martes, 12 de mayo de 2020

. El «caso» Heidegger Heidegger. El nazismo, las mujeres, la filosofía FRAGMENTO




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    Heidegger es el objeto o el motivo, muy especialmente en Francia, de una polémica permanente, cuyo centro de gravedad es, por supuesto, la relación que puede suponerse entre sus trabajos filosóficos, que hicieron del nombre propio «Heidegger» una referencia fundamental de todo el siglo  XX intelectual, y sus compromisos ideológicos e institucionales, que al menos a comienzos de la década de 1930, e incluso hasta el fin de la guerra, acoplaron ese mismo nombre propio a la política nacionalsocialista y/o al Estado nazi, sin que el filósofo, por otra parte, haya ofrecido una explicación valiente respecto de la cuestión, cualquiera que fuese su convicción secreta, en los años posteriores.
    Esta polémica se habría mantenido en un nivel elemental, como ocurrió durante mucho tiempo, si se hubiera limitado a comprobar que un filósofo, por grande que sea, puede equivocarse completamente en ámbitos en los que bien se sabe que lo real no es reducible al concepto que ese mismo filósofo propone de él. No es difícil señalar en toda la historia de la filosofía una suerte de disparatorio de las certezas falsables y los compromisos dudosos. Cuando recordamos lo que dicen Rousseau, Kant o Auguste Comte de las mujeres; Hegel y tantos otros de los africanos; Leibniz o Fichte de los alemanes; Descartes o Malebranche de la física de los sólidos; Aristóteles de los esclavos; Platón de la poesía épica o lírica, o Schopenhauer o Santo Tomás de Aquino de la sexualidad, ya no exigimos a ningún filósofo que sea presentable en todas las materias. Lo cual significa únicamente que la filosofía es una actividad singular, cuya relación inevitable con una especie de deseo enciclopédico es también el lugar privilegiado de una errancia.
    La mencionada polémica también habría podido quedar circunscripta, en cierto modo, por consideraciones metapolíticas cuyo núcleo es la relación ardua entre la acción política y la categoría filosófica de verdad o de absoluto. La filosofía, en su derrotero principal, al construir su concepto de verdad como antinómico de las opiniones, no admite con facilidad que la política quiera moverse en la completa libertad de estas últimas y pretenda así sustraerse a la autoridad de lo Verdadero y, por lo tanto, a la de la propia filosofía. Esto nos conduce a la conocida observación efectuada por Hannah Arendt en 1969, en el momento mismo en que expresa públicamente su enorme admiración por Heidegger: «La inclinación a lo tiránico puede verificarse en las teorías de casi todos los grandes pensadores». Esta observación pone a Heidegger en la misma bolsa que Platón, lo cual dista, aun a juicio de Arendt, de ser una mera condena: «Tanto Platón como Heidegger, a la vez que se comprometían en los asuntos humanos, recurrían a los tiranos y los dictadores», sigue escribiendo, y estima con justa razón «escandalosos» esos recursos, pero por eso mismo ve en ellos la confirmación, por la vía negativa, de que Heidegger pertenece sin duda a la sucesión de los «grandes pensadores». Esos grandes pensadores, afirma en sustancia Hannah Arendt —a excepción de los escépticos y de Kant, ese escéptico sutilmente disfrazado—, harían mejor en abstenerse de todo compromiso «en los asuntos humanos», en los que impera no la verdad absoluta, sino el juicio, siempre relativo a la diversidad del ser-juntos. En todo caso, si a Heidegger puede declarárselo culpable de algo, no es de su retiro en el pensar y de la obra capital resultante de ello, de su «vida contemplativa», sino únicamente del hecho de haberse creído en la necesidad de envolver en cierta fraseología, en la que arriesgaba algunos de sus conceptos, su fascinación circunstancial por la acción y el poder, aunque la oportunidad de ese compromiso fuera notoriamente criminal.

Controversia local 1

Barbara Cassin - Wikipedia, la enciclopedia libre


    —Barbara Cassin se pregunta si no habría que reemplazar aquí «circunstancial» por «esencial», dado que ningún «gran pensador» consiente en abstenerse del imposible sintagma «filosofía política». Sería menester diferenciar la idea de que «los grandes pensadores no son, y es muy lógico que así sea, presentables en todas las materias», de otra idea, que es sin duda la de Hannah Arendt, y que se expresaría así: «ningún gran pensador puede ser políticamente presentable», justamente en razón de que las categorías de la «vida contemplativa» muestran una radical inadecuación en la acción política. Para ella, las excepciones serían al menos tanto Aristóteles como Kant. ¿Esta excepción confirma la regla, o establece que hay grandes pensadores que son también grandes pensadores políticos, porque están dotados de juicio y de gusto? Se trata aquí de la misma división trazada por Aristóteles en el caso de Tales: este es sophos pero no phronimos , sabio y erudito pero no prudente, cuando arrienda todas las prensas e instaura el primer capitalismo de acaparadores… con la salvedad de que la fortuna hecha entonces por Tales sólo cobra sentido en respuesta a la risa de la criada tracia que se burló de él cuando, mientras observaba las estrellas para predecir el tiempo, el filósofo cayó en el pozo. Tales quiere mostrarle (es una epideixis , tanto una actuación como una demostración) que la meteorología, como parte de la sophia , permite acopiar trigo, a condición de que se lo quiera hacer, de lo cual el filósofo prudente y de tal modo verdaderamente sabio no se preocupa. Un hombre digno de ese nombre debe ser phronimos , para Arendt al igual que para Aristóteles. Y la sophia del pensador, cuando éste interviene en los asuntos del mundo, está como tal, y por sí sola, desprovista de prudencia y de sabiduría práctica.
    —Alain Badiou admite, con Barbara Cassin, que el sintagma «filosofía política» es insostenible, pero por razones opuestas. La política, si no se puede reducir a la administración de los asuntos, es por sí misma un procedimiento de verdad, referido a las capacidades de la acción colectiva y organizada, y no tiene en tal concepto necesidad alguna de la filosofía (como tampoco la necesitan, por ejemplo, la física nuclear, la abstracción lírica o la poesía amorosa preislámica). La relación de la filosofía con la política no conduce de ninguna manera a una «filosofía política», sino a una renovación —bajo la condición de la existencia (siempre problemática, y en todo caso poco frecuente) de secuencias políticas— de ciertos conceptos filosóficos, sobre todo de los que gravitan en torno a la relación entre «verdad» y «multiplicidad», en la mediación de la existencia de un Sujeto colectivo. Y no se trata en absoluto de «juicio» o de «gusto», así como, por lo demás, tampoco se trata de ello en la política propiamente dicha, que supone protocolos de decisión y de organización cuyo personaje principal no es, por cierto, el espectador, sino el militante. Que el filósofo, cuando se «mezcla en los asuntos del mundo», al decir de Hannah Arendt, sea como todo el mundo, es un hecho irrefutable. ¿A un filósofo que habla de poesía se le pide que sea un buen poeta, o acaso, si habla de matemática, que sea un matemático de primer orden? El compromiso propiamente político de Heidegger, si se lo juzga en función de lo que es su filosofía, fue pues «circunstancial». Para la propia Arendt, señalémoslo, ese tipo de compromiso sigue siendo esencialmente distinto del «retiro» en el que se meditan los conceptos filosóficos. Tratándose de Heidegger; se comprueba, además, que los elementos constituyentes de su filosofía fundamental existen mucho antes de su militancia nazi y, por ende, no pueden deducirse de esta de manera «esencial». El tratamiento que Kant o Aristóteles dan a la política es, por desdicha para ellos, mucho más próximo a una «filosofía política», pragmática, respetable, inesencial en sustancia, y reducida por impotencia al solo «juicio», en cuanto está centrada en la idea narcisista de «lo bueno es la clase media», una clase que jamás dispone de una capacidad política autónoma. Muy otra es la visión filosófica (a secas) que organiza la relación retroactiva con la política de Platón, cuya única inquietud es perfeccionar su concepto de la Idea; de Hegel, en busca de una dialéctica de la totalidad, o de Heidegger, que reconstruye filosóficamente la Historia, incluida la historia de las políticas, como el historial del ser.
    —Barbara Cassin rechazará con tesón la pretensión de liberar a Heidegger de la responsabilidad de su nazismo, a través de una indulgencia arendtiana capaz de equívoco, en función de una concepción de la filosofía como políticamente no pertinente por esencia. Pero que la filosofía, de una manera u otra, se constituya como metalenguaje de lo político; que la ontología (el Ser, la Verdad), así como la ética (el Bien), pretendan determinar la política; en síntesis, que deba considerarse a ésta en la perspectiva de la verdad, es lo que le parece, como a Arendt, temible. Temible, de Platón a Heidegger y a Badiou. Por eso es indudable que Alain Badiou tiene toda la razón al destacar que la desviación, en el caso genérico de Heidegger, no podría partir de lo político y que estaba presente con anterioridad a cualquier nazismo: Heidegger sostiene (y esto, mutatis mutandis , se aplica a él mismo) que si los griegos pudieron y debieron llegar a fundar la polis fue porque eran un pueblo esencialmente apolítico, a saber: un pueblo ligado al ser. Ahora bien, por una parte, esto es falso: Homero, la tragedia, la sofística y hasta la definición aristotélica del hombre como animal dotado de logos lo prueban, cada uno a su manera. Por la otra, es peligroso, y Cassin no tiene ningún interés en creer que donde está el peligro crece también lo que salva. Por eso argumenta que, a su juicio, el problema no es el militante, sino el filósofo militante.
    En Francia, de manera muy particular, la polémica surgida en torno a Heidegger no pudo mantenerse en el tipo de límites razonables que implica esta clase de discusión, normada en definitiva por una separación asumida entre filosofía y política. No podemos dar aquí todas las razones de esta «excepción francesa», como siempre poco lucida. Empero, hay algo muy claro: toda la creación filosófica francesa de las décadas de 1930 a 1970, una creación de la cual puede decirse, sin exagerar, que fue mundialmente reconocida y a veces dominante, mantuvo una relación esencial, aunque fuera crítica, con la empresa de Heidegger. Basta con mencionar a Sartre, Merleau-Ponty, Lautman, Derrida, Foucault, Lacan, Nancy, Lacoue-Labarthe (la excepción es Deleuze, lo cual, en efecto, hace pensar) para entender de qué se trata. Acometer con la más extrema violencia contra Heidegger también es —es sobre todo— arreglar cuentas con esta gloriosa secuencia filosófica, que fue el momento de una relación fuerte entre el trabajo conceptual y la política revolucionaria bajo todas sus formas. Hay un mediocre aspecto revanchista —aliado, como suele suceder, a una pulsión reaccionaria— en el deleite que encuentran algunos en descubrir las bajezas del pensador. Lo cierto es que, entre nosotros, la polémica cicatrizó poco a poco sus bordes extremos como los únicos pertinentes: por un lado, aquellos que, instalados en el culto al pensador, niegan categóricamente que haya habido, ya sea en su vida como en su filosofía, algo que mantuviera una relación cualquiera con el nazismo; por el otro, aquellos para quienes Heidegger fue de pies a cabeza un ideólogo del nazismo, e incluso el inspirador, tan activo como secreto, de sus peores aspectos, y a los ojos de los cuales queda, por lo tanto, totalmente desacreditado como filósofo y debe ser retirado de los programas en todos los países democráticos. Mencionemos, para dar a entender de qué hablamos, al defensor incondicional François Fédier y al implacable fiscal Emmanuel Faye.


    Se advertirá el tradicional punto en común que las leyes de la dialéctica imponen siempre discernir entre dos posiciones extremas, a saber: una caracterización indivisible del objeto del litigio. Para unos, el pensador domina necesariamente en su totalidad su siglo y, en consecuencia, no podría haberse empapado en lo que su tiempo tenía ora de miserable, ora de criminal. Para otros, el nazi corrompió, también en su totalidad, hasta la más mínima de sus pretensiones filosóficas. ¿No considera acaso Emmanuel Faye que la operación de Heidegger puede definirse como «la introducción del nazismo en la filosofía»? Más o menos como si definiéramos a Platón como la introducción de un fascismo siciliano en la filosofía —posición que, dicho sea de paso, es en alguna medida la de Popper. 
Controversia local 2 

    —Barbara Cassin plantea entonces estas preguntas: ¿Fascismo siciliano o filósofo-rey? ¿Nazismo o historia del sentido del ser (por lo tanto, Gelassenheit , serenidad invasiva del pastor existencial, y Selbstbehauptung , autoafirmación, de la universidad alemana)? ¿Cuál es, por ejemplo, el verdadero reproche de Arendt? No tendríamos que ser nosotros quienes nos halláramos en la situación de ayudas de cámara. A decir verdad, tenemos que considerar a cada filósofo o pensador como singularmente fractal. Sin embargo, si se lo engloba bajo la mirada del Uno, hay que tomarlo en consideración, por consiguiente, desde su más grande Uno, y brindarles a las críticas la posibilidad de que sea de ese modo.
    —Alain Badiou hace notar que la propia Hannah Arendt habla de la intervención de Platón (o de Heidegger) en los «asuntos del mundo», y se refiere pues a circunstancias precisas, cuya naturaleza es, a su entender, distinta de todo lo que gobierna el «retiro» del filósofo. Ella sostiene que todo lo que Heidegger (o Platón) se mostró capaz de hacer en el entorno de ese retiro fue decisivo para la historia del pensamiento. Heidegger siempre es, a sus ojos, el pensador clave del siglo  XX . Por consiguiente, de acuerdo con la visión de Arendt, no cabe hallar en todos los conceptos del filósofo huellas, o hasta pruebas o reflejos, de su compromiso empírico con el nazismo. De igual manera, entre la educación de los guardianes, figura del comunismo de la Idea, o la de la filosofía como forma subjetiva apropiada para una colectividad digna de ese nombre (es decir, liberada del principio de interés), por una parte, y la tentativa de llegar a ser en Sicilia el consejero intelectual de aquel que, según se espera, podrá convertirse en un déspota ilustrado, por la otra, no hay transición natural ni deducción que se sostengan. Es como si en los conceptos de Diderot buscáramos algo para (re)pensar sus coqueteos con Catalina la Grande, y termináramos por concluir que él fue un filósofo de la servidumbre. Si la política activa es intrínsecamente distinta de la filosofía conceptual —axioma en apariencia común a Arendt y Badiou—, [1] son los juicios como «los grandes pensadores no son políticamente presentables» los que están en la órbita de la «filosofía política», pues pretenden calificar un comportamiento político a partir del ser-filósofo.
    Ese principio de indivisibilidad caracteriza siempre al extremismo, porque produce la fusión del Uno y el Todo: la unidad del pensamiento de Heidegger debe ser idéntica a la totalidad de sus escritos, pensamientos, caprichos, acciones y declaraciones. Basta entonces con aislar un punto del Todo para representar esa unidad, ya que ésta es omnipresente. Debido a ello, para los unos, la importancia y la grandeza evidentes de tal o cual texto hacen imposible la consideración de algunas tonterías y horrores, y para los otros, la candidatura al rectorado bajo el gobierno nazi y algunas declaraciones antisemitas vulgares hacen imposible la apreciación de la novedad y la fuerza de los temas fundamentales de la obra filosófica.
    Es cierto que con bastante frecuencia se hace necesario recordarles a los filósofos, arrebatados por un ímpetu especulativo —que es, por otra parte, legítimo y hasta esencial—, que el Uno de su pensar no es idéntico al Todo de las verdades posibles. Razón de más para no juzgar su obra sobre la base de la ecuación Uno = Todo, que organiza el conflicto devastador y sin salida de dos extremismos: el de la devoción y el de la destrucción.
    En cuanto a Barbara Cassin y Alain Badiou, siempre han pensado que esa gigantomaquia estaba mal centrada.
    Se tendrá a bien considerar que sus posiciones respectivas en el campo filosófico dan peso al hecho de que, con respecto a esta cuestión, tengan la misma opinión. Cuesta mucho imaginar, en efecto, posiciones más opuestas, al menos en apariencia, que la de un hombre constructor de sistema, que tiene en vista una suerte de platonismo contemporáneo, y la de una mujer inspirada por las formas más sutiles del pragmatismo del lenguaje, que ha devuelto a los sofistas griegos toda su importancia en la génesis de nuestra modernidad. Se añadirá que el hombre se sitúa con firmeza en la herencia de los clásicos de la revolución comunista, en tanto que la mujer explora las nuevas posibilidades de una democracia de lo múltiple. Y discrepan incluso acerca del lugar de Heidegger: una, que asistió a sus últimos seminarios, acepta algunos motivos de la deconstrucción de la metafísica y apunta, en el fondo, a una suplementación subversiva, por la herencia de Gorgias, del Heidegger injertado en Parménides; el otro, distante desde siempre y luego convencido de que se puede y se debe continuar la metafísica, pero que afirma igualmente que Heidegger es el filósofo más grande del siglo  XX , y comparte con él tanto la inquietud por un pensamiento del ser como su hostilidad respecto de los sofistas.
    Para ser breves, podríamos   
decir que Badiou se apoya en la ontología, o pensamiento del ser, y que Cassin lo hace en lo que ha denominado «logología», o pensamiento de las acciones y actuaciones del lenguaje.
    Pues bien, en estas condiciones paradójicas, Badiou y Cassin piensan lo mismo con respecto al «caso Heidegger».

Controversia local 3

    —Barbara Cassin piensa entonces: Sólo tú (Alain) puedes mencionar así a Badiou y Cassin; yo no, desde luego, porque escribo como una mujer y no sé emitir un discurso de maestro, en general. ¿Ha de merecer esto, acaso, una nota o una observación introductoria sobre el emplazamiento de nuestras cuatro manos?
    —Alain Badiou: Se admitirá, con Lacan, que en la tipología de los discursos el del histérico (que exige un saber y al mismo tiempo rechaza la autoridad de éste para llevarlo más allá) parece superponerse con mayor facilidad a una posición femenina que aquel del maestro, que instaura por su propia autoridad un significante fundamental y pretende asegurar su influjo sobre todas sus consecuencias. La «masculinidad» especulativa es entonces vulnerable al dogmatismo, mientras que la «feminidad», crítica y performativa, es vulnerable al torbellino de los juicios infundados. Sostengo, claro está, que en las circunstancias presentes hay que afirmarse en las verdades, su existencia, sus consecuencias, en vista de que la circulación y la comunicación de las opiniones hacen del más esencial de nuestros fetiches intelectuales, la «libertad de opinión», el sitio privilegiado de la nada. Decir «Cassin y Badiou afirman que» se destaca con cierta altura, en efecto, sobre el amistoso, el jovial, el modesto «Barbara Cassin y su amigo y colega Alain Badiou sostendrían de buena gana, con otros, e imaginando con facilidad que se pueda sostener lo contrario, el punto de vista de que…».
    Su posición, en el fondo muy simple, es que hay que aceptar la siguiente paradoja: Sí, Heidegger fue nazi, no un nazi de primera importancia, sino un nazi común y corriente, un pequeñoburgués nazi de provincia. Sí, Heidegger es, sin ninguna duda, uno de los filósofos más importantes del siglo  XX .
    Con esta visión de las cosas, Barbara Cassin y Alain Badiou publicaron en 2007, en la colección «L’Ordre philosophique» de Éditions du Seuil, dirigida a la sazón por ellos, las cartas que Heidegger le había escrito a su mujer, por lo menos aquellas que, dentro de una probable primera selección efectuada por los esposos, habían sido publicadas por su nieta, Gertrud Heidegger.
    Cassin y Badiou elaboraron entonces, para dicha publicación, un prefacio titulado «De la correlación creadora entre lo Grande y lo Pequeño», donde se ocupaban no sólo de la paradoja del gran filósofo extraviado en el nazismo, sino también de un aspecto muy llamativo de esa correspondencia, a saber: la relación del mismo gran filósofo con las mujeres. Con su mujer Elfride, naturalmente, pero también con muchas otras de quienes, en el transcurso de su larga vida, había sido amante. Teníamos allí la figura de una pareja atormentada e indestructible, que constituía algo así como una réplica provinciana y alemana de la pareja Sartre-De Beauvoir, francesa y parisina.
    Después de diversos episodios jurídicos, ese prefacio fue prohibido a solicitud de los derechohabientes de Heidegger, y los volúmenes de la correspondencia que lo incluían y aún estaban en circulación fueron destruidos.
    A diferencia de la correspondencia, el prefacio nos pertenece. Hemos decidido volver a publicarlo, revisado y aumentado, puesto que nuestra posición sobre el «caso Heidegger» y, en términos más generales, sobre las relaciones entre la vida finita de los filósofos y la infinitud latente de su pensamiento, aún hoy muy minoritario, no podría aceptar ese tipo de censura, ya proviniera de una u otra de las posiciones consolidadas o de la vieja alianza entre la familia y la propiedad.
    Lo que sigue es, pues, el despliegue de nuestro viejo prefacio.


2 Acerca de los usos de la palabra «judío»

    Habida cuenta del curso de los acontecimientos en Francia, que acabamos de recordar, podría ocurrir que muchos lectores emprendieran la lectura de las cartas de Heidegger a su mujer armados de una única pregunta, del estilo: «Veamos si hay aquí algo de nazismo y antisemitismo». Tanto más cuanto que la destinataria de las cartas, Elfride, la mujer del gran hombre, tenía la reputación —justificada— de haber estimado siempre a Hitler y despreciado a los judíos.
    Ese abordaje se revelará decepcionante, por dos razones.
    La primera, fáctica, es que en ese dossier epistolar pocas cosas dan fe de su pertinencia. En las cartas no se encuentra nada que pueda modificar las opiniones establecidas, ni en lo que concierne a los usos de la palabra «judío» ni en lo que atañe al compromiso nazi.


    Comencemos por el antisemitismo.


    Una advertencia de alcance general: el volumen publicado contiene apenas una séptima parte, más o menos, de las aproximadamente mil cartas y tarjetas escritas entre 1915 y 1970. Proponemos dar crédito a lo que dice Gertrud, la nieta de Elfride, cuando explica los principios de su selección (que por cierto la hay): «Para no dar pábulo a ninguna especulación, incorporé al libro todas las cartas correspondientes al período 1933-1938. Se han citado, además, todas las declaraciones antisemitas o políticas en relación con el nacionalsocialismo, que son, en definitiva, poco numerosas» (pág. 36). [2] Silencio, pues, sobre la «escalada de las persecuciones contra los judíos» (pág. 265) en las cartas conservadas. Sin lugar a dudas, muy pocas cartas conservadas: nueve entre 1933 y 1938, a pesar de que por entonces Heidegger no solía estar mucho en su casa. «Hoy ya no es posible saber si se perdieron o fueron destruidas, y en este último caso, por obra de quién y cuándo», dice Gertrud (pág. 35). Es muy probable que hayan sido destruidas, y de común 
acuerdo.

    Es sabido, en efecto, que una parte de la actividad de Heidegger después de la guerra consistió en organizar una compleja defensa de lo que había sido su actitud o, mejor, sus actitudes durante la guerra; una defensa que entrañaba, como es obvio, una parte significativa de disimulo, al mismo tiempo que modificaciones, sin ninguna duda meditadas y asumidas, de su pensamiento fundamental. ¿Habremos de reprochárselo? Este hombre, cabe recordarlo, no pasó por los procedimientos de «desnazificación» instaurados en 1945 por los ocupantes aliados. Fue juzgado y condenado. Después de ello, se rehízo con paciencia, reconstruyó su reputación con la ayuda permanente de muchos «amigos franceses», como él mismo decía, y a buen seguro la de su esposa, de quien puede suponerse que al acompañarlo en esa dura experiencia consolidó sus posiciones frente a la invasión femenina que el Pensador, con su afición a las faldas, convertía en una amenaza perenne. Heidegger intentó así reconstruir su reputación sin tener que obligarse a una renegación explícita de sus posiciones sucesivas, lo cual era un ejercicio temible que él llevó adelante con habilidad y perseverancia. Puede decirse, desde luego, que hubiera sido preferible una actitud más frontal con la historia real del crimen, pero también puede pensarse, como Spinoza —en uno de sus más brillantes teoremas—, y contra la estúpida atmósfera moralizadora que se ha diseminado por doquier, con jefes de Estado que utilizan la televisión para pedir «perdones» que no les cuestan nada, y con «memorias» oficialmente propiciadas, que «el arrepentimiento no es una virtud».

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