viernes, 8 de mayo de 2020

RODRIGO KARMY BOLTON/ VELOCIDADES MUTANTES


Pedazos de palabras, ritmos ensordecidos, cuerpos encerrados; el presente ha llegado a la boca del lobo. Los pasajes que presentamos a continuación son derivas de un “gran encierro” que contempla a través de la ventana la mutación radical y veloz del mundo en el que vivimos.
El Rayo
Un virus recorre el mundo. Es el virus del “corona” (COVID 19) que ha hecho saltar las certezas que algunas todavía podían aferrar. Los cantos apocalípticos proliferan, desde aquellos vertidos por pastores de diversa índole hasta aquellos proferidos por hombres de ciencia. Algo hemos topado, un límite que se nos vuelve insoportable, una mutación que nos vuelve vulnerables. Y todo reside ahí. En lo que desactiva el control, que desarma la certeza y desafía la idea habitual de salvación y culpa al que el antropomorfismo nos hunde: que somos los que eventualmente podemos “salvar” el planeta o los que pueden destruirlo sin retorno.
El pensamiento ha ingresado a la escena pública. A una escena pública sin público. Un público que ha huido a sus casas. En situación concentracionaria el pensamiento camina en medio del pánico, entre los pasajes apestados, los enfermos que no se cuentan y los muertos anónimos. Maldecida por el sentido común que, de izquierdas a derechas, no deja de repetir que hay que “hacer” antes que “pensar”, que pensar significa vivir en las nubes, sobre escenarios tan ideales como imposibles, el sentido común –ese colonizado y producido por la tecnocracia contemporánea- tan sofista como fascista, se encuentra, choca más bien, con el pensamiento.
Porque, mal que mal, el pensamiento se ha lanzado a abrazar al acontecimiento que nos atraviesa. Con buenas o malas razones, en un trabajo de exploración permanente, plagado de peligros y arrebatados de conclusiones provisorias, el pensamiento ha vuelto a la plaza pública para ofrecer su voz. Justamente, en el instante en que perdemos el control, el pensar ingresa sin garantías, con error, con la singular experiencia de un “cuerpo que le hace algo al lenguaje” (Meschonnic).
No quiere culpar ni salvar a nadie. Desea interrogar, sin dogma, pero una ética que designa una ritmicidad de los cuerpos. El pensamiento se ha atrevido, ha sido fiel al “coraje de la verdad” de la parresía, por más equivocado o incómoda que resulte su verdad. Los sofistas, teólogos o economistas están al acecho. No quieren más que desatar la guerra civil global, pero sin decirlo, tan sólo con la profundidad de los actos y la obscenidad de los gestos. El pensamiento resiste, equivoca su andar, porque carece de un periplo seguro. Puede errar porque no hace más que inventar caminos posibles, rutas que seguramente nadie seguirá. No desea sino vivir, como un niño que se encuentra por vez primera con algo que no sabe muy bien cómo nombrar.
No se deja domeñar por las opiniones comunes, esas fórmulas estereotipadas que producen diariamente los múltiples clichés sobre los que naufragamos, no sabe decir mucho más, no irrumpe para hablarnos del “más allá” sino desde la superficie, menos aún para decirnos “qué hacer”; aunque a veces él mismo sucumba en el intento y se vista de pastor, de sacerdote, de teólogo sobreviviendo al precio de enfermar por un tiempo. Pero pronto la infancia le rumia los oídos y la sotana cae; los teólogos terminan heridos cuando el pensamiento asoma su intempestividad y reclama para sí un mundo en el que siempre devenimos con otros.
Al modo de un virus, el pensamiento trae la ética como posibilidad del cuidado. Nunca fue otra cosa, actitud que solo puede descansar en la desobediencia permanente, en la interrogación que no descansa, en la afrenta al poder – a ese cliché que asola a nuestras sociedades- que ofrece otro ritmo a los cuerpos donde ya no puede haber ni salvación ni culpa. Una ética de la desobediencia, el pensamiento irrumpe no para proveernos certezas, sino para inventar mundo. Y en las horas concentracionarias en las que vivimos, donde la crítica puede restituir su lugar como enemiga del Estado, el pensamiento es el rayo que intensifica nuestra existencia.
Imagen principal: Nick Gentry, Virus, 2020

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