Los inocentes, de Hermann Broch (1998)
Este libro, de ardua lectura, casi tan ardua como la de la obra cumbre del mismo Hermann Broch, La muerte de Virgilio, constituye, sin duda, género mayor, obra de arte indiscutible, trabajo literario de primerísimo orden. Decir que se trata de una novela intelectual equivale a no decir nada. Si llamamos la atención sobre su carácter filosófico, no dejamos de enunciar un socorrido tópico. Si precisamos algo más y decimos que se trata de una obra explícita y declaradamente metafísica, nos alejamos algo más de la ramplonería, pero difícilmente abandonamos los pleonasmos. Mucho más nos ilustra la advertencia final del propio autor sobre el origen del libro. Unos relatos sueltos y, en principio, independientes entre sí, adquirieron, al ser reunidos, una cabal estructura de novela, que sólo requirió la introducción de algunos nuevos y la ampliación de alguno de los preexistentes. Y, definitivamente, entramos en materia con la indiscutible y lúcida observación de Broch, cuya transcripción se nos antoja imprescindible: “¿Ante quien pretende colocar un espejo el arte? ¿Qué puede esperarse de ello?. ¿Un despertar? ¿Una elevación? Ninguna obra de arte ha “convertido” todavía a nadie. … El autor manifiesta siempre sus convicciones, mas la profunda emoción que despierta con ello queda en el campo de lo estético. … Ahora bien, aunque la obra de arte no convenza o no despierte el sentimiento de culpabilidad en algún caso concreto, el proceso de purificación en sí pertenece al dominio artístico. La obra de arte es capaz de ejemplificar este proceso – el Fausto constituye un clásico ejemplo -, y su facultad de representación o, lo que es más, de interpretación, hace que el arte adquiera una resonancia social que alcanza niveles metafísicos. …la obra de arte funciona … no como instrumento de la religiosidad o de la predicación moral, sino como instrumento de sí misma.” Transcritas que fueron estas palabras, casi ocioso resulta continuar, pues de sólo muy poco vale recordar que los personajes de la novela, en tanto que simbólicos de una situación determinada – los nada inocentes años que precedieron a la ascensión del nazismo – se expresan y actúan más allá y más acá de cualquier baldío naturalismo, de cualquier romo realismo: sus palabras y sus conductas conforman tipos y las particulares peripecias y destinos de cada uno de ellos – y el conjunto entero de peripecias y destinos – no dibujan personalidades ni reflejan estados del alma, sino que transcienden unas y otros para convertirse en alegoría total, en obra de arte en sí misma redimida. Y así, ni el protonazi y trágicamente ridículo profesor Zacarías, ni la brutal y ambiciosa criada Zerlina , ni la inconscientemente hipócrita baronesa, ni su cruel y rígida hija, ni la sacrificada Melitta, ni el inocente y, pese a tal, lúcidamente autoinmolado Andreas son otra cosa que símbolos, por no hablar del archisimbólico abuelo apicultor y su aparición postrera. Obra mayor, repetimos, que conviene esforzarse en leer, con la seguridad de que el esfuerzo queda sobradamente justificado y recompensado.
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Sinopsis
Los inocentes (1950) se hilvana a partir de varios relatos que habían sido publicados en prensa y seis poemas que conservan el lirismo de algunos pasajes de La muerte de Virgilio. El resultado es una novela desgarradora en la que, a través de sus personajes femeninos -la baronesa W., Zerline, Hildegard y Melitta- asistimos a la decadencia, la apatía y el desencuentro de la sociedad alemana de entreguerras, que permitirá la ascensión del fascismo y en la que ya no queda lugar para la inocencia.
Reseña:
«Una de las manifestaciones más altas de la prosa alemana del siglo XX.»
Hannah Arendt
Hannah Arendt
Los inocentes (fragmento)
"Cuando abrió la puerta de la calle, le hirieron el rostro fuertes gotas de lluvia. Un paso más y estaría completamente empapado. La tormenta estaba en pleno apogeo. Los relámpagos se sucedían unos a otros, el agua formaba olas sobre el asfalto, que iban a estrellarse contra los bordillos, formando riachuelos, y se atorbellinaban en las alcantarillas por las que se precipitaban. Las luces de la calle y de las casas de enfrente se reflejaban en las negras mareas, y su imagen se sumergía hasta lo más profundo de la inmovilidad, y cada rayo provocaba un fuego de artificio bajo el agua. A. se pegó a la puerta. Transcurrió una media hora larga hasta que los relámpagos se fueron espaciando, los truenos fueron cada vez más débiles y la lluvia cada vez menos espesa, hasta cesar por completo. El aire se llenó de paz y de frescor. A., que había abandonado su escondite, miró hacia el piso del profesor: había luz aún en las dos ventanas del cuarto de estar, así como en las dos adyacentes, que eran probablemente las del dormitorio, sólo que en éstas las cortinas estaban corridas.
Allá arriba estaba el infierno, la semilla del infierno, pero no la única, sino una de las muchas esparcidas por el mundo, aunque quizá en Alemania más que en otra parte. La amenaza del infierno se cobija en todas partes dentro de la inocencia.
La ciudad reposaba en una noche pacífica, fresca y candorosa. Le resultó fácil el paseo hasta su casa. Se percibía el aliento de las colinas, el aliento del paisaje que rodeaba la ciudad, la parte habitada, un elemento natural, al fin, del campo. Allá donde se extienden los cultivos y también el bosque alemán, asilo de los árboles y de los animales salvajes, donde pace todavía el corzo y hoza aún el jabalí, donde resuena el bramido del ciervo en celo a través de las húmedas sombras. El campanilleo de los rebaños cruza las montañas y el campesino se entrega a su pesada labor diaria sin que le importe qué gobierno está en el poder, ni qué luchas infernales celebran los instintos voraces en su propia alma. Ni lo uno ni lo otro pueden apartarle de su trabajo.
En Alemania todo tiene lugar de manera más prudente y reflexiva, pero todo está más sujeto a los instintos, todo es más voraz e infernal que en otros lugares. Todo se hace de modo poco hipócrita, y sin embargo con más mentiras. Parece que el alemán nazca con una extraña sed de absoluto, de suerte que renuncia a dominar los instintos con el feliz humor que el hombre de Occidente, mucho más instintivo ha convertido en su forma ideal de vida. El alemán tiene raras veces el sentido del humor, y cuando lo tiene es otro tipo de humor, un humor extravagante, que sopesa los pros y los contras, rasgo característico del estilo de vida alemán, y que constituye su pesadez. Ésta desemboca por una parte en un ascetismo perfecto, y por otra, en un desenfreno total de los instintos. Las soluciones intermedias resultan sospechosas para el alemán. Las considera hipocresía y embuste, y no se da cuenta de que con ello se hace responsable de mayores embustes, de que no se ciñe ninguna aureola falsa de virtud, la aureola artificial del Occidente, sino que —y esto es lo penoso— transforma con mentiras lo que es justo en injusto, al contraponer, en nombre de los reflexivos pros y contras, su insensibilidad salvaje y sin dominar, como sano criterio, al justo derecho del ser humano, violando así ese derecho como tal. Su honestidad es la del tirano, que quisiera arrancar la mentira de los farsantes que no pueden ser tiranos, y se siente por ello salvador. En cambio, está condenado a seguir siendo un emisario de la desgracia, porque su doctrina es la del asesinato.
Falsedad aquí, falsedad allá, y entre ellas la senda infinitamente estrecha de la verdad, senda entre dos mundos, preseñalada al hombre alemán, y, por tropiezos y tambaleos, no transitable. ¿Senda de la virtud alemana? Falso, al contrario, como diría Zacarías, desde luego sin darse cuenta de la realidad, a saber: que es el camino de la angustia torturada"
Los Inocentes, de Hermann Broch
En su exilio estadounidense, Broch escribe Los inocentes a partir de unos poemas y relatos publicados en varias revistas alemanas, al tiempo en que reescribe por tercera vez su novela El maleficio. Estos hechos, el ejercicio de reescritura y ajuste de textos para dotarlos de un eje narrativo común junto a la creación de una nueva novela, crea un extraño fenómeno de trasvase textual. Así, Los inocentes, que en principio podría considerarse una colección inconexa de textos (y no es así, el libro tiene entidad y unidad propia), establece un potente diálogo con El maleficio, de forma que algún pasaje de esta obra-collage parece apelar, e incluso salir, de las páginas de El maleficio.
Estas concordancias resultan evidentes en el papel fundamental que juegan los personajes femeninos en ambas novelas y en la inclusión de la Naturaleza como fuerza primigenia, la montaña y Madre Gisson en El maleficio, el apicultor en Los inocentes.
Eso sin contar con el leitmotiv de la mayoría de las obras de Broch: la aparición o la persistencia de un elemento perturbador como analogía del fascismo.
Es en el parlamento final de Andreas frente al apicultor donde se revela la tesis de toda la novela, incluso de toda la obra de Broch:
La consecuencia de nuestra propia obra de expansión nos ha enseñado que es imposible escapar a la consecución del Ser, y en eso hemos aprendido que debemos dejar que los acontecimientos se sucedan encogiéndonos de hombros. Incluso ante los crímenes que tienen lugar por todas partes, entre la maleza de la impenetrabilidad, cerramos los ojos y permitimos que ocurran. Lo que hemos hecho paraliza nuestros actos, nos ha llevado hasta la sumisión y nos ha degradado hasta convertirnos en fatalistas angustiados en exceso. Por eso volvemos a refugiarnos junto a la madre, única relación que carece de rasgos fantasmagóricos y que permanece clara dentro de la impenetrable multiplicidad, como si el hogar materno fuera una isla de la tridimensionalidad dentro del infinito y más allá de toda misión.(…)Puede que en un mañana exista un nuevo sueño de comunidad adaptado al infinito. Es posible que se necesite un valor para la muerte en solitario, valor que el hombre no ha encontrado todavía. Pero ¿quién se atrevería a predecirlo, a planearlo, a plantearlo como meta de lucha? Ya no levantamos la mano. Consideramos con desprecio al que se ocupa de política, por querer imponer puerilmente sus concepciones tridimensionales en una pluralidad del mundo que se ha convertido en algo ilimitado. Pero, a pesar de todo, nos inclinamos a creer que el político podría ser el instrumento místico de la realidad que se está renovando. Por eso hemos dejado actuar a Hitler, el beneficiario de nuestra parálisis.
Hermann Broch es uno de los narradores imprescindibles del siglo XX. Sus descripciones poéticas y precisas están fuera de toda calificación. Hay cierta ironía mordaz que recorre toda su obra a la hora de mostrarnos a una sociedad indolente que permite el ascenso del fascismo. Algunos de sus personajes amorales son un reflejo de esa “inocencia” culpable de traer el horror a Europa. El análisis, de forma particular a través de sus personajes, de los modos y formas de esa sociedad cumple la doble función de mostrarnos las lacras de una época al tiempo que crea unos caracteres ficticios que devienen modelos universales.Los inocentes, a pesar de no tratarse en sentido estricto de una novela, cumple con todas las virtudes de las obras de Broch. Así lo explica en el epílogo:
Si puede calificarse o no de novela al resultado obtenido mediante estos arreglos, es una mera cuestión terminológica carente de importancia. La estructura de una novela —incluso aquellas que son puro instrumento recreativo en forma narrativa y sin ambición artística— ha cambiado mucho en estos últimos años: la novela, como el arte en general, ha de reflejar la totalidad de un mundo, sobre todo la vida global de los personajes que presenta. Tal exigencia resulta cada vez más ardua en un mundo en continua complicación y división. En la actualidad, la novela necesita mayor acopio de material que en tiempos pasados e incluso una abstracción y una técnica superiores. La novela de antaño se ceñía a temas determinados. Era novela didáctica, social o psicológica, y tuvo el mérito de ser precursora en estos ámbitos delimitados, especialmente en el terreno de la psicología. En nuestros tiempos, de acendrado radicalismo, no existe la pseudociencia novelística. La novela que pretende divulgar conocimientos de esa índole, en el mejor de los casos no se ocupa sino de vulgaridades más o menos populares. La ciencia no puede poseer visión de conjunto. Es cosa que ha de abandonar al arte, y, en consecuencia, a la novela.El arte reclama ahora una radical visión de conjunto que antes no era de prever. Para satisfacer tal exigencia, la novela precisa una superposición de planos para la que no basta la vieja técnica naturalista: hay que presentar al hombre en su totalidad, en toda la gama de sus posibles experiencias, desde las físicas y sentimentales hasta las morales y metafísicas. Se hace necesario, además, recurrir al elemento lírico, pues sólo él es capaz de ofrecer la precisión requerida. Ésta es una de las razones que han motivado la inclusión de «voces» líricas en el texto, pues las narraciones no ofrecían una visión total de la vida, sino sólo de situaciones, y no variaban con tal ampliación, sino que adquirían su sentido más pleno al quedar encuadradas dentro de un marco lírico puro. Si se ha alcanzado dicho objetivo, podrá llamarse novela la visión de conjunto ofrecida.
Hermann Broch, epílogo a Los Inocentes.
Algunos pasajes destacables de la novela (sí, novela, se alcanza dicho objetivo) son:
La discusión de un grupo de políticos sobre si debe aceptarse o no la Teoría de la Relatividad de Einstein (aunque ninguno de ellos entienda dicha teoría)
La descripción de las multitudes, sonora en el caso de la taberna, visual en el caso de la estación. (Nota: apuntar la deuda que Krasnahorkai tiene con Broch en este caso)
La confesión de Andreas como tesis del autor.
La triada femenina, Madre, hija, criada, que se contrapone de alguna manera a la triada que aparece en El maleficio, de un carácter más “puro” o divino. La “inocencia”, nos dice Broch, salpica a todos los estamentos, incluso a los más “sagrados”.
Las fabulosas, maravillosas, increíbles... cualquier calificativo elogioso que queráis... descripciones de Broch. Y como se contrapone lo urbano y lo rural-natural en Los inocentes y El maleficio.
Eso en cuanto respecta a la obra en sí.
Broch murió en 1951. Leemos a Broch en el siglo XXI. Y lo que cabe preguntarse es por qué no ha perdido un ápice de contemporaneidad su novela. Quizás porque somos una generación de “inocentes” que está permitiendo que un nuevo horror se despliegue por el mundo. Quizás porque describe certeramente como las miserias individuales no luchan contra las corrientes de la Historia, sino que miles, millones, de decisiones personales, atendiendo a intereses propios y egoístas, son las que finalmente crean el cauce por donde han de fluir los acontecimientos históricos.
No. No somos inocentes. Somos responsables de la debacle que aun está por llegar, de la hecatombe que llama a nuestras puertas. Nosotros creamos el desastre con nuestra egoísta inocencia.
Salve, Broch.
Los fragmentos de la traducción de Mª Ángeles Grau para Random House-Mondadori.
http://ellamentodeportnoy.blogspot.com/2016/07/los-inocentes-de-hermann-broch.html