miércoles, 6 de mayo de 2020

Las cenizas de Sartre por Sergio Gaspar

 Jornades Poesia i Mestissatge 2009 Aula Magna de la Universitat de Barcelona 

Cuando yo estudiaba Filosofía y Letras en este venerable edificio universitario, tarea que combinaba a duras penas con derribar el franquismo tambaleante y organizar la revolución, los únicos escritores y artistas que respetábamos aquellos estudiantes armados de barba y conciencia social eran los que pertenecían a la especie del intelectual comprometido, una fauna marxista o marcada por el marxismo. Lo recuerdo. En aquellos años felices, todos bailábamos al ritmo del marxismo. Fuésemos creyentes o ateos, cristianos de base o curas con clériman, seguidores de Joaquín Ruiz-Giménez, Enrique Tierno Galván o Santiago Carrillo, revisionistas o antirrevisionistas, todos tataréabamos los sones del marxismo, la música más de moda en la Europa nacida de la Segunda Guerra Mundial. Incluso el PSOE y Felipe González eran marxistas en aquella época. Teníamos clarísimo que la función del pensamiento consistía en transformar el mundo. Clarísimo que la escritura y el arte sólo alcanzaban dignidad moral si se ponían al servicio del cambio político y la justicia social. Un escritor que no se comprometiese con estos valores no era sólo un escritor moralmente malo, sino también un mal escritor, o sospechoso de serlo. Creíamos en el poder de la palabra para erosionar la palabra del poder. Los gustos éticos marcaban nuestros gustos estéticos. Leíamos a Sartre y Camus, a Pasolini y Pavese, a Neruda y Alberti, a Machado (Antonio) y jamás a Machado (Manuel). Maldecíamos la poesía de quienes no tomaban partido hasta mancharse y lo cantábamos a coro con Paco Ibáñez, más o menos convincentes y convencidos. El impoluto Juan Ramón Jiménez se había bajado del tren de la historia al escribirle elegías a un burro andaluz y dialogar con un idiota dios deseado y deseante. ¿Se imaginan ustedes al joven Serrat poniéndole música a Platero y yo o Espacio? Inimaginable era entonces y, por cierto, inimaginable es ahora, cuando Serrat ha crecido en dinero y en edad. Sin embargo, en aquellos tiempos felices y marxistas, tal vez ni éramos tan felices ni tan marxistas. Ni nosotros, los españoles, ni ellos, los europeos, a cuya casa llamábamos pidiendo que nos preparasen una habitación cómoda, amplia para instalar a unos cuarenta millones de ciudadanos libres por fin. ¿Qué estaba pasando entonces, aunque entonces no lo viéramos pasar, mientras los españoles nos volvíamos demócratas y los europeos occidentales –incluidos los dirigentes de sus partidos comunistas- se convertían lentamente en más demócratas aún de lo que lo habían sido desde el término de la Segunda Guerra Mundial?. Doctores tiene la posmodernidad y yo les remito, entre otros, a Jameson, Lyotard o Lipovetsky. El caso fue que los jóvenes cachorros insatisfechos de la burguesía, la española y la europea, aquellos que parecían destinados a culminar la tarea revolucionaria de sus mayores, con ensayos, con canciones, con novelas y libros de poemas, los intelectuales en definitiva, optaron por gestionar la democracia, cada vez menos sospechosa de capitalista, y por conquistar el mercado, cada vez más lúdico y atractivo, más incuestionable. Debemos ser comprensivos con nosotros mismos. ¿Qué más podía hacerse, en una atmósfera en la que respirábamos oxígeno mezclado con el derrumbe de los socialismos reales, la creciente desconfianza en los grandes relatos de transformación de la sociedad o el fin de la historia? Incluso, ¿qué mas debía hacerse cuando teníamos tan próximos aún los horrores del stalinismo, los fracasos del comunismo, el error de haber despreciado la democracia al considerarla un simple instrumento burgués, la ingenuidad de no haber asumido que el consumo de bienes y la aspiración al poder, a cualquier clase de poder, también al surgido legítimamente de la democracia, son rasgos vitales de la condición humana, incluida la de los intelectuales, más allá de cualquier ideología?. Realmente, debemos ser comprensivos con nosotros mismos. Ahora bien, ¿no habremos ido demasiado lejos en este largo asesinato y olvido del compromiso moral de los intelectuales? . Sospecho que sí, y narraré una anécdota para ilustrarlo. Según parece, yo soy editor. No hace mucho, publiqué el texto de un narrador español que se trataba de verdadera dinamita literaria, una obra de calidad y con ambición moral, reseñada en casi todos los suplementos y revistas, comentada ampliamente en la blogosfera. El narrador en cuestión, no obstante, andaba preocupado por las ventas. No terminaba de creerse una liquidación anual con menos de quinientos ejemplares. No terminaba de digerir que su novela hubiese logrado más reseñas críticas que compradores. Hablamos un día. Me dijo: “No es que me obsesione vender. No me importa haber vendido sólo quinientos libros. O cuatrocientos. Pero tú no sabes a qué situación hemos llegado entre los colegas, entre los periodistas culturales y los editores, en todo este mundillo: parece que, si no vendes, hasta se pone en duda que seas escritor. Ya no se trata de que vendas poco, sino de que te miran con la sospecha de que a lo mejor ni siquiera eres un escritor.” La anécdota me resulta tan iluminadora como perturbadora. Desde el momento en que los escritores, los intelectuales en su conjunto, aceptan o persiguen sustituir su viejo compromiso con la transformación social por el nuevo compromiso con el abastecimiento del mercado, las reglas de este mercado van a imponerles su valor social, a otorgarles su identidad como escritores. Y lo que el mercado ha dicho durante estos años, con voz cada vez más clara, ha sido esto: No vales lo que escribes, sino lo que vendes. Vales socialmente por lo que vendes, porque tu función social consiste en vender. No eres lo que escribes, sino lo que vendes. Tu identidad es comercial. ¿Será éste el fin de nuestra historia particular como escritores: abastecer al mercado, adornar al poder recibiendo un premio cada cierto tiempo de las manos de un príncipe, una reina o un presidente de la república, conseguir unos cientos de euros impartiendo una conferencia en un Cervantes o participando en una mesa redonda en unas Jornadas de Poesía y Mestizaje? . Probablemente. Hace unos días paseaba yo por los jardines de esta Universidad. Al pie de un árbol, enterrada a medias, descubrí una pequeña urna de metal. Supe de inmediato, por revelación científica, que se trataba de una de las 68 cajitas metálicas en las que Louis Althusser había repartido las cenizas de Sartre tras incinerar su cadáver en el horno de la cocina de su casa. Como sabemos, Althusser reunió a sus discípulos y los envió a repartir las cenizas por las universidades del mundo. Marta Harnecker, la discípula delegada para España y América Latina, enterraría una de las cajitas en los jardines de esta Universidad y viajaría luego a Venezuela, a asesorar al gobierno de Hugo Chávez. No pretendo atacar ni defender a Sartre. Me limitaré a referirles con exactitud de notario lo que me dijeron sus cenizas, por cierto, con bastantes ganas de hablar tras casi treinta años de entierro. Me dijeron: “¡Me siento rejuvenecer, querido amigo, al lado de los estudiantes que han ocupado la Universidad! Estos jóvenes airados alzando su voz contra el Plan Bolonia me devuelven a las barricadas de mayo del 68. España es un país romántico y revolucionario. ¡Qué suerte tienen ustedes, los catalanes, de ser españoles! ¡El motín de Esquilache, el Dos de Mayo, la Semana Trágica, la Revolución de Asturias, el Frente Popular! Imagino las calles de Barcelona y de toda España llenas de estudiantes y parlamentarios de la izquierda, manifestándose codo a codo. Imagino a los intelectuales y escritores invitando al debate en los diarios, las revistas, las radios, las televisiones, en ese instrumento tan nuevo y crítico que llaman internet. Imagino a la clase intelectual, literaria y política española agitada y comentando un asunto de tanta trascendencia, en el que Europa se juega su presente y su futuro. ¡Cómo me gustaría verlo y participar!”. Las cenizas, por lo oído, tenían ganas de charla. Me dijeron: “Esta Universidad está sembrada de prensa gratuita. En los bancos, en las papeleras, en el suelo. Prensa gratuita por todas partes y un diario, Público, que también deben de regalarlo, por lo que intuyo. Me han dicho que los estudiantes no quieren pagar por leer. Es un acto revolucionario. Lo apoyo. He leído, en un diario gratuito naturalmente, que el parlamento de Cataluña aprobará una ley catalana de educación que se encamina hacia la privatización del sistema público de enseñanza primaria y secundaria. Saldrá adelante en contra de los sindicatos públicos de la enseñanza y con el respaldo de los políticos reaccionarios socialistas y nacionalistas. ¿Me puede decir usted cuándo Iniciativa por Cataluña-Los Verdes abandonará el gobierno y provocará elecciones anticipadas para que la sociedad se exprese libremente? ¿Me puede leer usted, querido amigo, alguno de los infinitos artículos que los intelectuales y escritores catalanes estarán publicando estos días en la prensa? No, con la educación no se juega. Con la libertad, no se juega. Estamos condenados a ser libres.” Las cenizas tragaron saliva, recobraron impulso y me dijeron: “Ustedes tienen un filósofo de izquierdas que se llama Fernando Savater, ¿verdad? Supongo que no será el mismo escritor que ganó el último premio Planeta con una novela de intriga hípica. La hermandad de la buena suerte: ¿se titulaba así? ¿Sabe usted que yo renuncié al Nobel de literatura en 1964? Pasternak lo había hecho en 1958, pero su gesto no cuenta, porque le obligaron los soviéticos. Yo soy el único escritor que ha renunciado al Premio Nobel de Literatura. A veces, cuando me asalta la melancolía, pienso que me equivoqué. ¿Qué cree usted?”. Preferí cerrar la cajita metálica y enterrarla más profundamente. No sé qué otra opción o función social nos queda a los escritores occidentales sino la de recibir premios hasta que la sociedad y el poder se aburran de dárnoslos. 

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