lunes, 18 de septiembre de 2017

El mal cristalero (Charles Baudelaire – Spleen de París (1862)


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Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias por completo para la acción, que, sin embargo, gracias a un estímulo misterioso y desconocido, actúan en ocasiones con rapidez de que se hubieran creído incapaces.
El que, temeroso de que el portero le transmita una mala noticia, se pasa una hora rondando su puerta sin atreverse a regresar a casa; el que conserva quince días una carta sin abrirla o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso necesario desde un año antes, llegan a sentirse en algún momento precipitados violentamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que intentan saberlo todo, no pueden explicarse de dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan repentina y loca energía, y cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en determinado momento un valor extra para ejecutar los actos más absurdos e incluso los más arriesgados.
Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez fuego a un bosque, para ver, según decía, si el fuego se propagaba con tanta facilidad como suele afirmarse. Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero a la undécima logró un éxito demasiado grande.
Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por no tener otra cosa que hacer.
Es una especie de energía que fluye del hastío y de la divagación; y aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las criaturas más descuidadas, las más soñadoras.
Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres, hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar por la taquilla de un teatro, en que los taquilleros le parecen investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamanto, echará bruscamente los brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y le besará con entusiasmo delante del gentío asombrado…
¿Por qué? ¿Por qué…, por qué aquella fisonomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá; pero es más original suponer que ni él mismo sabe por qué.
En más de una ocasión he sido yo víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos introducen dentro y nos obligan a cumplir, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
Una mañana me levanté destemplado, melancólico, cansado de no hacer nada y movido, según creí, a realizar algo grande, una acción importante. Abrí la ventana. ¡Pobre de mí!
(Observad, os lo ruego, que el espíritu de mixtificación, que en determinadas personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor, histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas e inconvenientes.)
La primera persona que vi en la calle fue un cristalero, cuyo pregón, penetrante, discordante, llegó hasta mí a través de la densa y sucia atmósfera de París. Imposible me sería, por lo demás, decir por qué me acometió, para con aquel pobre hombre, un odio tan súbito como tiránico.
 – ¡Eh, eh! – le grité que subiese-. Entretanto reflexionaba, no sin cierta alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era bastante estrecha, el hombre subiría no sin esfuerzo y darían más de un tropezón las puntas de su frágil mercancía.
Llegó finalmente: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije:
– ¿Cómo? ¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules; cristales mágicos, cristales paradisíacos? ¿Habrase visto imprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella? Y le empujé con fuerza a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspiés.
Me dirigí al balcón, cogí una maceta pequeña y, cuando él salió del portal, dejé caer en línea recta mi ingenio de guerra sobre el extremo posterior de sus ganchos; derribado por el impacto, se le acabó de romper bajo las espaldas toda su miserable mercancía ambulante, como el estallido de un palacio de cristal destruido por el rayo.
Y embriagado por mi locura, le grité furioso:
– ¡La vida hermosa, la vida hermosa!
Tales burlas nerviosas no dejan de ser peligrosas y suelen pagarse caras. Pero ¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un instante el goce infinito!
Charles Baudelaire – Spleen de París (1862)

https://jandroche.wordpress.com/2015/05/06/el-mal-cristalero/

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