el ángel Sandalphon. Los franciscanos disidentes proclamaron que su gran fundador, Francisco de Asís, no sólo era un santo sino también el ángel Rhamiel. El proceso va en ambas direcciones y nos lleva siempre a Adán, posiblemente superior a los ángeles cuando empezó, pero con toda certeza inferior a los ángeles cuando cayó. Sin embargo, ¿qué posición ocupa con respecto a los ángeles caídos?
    Los ángeles no caídos hablaban (y hablan) hebreo
    El centro de cualquier discusión sobre ángeles caídos tiene que ser Adán, que es, a mi entender, un ángel caído mucho más importante que Satanás. Incluso aunque parezca atrevido, podría decirse que los ángeles son importantes sólo si nosotros lo somos, y nosotros somos (o éramos) Adán. Y para que las feministas no discrepen, les recuerdo que tanto el Talmud como la Cábala afirman que originalmente Adán era andrógino, como también lo era su prototipo, Dios. Adán, Enoc, Metatrón y Dios quizá sean la misma figura, una formulación que parece puramente mormónica o cabalística gnóstica pero cuyo origen Moshe Idel se halla de forma convincente en especulaciones muy tempranas, quizás en un judaísmo arcaico en sí, antes incluso de que el escritor J, o yahvista, volviera a contar la historia de Adán y Eva más o menos como la conocemos desde entonces. La apoteosis de Enoc en Metatrón supone regresar a Adán, considerado por la Cábala como el Dios-hombre original, una fusión que sobrepasa los límites de nuestra imaginación. Algunos gnósticos hablaron del Cristo ángel como del Adán restaurado, una visión que se opone a la de san Pedro, puesto que el Cristo ángel no es un segundo Adán sino la forma auténtica del primer Adán.
    La metamorfosis de Elías
    De nuevo, lo que me interesa no es tanto el ángel Adán como su estatus perdido. Podemos ser ángeles caídos sin ser demonios o diablos, y por tanto quiero descubrir qué podemos poner en claro si reconocemos esto. Los ángeles —caídos o no caídos— sólo tienen sentido para mí si representan algo que era nuestro y que podemos volver a ser. Antes se decía que las personas esquizofrénicas eran ángeles; quizá todavía lo sean. Con esto no quiero decir que las enfermedades mentales sean un mito, ni que no se deba buscar un tratamiento para dichas enfermedades. Pero si la otredad es la esencia de los ángeles, entonces es también nuestra esencia. Eso no significa que los ángeles sean nuestra otredad, o que nosotros seamos la suya. Más bien significa que los ángeles tienen un potencial parecido al nuestro, ni mejor ni peor sino únicamente ajustado a una escala diferente. El museo del Vaticano colecciona ángeles; en esta inclinación se mezclan tanto la piedad como el propio interés. Lo que tanto el Vaticano como la religión norteamericana no aceptarían es mi convicción cada vez mayor de que todos los ángeles son, a estas alturas, necesariamente ángeles caídos, desde la perspectiva de lo humano, que es la perspectiva shakesperiana. «Todo ángel es terrible», escribió el poeta Rilke, quien no tuvo que enfrentarse a una pantalla en la que John Travolta se contoneaba como un ángel.
    ¿Qué implica afirmar que todavía no es posible distinguir entre ángeles caídos y ángeles no caídos? Somos Adanes caídos (o Evas y Adanes caídos, si lo prefieren), pero ya no somos caídos en el sentido agustiniano o cristiano tradicional. Como profetizó Kafka, nuestro único pecado es la impaciencia: por eso nos estamos olvidando de leer. La impaciencia es, cada vez más, una obsesión visual ; queremos ver una cosa de manera inmediata y después olvidarla. Pero leer con profundidad implica algo más: leer requiere paciencia y memoria. Una cultura visual no puede distinguir entre ángeles caídos y ángeles no caídos, puesto que no podemos ver a ninguno de los dos y estamos olvidando cómo leernos a nosotros mismos, lo que significa que podemos ver imágenes de los demás, pero no podemos ver realmente ni a los demás ni a nosotros mismos.

Olvide por un momento su probable escepticismo y suponga que somos ángeles caídos, en mi opinión una categoría más importante que los diablos o los demonios. Popularmente, se suele decir que los niños son ángeles, siguiendo las convenciones victorianas. Cuando crecemos caemos, o, dicho de forma más sencilla, somos caídos. Pero quizás esto sea demasiado simple, puesto que la obsesión que hay actualmente en Norteamérica por los ángeles es bastante más infantil que ingenua. Los ángeles antiguos no cayeron porque crecieron, si bien ésta es ciertamente una versión del argumento satánico. C. S. Lewis, un distinguido defensor de la ortodoxia, afirmó justo lo contrario: los ángeles que cayeron fueron aquellos que no consiguieron madurar. William Empson, en su Milton’s God , discrepó del angélico C. S. Lewis al afirmar que fue el propio Dios quien provocó la rebelión de Satanás. San Agustín, ¡ay!, tendrá que ser nuestra última autoridad sobre la Caída: en La ciudad de Dios , su obra maestra, asegura que Satán y su cohorte cayeron por culpa del orgullo, algo, a mi entender, muy diferente de la inmadurez.
    Culpo a san Agustín de causar gran parte de la desesperación occidental al insistir en que la caída de Satanás tuvo lugar antes de la caída de Adán . La idea más original (y perniciosa) de san Agustín es que debido a que caímos con Adán y Eva, siempre somos culpables y pecaminosos, desobedientes y lujuriosos. Yo mismo discrepo de los gnósticos, que afirmaron que caímos cuando los ángeles, el cosmos y los humanos fuimos creados simultáneamente. En la versión gnóstica, que se convirtió también en las historias cabalísticas y sufíes, nunca hubo ángeles no caídos ni hombres y mujeres no caídos, ni tampoco un mundo no caído. Adquirir la condición de ser separado significaba haber dejado lo que los ortodoxos llamaban el Abismo original y los gnósticos denominaban la Antepasada y el Antepasado. El ángel Adán se convirtió en un ángel caído tan pronto como pudo diferenciarse de Dios. Como gnóstico moderno afirmo alegremente que todos somos ángeles caídos, y a continuación procederé a alejarnos y diferenciarnos de nuestros desagradables primos, los demonios y los diablos.



    Demonios


    Los demonios son universales, y son propios de los pueblos de todas las épocas. La antigua Mesopotamia estaba especialmente plagada de demonios: como espíritus del viento, los demonios podían entrar en todas partes, y estaban completamente obsesionados por arruinar la armonía sexual de los humanos. La diablesa estrella fue Lilith, que más tarde volvió a aparecer como la primera esposa de Adán en la tradición talmúdica y cabalística. Lilith, reemplazada por la creación de Eva, huyó a las ciudades de la costa levantina, donde continuó su carrera de tentadora sexual sin parangón. Aunque Babilonia estaba especialmente invadida por los demonios, nuestra herencia demoníaca no termina ahí. La antigua India, que veía demonios por todas partes, sentó el terrible precedente de demonizar a las personas de piel oscura que vivían en el norte cuando llegaron los invasores índicos. Egipto, en sus tiempos más remotos, asociaba el cambio con el demonio: la noche no podía caer ni el año terminar sin la acción demoníaca. Teniendo en cuenta que la vejez, la enfermedad y la muerte han sido vistas en todas las culturas como demonios, podemos preguntarnos cómo adquirió lo demoníaco la curiosa ambigüedad que se le atribuye en muchas tradiciones occidentales.


    Lilith


    En la actualidad recordamos al escritor del siglo  II Apuleyo por su obra maestra helenística, la espléndida narración titulada El asno de oro . Pero históricamente Apuleyo es más conocido por un ensayo, «Sobre el Dios de Sócrates». Aquí «Dios» significa el demonio de Sócrates, un espíritu que mediaba entre Sócrates y lo divino. Según Apuleyo, los demonios eran transparentes y flotaban en la atmósfera, y por tanto se les podía oír pero no ver. Aunque transparentes, los demonios eran corpóreos, y algunos, como el daemon de Sócrates, eran benignos, y representaban nuestro genio. Como buen neoplatónico, Apuleyo creía que cada uno de nosotros tiene un daemon particular, un espíritu guardián. Por una rareza de la historia cultural, estos daemons amables, que incluían a los espíritus del sueño y del amor, fueron asociados por los teólogos medievales cristianos con demonios , o ángeles mal caídos, como el «príncipe de la potestad del aire» de san Pablo. En los últimos mil años se ha producido una curiosa ruptura en la que numerosos cristianos han identificado lo «daimónico» con lo «demoníaco». En mi opinión esta asociación es doblemente desafortunada. En primer lugar porque el daemon es nuestro genio, en el sentido estético e intelectual, y mezclar nuestros dones con el terrible mundo de la muerte es un desastre. Pero el segundo aspecto de esta desafortunada asociación es todavía más oscuro: puede que todos nosotros seamos, como he sugerido, ángeles caídos, pero nuestro espíritu guardián o daemon nos protege, como protegió a Sócrates, de las peores consecuencias morales de nuestra caída. Asociar daemon con demonio es ponernos a nosotros mismos en peligro de forma innecesaria.
    Esto me lleva, a su vez, a la tercera categoría de esta discusión: los diablos. El Diablo propiamente dicho es Satanás, y vuelvo a él ahora en su papel en el Nuevo Testamento y su subsiguiente carrera literaria y experiencial. Hay numerosos Satanases, por lo que me gustaría distinguir entre las principales figuras agrupadas bajo nombres la mayoría de ellos tenebrosos. ¿Cuándo y dónde empezó a decaer, o al menos a tener la culpa de nada menos que de todo? Ciertamente no en la Biblia hebrea, como hemos visto, en la que era un instrumento de Dios. Sin embargo, en el libro de Crónicas Satanás, de forma más bien ambigua, parece actuar independientemente de Dios cuando el rey David comete un gran error al imponer un censo espoleado por Satanás y supuestamente en contra de la voluntad de Dios. En la literatura apócrifa y apocalíptica judía, especialmente en los libros de Enoc, esta transición se inicia en el libro de los Jubileos, en el que Satanás aparece con el nombre de Mastema, aunque en los Jubileos no se especifica cuál es el estatus de Mastema. Los Manuscritos del mar Muerto nombran a Satanás como Belial y lo identifican por primera vez con la maldad absoluta, un ser rebelado completamente contra Dios. Está a punto de iniciarse la carrera independiente de Satán, que encuentra valoraciones opuestas en las versiones gnóstica y cristiana. Al igual que no hay un único origen de Satanás, no hay una historia definitiva sobre él. El Yago de Shakespeare y el Satanás de Milton proyectan un resplandor sobre el Satanás de los antiguos, que en muchos sentidos es una concepción menos imaginativa que en lo que se convertiría mil quinientos años después.


    Diablos


    Me temo que los Satanases de los cuatro Evangelios son en esencia lo que en la actualidad calificaríamos como ejemplos de antisemitismo. Los autores de los Evangelios ponen en boca de Jesús identificaciones de Satán con el pueblo judío, y estas parodias maliciosas han perjudicado enormemente a los judíos y al auténtico Jesús, quienquiera que crea usted que fue. El Jesús retratado en el Evangelio de Juan es especialmente cruel en sus ataques hacia «los judíos», pero Jesús no es el objeto de este libro. Sí lo es Satanás o el Diablo, aunque me pregunto si los Evangelios canónicos del Nuevo Testamento nos ofrecen una visión coherente de Satanás. En esencia, el Satanás de los autores del Evangelio es una metáfora que incluye a todos los judíos que no aceptan a jesús como el Mesías.
    San Pablo, cuyos escritos son anteriores a los cuatro Evangelios, no siente demasiado interés por los demonios. Esto nos deja con la revelación de san Juan el Divino, cuyo Satanás es más importante, pero en tanto que principio cosmológico. El Nuevo Testamento alude con frecuencia a Satanás, pero casi nunca se enfrenta a él. Milton, en su gran epopeya El paraíso perdido , inventó al Satán literario al que yo más admiro, en su primera intervención, cuando se despierta en el Infierno:
    Si eres aquél… ¡Cuán caído y diferente
    Te ves de aquel que, en los felices reinos
    De la luz, y con trascendente brillo,
    Eclipsaba a ángeles a millares
    Por más que esplendorosos!… Si eres aquel
    Que en mutua alianza, consejo y pensamiento
    Unidos, esperanza y riesgo iguales,
    En la gloriosa empresa te juntaste,
    Conmigo aquella vez, el infortunio
    Ahora en igual ruina nos ensalza;
    En qué abismo caímos de la altura,
    Ya lo ves, tanto más poderoso
    Él demostró que era con su rayo,
    Y hasta entonces ¿quién conocer podía
    La fuerza de aquellas terribles armas?
    Con todo ni por ellas ni por cuanto
    El fuerte Vencedor pueda infligirnos
    Con su ira me arrepiento yo ni cambio,
    Aunque haya cambiado el lustre externo,
    Aquel firme propósito y altivo
    Desdén, sensible al mérito ofendido,
    Que a contender con Dios me levantó,
    Arrastrando hacia la feroz batalla
    Un incontable ejército de espíritus
    Que a despreciar su reino se atrevieron,
    Y a mí me prefirieron y enfrentaron
    Con adverso poder al del más alto
    En incierto combate en las llanuras
    Del cielo, y su trono sacudieron.
    ¿Qué importa que el combate se perdiera?
    No todo se ha perdido; la indomable
    Voluntad y las ansias de venganza,
    El odio inmortal, el valor firme
    Que nunca es sometido ni se rinde:
    ¿En qué consiste, pues, no ser vencido? [*]
    William Blake dijo que Milton estaba de parte del Diablo sin saberlo, y este magnífico discurso demuestra una gran simpatía de pensamiento, por parte del poeta, por la actitud heroica de Satanás. Shelley acertó en cierto modo cuando observó con ironía que el Diablo se lo debía todo a Milton, aunque también podría haber atribuido parte del mérito —si es que ésa es la palabra adecuada— a san Agustín.

En la Biblia hebrea no hay ángeles caídos puesto que éstos no son una idea judaica. El Satanás del libro de Job es un fiscal, un funcionario de Dios que goza de buena reputación. En Isaías 14,12-14, cuando el profeta canta la caída de la estrella de la mañana, se refiere al rey de Babilonia, y no a un ángel caído. En Ezequiel 28,12-19 hay también una mala interpretación cristiana similar cuando el príncipe de Tiro cae de su posición de «querubín protector», o guardián del Edén y es expulsado por Dios.


    Nuestra caída


    A pesar de la agudeza de Shelley, diría que en realidad el Diablo tenía una deuda con san Agustín, teólogo cristiano del siglo  IV de nuestra era, sin duda el más importante de todos los pensadores cristianos. Lo que podríamos denominar el Satanás cristiano es fundamental en La ciudad de Dios , en la que se nos explica la historia de la rebelión de Satanás, propiciada por su orgullo y reprimida antes de la creación de Adán, por lo que la posterior seducción de Adán y Eva por parte de Satanás es secundaria a la caída de los ángeles. San Agustín también inventó la original idea, en absoluto judaica, de que Adán y Eva fueron creados por Dios para reemplazar a los ángeles caídos. A causa de la caída de Adán y Eva, somos culpables y pecaminosos para toda la eternidad. Sólo Cristo puede redimirnos de esta culpa.

Los demonios y el Diablo —o los diablos— resultan más interesantes en los contextos literario y visual que en lo que queda de los textos canónicos de la fe cristiana. Ni siquiera san Agustín está interesado en la individualidad de Satanás; para san Agustín, Satanás es, sobre todo, útil , un aspecto en el que, según insiste, sigue a Pablo. Yo mismo soy leal al sublime Oscar Wilde, que siempre tenía razón e insistió en que todo arte era perfectamente inútil. Si usted es la clase de cristiano dogmático que en mayor o menor medida coincide con san Pablo y san Agustín, entonces ahora para usted Satanás es más que útil: lo necesita . Pero si sus intereses son principalmente estéticos, entonces Satanás sólo tiene importancia para usted allí donde ha sido representado de manera sublime, como lo hizo John Milton. Y para Milton Satanás únicamente era importante porque la idea de los ángeles caídos tenía importancia para los humanos. Vuelvo ahora a mi afirmación principal: si nosotros somos satánicos es principalmente porque compartimos el dilema de Satanás sobre lo que significa ser un ángel caído. Hamlet, como siempre, expresa mejor esta preocupación: «¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades, en forma y movimientos! ¡Cuán expresivo y maravilloso en sus acciones! ¡Qué parecido a un ángel en su inteligencia, qué semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres! Y sin embargo, ¿qué es para mí esa quintaesencia del polvo?». [2]
    «¡Qué parecido a un ángel en su inteligencia!»: para Shakespeare, «inteligencia» empieza como una percepción sensorial, pero después se convierte en un modo inventivo de anticipación. Hamlet es, en mayor medida que los héroes de Byron, un ángel caído; Horacio anuncia coros angélicos acompañando al príncipe a su celeste descanso. En Hamlet —como incluso en los mejores de nosotros— predomina la cualidad de caído, aunque la inteligencia o aprehensión angelical siempre permanece. Eso nos vuelve a llevar a la permanente fascinación por la idea de los ángeles: ¿somos una parodia de ellos, o acaso nos sugieren, como hicieron con Hamlet, algo divino sobre la imaginación humana, con su aprehensión de algo que está eternamente a punto de ser? La anticipación que parece invadirnos sigilosamente en momentos de exaltación es un modo angélico de aprehensión. Incluso aunque los ángeles siempre hayan sido metáforas de posibilidades humanas tanto no realizadas como frustradas, es importante que entendamos mejor lo que estas metáforas insinúan.
    Las interpretaciones ortodoxas de los ángeles tienden a hacer una rígida distinción entre los caídos y los no caídos, y por tanto también convierten a los ángeles en seres demasiado ajenos a nosotros para poder entenderlos plenamente. Estos días, en nuestro país, muchos de nosotros nos comportamos de forma algo ridicula con respecto a los ángeles, pues los vemos por todas partes. En el pensamiento popular no hay mucha diferencia entre John Travolta haciendo de ángel o de presidente Clinton: un casi querubín parece tan bueno como el otro. Metafórica y humanamente, creo que tanto alejarse como menospreciar la idea de ángel supone una gran pérdida. Uno de los encuentros angélicos más impresionantes (y ambiguos) es la lucha que tiene lugar durante toda la noche entre Jacob y un sin nombre entre los elohim , o hijos de Dios. Cito aquí el texto de la Biblia en la versión del rey Jacobo, o versión autorizada: [3]
    Esa noche se levantó y tomó a sus dos mujeres, a sus dos siervas y a sus once hijos, y cruzó el vado de Jaboq.
    Y los tomó y los hizo cruzar la corriente, y envió del otro lado todas sus posesiones.
    Quedóse Jacob solo y un hombre luchó con él hasta el amanecer.
    Cuando el hombre vio que no podía vencerlo, tocó la coyuntura superior del muslo, de modo que Jacob se dislocó la cadera luchando con él.
    Entonces éste dijo: «Déjame ir, pues ya ha amanecido». Y él dijo: «No te dejaré ir si no me bendices».
    Él le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?». «Jacob», contestó éste.
    Y él le dijo: «No te llamarás ya en adelante Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres, y has vencido».
    Rogóle Jacob: «Dame, por favor, a conocer tu nombre»; pero él le contestó: «¿Para qué preguntas por mi nombre?». Y le bendijo allí.
    Jacob llamó a aquel lugar Paniel, pues dijo: «He visto a Dios cara a cara y ha quedado a salvo mi vida».
    Salía el sol cuando salió de Paniel e iba cojeando del muslo.
    En el protestantismo, la historia de «Jacob el luchador» se interpreta como una lucha de amor entre el propio Dios y Jacob. Las antiguas autoridades judías, empezando por el profeta Hosea, tendieron a identificar a ese «hombre» sin nombre con un ángel. El nuevo nombre de Jacob, Israel, con frecuencia fue interpretado como «el hombre que vio a Dios». De alguna manera a Dios se le atribuye el mérito de ayudar a Jacob en la lucha por contener al ángel hasta el amanecer. Pero ni la interpretación protestante ni la judía más restrictiva me parecen adecuadas. Una lucha que te incapacita para toda la vida no parece un acto muy afectuoso, y además Jacob pelea completamente solo, su voluntad contra la voluntad del ángel sin nombre.
    ¿Quién es ese ángel que teme el amanecer? Algunos primeros comentaristas lo llamaron Metatrón, mientras que otros (con los cuales estoy casi de acuerdo) le asignaron el papel de Samael, el ángel de la muerte. Jacob, quien teme ser asesinado por su medio hermano agraviado Esaú, al día siguiente tiende una emboscada al ángel y deja que se vaya antes de que salgan las primeras luces; recibe la bendición del nuevo nombre, Israel, y él mismo se convierte de esta manera en un ángel, según textos esotéricos posteriores. Soy lo suficientemente poco ortodoxo o gnóstico para afirmar que el Jacob retratado por el yahvista o escritor J es un astuto embaucador, un superviviente que por lo general se distingue más por la astucia que por el valor. En efecto, su asombroso y desesperado valor al tender una emboscada al ángel de la muerte resulta tan convincente porque no se transforma realmente cuando recibe la bendición del ángel. Siendo una especie de ángel caído cuando es Jacob, sigue siendo un ángel caído cuando se convierte en Israel. Evidentemente, he despojado al adjetivo paulino-agustiniano «caído» de casi todos sus significados teológicos, por lo que para mí un ángel caído y un ser humano son dos términos para la misma entidad o condición.
    El bien y el mal
    Al fin y al cabo, ¿qué relación hay entre lo angelical y lo humano? San Agustín aseguró que todo lo que es visible en nuestro mundo está vigilado por un ángel. Esta afirmación no distingue entre ángeles buenos y ángeles malos, y yo mismo soy cada vez más reacio a hacer esta distinción. El Satanás de Milton manifiesta una gran conciencia hasta que Milton, sin duda nervioso con respecto a su protagonista épico, lo envilece sistemáticamente en los últimos cuatro libros de El paraíso perdido . Ésta es la diferencia estética entre Milton y Shakespeare, pues nunca dejamos de sentir cierta simpatía dramática por Yago.


    Metatrón


    Milton, siguiendo en gran parte el espíritu de la Biblia hebrea, pareció entender de forma implícita que los ángeles no eran una invención judía, sino que más bien regresaron de Babilonia con los judíos. Los ángeles, finalmente zoroástricos, surgen de una visión que ve la realidad como una guerra incesante entre el bien y el mal. La visión de Shakespeare, mucho más sutil, contempla a cada uno de nosotros como su propio peor enemigo, por razones que tienen poco o nada que ver con el bien y el mal.
    Las aprehensiones angélicas de Hamlet contribuyen a destruirle porque le enseñan que sólo podemos encontrar palabras para aquello que ya está muerto en nuestros corazones. Capaz de pensar como un ángel, Hamlet piensa demasiado bien, y por tanto sucumbe por la verdad, convirtiéndose de forma pragmática en una versión del ángel de la muerte. Para nosotros Hamlet es el embajador o el mensajero de la muerte, y aunque su mensaje es constantemente enigmático, se ha establecido como universal. Parte de ese mensaje es que lo angelical y lo humano son prácticamente idénticos, aunque ésta no es una equivalencia acertada. La lucha del príncipe Hamlet con el ángel no termina con la bendición de más vida, aunque irónicamente le concede a Hamlet un nuevo nombre. Digo «irónicamente» porque el nombre sigue siendo «Hamlet», pero cuando pensamos en ese nombre pensamos sólo en el príncipe y no en su padre, al que conocemos como el Fantasma.


    Samael, el ángel de la muerte


    Ibn Arabí, el gran sabio sufí de la Andalucía del siglo  XIII , alteró de forma notable la metáfora bíblica de la lucha de Jacob con el ángel. Para Arabí, quien siguió las fuentes místicas judías en su interpretación, era mejor hablar no tanto de una lucha con o contra el ángel sino más bien de una lucha para el ángel, porque el ángel no puede convertirse en un ser verdadero como forma sin la intercesión de un agonista humano. Claramente, el ángel de Arabí no es sino una representación de la muerte, y aun así quiero utilizar la idea de una lucha para el ángel para mis propios propósitos. Los ángeles caídos, los demonios y los diablos son simplemente personajes grotescos y fascinantes si no podemos utilizarlos en nuestra propia vida. No somos ni Jacob ni Hamlet, aunque como Jacob tenemos la esperanza de derrotar al ángel de la muerte, y como Hamlet pensamos en «el temor de que existe alguna cosa más allá de la muerte, aquel país desconocido, de cuyos límites ningún caminante torna».
    Nuestras imágenes actuales de los ángeles están mezcladas con apariciones de alienígenas, ya sea en la benigna fantasía Encuentros en la tercera fase o en la fantasía autodestructiva del culto de la Puerta del Cielo. Nuestra cultura popular está poblada de imágenes de una cierta trascendencia perdida. En ocasiones esta nostalgia me sorprende porque somos una nación obsesionada por la religión, y si creyéramos realmente lo que profesamos, no buscaríamos con tanto empeño las pruebas materiales de un mundo espiritual. Pero entonces me recuerdo a mí mismo mi formulación preferida, que es que en Norteamérica la religión no es el opio sino la poesía del pueblo. El angelicismo es una poesía populista, y quizá pueda ser en parte redimida por su sentimentalismo y su propia decepción si podemos encontrar nuestras propias versiones de la «lucha para el ángel». Al llamarnos ángeles caídos, estoy intentando proponer una aproximación a una de estas versiones.

Queremos que los demonios y los diablos nos entretengan, pero a una distancia segura, y que los ángeles nos consuelen o nos cuiden, también desde la distancia. Pero los ángeles caídos pueden resultar incómodamente cercanos, puesto que ellos son nosotros, en su totalidad y en parte. Las películas sobre Frankenstein han representado a un famoso monstruo que simplemente no existe como tal en la novela romántica Frankenstein o El moderno Prometeo , de Mary Shelley. En este libro, Frankenstein es el científico prometeico que crea no un monstruo sino un daemon , quien hace una notable súplica a su moralmente obtuso creador: «¡Oh, Frankenstein! No os sintáis satisfecho de ser justo para con los otros si conmigo, con quien tiene más derecho que nadie a vuestra justicia y, también, a vuestra clemencia y amor, os mostráis tan implacable. Recordad que soy vuestra criatura. Debiera ser vuestro Adán y, sin embargo, me tratáis como al ángel caído y me negáis, sin razón, toda felicidad».


    Sitra Ahra o «El otro lado»


    Las conmovedoras frases de Mary Shelley hacen del ángel caído otra forma de Adán, que a mi entender es totalmente apropiada. En relación con la muerte, una vez fuimos el Adán inmortal, pero tan pronto nos hicimos mortales nos convertimos en el ángel caído, pues esto es lo que significa la metáfora de un ángel caído: la insoportable conciencia de nuestra mortalidad. Las aprehensiones angélicas de Hamlet son el indicio de mortalidad más claro de cualquier obra de la literatura imaginativa. El dilema de estar abierto al anhelo trascendental incluso cuando estamos atrapados dentro de un animal moribundo es el conflicto del ángel caído, es decir, de un ser humano totalmente consciente. La vejez, la enfermedad y la muerte fueron vistas como demonios en la mayoría de las tradiciones del mundo, y la pareja «la muerte y el diablo» es una de las frases cristianas más famosas. Los ángeles caídos son, no en un sentido ideológico sino como imágenes del conflicto humano esencial, mucho más importantes para nosotros.
    Creo que la actual obsesión norteamericana postmilenaria por lo que denominamos ángeles es principalmente una máscara para evadirnos del principio de realidad, es decir, de la necesidad de morir. Hay una diferencia muy pequeña entre las denominadas experiencias cercanas a la muerte y el culto popular por los ángeles. Tanto las experiencias cercanas a la muerte como el angelicismo han sido comercializados con éxito y siguen siendo industrias en expansión. Pero, al contrario, leer de forma profunda está en declive, y si olvidamos cómo leer y por qué, podemos ahogarnos en los medios de comunicación visuales. Los ángeles caídos, como insisten Shakespeare y Milton, nunca deberían dejar de leer. El santo Emerson dijo una vez que todos los norteamericanos eran poetas y místicos, y ésta sigue siendo una afirmación acertada, incluso aunque su poesía y su misticismo se desvaloricen ahora con demasiada frecuencia. Pero esta es la Tierra del Ocaso; nuestra cultura, tal como es ahora, se dirige al ocaso. El ángel del Ocaso está cerca, caído pero aún capaz de un último esfuerzo. ¿Acaso no es Estados Unidos ese ángel? Definitivamente, ser un ángel caído no es la peor de las condiciones, ni tampoco la menos imaginativa.
    Angels in America , la obra de Tony Kushner, es probablemente el ejemplo norteamericano más reciente de en qué sentido todos nosotros somos ángeles caídos. Los ángeles de Kushner han sido abandonados por Dios y deciden demandarle por abandono. Por desgracia para todos nosotros, Dios contrata al realmente satánico Roy Cohn como abogado defensor, y los ángeles pierden el caso. Como parábola de nuestra situación actual, la visión de Kushner es maravillosamente apropiada.

¿Para qué sirve una conciencia que implica algún sentido de ser un ángel caído? Mi pregunta es totalmente pragmática, al igual que mi respuesta. El amor y la muerte, de acuerdo con la revelación hermética, se originaron al mismo tiempo cuando el andrógino hombre divino creó por primera vez algo para él o para ella. Lo que creó ella fue un reflejo de sí misma, contemplado en el espejo de la naturaleza. En aquel momento de creación/reflejo nos dividimos en hombres y mujeres, y por primera vez también nos venció el sueño.


    Angelicismo


    Por tanto, el amor y el sueño nacieron juntos, y el amor engendró la muerte. Este mito hermético es algo desconcertante, pero a mi entender explica nuestra caída de forma mucho más hábil que san Agustín. No llamaría hermético a Shakespeare, como hizo la difunta dama Frances Yates, porque Shakespeare incluye el hermetismo al igual que incluye todo lo demás; pero el hermetismo no puede incluir a Shakespeare. Pero creo que Hamlet ve los dilemas del amor y la muerte con un espíritu más hermético que cristiano o escéptico. Hamlet es un ángel caído en el sentido hermético; ha aprendido que el amor, ya sea erótico o familiar, engendra muerte. «Somos Hamlet», dijo William Hazlitt.


    Ángeles caídos


    Nuestros impulsos más creativos nos empujan a enfrentarnos con el espejo de la naturaleza, donde contemplamos nuestra propia imagen, nos enamoramos de ella y pronto caemos en la conciencia de la muerte. Aunque llamo a este angelicismo «caído», es la condición inevitable siempre que intentamos crear algo nuestro, ya sea un libro, un matrimonio, una familia, el trabajo de toda una vida. No puedo pedir a ustedes, ni tampoco a mí mismo, que ensalcen un angelicismo que crea de manera tan profunda en la paradoja de que el amor engendra muerte. Y, a pesar de todo, ésta es la gloria dolorosa, o el dolor glorioso, de nuestra existencia como ángeles caídos. Llámenlo Yeziat , «salid», Abraham de Ur, Moisés de Egipto, o Jacob hacia Israel, la Tierra Prometida de Yahvé.


«Hay libros cortos que, para entenderlos como se merecen, se necesita una vida muy larga».
    Francisco de Quevedo

HAROLD BLOOM, profesor de Humanidades en la Universidad de Yale, ganador del MacArthur Prize Fellow y miembro de la American Academy of Arts and Letters, ha sido calificado como «un coloso entre los críticos» por el New York Times Magazine . Entre sus libros destacan obras de referencia como El canon occidental; Cómo leer y por qué; Shakespeare: la invención de lo humano o ¿Dónde se encuentra la sabiduría?

MARK PODWAL es autor e ilustrador de diversos libros. Sus obras están expuestas en las colecciones del Metropolitan Museum of Art, The Victoria and Albert Museum y el Carnegie Museum of Art, entre otros museos.

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