Hasta cierto punto, conocí tempranamente a Antonin Artaud. Me lo encontré con Fraenkel en una cervecería de la calle Pigalle: era hermoso, flaco, sombrío; tenía bastante dinero, que le daba el teatro, pero no dejaba de tener un aspecto famélico; no se reía, nunca era pueril, y aunque hablaba poco, había algo patéticamente elocuente en el silencio un tanto grave y terriblemente enervado que mantenía. Era calmo; esa elocuencia muda no era convulsiva, al contrario, era triste, abatida, interiormente corroída. Se parecía a un pájaro de presa fornido, de plumaje polvoriento, captado en el momento de levantar el vuelo, pero fijado en esa posición. Lo he descrito silencioso. Hay que decir que Fraenkel y yo entonces éramos los personajes menos locuaces del mundo, lo que podía resultar contagioso, en todo caso no impulsaba a hablar.
Artaud le contaba a Fraenkel sobre sus estados nerviosos. Se drogaba, sufría, y Fraenkel se esforzaba por hacerle la vida más soportable. Fraenkel y él tenían diálogos por su cuenta. Después no había conversación. De modo que Artaud y yo nos conocíamos bastante bien, sin habernos hablado nunca.
Diez años después, al anochecer, me topé de repente con él en la esquina de la calle Madame y la calle de Vaugirard; me estrechó enérgicamente la mano. Era la época en que yo intentaba tener una actividad política. Me dijo sin preámbulos: “Supe que está planeando grandes cosas. Créame: ¡debemos hacer un fascismo mexicano!”. Y se fue sin insistir.
Eso me dejó una sensación desagradable, aunque sólo a medias: me asustó, pero también me dio una rara impresión de estar de acuerdo.
Unos años antes, había escuchado una conferencia suya en la Sorbona (aunque no había ido a saludarlo al finalizar). Hablaba de arte teatral y, en la semisomnolencia con que lo escuchaba, lo vi de pronto levantarse; yo había captado lo que estaba diciendo, había decidido hacernos perceptible el alma de Tiestes cuando se entera de que está digiriendo a sus propios hijos. Ante un auditorio de burgueses (casi no había estudiantes), se tomó el vientre con ambas manos y lanzó el grito más inhumano que jamás haya salido de la garganta de un hombre; provocaba un malestar similar al que habríamos sentido si uno de nuestros amigos bruscamente empezara a delirar. Era espantoso (tal vez más espantoso porque era algo sólo actuado).
En su momento, me enteré del desenlace de su viaje a Irlanda, al que siguió su internación. Habría podido decir que no lo quería… y tenía la sensación de que golpeaban o que aplastaban mi sombra. Tenía el corazón oprimido, después no pensé más en ello.
A comienzos de octubre de 1943, recibí una carta enigmática, muy desordenada. Esa carta me llegó de Vézelay, en un momento de mi vida que era al mismo tiempo desgraciado y hermoso, y hoy me trae un recuerdo de angustia y de asombro. Vi que la firma decía Antonin Artaud, a quien apenas conocía, tal como he contado. La había escrito en Rodez, donde había leído La experiencia interior, que había aparecido a principios de año. Más de la mitad de la carta era una locura: trataba del bastón y del manuscrito de Saint Patrick (al volver de Irlanda, su locura giraba en torno a Saint Patrick). Ese manuscrito, que debía transformar el mundo, había desaparecido. Pero me escribía porque La experiencia interior, que acababa de leer, le había indicado que yo tenía que convertirme, que volver a Dios. Debía prevenirme de eso…
Lamento no tener ya esa carta. Se la entregué a alguien que se ocupaba de una edición de las cartas de Artaud y que me había preguntado si tenía en mi poder documentos de ese tipo. Presté mi carta a pesar de lo poco oportuno de su publicación… Simplemente había dado mi opinión: era obviamente la carta de un loco. Pero no recuerdo bien quién me la había pedido -hace mucho tiempo- y la única persona a la cual se la reclamé me dijo que nunca la había tenido. Lo lamento bastante. Me había emocionado recibirla. Y ahora me entristece tener que dejar su contenido librado a la vaguedad. Ni siquiera puedo afirmar con precisión que sea correcto lo que referí en relación con Saint Patrick. Me sorprendería haberlo deformado verdaderamente, pero la memoria, aunque tenga por objeto algo que impresionó mucho, siempre es un poco móvil, un poco huidiza. La demanda de volverse piadoso, que me era dirigida en términos conmovedores, fervientes incluso, ha permanecido clara en mi espíritu.
Artaud le contaba a Fraenkel sobre sus estados nerviosos. Se drogaba, sufría, y Fraenkel se esforzaba por hacerle la vida más soportable. Fraenkel y él tenían diálogos por su cuenta. Después no había conversación. De modo que Artaud y yo nos conocíamos bastante bien, sin habernos hablado nunca.
Diez años después, al anochecer, me topé de repente con él en la esquina de la calle Madame y la calle de Vaugirard; me estrechó enérgicamente la mano. Era la época en que yo intentaba tener una actividad política. Me dijo sin preámbulos: “Supe que está planeando grandes cosas. Créame: ¡debemos hacer un fascismo mexicano!”. Y se fue sin insistir.
Eso me dejó una sensación desagradable, aunque sólo a medias: me asustó, pero también me dio una rara impresión de estar de acuerdo.
Unos años antes, había escuchado una conferencia suya en la Sorbona (aunque no había ido a saludarlo al finalizar). Hablaba de arte teatral y, en la semisomnolencia con que lo escuchaba, lo vi de pronto levantarse; yo había captado lo que estaba diciendo, había decidido hacernos perceptible el alma de Tiestes cuando se entera de que está digiriendo a sus propios hijos. Ante un auditorio de burgueses (casi no había estudiantes), se tomó el vientre con ambas manos y lanzó el grito más inhumano que jamás haya salido de la garganta de un hombre; provocaba un malestar similar al que habríamos sentido si uno de nuestros amigos bruscamente empezara a delirar. Era espantoso (tal vez más espantoso porque era algo sólo actuado).
En su momento, me enteré del desenlace de su viaje a Irlanda, al que siguió su internación. Habría podido decir que no lo quería… y tenía la sensación de que golpeaban o que aplastaban mi sombra. Tenía el corazón oprimido, después no pensé más en ello.
A comienzos de octubre de 1943, recibí una carta enigmática, muy desordenada. Esa carta me llegó de Vézelay, en un momento de mi vida que era al mismo tiempo desgraciado y hermoso, y hoy me trae un recuerdo de angustia y de asombro. Vi que la firma decía Antonin Artaud, a quien apenas conocía, tal como he contado. La había escrito en Rodez, donde había leído La experiencia interior, que había aparecido a principios de año. Más de la mitad de la carta era una locura: trataba del bastón y del manuscrito de Saint Patrick (al volver de Irlanda, su locura giraba en torno a Saint Patrick). Ese manuscrito, que debía transformar el mundo, había desaparecido. Pero me escribía porque La experiencia interior, que acababa de leer, le había indicado que yo tenía que convertirme, que volver a Dios. Debía prevenirme de eso…
Lamento no tener ya esa carta. Se la entregué a alguien que se ocupaba de una edición de las cartas de Artaud y que me había preguntado si tenía en mi poder documentos de ese tipo. Presté mi carta a pesar de lo poco oportuno de su publicación… Simplemente había dado mi opinión: era obviamente la carta de un loco. Pero no recuerdo bien quién me la había pedido -hace mucho tiempo- y la única persona a la cual se la reclamé me dijo que nunca la había tenido. Lo lamento bastante. Me había emocionado recibirla. Y ahora me entristece tener que dejar su contenido librado a la vaguedad. Ni siquiera puedo afirmar con precisión que sea correcto lo que referí en relación con Saint Patrick. Me sorprendería haberlo deformado verdaderamente, pero la memoria, aunque tenga por objeto algo que impresionó mucho, siempre es un poco móvil, un poco huidiza. La demanda de volverse piadoso, que me era dirigida en términos conmovedores, fervientes incluso, ha permanecido clara en mi espíritu.
Georges Bataille
El surrealismo al día
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Foto: Georges Bataille
https://calledelorco.com/2015/11/10/el-grito-mas-inhumano-que-jamas-haya-salido-de-la-garganta-de-un-hombre-georges-bataille/