miércoles, 4 de octubre de 2017

Francis Fukuyama - El fin de la historia y otros escritos y (Debate sobre la tesis)




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Francis Fukuyama - El fin de la historia y otros escritos

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de F FUKUYAMA - ‎Citado por 259 - ‎Artículos relacionados
El ensayo de Fukuyama constituye un intento de explicación del acontecer de los últimos tiempos, partir de un análisis de las tendencias en la esfera de la.






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¿El fin de la historia?

Occidente tiene un reto difícil: atajar las desigualdades propiciadas por el progreso científico, para que la democracia liberal siga siendo el modelo que reconoce la misma dignidad a todos los hombres.


Después de un turbulento siglo XX marcado por dos guerras mundiales, el año 2000 se presentaba como un milenio pacificado: el nacionalismo había sido derrotado, la integración europea estrenaba moneda única y el comunismo era una escombrera. Todo parecía indicar que el mundo caminaba con paso decidido hacia “el fin de la historia”, el estadio último de la evolución política que había predicho Fukuyama.
Unos años antes, el politólogo había publicado su tesis. Para él, dos eran los impulsos que servían de motor a la historia: la razón científica, que conduce de forma inexorable al capitalismo y, por ende, al individualismo; y la voluntad de ser reconocido por los otros. Para Fukuyama, la consecuencia lógica de ambas inercias era el triunfo de la democracia liberal, que se impondría sobre todas las demás ideologías en una hegemonía que determinará el fin de los grandes acontecimientos humanos, esto es, el fin de la historia.
El libre mercado es el sistema dotado de la flexibilidad, la iniciativa personal y la competencia necesarias para permitir la innovación de la ciencia. Por otra parte, la volición que domina al individuo es la afirmación ante los otros. Y esa aspiración solo puede ser satisfecha por el ordenamiento democrático. Para Fukuyama, el liberalismo iguala la dignidad de todos los seres humanos. En este sistema ningún individuo es más que otro, lo que permite que el deseo de reconocimiento se vea saciado. Es ahí donde Fukuyama conecta con su idea del último hombre, un concepto que toma prestado de Nietzsche: desprendido de la necesidad de reconocimiento que lo definía, el hombre, tal como lo conocimos, deja de existir.
Así pues, para Fukuyama, el devenir político es una pugna constante entre formas de organización rivales. Fruto de esas fricciones, muchas de ellas van siendo derrotadas y aparcadas en la cuneta de la historia, y al final, solo una, la democracia liberal, cruzará vencedora la línea de meta. Sin embargo, muchas cosas han cambiado desde que Fukuyama publicara su teoría en 1992.
Cuatro años más tarde sería su mentor, Samuel Huntington, quien viniera a enfriar el optimismo democrático. En El choque de civilizaciones, Huntington sostenía que el fin de las ideologías no daría lugar a un mundo poshistórico impulsado por la razón científica y el individualismo, sino que caminábamos hacia un nuevo escenario protagonizado por el choque de grandes bloques culturales homogéneos que llamó “civilizaciones”. Para Huntington, el progreso material no conduce de forma necesaria a abrazar los valores occidentales, como demuestra el “resurgimiento islámico”. Cinco años después de estas observaciones, el 11 de septiembre supondría una declaración de guerra a Occidente y la inauguración de un nuevo periodo histórico de conflictos.
Esto no anula necesariamente la tesis de Fukuyama: al fin y al cabo, ninguna forma de organización política alternativa a la democracia liberal se ha mostrado capaz de competir con ella en términos de bienestar y progreso. Sin embargo, en los últimos años estamos asistiendo a la eclosión de nuevos conflictos que no tienen que ver con la fricción entre los bordes bien definidos de esos bloques civilizatorios, pues los valores de la democracia liberal están siendo cuestionados dentro de los límites de Occidente, poniendo en entredicho la validez del fin de la historia.
Este fenómeno reciente tiene que ver con la globalización: en un mundo crecientemente integrado, las líneas de fractura cultural se trasladan, por medio de los flujos migratorios y el alcance del terrorismo internacional, a las sociedades occidentales. Pero hay algo más, algo que guarda relación con la observación que hiciera Seizaburo Sato, para quien las confrontaciones propias de nuestro tiempo son desencadenadas por las crisis de identidad en los individuos.
Así, si pasamos el foco de las civilizaciones a los individuos estaremos más cerca de poder explicar por qué el vaticinio de Fukuyama ha sido, cuando menos, pospuesto. La tesis del politólogo se apoyaba en dos condiciones que constituyen el motor de la historia y que solo se ven satisfechas en la democracia liberal: la razón científica y el afán de reconocimiento personal. Pero ¿qué pasaría si la proposición fuese incorrecta? ¿Y si la interacción de ambas premisas no condujera al equilibrio democrático esperado?
Es posible que el progreso tecnológico haya contribuido a ensanchar la brecha de la desigualdad: la automatización hará prescindibles muchos puestos de trabajo, la deslocalización de empresas favorecida por la globalización trastocará los mercados laborales nacionales, los flujos migratorios permitirán una mano de obra barata que originará grandes desequilibrios de renta. Al mismo tiempo, la tecnología producirá otro tipo de desigualdades de tipo generacional, entre las cohortes de edad más jóvenes y las más veteranas, y de tipo geográfico, entre los ciudadanos de áreas urbanas y rurales.
Todas estas desigualdades están en el origen de la crisis de expectativas que ha desencadenado en Occidente una reacción contra los valores liberales. Así, una mitad del motor de la historia podría haber conducido al socavamiento de la otra mitad. La razón científica ha dislocado el principio de igualdad democrático que permitía saciar la volición de reconocimiento individual. Sin la promesa de la afirmación personal, el modelo liberal, que debía proveer bienestar y estabilidad, se convierte en una nueva fuente de desigualdad, frustración y conflicto.
La tesis de Fukuyama no ha sido necesariamente invalidada, pero al menos sí retardada. Para que se cumplan sus vaticinios sobre el fin de la historia, Occidente tiene que hacer frente a un reto que no es sencillo: atajar las desigualdades propiciadas por el progreso científico, de tal modo que la democracia liberal siga siendo el modelo que reconoce la misma dignidad a todos los hombres.

http://www.letraslibres.com/espana-mexico/politica/el-fin-la-historia


CRÓNICA:HISTORIA | IDEAS QUE MUEVEN EL MUNDO

El fin de la historia


La polémica sobre el fin de la historia tiene como punto de partida la publicación por el politólogo Francis Fukuyama (Chicago, 1952) de un artículo bajo ese título, con interrogante, en la revista The National Interest, en el verano de 1989, seguido poco después en el libro El fin de la historia y el último hombre (1992). En vísperas del hundimiento del bloque comunista, Fukuyama pronostica el triunfo definitivo del liberalismo económico y político, una vez derrotados sucesivamente los totalitarismos fascistas y comunistas. En la estela de Hegel, la propuesta significa que una historia de dos siglos de enfrentamientos ha terminado y que una vez superados definitivamente el liberalismo sólo tropezará en lo sucesivo con enemigos menores, de origen nacionalista o religioso. El mundo desarrollado, al haber sido eliminadas las contiendas del pasado, será en consecuencia poshistórico, quedando la historia como rémora para aquellos países que siguen apresados en conflictos ideológicos, nacionales o religiosos. El conflicto principal puede surgir de la posible divergencia entre la evolución positiva de los sistemas sociales y políticos, con un punto de llegada bien preciso -"la democracia liberal constituye la mejor solución al problema humano"- y la evolución del pensamiento de la modernidad, cargado de confusión respecto de ese proceso. La insatisfacción no surgirá, piensa, del fracaso en alcanzar el bienestar, sino precisamente entre quienes lo han logrado. La tensión interna en las democracias liberales no procederá de la isothymia, el deseo a un reconocimiento igualitario, sino de la megalothymia, la ambición de destacar realzando el propio valor.


El error de la utopía liberal 

de Fukuyama consistió ante todo en suponer que esos dos mundos, el de la libertad y el de la historia, seguirán vías alejadas entre sí, con un escaso grado de interacción. Mientras en los años sesenta el economista W. Rostow describía la desigualdad apreciable en los procesos de modernización al modo de los aviones que realizan sucesivamente el despegue (take off) de una pista, Fukuyama adopta un enfoque más pesimista: unas carretas alcanzarán su destino, otras lo harán más tarde, otras pocas en fin no llegarán. Menosprecia la posibilidad de que los rezagados, envueltos en la miseria, conscientes de sufrir una creciente desigualdad, multipliquen los estallidos de protesta o planteen alternativas al feliz dominio de las democracias poshistóricas, y sobre todo la perspectiva de que la religión sirva, no sólo para suscitar conflictos locales, sino para apoyarse en el subdesarrollo y enfrentarse mediante el terror a escala mundial con la orientación. El sistema bipolar vigente en la última fase de "la historia" tenía un efecto estabilizador de todo conflicto por debajo del principal que enfrentaba a las potencias occidentales como el mundo comunista. Una vez desaparecido, la pretensión americana de implantar un "nuevo orden internacional" entró rápidamente en quiebra. La enorme superioridad tecnológica de la potencia que encarna, en sí y para sí, el triunfo de la democracia liberal, no sólo ha sido incapaz de controlar ambos tipos de alternativas, sino que con su imperialismo cargado de buena conciencia tras el 11-S ha contribuido a incrementar la inseguridad a escala mundial. Comienza otra historia y es significativo que el blanco de las críticas de Fukuyama sea hoy el pensamiento neoconservador de su país.

Antonio Elorza es catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid y autor de libros como Umma: el integrismo en el islam (Alianza) o Arcaísmo y modernidad. Pensamiento político en España, siglos XIX y XX (Alba).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de noviembre de 2006

https://elpais.com/diario/2006/11/04/babelia/1162600752_850215.html
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Francis Fukuyama: 

¿el fin de la historia o de un fraude intelectual?


FECHA DE PUBLICACIÓN: 27 OCTUBRE, 2008
Hace cuatro años dijimos en un trabajo sobre las teorías de la finitud (de la historia, la ciencia, las ideologías y el imperialismo) que Francis Fukuyama era uno de los casos paradigmáticos que se pueden inscribir sin mayor esfuerzo en la categoría doxósofo, utilizada por el sociólogo francés Pierre Bourdieu para referirse a los que filosofan a partir de la apariencia de las cosas sin superar nunca ese nivel de análisis.

Es decir, son los que no logran (o no quieren) captar las leyes del funcionamiento interno de la cosa abordada pero, sin embargo, se lanzan a la irresponsable aventura de producir algo parecido a la “filosofía” o en ocasiones a la “ciencia social”. Aunque el producto final no es una cosa ni la otra, sino un verdadero fraude que cumple una función ideológica.
Si bien debemos reconocer que el mundo de las apariencias o de la seudoconcreciones (como decía el checo Karel Kosik) es siempre el punto de partida para la construcción del conocimiento, un investigador serio intenta luego penetrar en la esencia del mundo real. Para lograrlo analiza los hechos, compara, interpreta, confronta sus conceptos iniciales con la práctica, triangula información e intenta, finalmente, validar el producto teórico alcanzado o modificarlo con rigor si la realidad lo refuta, Pero no todos recorren dicho camino, ya que en la era del capitalismo globalizado proliferan los intelectuales que se instalan en el escenario de las apariencias y de allí no se mueven, con lo que cristalizan como auténticos doxósofos. A partir de las apariencias enfocadas desde una filosofía abstracta, que nunca incursiona en lo específico (lo concreto), construyen conjeturas, que sólo por la fuerza de los intereses de clase que expresan adquieren el status de teorías “respetables”. Es decir, lo respetabilidad alcanzada no es casual, ya que cumplen una función primordial para el capitalismo imperialista: generan condiciones simbólicas para garantizar su reproducción, ya que actúan como velo ocultador de la realidad concreta, con lo que impiden su transformación a partir de un conocimiento verdadero.
Cómo apareció Fukuyama en Argentina
Durante la segunda década infame de los noventa conducida por el impresentable Carlos Menem y de la mano del aspirante nativo a filósofo griego Mariano Grondona, adquirió peso en el mundo de la opinión publicada argentina la teoría de Francis Fukuyama. El ex integrante del Departamento de Estado de EE.UU. nos sorprendió en 1989 con un artículo, “¿El fin de la historia?”, publicado en el diario “The National Interest” y convertido luego, durante 1992, en el ensayo “El fin de la historia y el último hombre”, de gran éxito comercial entre sectores “civilizados” de buena parte del mundo. Dicho ensayo se asemeja, sin embargo, más a una novela de ciencia-ficción que a un trabajo propio de las disciplinas sociales o de la filosofía seria. Aplicando un método deductivo puro, partiendo de hipótesis muy abstractas y en ocasiones absurdas hasta deducir otras más concretas que luego pretendió confrontar con la realidad (y fracasó), sin penetrar jamás en la profundidad de los hechos observables, ignorando otros esenciales a partir de una selección arbitraria que no explicita qué criterios la guiaron, Fukuyama gestó su teoría de la finitud posmoderna: “el fin de la historia”.
Su núcleo conceptual resulta para cualquier analista más o menos despierto poco menos que insostenible: la historia, entendida como conflicto ha llegado a su fin. La poshistoria se manifiesta como una etapa desconocida por la humanidad, en la que imperan los cálculos económicos y la tecnología, sustituyendo a la crítica creativa, el arte y la filosofía. El gran desarrollo generado por el capitalismo en su etapa neoliberal, cierra el ciclo de las desigualdades y de los conflictos que le fueron inherentes. Un conjunto de normas y valores propios del liberal occidente adquieren entonces vigencia universal, mientras las ideologías con sus visiones contrapuestas del mundo fenecen, ya que no hay intereses sociales contrapuestos que expresar. Sin embargo, las argumentaciones, débiles por cierto, que el teórico desarrolla a lo largo de su trabajo, culminan en un clima de profunda congoja:
“El fin de la historia será un tiempo muy triste. En la era poshistórica no existirá ni arte, ni filosofía; nos limitaremos a cuidar los museos de la historia de la humanidad Personalmente siento, y me doy cuenta que otros a mí alrededor también, una fortísima nostalgia de aquellos tiempos en que existía la historia” (1).

¿Qué dijo después?
En 1999, al cumplirse los 10 años de su artículo ¿El fin de la historia?”, y ante el curso que adquiría la realidad internacional (incluida la primera Guerra del Golfo y varias crisis económicas en el mundo periférico), reconoció que no pocos críticos le pidieron que reconsiderara sus planteos, sin embargo, sostuvo que nada de lo que había ocurrido en esos años ponía en tela de juicio su máxima conclusión:
“la democracia liberal y la economía de mercado son las únicas posibilidades viables para nuestras sociedades modernas”.

Claro que de una posibilidad viable (hipótesis que no compartimos) a declarar el fin de la historia, media una considerable distancia de la cual el autor no se hacía cargo. Sin embargo, aún así logró reconocer una curiosa falla en la teoría:
“El carácter abierto de las ciencias contemporáneas de la naturaleza nos permite calcular que, de aquí a dos generaciones más, la biotecnología nos dará los instrumentos que nos permitirán lograr lo que los especialistas de la ingeniería social no lograron darnos. En esta fase, habremos terminado definitivamente con la historia humana porque habremos abolido a los seres humanos tal como son. Entonces comenzará una nueva historia, más allá de lo humano” (2).
Y concluía con un discurso que nutrió su posterior libro “Nuestro futuro poshumano”:
“El fin de la historia, descubrió su verdadera debilidad: la historia no puede acabarse en la medida en que las ciencias de la naturaleza contemporáneas no hayan llegado a su fin. Y estamos en vísperas de nuevos descubrimientos científicos que, por su esencia misma, abolirán la humanidad tal como es” (3)

Con esta última afirmación por otra parte estaba refutando a un seguidor de su propia teoría de la finitud, John Horgan, quien había proclamado unos años antes nada menos que “El fin de la ciencia” (4). Por esos días Fukuyama no renegaba de lo que había sostenido hacía ya diez años, pero simultáneamente afirmó que la historia no puede acabarse mientras las ciencias naturales no hayan dado todo de sí...
Durante el 2002 nuestro doxósofo si bien ya comenzaba a asumir tímidamente el fracaso de la aventura teórica iniciada a fines de los 80, no dejó de aclarar que el islamismo radical y las posturas rebeldes de algunos “pueblos atrasados”, tan presentes en el panorama internacional de comienzos del siglo XXI, no representan una amenaza para Occidente, y por lo tanto para el anunciado fin de la historia. Ese conflicto no sería el más pertinente para descalificar su teoría (???), pero lo que si lo preocupaba por entonces y hará temblar el frágil edificio conceptual que había construido, fueron las divergencias entre EE.UU. y parte de la comunidad europea ante la crisis con Irak, antesala de la segunda guerra con dicho país. En ese contexto dijo:
“Se suponía que el fin de la historia debía ser sobre la victoria de los valores institucionales occidentales, no sólo americanos, haciendo de la democracia liberal y la economía de mercado las únicas opciones viables. Pero se ha abierto un enorme golfo en las percepciones americanas y europeas sobre el mundo, y el sentimiento de los valores compartidos se fragmenta crecientemente” (5).

En el año 2005 Fukuyama vuelve a la Argentina, ya no de la mano de Grondona con su insólita teoría bajo el brazo, sino invitado por la Revista Ñ, para disertar en el Malba de la ciudad de Buenos Aires sobre una temática mucho menos pretensiosa: el Estado, la institucionalidad y la construcción de consensos. En la conferencia expresó:
“Las instituciones formales importan menos de lo que la gente piensa. Hubo en Latinoamérica una excesiva inversión en reformas institucionales pero se descuidaron los problemas de la cultura política.”
“Las reformas institucionales son importantes y no debemos dejarlas de lado, pero el énfasis está puesto en el lugar erróneo. El esfuerzo debe ponerse en generar consensos políticos más que en las normas políticas formales” (6).

La idea fuerza que surgía de toda su exposición en el Malba es que las normas y valores políticos compartidos, no sólo dentro de un partido sino entre distintos partidos, son los que dan estabilidad y hacen eficiente una democracia permitiendo el desarrollo de la economía de mercado. Ya que dicho mercado no generó los consensos necesarios (y mucho menos el fin de la historia pronosticado por el doxósofo), entonces habrá que construirlos para que la economía neoliberal pueda progresar. Es decir, ya que la realidad es bien distinta a su lamentable teoría, la misma que tantos intelectuales colonizados de estos pagos consumieron sin chistar, entonces vamos a tratar de producirla con las ideas, las de lo neoliberales claro está. Una nueva contradicción se instalaba en su frágil cuerpo teórico
¿Y ahora qué dice? (7)
Pero como Fukuyama no deja de hablar ni de escribir, y siempre tiene cerca una legión de periodistas “independientes” que le acercan un micrófono, nos enteramos por un reciente reportaje realizado por Newsweek durante el año en curso, que ahora tampoco realiza planteos inscriptos en una visión neoconservadora:
“La abandoné hace años. Siempre analicé la historia desde la perspectiva marxista: la democracia es consecuencia de un vasto proceso de modernización que ocurre en todos los países. Los neoconservadores creen que el uso del poder político puede acelerar el cambio, pero a la larga, el cambio depende de la sociedad misma.”

¡Patético! En realidad sólo alguien que desconozca los principios más elementales del marxismo puede leer o escuchar semejante declaración sin sentir vergüenza ajena. Fukuyama ha intentado siempre la refutación, lo explicite o no, de Marx. Siguiendo su tesis original se comprueba sin mayor esfuerzo que lo que sostuvo hasta el descrédito absoluto de su teoría (tarea que ha llevado adelante la propia realidad), es que el desarrollo ininterrumpido de las fuerzas productivas acaecido en la sociedad capitalista, habría generado las condiciones objetivas para que, sin modificar las relaciones de producción (que para Marx eran de explotación), el conflicto social se extinga, no sólo en el seno de cada nación sino también entre naciones. Es decir, qué necesidad habría de construir el socialismo si las contradicciones quedaron en el pasado. Pero en este nuevo universo que visualiza Fukuyama, el hombre no sería artista, ni crítico, ni filósofo como sostenía su supuesto maestro alemán, sino un ser aburrido, abúlico, convertido en un productor y consumidor plenamente satisfecho.
Tan marxista era la interpretación de la historia con la que adquirió notoriedad este personaje, que el conflicto central surgido a partir de la producción de plusvalía (trabajo no pagado) por parte del obrero y su apropiación por parte de los dueños de los medios de producción, habría quedado sepultada por las bondades de un mercado libre que sólo gesta bienestar para todos. ¿Qué cambió ahora en su planteo teórico? Sólo que en vez de recurrir a una visión conservadora materialista (la economía de mercado generará un consenso de valores y creencias) invierte los términos adoptando otra que podríamos denominar conservadora idealista (es necesario primero un consenso de ideas para que progrese una economía de mercado). Eso es todo, con lo cual se vuelve menos “marxista” que antes, porque sus desventuras teóricas ahora transitan por la ruta del idealismo. Lo único que por otra parte podría acercarlo a Hegel (pretensión que alguna vez tuvo), aunque como bien dijo Mario Benedetti: entre Hegel y Fukuyama media en realidad la misma diferencia que entre la
Acrópolis y Disneylandia.
La consolidación de una democracia tal como la entienden las potencias occidentales, que antes aparecía en su discurso como la consecuencia objetiva del éxito alcanzado por el cálculo económico y la tecnología propia del capitalismo más avanzado, ahora se presenta en los siguientes términos:
“No obstante el resurgimiento autoritario de Rusia y China, la democracia liberal sigue siendo la única forma legítima de gobierno que goza de aceptación universal. Por supuesto, varios grupos renunciaron a ella, pero sigo convencido de que a la larga los sistemas democráticos son los únicos viables.”

Quien asociaba el fin de la historia a la hegemonía estadounidense de los noventa y luego se decepcionó por las diferencias de valores que surgieron con Europa ante la invasión a Irak en 2002, ahora avanza un poco más en su viraje “progresista” y nos dice:
“Jamás me vinculé específicamente con la hegemonía estadounidense. De hecho, la Unión Europea representa mejor esos ideales. El poder relativo de Estados Unidos frente al mundo está decayendo debido al desarrollo de otros centros de poder, cosa ciertamente prevista. Lo que cambió es la idea misma de la democracia como algo positivo, es decir, asegurar la democracia en todas las naciones; eso lo debemos a Bush, que explotó el concepto como argumento para su guerra contra el terrorismo. En consecuencia, el mundo asocia el concepto de democracia con la administración de Bush, y Vladimir Putin puede decir: “No nos interesa la democracia”.

Ante el rumbo que tomó la historia del siglo XXI, que después de veinte años de divagues teóricos por parte del entrevistado no llegó a su pronosticado final, queda como corolario sólo una expresión de deseo:
“…mi tesis subyacente, que las sociedades democráticas son necesarias, conserva su vigor.”
¿Tanto escribir y ganar dólares para arribar a una simple expresión de deseo?
Pero resulta que lo que si parece llegar a su fin en el 2008 es esa burbuja de éxito económico sin fin que pretendía mostrar el neoliberalismo, la misma que los ideólogos de la globalización como Fukuyama quisieron vender no sólo a un auditorio primermundista sino en los escaparates del explotado tercer mundo. Con respecto al consenso de valores e ideas que reemplazarían a las ideologías del conflicto, mejor no decir nada, la realidad mundial es suficientemente explícita. Pueden dar cuenta de ello tanto la visión musulmana más radicalizada como algunos procesos políticos de América Latina, y queda por ver qué pasará en el “primer mundo” ante la crisis económica que ha estallado. Fukuyama escribió artículos y libros, dio conferencias, recorrió países, fue el gurú filosófico de un gran número de cabezas “políticamente correctas”, y al cabo de veinte años lo único que logra demostrar es que él desea la democracia tal como la entienden los muchachos del Norte. ¡Qué pobre resultado! ¿Y ésta es la rigurosa teoría que se ha estudiado en algunas facultades de ciencias sociales de nuestro país?

De todas maneras, si el periplo intelectual de semejante doxósofo sirviera como caso paradigmático de signo negativo (todo lo que no hay que hacer), para que no pocos de nuestros intelectuales del mundo periférico propensos a consumir mercadería de moda dejasen de hacerlo, el señor Fukuyama nos habría hecho un enorme favor. Pero si así no fuera (algo muy probable), lo que objetivamente podemos constatar todos aquellos que, como decía el sabio Jauretche, nos inclinamos por ser “mirones” de la realidad, es que la teoría del fin de la historia no ha sido otra cosa más que un gigantesco fraude. Esta prueba constatable para cualquiera que practique la honestidad intelectual, deberá ser exhibida hasta el hartazgo, porque da cuenta de qué lado suele instala el conocimiento verdadero, más allá de los espejitos de colores que intentan vender los intelectuales identificados con los intereses de las clases dominantes. Dice el cientista social Julio Gambina:
“El ataque sobre Afganistán es uno más de los encabezados por EE.UU. en una era que venía signada por el “fin de la historia” y “la ausencia de acontecimientos”“, según anunciaban los filósofos de moda. De Irak a Afganistán, pasando por Kosovo y otros espacios del acontecer bélico, transcurre una década donde la guerra, la militarización y el exterminio de población lo tiñen todo. Ni fin de la historia, ni ausencia de acontecimientos. El ciclo de la vida fluye y la lucha entre proyectos sigue definiendo el curso de los acontecimientos. La lucha de clases no se retiró huyendo de la historia” (8).
La Plata, 16 de octubre de 2008

(1) Fukuyama, Francis: El fin de la historia y el último hombre, Hyspamérica, 1995.
(2) Fukuyama Francis: “La historia sigue terminando”, diario “Clarín”, 27 de junio de 1999
(3) Fukuyama Francis: “La historia sigue terminando”, diario “Clarín”, 27 de junio de 1999
(4) Franzoia Alberto: “La teoría de los doxósofos”, octubre de 2004, publicado digitalmente en Reconquista Popular y en Investigaciones Rodolfo Walsh
(5) Fukuyama Francis: “Estados Unidos contra el resto”, diario “El Día” de La Plata, 28 de agosto de 2002
(6) Publicado después de la conferencia en el Malva por Noticias Yahoo: “Fukuyama replantea función del presidencialismo en Latinoamérica”, 11 de noviembre de 2005
(7) Fragmentos del reportaje de Newsweek, levantados en
www.elortiba.org
(8) Gambina Julio: “Los rumbos del capitalismo, la hegemonía de EE.UU. y las perspectivas de la clase trabajadora”, en “La guerra infinita, hegemonía y terror mundial”, varios autores, Publicaciones CLACSO, 2002.

Lic. Alberto J. Franzoia
albertofranzoia@yahoo.com.ar
Director General del Cuaderno de la IN
http://www.elortiba.org/in.html
Director General del Cuaderno
de la Ciencia Social
http://www.elortiba.org/cs.html
ÚLTIMA MODIFICACIÓN: 14 DE FEBRERO DE 2012 
https://fisyp.org.ar/article/francis-fukuyama-el-fin-de-la-historia-o-de-un-fra/
28 Jun 2016 - 11:05 PM
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Por: Arlene B. Tickner

El fin del fin de la historia

A principios de los años 90 del siglo XX, el colapso de la Unión Soviética y el cierre de la Guerra Fría vaticinaron el triunfo del liberalismo político y económico y la intensificación de la globalización alrededor del mundo. El optimismo de Occidente fue tal que Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”, ya que no quedaba en pie ningún competidor ideológico serio a la democracia liberal.
En el plano internacional, Estados Unidos siguió a la cabeza del orden de la post Segunda Guerra Mundial, cuyo fundamento en la existencia de reglas comunes, y la expansión del capitalismo y la democracia, era considerado el principal garante de la paz, la prosperidad y la libertad en el interior de la “familia liberal”. Por su parte, la concreción de la Unión Europea como sueño comunitario se convirtió en símbolo tanto de las bondades de la paz democrática como de las relaciones postsoberanas. Pese a no abarcar a todos los estados del sistema internacional, tales expresiones de liberalización e integración hacían pensar también que la mejor manera de administrar los rezagos del autoritarismo y el totalitarismo en el mundo (como China y Rusia) era mediante su asimilación.
Transcurrido tan sólo un cuarto de siglo, los cimientos de este “nuevo orden mundial” comenzaron a sacudirse. Una lista eterna de hechos globales —“guerra contra el terrorismo” en Afganistán e Irak; guerra de drones en Pakistán, Yemen y Somalia; invasión militar a Libia, crisis financiera, escándalo de Wikileaks y de espionaje, guerra civil en Siria, intervención rusa en Ucrania, proliferación nuclear, terrorismo fundamentalista, crisis de refugiados, revuelta popular global— ha hecho ver que las bases de la paz, la seguridad y el bienestar no son tan sólidas como parecían.
Paradójicamente, al mismo tiempo que Fukuyama celebraba el fin de la historia, Robert D. Kaplan advertía de la “anarquía” que venía. Según él, en las periferias del globo (en su caso, África) se producirían tales grados de sobrepoblación, escasez de recursos, enfermedad, criminalidad, migración y erosión de los estados que la principal amenaza estratégica de Occidente en el siglo XXI sería el contagio resultante. Si bien se trata de una interpretación soberbia y etnocentrista de la política mundial, que invita al racismo y la xenofobia, tristemente contiene algo de visión futurista.
El Brexit, más los otros referendos que éste puede animar, así como la duplicación de partidos nacionalistas de extrema derecha y del populismo de talante fascista en Europa y Estados Unidos, no se pueden entender sino como una reacción emocional visceral tanto a los efectos de la globalización (neo)liberal —entre ellos, la migración— como al sobredimensionamiento de sus potenciales beneficios. Se trata, ni más ni menos, del despertar de antiguos miedos racistas y xenófobos envueltos en un discurso de soberanía, que ponen de presente una de las contradicciones más profundas del orden liberal, y anuncian de paso el fin del fin de la historia.
https://www.elespectador.com/opinion/opinion/el-fin-del-fin-de-la-historia-columna-640374


E CÓMO EL FIN DE LA HISTORIA SE CONVIRTIÓ EN EL INFIERNO DE LO IGUAL


POR: JUAN PABLO CARRILLO HERNÁNDEZ
 - 08/24/2017

LA HISTORIA TERMINARÁ SÓLO CUANDO SEAMOS REALMENTE LIBRES
En 1989, algunos meses antes de que el emblemático muro de Berlín cayera, un joven doctor en ciencia política egresado de la Universidad de Harvard publicó un ensayo que desde su título despertó tanto la curiosidad como la polémica. En el número de verano de aquel año de The National Interest, Francis Fukuyama se preguntó si había llegado “el fin de la Historia”.
El planteamiento fue de inicio retórico porque Fukuyama tenía ya la respuesta. En vista del balance final de la guerra fría, del fracaso del “socialismo real” en la URSS y en la Alemania comunista y de la ruina de otros países de la esfera soviética en Asia, Fukuyama consideró oportuno y hasta un tanto evidente declarar al vencedor único de la contienda:
[…] el siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo que al final obtendría la democracia liberal occidental parece, al concluir, volver en un círculo a su punto de origen: no a un "fin de la ideología" o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo antes, sino a la impertérrita victoria del liberalismo económico y político.
Para Fukuyama el resultado final fue definitivo. Luego de varios siglos en conflicto abierto o tácito con otros sistemas estructurales de organización social, en la perspectiva del politólogo al final había prevalecido uno solo, aquel que entonces y a lo largo de su artículo llamó “liberalismo” y que, por otro nombre, no es otro más que el capitalismo.
En el texto de Fukuyama la elección del término liberalismo sirve al propósito de englobar en un solo concepto dos realidades sociales distintas, anticipadas ya en el fragmento anteriormente citado: la económica y la política. En lo económico, el liberalismo triunfante de Fukuyama se refiere a la libertad del mercado como regulador exclusivo de los intercambios comerciales entre personas o entidades (sin injerencia, por ejemplo, del Estado, como sucedía en los países soviéticos). En lo político, Fukuyama aludió al liberalismo de la democracia, el de las libertades individuales inalienables (en oposición, de nuevo, a regímenes como el de la URSS o de otros gobiernos dictatoriales, en donde el Estado limitaba explícitamente la vida de los individuos).
En ambos casos, sin embargo, el concepto fundamental es el capitalismo. Las relaciones de libertad que Fukuyama plantea y elogia (libertad de mercado, de asociación, de tránsito, etc.) son, en esencia, las relaciones que tienen sentido sólo en el marco de un modo de producción capitalista. Dicho de otro modo: son relaciones que en primera y última instancia son útiles para el capital. En el ínterin también pueden servir a las personas, las organizaciones, los países, pero si no fuera porque al final resultan provechosas para los procesos propios del capitalismo, ese tipo de relaciones simplemente no existirían. Libertad, pero dentro de los límites del capitalismo.
Incluso desde que fue publicado, el razonamiento de Fukuyama se adivinaba coherente con la realidad futura. Ahora, 30 años después, tiene algo de inobjetable. La realidad del capitalismo tiene visos de ser la única posible. Muchos años antes del texto del joven politólogo, Walter Benjamin se preguntó si existía un “afuera del capital”, si era posible pensar en una realidad social no mediada por la lógica del capitalismo. Y antes que Benjamin, Karl Marx llegó a escribir que la burguesía era la clase social más revolucionaria y al capital dedicó el mismo adjetivo, por la razón de que ambos han sabido superar todas sus crisis; más aún: porque se alimentan de las crisis, sus propias contradicciones son el mecanismo que los mantiene en pie y en adaptación constante a los cambios de la realidad. En ese contexto tanto intelectual como histórico, el artículo de Fukuyama fue como la corona de laurel para el campeón triunfante:
Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. 
Al declarar “el fin de la Historia” (una idea que algo tiene de tremebunda y ambiciosa), Fukuyama siguió la conocida lectura que Alexandre Kojève realizó de la Fenomenología del espíritu de Hegel en la década de 1930 en París, en un seminario que duró casi 6 años y que fue sumamente influyente para la clase intelectual francesa de mediados del siglo XX. A dichas sesiones acudieron Jacques Lacan, Georges Bataille, Maurice Blanchot, André Breton y otros más.
Entre las lecturas más lúcidas que Kojève hizo a la obra de Hegel se encuentra la que dedicó a “la dialéctica del Amo y el Esclavo”, con la cual el filósofo explicó tanto el origen como la marcha de la Historia. 
Según Hegel, la Historia de la humanidad es la historia de la relación dialéctica entre dos personajes “primigenios”: un Amo y un Esclavo, mismos que surgen de la lucha por el reconocimiento inherente al hombre. No se trata, sin embargo, de un reconocimiento superficial, sino de uno profundo, relacionado con aquello que creemos más propio: nuestra identidad, nuestra subjetividad, nuestro modo de habitar el mundo. Que Otro reconozca (y valore) lo que somos es la única vía para que eso adquiera el valor de verdad. De otra manera, es poco más que un ensueño, una entelequia que nos hemos hecho de nosotros mismos, que vive en nuestro pensamiento pero que no ha encontrado confirmación en la realidad.
En la idea de Hegel, esta lucha por el reconocimiento no es dócil, sino fatal. Se trata de una lucha que, al menos de inicio, es a muerte, en la medida en que el reconocimiento no puede ocurrir recíprocamente. Dado que ambos contendientes buscan lo mismo (el reconocimiento), sólo uno de ellos puede prevalecer, y por lo mismo ambos están dispuestos a llegar hasta el final para hacer triunfar su deseo. Es ésta, nos dice Kojève, “una lucha a muerte hecha por puro prestigio”.
Pero si muere el Otro, entonces el individuo no puede culminar su búsqueda. El Otro, muerto, es incapaz de otorgar el reconocimiento que tanto buscaba el sobreviviente y entonces éste no puede obtener la validación de sí, de su autonomía y su existencia, que necesita para constituirse como ser humano. 
En ese punto nacen el Amo y el Esclavo, pues para evitar la muerte, uno de los dos implicados en esta relación debe necesariamente asumir el lugar del Esclavo y otro el lugar del Amo; es decir, uno debe reconocer al otro como Amo (y, a su vez, hacerse reconocer como Esclavo del Amo), renunciando así a la lucha por el reconocimiento por temor a la muerte. 
Para Hegel, la Historia nace y persiste porque el Amo y el Esclavo están relacionados dialécticamente: si es cierto que en un primer momento el Esclavo cede a las condiciones del Amo, vive bajo sus reglas y no acepta otra realidad más que la que le muestra el Amo, con el tiempo ese mismo Esclavo descubre que puede sobreponerse al temor a la muerte y liberarse del dominio del Amo, creando así un ciclo que, en su proceso, transforma las condiciones de la realidad que permitían al Amo ser Amo y Esclavo al Esclavo.
Siguiendo a Kojève, Fukuyama consideró que el fin de la Historia había llegado por la muerte de ese Otro que el comunismo fue para el capitalismo. A lo largo de la historia han existido muchos antagonistas del capitalismo, pero es posible que ninguno que se haya consolidado tanto en ese papel como el socialismo soviético. Hasta cierto punto, el politólogo estaba en lo correcto. Sin un Otro capaz de conceder ese reconocimiento tan anhelado, esa búsqueda pierde sentido, es ya innecesaria y, por consiguiente, la marcha de la Historia se detiene. La Historia misma se vuelve una empresa absurda e inútil.
En su lectura de la dialéctica del Amo y el Esclavo, Kojève también habló del fin de la Historia, pero en términos muy distintos a los de Fukuyama:
[…] si la historia en el sentido estricto de la palabra tiene necesariamente un punto final, si el hombre que deviene debe culminar en el hombre devenido, si el Deseo debe culminar en la satisfacción, si la ciencia del hombre debe tener el valor de una verdad definida y universalmente válida, la interacción del Amo y del Esclavo debe por fin culminar en su "supresión dialéctica". 
Este encadenamiento supone que todos los términos del argumento son equivalentes. Para Kojève, el fin de la Historia es sinónimo de cada una de las otras realidades (que a su vez lo son entre sí). Además de todo lo demás que se menciona, el fin de la Historia es la supresión de la dialéctica del Amo y el Esclavo en la constitución de ambos seres como existencias autónomas, verdaderas para todos.
¿Qué tanto ocurre eso en nuestro contemporáneo? Si el capitalismo triunfó y con ello la Historia llegó a su término, al menos desde la perspectiva de Kojève eso significaría que no vivimos más bajo relaciones de dominio y servidumbre, que nadie vive más en el temor a la muerte y que no es necesario arriesgar la vida para obtener el reconocimiento que buscamos para lo que somos.
Por supuesto, el mundo actual dista mucho de ser así. La muerte del Otro (o, cabría proponer, la atomización de la Otredad a tal grado que no alcanza a ser significativa para interpelar al capitalismo) no se tradujo en modo alguno en la supresión de las relaciones Amo-Esclavo, o en la satisfacción del Deseo humano esencial –el reconocimiento de su autonomía.
Podría decirse que Fukuyama se precipitó al anunciar el fin de la Historia pero tuvo razón en detectar las consecuencias que tuvo la fragmentación del Otro para la realidad humana. Hacia el final de su ensayo, escribió:
El fin de la historia será un momento muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a escala mundial que exigía audacia, coraje, imaginación e idealismo, será reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente, y la satisfacción de las sofisticadas demandas de los consumidores. En el período poshistórico no habrá arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana. […] Tal vez esta misma perspectiva de siglos de aburrimiento al final de la historia servirá para que la historia nuevamente se ponga en marcha.
El diagnóstico de Fukuyama fue preciso, salvo quizá por “la preocupación por el medio ambiente” prevista (y que quizá ocurre ahora como preocupación, pero decididamente no como acción). Lo fue, sobre todo, por ese “aburrimiento” que también vislumbró. A lo largo de su ensayo y por sus propias inclinaciones ideológicas (también por las limitaciones de su tiempo), Fukuyama enfocó sus esfuerzos más en declarar el triunfo del capitalismo que en preguntarse por las consecuencias de vivir en un mundo de aburrimiento e inanidad, que por mucho parece un asunto mucho más trascendente que aquél.
Quien se ha ocupado recientemente de este problema es el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han, que en varios lugares de su obra ha hablado del “infierno de lo igual” en el que vivimos ahora. Han se refiere a una tendencia de la realidad social contemporánea que lleva a que todo se parezca entre sí, a que lo diferente se disuelva y desaparezca del horizonte. 
En cierta medida, este efecto se debe a que ahora la única lógica imperante es la del capitalismo, esto es, la de la eficiencia, la productividad y, en última instancia, la positividad –las únicas realidades que el capital admite en previsión de su propia supervivencia. Y si estas son las únicas formas “aceptables” de vivir la realidad, el resultado es un mundo en donde todo tiende a parecerse entre sí porque todo aspira a ser eficiente o productivo o positivo. 
Así, por ejemplo, los contenidos en Internet: todos usan el mismo “meme” viralizado (marcas, plataformas serias, páginas chabacanas, sitios de humor, sitios de filosofía, etc.) porque todos saben que ya funciona, que ya es productivo, que no puede fracasar. Así también la industria alimentaria o el mercado turístico: hasta cierto punto, se puede comer lo mismo en Nueva York que en la Ciudad de México, hacer las mismas cosas (como turista) en Praga que en París. Y, finalmente, incluso así sucede con nuestra propia subjetividad: en vez de emprender la tarea de conocernos, examinar nuestra vida (como lo aconsejaba Platón), preguntarnos qué somos, qué queremos para nuestra existencia y hacia dónde nos dirigimos, buscamos aplicar lo que nos dicen que ya funciona, “recetas” para aliviar la ansiedad, ser felices, triunfar en el amor, etc. “Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo”, nos dice el filósofo, porque a fin de cuentas el infierno de lo igual no hace más que hacer cumplir los propósitos del capitalismo: producir, consumir, crecer, acumular –infinitamente.
¿Pero qué pasa con nuestros propósitos? ¿Qué con lo que cada uno de nosotros quiere y busca? ¿Qué pasa con nuestro Deseo?
No es cierto, como aseguró Fukuyama, que hayamos llegado al fin de la Historia en la medida en que la interacción Amo-Esclavo continúa. Byung-Chul Han sugiere que, en nuestra época, esa relación se ha interiorizado, pues a falta de un Otro real que encarne la figura del Amo, el sujeto contemporáneo lo ha llevado a su propia psique, a sus conductas y a la manera en que vive su vida:
El sujeto actual del rendimiento se parece al esclavo hegeliano, si bien con el detalle de que no trabaja para el amo, sino que se explota de manera voluntaria a sí mismo. Como empresario de sí mismo es amo y esclavo a la vez. Se trata de una unidad funesta que Hegel no pensó en su dialéctica. El sujeto de la propia explotación está privado de la libertad en idéntico grado que el sujeto de la explotación ajena. Si entendemos la dialéctica de amo y esclavo como historia de la libertad, no se puede hablar de final de la historia, pues todavía estamos muy lejos de ser realmente libres.
En ¿El fin de la historia? de Fukuyama, el triunfo del liberalismo parece estar ahí como equivalente del triunfo de la libertad, pero con el tiempo parece ser que su significado sólo fue el de la muerte del Otro. Si es posible hablar de un “fin de la Historia”, éste sería únicamente parcial o, mejor dicho, frustrado o forzado, no uno en donde el Deseo se satisface y con ello se interrumpe la relación dialéctica del Amo y el Esclavo. Al respecto escribe Han:
[…] la historia, entendida como historia de la libertad, no ha llegado al final. Sólo llegaría al final cuando nosotros fuéramos libres de hecho, cuando no fuéramos ni amos ni esclavos, ni esclavos del amo, ni amos del esclavo.
Quizá, más que de la muerte del Otro, cabría hablar sólo de una derrota. El capitalismo, en efecto, triunfó, pero lo hizo sobre una alternativa que, tomada in abstracto, se presentó en cierto momento como una supuesta forma de salir de la esclavitud, de construir otra realidad y vivir de otra manera. El capitalismo triunfó sobre esa alternativa, pero eso no quiere decir que con ello se haya cancelado la posibilidad de imaginar y probar otras más. 
Eso, al menos, si queremos salir del infierno de lo igual para comenzar a construir nuestra propia diferencia.
En formato PDF:


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