martes, 19 de mayo de 2020

James Joyce Edmund Wilson FRAGMENTOS



II
    Ésta es la historia de Ulysses a la luz de su paralelo homérico; pero una descripción así no da realmente una idea suficiente de lo que es este libro, de sus descubrimientos psicológicos y técnicos y de su magnífica poesía.
    Calculo que Ulysses es la novela más completamente «escrita» desde tiempos de Flaubert. El ejemplo del gran poeta en prosa del naturalismo ha influido profundamente en Joyce, en su actitud hacia el mundo burgués moderno y en el contraste que implica el paralelo homérico de Ulysses entre nuestro propio mundo y el antiguo, así como en el ideal de objetividad rigurosa y de adaptación del estilo al tema, del mismo modo que la influencia de aquel otro gran poeta del naturalismo, Ibsen, es obvia sobre la única obra teatral de Joyce, Exiles . Pero, en general, Flaubert se había limitado a ajustar la cadencia y la frase precisamente al estado de ánimo u objeto descritos; y, aun así, más le ocupaban la frase que la cadencia, y más el objeto que el estado de ánimo, pues estado de ánimo y cadencia no varían realmente mucho en Flaubert: él nunca se encarna en sus personajes ni identifica su voz con la de ellos, y, como resultado, el propio tono característico de Flaubert, entre sombrío, pomposo e irónico, se vuelve a la larga un poco monótono. Pero Joyce, en Ulysses , no sólo se propuso transmitir, con la máxima exactitud y belleza, las visiones y sonidos entre los que se mueve su gente, sino que, mostrándonos el mundo tal como sus personajes lo perciben, hallar el vocabulario y ritmo únicos que representasen los pensamientos de cada cual. Si Flaubert enseñó a Maupassant a buscar los adjetivos precisos que distinguieran a un determinado conductor de otro conductor de coche de la estación de Ruán, Joyce se propuso la tarea de encontrar el dialecto exacto que distinguiera los pensamientos de un determinado dublinés de los de la otra gente de Dublín. Así, se representa la mente de Stephen Dedalus mediante una urdimbre de brillantes imágenes poéticas y abstracciones fragmentarias y motivos de procedencia libresca, en un tono sobrio, melancólico y arrogante; la de Bloom, mediante una notación rápida en staccato , prosaica pero vívida y alerta, de ideas que se lanzan en todas las direcciones y que son resultado de otras ideas; los pensamientos del padre Conmee, rector del colegio jesuita, mediante una prosa precisa, perfectamente incolora y metódica; los de Gerty-Nausícaa, mediante una combinación de coloquialismos de colegiala con jerga de novela rosa, y las reflexiones de la señora Bloom, mediante un largo e ininterrumpido ritmo propio del acento irlandés, como el oleaje de un mar profundo.
    Joyce nos hace así penetrar directamente en la conciencia de sus personajes, y a este fin se valió de unos métodos que Flaubert nunca soñó: los métodos del simbolismo. En Ulysses ha explotado, como ningún otro escritor pudo antes siquiera imaginar, las fuentes del simbolismo y del naturalismo. La novela de Proust, pese a ser genial, tal vez represente un incurrir en la decadencia de la narrativa psicológica: al final permite que el elemento subjetivo invada y hasta deteriore aquellos aspectos de la narración que en realidad debería haber mantenido con estricta objetividad si pretendía que el lector diera lo ocurrido por verídico. Pero la comprensión joyceana de su mundo objetivo nunca decae: su obra está inquebrantablemente fundada sobre bases naturalistas. Si À la Recherche du temps perdu deja muchas cosas vagas —la edad de los personajes y a veces las circunstancias reales de sus vidas, y, lo que es peor, la posibilidad de que ellos no sean sino malos sueños del protagonista—, el Ulysses ha sido ideado con lógica y documentado con exactitud hasta el último detalle: todo lo que ocurre es perfectamente consistente, y sabemos con precisión lo que los personajes llevaban, cuánto pagaron por las cosas, dónde estaban en los distintos momentos del día, qué canciones populares cantaban y qué noticias leyeron en los periódicos el día 16 de junio de 1904. Pese a lo cual, cuando se nos da acceso a la mente de cualquiera de ellos, nos vemos en un mundo tan complejo y especial, un mundo en ocasiones tan fantástico y oscuro, como el de un poeta simbolista —y un mundo trasladado por similares rasgos lingüísticos—. Más a nuestras anchas estamos en las mentes de los personajes de Joyce que lo estaremos probablemente, salvo después de algún estudio, en la mente de un Mallarmé o de un Eliot, porque mayor es nuestro conocimiento de las circunstancias en que ellos viven; pero se nos confronta ante la misma clase de confusión de emociones, percepciones y razonamientos, y es probable que nos sintamos desconcertados a causa de la misma clase de lagunas de pensamiento, cuando ciertos vínculos en la asociación de las ideas caen en el inconsciente de forma que nos obliga a adivinarlos por nosotros mismos.
    Pero Joyce ha llevado más lejos los métodos del simbolismo que simplemente el de situar una escena naturalista y entonces, en aquel marco, representar directamente el alma de los distintos personajes, mediante monólogos simbolistas, como los de Mr. Prufrock o L’Après-midi d’un faune . Y es el hecho de que no siempre se detuviera aquí lo que vuelve muy enigmáticas algunas partes de Ulysses cuando las leemos por primera vez. En la medida en que se trata de monólogos interiores dentro de escenas realistas, nos enfrentamos a elementos familiares meramente combinados de un modo novelesco; es decir, en lugar de leer: «Bloom se dijo a sí mismo: “Podría ingeniármelas para escribir un relato que ilustrara tal o cual proverbio. Podía firmarlo así: señor y señora L.M. Bloom”», leemos: «Might manage a sketch. By Mr. and Mrs. L.M. Bloom. Invent a story for some proverb which?». [7] Pero a medida que avanzamos en Ulysses vemos que las escenas realistas se van extrañamente distorsionando y disolviéndose y nos sorprende la introducción de voces que no parecen pertenecer ni a los personajes ni al autor.

    El punto está en que Joyce se ha propuesto hacer de cada uno de los episodios una unidad independiente que mezclará las distintas series de elementos de cada cual —las mentes de los personajes, el lugar donde se hallan, el ambiente que los rodea, la sensación del momento del día—. En A Portrait of the Artist , Joyce había hecho experimentos, al igual que Proust, de variar la forma y el estilo de las diversas secciones de acuerdo con las diferentes edades y fases del protagonista: de los fragmentos infantiles de impresiones de niñez, pasando por las revelaciones extáticas y las terribles pesadillas de adolescencia, a las serenas notaciones de su juventud. Pero, en A Portrait of the Artist , Joyce lo presentaba todo desde el punto de vista de un personaje único y particular, Dedalus; mientras que en Ulysses se ocupa de varios y distintos personajes —Dedalus ha dejado de ser el centro—, y, además, su método, que nos permite vivir el mundo de dichos seres, no es siempre una mera cuestión de ir cambiando del punto de vista de uno al punto de vista del otro. A fin de entender lo que está haciendo aquí Joyce, hay que imaginar una serie de poemas simbolistas, que en sí mismo suponen personajes cuyas mentes se representan de modo simbolista y que no dependen de la sensibilidad del poeta que habla en nombre propio, sino de la imaginación del poeta que desempeña un papel absolutamente impersonal y que siempre se autoimpone las restricciones naturalistas relativas a la historia narrada, al mismo tiempo que se permite ejercer todos los privilegios simbolistas relativos al modo de contarla. Probablemente no contamos con esto en los primeros episodios de Ulysses : son más sobrios y claros que la luz matinal de la costa irlandesa en que se sitúan: las percepciones que del mundo externo tienen los personajes suelen distinguirse de los pensamientos y sentimientos que aquéllas les suscitan. Pero en la redacción del periódico, por primera vez, un ambiente general empieza a crearse, más allá de la individualidad de los personajes, mediante una puntuación del texto con titulares periodísticos que anuncian en la narración los incidentes. Y en la escena de la biblioteca, que tiene lugar a primera hora de la tarde, la gente y el marco exterior empiezan a disolverse en la percepción de Stephen, realzados y borrosos por el alcohol de la hora de la comida y por la excitación intelectual de la conversación, en la mansedumbre y semioscuridad de la biblioteca: «Eglintoneyes, quick with pleasure, looked up shybrightly. Gladly glancing, a merry puritan, through the twisted eglatine». [8] Sin embargo, aquí aún todo lo vemos a través de los ojos de Stephen, a través de los ojos de un único personaje; pero en la escena del hotel Ormond, que ocurre un par de horas después, nuestros ensueños se impregnan progresivamente del mundo circundante, a medida que la luz se extingue y se acumulan las impresiones del día; y la visión y sonidos y las vibraciones emocionales y el deseo de alimento y bebida avanzada la tarde; las risas; el pelo bronce y oro de las camareras, el ruido del coche de Blazes Boylan en su camino a casa de Molly Bloom; el repique de los cascos de los caballos, cuyo estruendo penetra por la ventana abierta; la balada que canta Simon Dedalus; el son de acompañamiento del piano, y la cena confortable de Bloom, todo ello —aunque no lo perciba por completo, del comienzo al fin, el propio Bloom— se mezcla de un modo bastante ajeno a la manera naturalista en una armonía de sonidos intensos, de colores vibrantes, de emociones profundamente confusas y de luz en descenso. La escena en el burdel por la noche, donde Dedalus y Bloom están bebidos, tiene el efecto de imágenes movidas a cámara lenta en las que la visión intensificada de la realidad se torna fantasmagórica; y la decepción que sucede a la emoción de esta escena, el cansancio y la laxitud, en el refugio de la parada del cochero, desde donde Bloom se lleva a Stephen a un café, se expresan en una prosa tan insípida, fatigada y trivial como los incidentes que relata. Joyce logra aquí, por métodos distintos, un relativismo similar al de Proust: reproduce literariamente los distintos aspectos, las distintas proporciones y texturas, que adoptan cosas y gentes en los distintos momentos del día y bajo distintas circunstancias.

III
    No creo que el uso por parte de Joyce en Ulysses de todos estos recursos técnicos sea igualmente eficaz; pero, antes de su ulterior discusión, debemos enfocar el libro desde otro punto de vista.
    Ha sido siempre característica de Joyce el descuido de la acción, del relato, del drama, según la forma usual, y aun del impacto directo que cada personaje provoca sobre los demás, tal como suele ocurrir en la novela corriente, en favor del retrato psicológico. Hay una tremenda vitalidad en Joyce, pero muy poco movimiento. Como Proust, es más sinfónico que narrativo. Su narración tiene progresión, desarrollo, pero éstas son más musicales que dramáticas. El relato más elaborado e interesante de Dubliners —la historia titulada «The Dead»— es simplemente el informe de la modificación que en una sola tarde se origina en las relaciones entre marido y mujer a causa del descubrimiento, por el efecto producido en la mujer por una canción que ella ha oído en una reunión familiar, de sus relaciones amorosas con otro hombre; A Portrait of the Artist as a Young Man es simplemente una serie de cuadros del autor en los sucesivos estadios de su desarrollo; el tema de Exiles es, como el de «The Dead», la modificación de las relaciones entre marido y mujer como resultado de la reaparición del hombre que fue amante de la mujer. Y Ulysses , de nuevo, pese a sus vastas proporciones, es simplemente la historia de otro pequeño pero significativo cambio en las relaciones de otro matrimonio como resultado del impacto causado en su hogar por la persona de un joven poco menos que desconocido. La mayor parte de estas narraciones cubren sólo un período de pocas horas, y nunca se prolongan más allá. Explorar una de estas situaciones, establecer los mínimos y graduales reajustes, es todo lo que a Joyce le interesa.
    Todo, es decir, desde el punto de vista del incidente normal. Pero aunque Joyce carezca casi por completo de afán por los conflictos violentos o la acción vigorosa, su obra es prodigiosamente rica y viva. Su fuerza, en lugar de seguir una línea, se expande por todas las dimensiones (incluida la del tiempo) a partir de un solo punto. Una vida inagotable y compleja anima el universo de Ulysses : retornamos a él como quien vuelve a visitar una ciudad, en la que cada vez reconocemos más caras, entendemos a más personas, establecemos más relaciones, movimientos e intereses. Joyce ha ejercido una considerable inventiva técnica al darnos a conocer los elementos de su historia en un orden que nos permita establecer relaciones; pero dudo que haya una memoria humana capaz de responder, en una primera lectura, a los requerimientos de Ulysses . Y cuando lo releemos entramos por cualquier parte, como si de veras fuera algo sólido como una ciudad que en realidad existiera en el espacio y a la que pudiéramos tener acceso desde cualquier dirección —se dice que Joyce, al componer sus libros, trabaja simultáneamente las distintas partes—. Más que ninguna otra obra de ficción, salvo tal vez la Comédie humaine, Ulysses crea la ilusión de un organismo social vivo. Lo vemos sólo en el plazo de veinte horas, pero conocemos su pasado tanto como su presente. Tomamos posesión de Dublín, por la vista, el oído, el olfato, el sentimiento, la reflexión, la imaginación, el recuerdo.
    El manejo joyceano de este inmenso material, su método de dar forma al libro, no tiene paralelo alguno en la narrativa moderna. Los primeros críticos de Ulysses tomaron erróneamente la novela por un «trozo de vida» y le objetaron que era demasiado fluida o caótica. No reconocían un argumento porque no reconocían una progresión, y el título no les decía nada. Ni siquiera podían descubrirle un modelo. Sin embargo, resulta ahora evidente que Ulysses más se resiente de un exceso de diseño que de una falta de él. Joyce trazó un esquema de su novela, [9] al que han tenido acceso algunos de sus comentaristas, pero no ha permitido que se publicara en su integridad (si bien es de suponer que el libro que Stuart Gilbert anuncia sobre Ulysses incluya toda la información contenida en dicho esquema); y de él se deduce que Joyce se propuso cumplir hasta el detalle los requisitos de un proyecto sumamente complicado y que apenas podíamos adivinar, salvo en sus rasgos más obvios. Pues aun en caso de conocer su analogía con el relato homérico y de identificar algunas de sus correspondencias —de reconocer sin dificultad a los cíclopes en los fenianos de profesión feroz, o a Circe en la madama del burdel, o a Hades en el cementerio—, nunca habríamos sospechado con cuánta fidelidad y sutileza llevó a cabo dicho paralelo; nunca habríamos supuesto, por ejemplo, que cuando Bloom pasa por la Biblioteca Nacional mientras Stephen discute con los literatos, de un lado elude a Escila —es decir, Aristóteles, la roca del dogma— y del otro a Caribdis —Platón, la vorágine del misticismo—; ni que cuando Stephen se pasea por la playa está reconstruyendo el combate con Proteo —asunto este de primera importancia—, cuyas continuas transformaciones le revelan a Stephen los objetos que absorbe y arroja el mar, pero cuyas formas él será capaz de retener y fijar, como el Proteo homérico fue contenido y sojuzgado, por el poder de las palabras que le otorgan sus imágenes. Ni sabríamos que la serie de frases y sílabas onomatopéyicas situadas al comienzo del episodio de las sirenas —el canto en el hotel Ormond—, y elegidas de la narración que sigue, se supone que son temas musicales y que el episodio mismo es una fuga; y aunque percibamos el efecto irónico de las muestras del hinchado periodismo de Irlanda introducido a intervalos regulares dentro de la conversación con el patriota en la taberna, difícilmente comprenderíamos que ello obedece a una meditada técnica de «agigantamiento», pues, dado que los ciudadanos representan a los cíclopes y los cíclopes eran gigantes, debe hacerlo a escala colosal mediante un alarde de todas las trivialidades de su faramalla patriótica llevada a proporciones gigantescas. Nunca probablemente supondríamos todo esto, y de veras nunca supondríamos la inventiva que ha puesto Joyce en otras partes. No sólo, según nos informa el mencionado esquema, hay un elaborado paralelo homérico en Ulysses , sino que hay también un órgano del cuerpo humano y una ciencia humana del arte representados en cada episodio. Buscamos esto con cierta incredulidad, pero lo encontramos, está ahí en realidad, enterrado y oculto tras la fachada realista, plantado con esmero, explayado de modo inconfundible. Y a poco que se nos insinúe podremos seguir descubriendo toda clase de ornamentos y emblemas encubiertos: en el capítulo de los lotófagos, por ejemplo, hay incontables referencias a las flores; en el de los lestrigones, a la comida; en el de las sirenas, chistes sobre términos musicales; y en el de Eolo, en la oficina del periódico, no sólo muchas referencias al viento, sino —por ser la retórica el arte representado en este episodio, según Gilbert— centenares de distintas figuras de dicción.
    Ahora bien, en general, el paralelo homérico en Ulysses se lleva a cabo con intención y finura y se justifica por sí mismo: contribuye a dotar a la historia de una significación universal y permite a Joyce mostrarnos en las acciones y relaciones de sus personajes sentidos que tal vez no pudiera insinuarles fácilmente de otro modo, puesto que los propios personajes deben ignorar en buena parte dichos sentidos, y puesto que Joyce eligió un método estrictamente objetivo, según el cual el autor no debe inmiscuirse en la acción. Y hasta podemos aceptar que las artes y ciencias y los órganos del cuerpo humano hacen del libro un conjunto completo e integrado, si bien algo laboriosamente sistemático: el conjunto de la experiencia humana en un día. Pero cuando agrupamos todas estas cosas y consideramos el virtuosismo de los recursos técnicos, el resultado es algo desconcertante y confuso. Advertimos, como antes al examinar el esbozo, que cuando avanzábamos por primera vez en la lectura de Ulysses eran estos órganos y artes y ciencias y las correspondencias homéricas lo que a veces más se nos resistía. Sin saberlo, íbamos franqueando estos obstáculos con el propósito de seguir a Dedalus y Bloom. El problema era que, más allá del tema aparente y, como quien dice, bajo la superficie de lo narrativo, se nos proponían demasiados temas y demasiadas categorías distintas de temas.
    En mi opinión, es fácil, pues, concluir que Joyce elaboró demasiado Ulysses , que intentó poner en él demasiadas cosas. ¿Qué valor tienen todas las referencias a las flores en el capítulo de los lotófagos, por ejemplo? No crean en las calles de Dublín un ambiente de comer loto; simplemente nos deja perplejos, si no nos incitan a indagarlo, por qué hizo Joyce que Bloom pensara y viera ciertas cosas cuya explicación final es que son un pretexto para mencionar flores. ¿Y no malogran su objetivo las gigantescas interpolaciones del episodio de Calipso al hacer que nos sea imposible seguir la narración? Las interpolaciones son en sí mismas cómicas, el incidente relatado es una obra maestra de lenguaje y humor, la idea de combinarlas parece feliz; con todo, el efecto es mecánico y fastidioso: al final hay que volver a leerlo, omitiendo las interpolaciones, a fin de averiguar lo que ocurre. El ejemplo más claro de las posibilidades de fracaso de este método demasiado sintético, demasiado sistemático, es, a mi juicio, la escena en la maternidad. Antes he descrito lo que realmente ocurre allí después de trabajarlo en varias lecturas y a la luz del esquema de Joyce. Los Bueyes del Sol son la «fertilidad», el crimen cometido contra ellos es el «fraude». Pero, no contento con esto, Joyce se ha tomado la molestia de llenar el episodio con referencias reales al ganado y de incluir una larga conversación sobre los toros. En cuanto a la técnica adoptada, creo que en este caso no es nada apropiada a la situación, sino que se la ha dictado una pedantería puramente fantástica: Joyce describe aquí su método como «embrionario», en conformidad con el tema, la maternidad, y el capítulo está escrito como una sucesión de parodias de los estilos literarios ingleses, desde el latín macarrónico de los primeros cronicones hasta Huxley y Carlyle; la evolución del lenguaje que corresponde al crecimiento del niño en el útero materno. Ahora bien, en este episodio tiene lugar algo fundamental —el encuentro entre Dedalus y Bloom—, un importante eslabón en la narración. Pero se nos escapa porque bastante tenemos con seguir lo que ocurre en la tertulia de la taberna, un asunto en sí mismo más bien confuso, por medio del lenguaje de la Morte d’Arthur , los diarios del siglo  XVII , las novelas del XVIII y otras muchas especies literarias en las que por el momento no tenemos por qué interesarnos. Si atendemos a las parodias, nos perdemos la narración; y si intentamos seguir la narración, nos vemos incapaces de apreciar las parodias. Las parodias echan a perder la narración, y la necesidad de contar la narración por medio de aquéllas resta casi toda la vida de las parodias.
    Joyce tiene, como Proust, muy poca consideración por la capacidad de atención del lector; y uno siente, en el caso de Joyce como en el de Proust, que las longueurs que nos agobian, la combinación mecánica de elementos que no logran fundirse, son en parte resultado de un esfuerzo de sobrehumana energía por compensar mediante acumulación su inhabilidad para hacerlos progresar.
    Hemos llegado, en la maternidad, a la escena culminante de la narración, y Joyce nos deja allí, más que nunca, atascados. Olvidamos los Bueyes del Sol en la escena siguiente de la noche maravillosa de la ciudad, pero luego aún nos deja más atascados que antes en la decepción interminable de la espera del cochero y en el capítulo de preguntas y respuestas que se encarga de comunicarnos por el medio más opaco y menos atractivo posible la conversación de Dedalus con Bloom. El propio episodio de la noche de la ciudad y el soliloquio de la señora Bloom, que cierra el libro, se cuentan desde luego entre los mejores momentos de éste, pero las dimensiones de los otros tres capítulos últimos y el efecto discordante que produce el estilo de pastiche, al insertarlo dentro del estilo directamente naturalista, me parecen del todo insostenibles desde un enfoque artístico. Es natural que Joyce intentara contraponer los episodios insípidos y fastidiosos a los ricos y vívidos; asimismo, es parte esencial de su punto de vista la representación de las mutaciones más profundas de nuestras vidas como iniciándose de modo natural entre la noche y la mañana, sin que las partes interesadas aprecien por el momento su importancia, pero ciento sesenta y una páginas más o menos deliberadamente aburridas son demasiado peso muerto aún para las otras ciento noventa y nueve por llegar. Además, Joyce ha semienterrado la narración bajo el virtuosismo de sus recursos técnicos. Es casi como si la hubiera elaborado tanto y trabajado en ella tan largo tiempo que se hubiera olvidado, entretenido en escribir las parodias, del drama que inicialmente había intentado representar; o como si pretendiera divertirnos y abrumarnos con funciones y proezas para que no nos decepcionara lo inocuo —salvo por lo que a la escena de los borrachos se refiere— del encuentro final de Dedalus con Bloom; o incluso tal vez como si no quisiera que comprendiésemos totalmente la narración, como si, no del todo él consciente de lo que hacía, hubiera acabado por levantar entre ella y nosotros una muralla de prosa solemne y burlesca; como si se sintiera asustado y solícito por ella, y quisiera protegerla de nosotros.

EDMUND WILSON 
(Red Bank, 8 de mayo de 1895 – Talcottville, 12 de junio de 1972) fue un escritor estadounidense que destacó como crítico literario y como eslavista.
    Nació en Red Bank, Nueva Jersey (EE UU), y estudió en The Hill School y la Universidad de Princeton. Empezó la carrera de escritor como reportero en el New York Sun , y se alistó en el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Fue director de Vanity Fair en 1920 y 1921, y luegó trabajó en The New Republic y The New Yorker .
    Axel’s Castle: A Study in the Imaginative Literature of 1870-1930 (1931) es un estudio del Simbolismo y de Arthur Rimbaud, Auguste Villiers de l’Isle-Adam (autor de Axel), W. B. Yeats, Paul Valéry, T. S. Eliot, Marcel Proust, James Joyce, y Gertrude Stein. Wilson se centró en la cultura moderna como un todo, y gran parte de su escritura iba más allá de la crítica literaria estricta.
    En To the Finland Station , estudió el desarrollo del socialismo europeo, desde el descubrimiento de Vico por Jules Michelet en 1824 hasta la llegada de Lenin a la estación Finlandia de San Petersburgo en 1917 para liderar la Revolución Bolchevique.
    Las primeras obras de Wilson están muy influidas por las ideas de Freud y Marx, en cuyo trabajo estaba muy interesado. Los trabajos críticos de Wilson contribuyeron a que novelistas norteamericanos como Ernest Hemingway, John Dos Passos, William Faulkner, F. Scott Fitzgerald y Vladimir Nabokov consiguieran el aprecio del público.
    Ha sido muy traducido en España y en México.

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