I
—¿Qué quieres, viejo…?
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!» No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas —relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol—. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media… Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta travesera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de «El Jardín de las Modas». Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca —así fuera de movida una guaracha— sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.
VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.
VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran más hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
—¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!…
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario —como Don Abundio— por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones —órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda —cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa—. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.
X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau! —dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.
FLORA OVARES RAMÍREZ Y MARGARITA ROJAS GONZÁLEZ
"Viaje a la semilla"
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así, pues, de hora en hora maduramos;
y luego de hora en hora nos pudrimos; y de aquí pende un cuento,
SHAKESPEARE, Como gustéis.
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Por las escalas musicales
Marcial, protagonista de "Viaje a la semilla", viaja en el tiempo desde la muerte hasta la juventud y la infancia en un recorrido que culmina con el retorno al vientre materno. Su vida se narra como el sucederse de diversas etapas, cada una de las cuales, además, transcurre en una habitación distinta de su casa. Uno y otra se animan cuando inician el retorno a la vida, la cual se desenvuelve como una continua metamorfosis. Hombre y casa viven paralelamente su existencia y juntos se disuelven en la materia indiferenciada –tierra y madre, semilla, huevo–, origen y destino común.
El inicio de la metamorfosis de Marcial y la casa se debe a un gesto inaugural del negro viejo que contemplaba la demolición: "Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementario de baldosas" (Carpentier, 1983: 67).
La casa empieza a revivir cuando se animan los cuadros que decoran sus paredes:
Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate (Ibid.).
Además, varios episodios de la historia de Marcial tienen origen icónico, de modo que su vida se despliega como una serie de cuadros sucesivos (Lotman, 2000: 13). Sin embargo, lejos de permanecer en la estaticidad del lenguaje icónico, todas las pinturas cobran movimiento. En el capítulo III, por ejemplo, "La mujer desnuda que se desperezó sobre el brocado del lecho", recuerda la conocida pintura de Goya "La maja desnuda". La marquesa se llama María de las Mercedes y Goya tiene un cuadro titulado "La marquesa de las Mercedes" (1797-1798). "La gallina ciega" (1788-1789), del mismo pintor, se evoca en las siguientes frases del capítulo VI: "Un traje de chispero con redecilla de borlas" (76), "se jugó a la gallina ciega y al escondite" (77).1 En el mismo capítulo aparece aludido "El beso robado" de Honoré Fragonard:
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla […] Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. (76-77)
La animación de esas pinturas es consecuencia del movimiento propio del paso del tiempo: la literatura, como la vida, no es una colección de imágenes estáticas, sino una especie de representación escénica movida y ordenada por el lenguaje musical. Este se cuela constantemente por los resquicios del texto con la mención a numerosos instrumentos y piezas musicales pertenecientes a distintas épocas. La mayoría de estas referencias proceden de otro libro de Carpentier, La música en Cuba, como puede verse en el cuadro 1.
Por otro lado, el ademán mágico del negro corresponde al del director de una orquesta en la apertura, que impone un concierto al caos y al ruido.2 Antes de la génesis musical, se escuchan solamente ruidos inarmónicos: "Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas" (66, cursivas nuestras). Este es el momento en que la orquesta afina los instrumentos, antes de que el director levante la batuta y empiece el concierto y, es, al mismo tiempo, el inicio de la función que representa la vida de Marcial.
Además, ese movimiento, que abre a la vez la casa y la música, permite la entrada del coro, las "gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías" (67). Al resucitar Marcial, se agrega otro componente a la orquesta: "pulsó un teclado invisible y abrió los ojos" (69).
El lenguaje musical dicta la disposición de los capítulos. La crítica ha señalado las correlaciones de éstos pero sin remitirlas al lenguaje musical. Por ejemplo, Barrera Vidal relaciona los capítulos III y IX a partir de las frases "palabras en libertad" (III-70) y "hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad" (XI-90). El mismo crítico establece otras relaciones, de oposición o de semejanza: el IV y el IX se refieren a situaciones luctuosas en la vida de Marcial; el V y el X a momentos de felicidad. (Barrera, 1987)
Efectivamente, desde el punto de vista de la materia contada, se pueden establecer asociaciones sorprendentes entre los capítulos, la más obvia, entre el I y el XIII, que abren y cierran, como un marco, el cuento. Otra se halla entre el II –que narra la reconstitución de la casa– y el XII, que cuenta su total desintegración. En los mismos capítulos se narra la presencia de Marcial en su lecho de muerte (II) y la vuelta al útero (XII). Como se verá en seguida, los capítulos VI y VIII forman una unidad, sobre todo por la relación especial entre el espacio y el tiempo y la perspectiva del protagonista. Por otro lado, dicha correspondencia constituye una estructura especular en el relato que parece repetirse en otros planos.
En el capítulo VIII Marcial decide colocarse en el suelo, debido a la frescura de este y la incomodidad de los muebles para su estatura:
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensado antes […] Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. (84)
En el VI, el joven medita sobre la inversión del cielo raso y el piso. Además, en ese mismo momento tiene la intuición de experimentar un decurso temporal invertido, el cual se explica en términos de una inversión del eje vertical del espacio:
Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media… Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. (75)
Por esa estrecha relación entre el espacio, el tiempo y los acontecimientos narrados, se trata de un momento especial del texto. Aunque de acuerdo con el número de capítulos (13), esta distribución simétrica llevaría a pensar en el VII como capítulo central, por lo mencionado antes, el centro se encuentra más bien en el VI. Además de referir a la percepción del protagonista sobre la inversión temporal, el número seis alude a un punto intermedio en el reloj. Por otro lado, en este apartado se cuenta la adquisición de la minoría de edad y, sobre todo, se narra la celebración carnavalesca de ese acontecimiento. Antes de iniciar el retorno a la inexistencia, el capítulo VI conjuga con el tránsito y la inversión, los grandes símbolos: el carnaval, la fiesta y el baile de disfraces, el juego y la música, vinculados con el erotismo.
Ante esta complejidad, la referencia a la música permite pensar en otro tipo de asociación. Se podrían colocar los capítulos de acuerdo con el orden ascendente y descendente de la escala musical:
CAPITULOS: | I | II | III | IV | V | VI | VII | VIII | IX | X | XI | XII | XIII |
ESCALA: | do | re | mi | fa | sol | la | si | la | sol | fa | mi | re | do |
De esta forma, el centro vuelve al capítulo VII, que en su correspondiente musical equivale a la nota superior la cual inicia, además, el descenso de la escala. Así, la totalidad de los capítulos del cuento se organiza en siete etapas ascendentes y siete descendentes (véase figura 1).
La anterior composición recuerda, por otro lado, la conocida comedia de Shakespeare As you like it. Además de las múltiples reflexiones sobre el tiempo, ésta presenta la idea de las siete edades del hombre como siete actos de la representación escénica que es la vida: el niño en brazos del aya, el rapazuelo, triste y lloroso va a la escuela, el amante, el soldado pendenciero, el grave juez, el anciano, y la vuelta a la infancia (II-7).
El lenguaje musical permite un doble movimiento en la ejecución, a través del pentagrama y a lo largo de la pieza. Las notas pueden subir y bajar, en tonalidades o armonías; la coexistencia de múltiples voces o instrumentos también posibilita una lectura simultánea o armónica. El movimiento musical, que dinamiza y ordena la narración, construye entonces dos ejes, uno vertical y otro horizontal. El primero de estos establece una serie de oposiciones entre lo alto y lo bajo, crecer y decrecer, bajar y subir, visibles, por ejemplo, durante el proceso de la demolición de la casa, que se narra como un continuo caer y subir de objetos, frases y miradas: "varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios", "el viejo se había sentado, con el cayado apuntándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos" (65-66, cursivas nuestras); el sol y el estanque se contraponen, la Ceres presencia la demolición desde arriba y los peces contemplan a los obreros desde abajo, en un cruce dinámico entre los espacios superiores e inferiores.
El itinerario mágico
El trayecto constituye una especie de viaje biográfico de ambos, casa e individuo, a través del tiempo: juntos nacen, se transforman y desaparecen. Marcial y la casa no sólo se identifican en ese proceso de rejuvenecimiento; al empequeñecimiento del hombre corresponde un aumento proporcional de las dimensiones de los muebles de la casa:
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis […] Las butacas eran más hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. (83)
El cambio a la focalización del niño produce ese efecto de contraposición entre éste y la casa, de modo que, como en un espejo, esta resulta la imagen invertida de Marcial. Pero, al mismo tiempo, cada uno de los diferentes ambientes de la morada sirve de escenario a un episodio de la existencia de Marcial. Una primera etapa la vive en su habitación: desde su lecho de muerte, su agonía y enfermedad hasta su vida conyugal con la Marquesa. Su traslado al gran salón se corresponde con el remozamiento de la casa que se pinta de nuevo. El viaje de luna de miel, el matrimonio y el encuentro de la pareja suceden en espacios externos –el ingenio, la iglesia y la casa de ella–. La vida de soltero se concentra en el salón de música y el desván, dentro de la casa, y la Casa de Baile, fuera de ella. En ambos lugares se celebra un carnaval sólo que de manera invertida: el vals es la guaracha, Marcial cambia a la novia de "hombros empolvados" por la "negra de pasas entrecanas": espejo uno del otro, el espacio exterior invierte el espacio interior.
Finalmente, la infancia significa el descubrimiento de los sitios prohibidos de la casa, del suelo y del jardín: Marcial recorre las cocinas, las cuadras, los depósitos secretos de dulces, el sótano y un desconocido desván con una caja de mariposas disecadas.3 El niño se mueve hacia las bases de la casa en compañía de Melchor, nieto de príncipes y relacionado con San Melchor, Rey Mago, patrono de uno de los primeros cabildos, Cabildo de los Congos Reales en 1796 (Carpentier, 1972: 290).4 Por último, con el perro Canelo, juega entre las plantas y llega a comprender el lenguaje de los animales. Ya expulsado del mundo de los humanos, se incorpora al vientre de su madre al tiempo que la madera de los muebles vuelve a los bosques y los mármoles de los pisos regresan a Italia: casa e individuo desaparecen en la materia primigenia, "dejando un yermo en lugar de la casa" (92).
Así como Marcial recorre la casa en un continuo movimiento de ascenso y descenso, así recorre su vida. La minoría de edad se celebra como el inicio de una progresiva liberación de las ataduras sociales y el feliz retorno al mundo natural, al paraíso. Sin embargo, acceder a ese estado significa renunciar a la condición humana y hace renacer el deseo por lo perdido. Por eso, en el momento en que, a punto de cruzar el umbral hacia el origen, efectúa un gesto de ascenso: "Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos" (90).
La dinámica de ascensión y descenso se sintetiza en la imagen de los cirios que, en el momento de la resurrección de Marcial, "crecieron lentamente, perdiendo sudores" (69): crecer y disminuir son movimientos simultáneos, no se oponen ni se suceden uno al otro, como si se tratara de dos melodías, una ascendente y la otra descendente pero que se tocan a la vez.
En el ordenamiento de los capítulos, de acuerdo con la escala musical, destaca la séptima posición. Para empezar, así como son siete las notas de la escala musical, los nombres de Marcial y Melchor tienen ambos siete letras, cuyas consonantes aparecen colocadas en los mismos lugares.
La relevancia de este número –"musical"– (Chevalier y Gheerbrandt, 1995: 740), ya fue indicada por Barrera Vidal, quien se refiere a los siete días de la creación y la pirámide de siete niveles y doble vertiente. Esto último lo enlaza con los siete grados, que corresponderían a las etapas de la vida de Marcial con la séptima como la cúspide. Los obreros en andamio los vincula con la Torre de Babel y el proceso de demolición. Además, el crítico compara esa pirámide con el Zigurat, templo babilónico conexo a la Torre de Babel. (Barrera, Op. cit.)
En el capítulo VII se narra cómo Marcial se aleja del conocimiento científico y vive su "crisis mística". También en este capítulo se narra su iniciación sexual, rito marcado por varias alusiones al Cantar de los Cantares, por ejemplo, las murallas, la puerta, el perfume y las especies: "varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas" (80).5 En la mística, la puerta simboliza el umbral, previo a la unión transformante.6 Esta, matrimonio del alma con el Verbo, tiene lugar, según los místicos de la Edad Media, tras franquear las siete etapas, a cada una de las cuales, además, correponde un libro de la Escritura; precisamente, en el séptimo peldaño está el Cantar de los Cantares (Chevalier y Gheerbrandt, 1995: 457).
De esta manera, los siete peldaños de la escala mística, que recuerdan de nuevo la escala musical, privilegian como punto culminante de la etapa ascensional el séptimo peldaño, considerado el superior. A partir de este, se inicia el descenso. Este doble movimiento se ha relacionado también con los dos tipos de enseñanza: el ascenso es la exotérica, que equivale al conocimiento exterior, mientras que el descenso corresponde a la sabiduría esotérica, la enseñanza oculta e iniciática (Ibid.: 460). A partir del séptimo capítulo, Marcial empieza a conocer los secretos de la casa, viaje de descenso hacia la sabiduría telúrica que realiza acompañado de Melchor.
La alusión a un conocimiento esotérico y otro exotérico permite una nueva correspondencia, esta vez con la obra alquímica. Varios símbolos confirman esta asociación, la cual se funda sobre todo en la preocupación fundamental del cuento, el tiempo, asunto central en el proceso alquímico.
La metamorfosis de Marcial lo conduce al útero materno: como la casa, retorna a la materia primordial. Este acontecimiento mágico expresa literalmente la interpretación alquímica: "el que quiere entrar en el Reino de Dios debe entrar primero con su cuerpo en su madre y morir allí". Se trata, además, del regressus ad uterum no sólo del individuo sino del mundo entero (Eliade, 1995: 136); en el cuento, como se ha visto, Marcial realiza ese viaje acompañado por la casa, cuyos materiales y formas se disuelven también en el estado natural.
La metamorfosis de la casa a través del tiempo se marca a menudo con el cambio de los instrumentos musicales u objetos de diversas épocas. Por ejemplo, el piano se convierte en clavicordio, la estatua de Ceres deja el lugar a una de Venus.
En otras ocasiones el rejuvenecimiento de la casa adquiere connotaciones antropomorfas: en el plano discursivo, las diversas partes de la casa ocupan el lugar del sujeto gramatical y semánticamente: "Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían –despojados de sus secretos– cielos rasos ovales o cuadrados" (65). Sobre todo, al animarse la casa se personifica como mujer, ya sea porque su descripción se aproxima a la de la Marquesa o porque su demolición se cuenta como si tratara de desnudar a una mujer:
Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados […] Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
[…]
Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol […] Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
[…]
La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. (72, 66-67)
Incluso, la demolición reduce el tamaño de la casa y la acerca al reino vegetal:
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. (66)
Los materiales inertes se vivifican: buscan el contacto con el reino vegetal, para después adquirir rasgos humanos. Esta cercanía borra las fronteras entre los mundos y acentúa la metamorfosis que experimentarán la mansión y su dueño. La demolición se suspende porque casa y hombre forman una unidad y deben experimentar juntos cada momento de la metamorfosis: "un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera" (92).
De esta manera, la morada es algo más que la cuna y la sepultura de Marcial: la mansión en ruinas encarna no sólo el paso del tiempo sino metaforiza el cuerpo. Casa y cuerpo materializan la inaprensibilidad del tiempo y vuelven perceptible su sucesión, intentan albergarlo y testimoniar su paso.7
De acuerdo con el esquema alquímico, no existe posiblidad de resucitar a un modo de ser trascendente sin muerte previa,8 estado en que se encuentran tanto Marcial como su morada al inicio del trayecto. La muerte se entiende como una reintegración a la noche cósmica, al caos precosmológico, de modo que las tinieblas materializan la disolución de las Formas: el alquimista, dice Eliade, no puede crear nada nuevo sin la disolución previa de las formas ya gastadas por el tiempo (Ibid.: 138). Debido a la simetría entre los capítulos, la vuelta al útero narrada en el capítulo XII corresponde al II, en el que aparece Marcial en su lecho de muerte; ambos estados, por implicar el tiempo –si bien de dos modos distintos– están regidos por el planeta Saturno: situados más allá del devenir temporal, simúltaneamente marcan el principio y el final de toda existencia, es decir, funcionan como fronteras temporales. Por otro lado, Saturno, se simboliza por el color negro, representa el caos, la muerte y la "caótica inmersión en el cuerpo" (Burckhardt, 1994: 82).
Las "siete fases de la gran obra" se han relacionado en el esquema alquímico tanto con los planetas como con los metales. A cada etapa del proceso alquímico corresponden un planeta específico y un metal, algunos de los cuales se aluden en ciertos capítulos (véase cuadro 2). Además de la relación con Saturno, en el capítulo V, el dedicado al amor, se menciona a Venus, planeta que se corresponde con el cobre:
Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre […] la Ceres fue sustituida por una Venus italiana. (73-74)
La referencia a la obra alquímica se deduce también por las alusiones a varios animales. En el capítulo XI, a punto de completar su ciclo vital, la cercanía de Marcial a Canelo lo lleva a disfrutar la compañía de la gansa gris, el gallo viejo, la lagartija de corbata rosada, el jubo o serpiente y el ratón. Algunos de estos animales se relacionan simbólicamente con distintas etapas del proceso alquímico; lo más relevante es que algunos de estos se vinculan con el mercurio. Sucede así con el gallo y la serpiente, símbolos del tiempo y cercanos a la figura de Hermes. El gallo, correspondiente al mercurio alquímico, junto con la serpiente, "marca una fase de la evolución interior" que conduce a la "unidad armoniosa del espíritu y la materia" (Chevalier y Gheerbrandt, 1995: 521-522).
Por el carácter de psicopompos, Hermes que, según algunos autores remite a la penúltima etapa de la Gran Obra en alquimia, se asocia con el perro; Canelo, "siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja" (89), acompaña a Marcial en la penúltima etapa (capítulo XI). El otro guía en este proceso, Melchor, se relaciona también con Hermes, y robaba, como el dios y como Canelo. Como el dios de las dos caras, es una figura doble: de origen noble, trabaja como calesero en casa de Marcial, une el Allá con el Acá, el mundo adulto con el de la infancia, tiene dos botas llamadas, la derecha, Calambín y la izquierda, Calambán. Pero sobre todo, aparece tanto en el mundo y el tiempo reales, de la demolición de la casa, y en el mágico del retorno a la vida, que propicia su gesto.
A pesar de las referencias a dos procesos que tienden a la consecución de la unidad, a la perfección, en el cuento parece decir también que la búsqueda alquímica del oro, entendido como el logro de la inmortalidad, parece estar fuera del alcance de nuestro tiempo desacralizado (Eliade, 1995: 158). Cualquier transmutación o trascendencia sólo puede tener lugar dentro del escenario momentáneo, asediado por el paso implacable de los días.
El juego en el crepúsculo
Por esto el cuento encierra el tiempo mágico y nocturno de la metamorfosis alquímica de Marcial y su casa dentro de un marco de tiempo cotidiano y diurno: los setenta años de su biografía se condensan y se enmarcan dentro de las doce horas que transcurren entre el primero y último capítulos (Cfr. figura 2).
La fugacidad de su paso por el escenario de la vida recuerda otro tinglado efímero. Es el que construye el mago Próspero en La tempestad de Shakespeare y en el que actúa, entre otros, Ceres. Al hacerlo desaparecer, su inventor reflexiona acerca de la naturaleza del espectáculo y el ser humano: "La fiesta terminó. Nuestros actores/ eran fantasmas todos, cual te dije; / y en el aire se han deshecho, en aire leve […] Formados somos / de la materia misma que los sueños, / y un sueño circunda nuestra breve vida" (acto IV).9
Así como existe un marco temporal para el drama nocturno, la casa misma se convierte en el escenario material de la representación que es la vida de Marcial. Sobre todo durante la infancia, cuando se ofrece como el lugar del juego. Precisamente el inicio de la reconstrucción de la casa y el desmorir de Marcial menciona los cuadrados blancos y negros que posteriormente servirán de tablero de ajedrez a Marcial y Melchor: "los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos" (67). El juega primero como rey y Melchor, quien era nieto de príncipes, como caballo: como indica el simbolismo del ajedrez, siempre el compañero del rey debe ser un príncipe o alguien de alta condición (Chevalier y Gheerbrandt, 1995: 67). La actividad lúdica se muestra sin mediaciones: los jugadores, en vez de mover las piezas, las encarnan, las actúan:
Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. El, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. (85)
Se resalta así la relación entre el juego y el teatro, semejanza que aparecía ya en El Quijote. Se trata de la relación del ajedrez y el teatro cuando Sancho contesta a don Quijote que ha hablado de la vida como teatro:
que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar la vida en la sepultura.10
* * *
La narración de la jornada invertida de Marcial conmueve al lector, adormecido por la certidumbre del desarrollo lineal de la vida: el cuento alude de esta manera, sin decirlo, al tiempo cronológico, el que transcurre imperceptiblemente desde el nacimiento hasta la muerte. Al construirse paso a paso, pero de forma invertida la vida de Marcial, el relato va tejiendo simultáneamente la otra existencia, la que sigue la dirección de las manecillas del reloj. Tal biografía, desde la vida hasta la muerte, permanece en el reverso de lo narrado, como la imagen ausente de un espejo hecho de tiempo.
Sin embargo, la temporalidad de lo real no está totalmente ausente pues pertenece al proceso de la demolición de la casa y el trabajo cotidiano que aparecen en el inicio y el final del cuento. La destrucción y la nada pertenecen al mundo y al tiempo de la realidad mientras que la creación y la vida atañen al mundo del arte.11
El arte le posibilita al ser humano crear a partir de la materia informe: la narración permite al protagonista despertar desde su lecho de muerte hacia la plenitud de la existencia. Por eso, mientras "las horas que crecen a la derecha de los relojes […] son las que más seguramente llevan a la muerte" (93), las que trascurren en sentido opuesto conducen al arte, es decir, a la vida. La mención del vientre materno y la alquimia reiteran en otro plano esa idea.
El texto de "Viaje a la semilla" es también producto de la vida que infunden la música y el teatro: al presentarse la vida de Marcial como una sucesión de cuadros, un pequeño teatro, animado por la música, se vuelve evidente la capacidad generativa de esos lenguajes: música y teatro, frente a la estaticidad de la plástica, capturan el dinamismo de la vida. Esto ocurre no sólo porque ambos lenguajes se desenvuelven en el eje diacrónico sino porque estructuran el caos y el fluir desordenado del tiempo y la vida.12 Como se vio, este paso del ruido al concierto es la imagen que inaugura la historia de Marcial.
Como Marcial, vivimos entre la muerte y el caos, nuestro tiempo transcurre en ese lapso permitido precisamente por la iluminación momentánea de la nada que lo flanquea, confusión en la cual queda únicamente el río pues sólo lo fugitivo permanece y dura.13 LC
Notas
1 Carlos D'Ors Fuhrer describe así los vistosos trajes de posición alta pero también con trajes populares de majos y majas y redecillas en el pelo, "Estudio de la obra seleccionada" en José Luis Morales y Marín y Carlos D'Ors Fuhrer, Goya, serie "Los genios de la pintura española", Madrid, Sarpe, 1990, p. 85.
2 Carlos Santander ya ha destacado la importancia de un tipo de personajes en la obra de Carpentier: sacerdotes, magos o maestros que, bajo los ropajes de Mackandal, Victor Hugues o Melchor, cuya presencia favorece el viaje del héroe joven de una realidad a otra. Cfr. "El tiempo maravilloso en la obra de Alejo Carpentier" (1968), en Novelistas hispanoamericanos de hoy, ed. de Juan Loveluck, Taurus, 1976, pp. 127-151.
3 Bachelard habla de la dicotomía entre el sótano y la buhardilla y explica el descenso al primer espacio como el reencuentro con la irracionalidad de lo profundo y con los poderes subterráneos. La poética del espacio (1957), 2a. edición en español, Fondo de Cultura Económica, 1975, pp. 33-69.
4 El movimiento hacia el sótano y la presencia de Melchor pueden interpretarse como una clave histórico-cultural: el encuentro con las raíces étnicas, conjunto de diversas culturas vivas y actuantes. Para Carlos Santander, América se postula más cercana a una realidad original y paradisíaca. Sin embargo, esa misma autenticidad, "desde el punto de vista de las formas [es percibida] como un mundo caótico" "Estructura musical en 'Los fugitivos', de Carpentier", Letras (1986), Universidad Nacional de Costa Rica, 15, 16, 17, p. 246.
5 También la iniciación sexual de Esteban, en El Siglo de las Luces, tiene lugar tras una puerta azul: "Una tarde, al fin, la puerta azul de la casa se cerró sobre él" (1974), La Habana, Editorial de Arte y Literatura, p. 55.
6 Angel Cilveti, Introducción a la mística española (1974), Madrid, Cátedra, pp. 63-64. Es una metáfora elaborada por San Juan de la Cruz y "cara al universo simbólico de la Cábala": la apertura de una puerta, la visión de una luz como un relámpago, "cuando en una noche oscura, súbitamente esclarece las cosas", Mario Satz Umbría lumbre. San Juan de la Cruz y la sabiduría secreta en la cábala y el sufismo (1991), Madrid, Hiperión, p. 25.
7 Hay, además, otro tipo de correspondencias. Así como la casa de Marcial tiene cinco partes –desván, área del servicio, dormitorios de los dueños, área social y sótano–, el cuerpo humano se ha dividido en cinco partes –tal como las famosas proporciones de Da Vinci–, y también desde el punto de vista simbólico el ser humano está regido por el número cinco: posee cinco partes iguales en altura y cinco en anchura, cinco sentidos, cinco dedos, cinco extremidades (dos brazos, dos pies y la cabeza) que forman una especie de estrella de cinco puntas. En la música, además del pentagrama, con respecto a la tonalidad, los acordes se mueven por quintas: la fórmula cadencial básica del lenguaje tonal es la sucesión de los acordes perfectos sobre el 5o. y el 1o. de la escala, es decir, dominante y tónica, la así llamada cadencia perfecta.
8 Eliade, Op. cit.: 134. El caos es considerado también el símbolo de la unidad de la materia. AA. VV. Alquimia y ocultismo, Barcelona, Barral, 1973, p. 402.
9 "Our revels now are ended. These our actors / As I foretold you, were all spirits, and \ Are melted into air, into thin air: / And, like the baseless fabric of this vision […] We are such stuff / As dreams are made on; and our little life / Is rounded with a sleep", W. Shakespeare, The tempest (Frank Kermode, ed., Arden, 1997), pp. 103-104.
10 Capítulo 12, II parte. Cfr. la referencia de Martín de Riquer al libro de Luque Faxardo Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos (Madrid, 1603), en Miguel de Cervantes, El Quijote, Barcelona, Planeta, 1980, p. 661.
11 Standish habla de un círculo en retroceso de la inexistencia a la inexistencia, jornada regresiva mágica enmarcada en un tiempo real y progresivo, Peter Standish, "'Viaje a la semilla': Construction and Demolition", Bulletin of Hispanic Studies (1986), Edimburgo, 63-2, abril, pp. 139-148.
12 El teatro ocupa, según Lotman, una "posición intermedia […] entre el mundo en movimiento y no discreto de la realidad y el mundo inmóvil y discreto de las artes plásticas", La semiósfera (2000), tomo III, Madrid, Cátedra, p. 92.
13 Desde otra perspectiva, Carlos Santander rescata el valor del arte en la obra de Carpentier: "No queda sino el arte como posibilidad –y precaria– de salvación. El arte significa aquella contradicción insoluble de aspirar a orígenes, viajes a la semilla y paisajes maternos en una naturaleza primera a través de signos doblemente modalizados y, por lo tanto, dos veces distantes de ese origen, pero que, sin embargo, fantásticamente, como en el sueño o como en el juego, lo realizan", "Estructura musical en 'Los fugitivos' de Carpentier", p. 246.
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Viaje a la semilla
La narración retrospectiva no es una técnica contemporánea. Más frecuente de lo que parece, es mucho más que un mero artificio literario.
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1 de enero de 2015, 29 de septiembre de 2014, 15 de junio de ese año, 14 de diciembre de 2012: las fechas se suceden en orden decreciente hasta alcanzar el 23 de agosto de 1940, el 1 de noviembre de 1938, el 15 de abril de 1932. “Voy a contar hacia atrás la historia de mi familia”, afirma el narrador de Historia oficial del amor, la nueva novela de Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975): “Voy a narrar al revés su destino, su karma y su suerte [...] porque ha sido al revés, desde hoy hasta el principio, como he ido enterándome de nuestra trama. Y lo sensato es irse, primero, por las ramas, si lo que uno quiere es viajar a la semilla del árbol genealógico.”
Historia oficial del amor (Alfaguara, 2016) es parte de una trayectoria conformada hasta el momento por diez novelas, dos libros de relatos y dos poemarios; invirtiendo el orden cronológico de los acontecimientos que narra, su autor presenta en ella la historia de una familia colombiana (la suya) desde 1932 hasta el presente, desde los enfrentamientos entre las fuerzas liberales en Cartagena de Indias en la década de 1930 hasta algo después del triunfo electoral de Juan Manuel Santos en 2014. Mucho del modo en que las familias se cuentan a sí mismas su historia y las formas en que esta se relaciona con la de su país es retratado con calidez en Historia oficial del amor; en ese sentido, la obra asume como propia la imbricación entre la historia privada y la pública que constituye el rasgo saliente de la novela política latinoamericana de los últimos años. Pero si destaca por algo es por la presentación retrospectiva de los hechos narrados: a simple vista, esa presentación es gratuita, ya que, si bien es cierto que, como afirma el narrador, este adquirió el conocimiento de la historia de su familia “al revés”, también lo es que, en tanto narrador omnisciente, se coloca “fuera del tiempo”, al final de un periodo de indagación que en el momento de comenzar su narrativa le permitiría narrarla convencionalmente. (Lo cual se pone de manifiesto hacia el final de la obra, cuando el narrador interrumpe la presentación “invertida” de la secuencia temporal para regresar a 2015.)
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“Viajar a la semilla” es una ilusión recurrente en la literatura moderna, y en la mención explícita a esta figura de habla en el primer párrafo de la novela de Silva Romero puede encontrarse uno de los antecedentes directos del libro, ya que “Viaje a la semilla” (1944) es el título de uno de los cuentos más notables de Alejo Carpentier: en él, la demolición de una casa es interrumpida por la llegada de un anciano negro que la reconstruye mágicamente y echa a correr el reloj hacia atrás; a partir de ese punto, los cirios crecen lentamente “perdiendo sudores” (cuando recobran su tamaño los apaga una monja “apartando una lumbre”), los signos de envejecimiento de los protagonistas se revierten (“borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza”), los pájaros vuelven al huevo “en torbellino de plumas” y los muebles “crecen” mientras el protagonista del relato se vuelve más y más pequeño. Argumento a favor de un nuevo comienzo, representación de una temporalidad propia de la negritud y ajena a la concepción occidental del tiempo como progresión irreversible, promesa de recuperación al menos simbólica de la infancia (Alejo Carpentier acababa de cumplir cuarenta años en 1944), ninguna de estas interpretaciones es concluyente ni tiene demasiada importancia. Más importante parece el hecho de que el procedimiento inaugurado por Carpentier sitúa “Viaje a la semilla” en una serie de productos culturales recientes a los que el relato del escritor cubano sirve al menos de antecedente remoto, como la novela de Silva Romero y filmes como Memento (Christopher Nolan, 2000) e Irreversible (Gaspar Noé, 2002).
En el primero de ellos, un antiguo detective de seguros intenta dar con el asesino de su mujer; aunque recuerda todo lo anterior al crimen, carece de la capacidad para almacenar nuevos recuerdos: solo puede ayudarse con polaroids, esquemas y, en el caso de la información más importante, con tatuajes; pero su incapacidad de recordar el origen de la información recibida después de algunos minutos convierte su pesquisa en una cuestión de convicciones más que de hechos.
En el segundo de los filmes, una mujer es violada por un desconocido que la asalta en un pasaje subterráneo al regresar de una fiesta y su novio y su exmarido deciden tomar venganza: recibida por algunos críticos como una obra maestra “poderosa y profunda” y por otros como un “experimento autoindulgente”, “tan agresivo formal y estilísticamente que este aspecto supera lo que tiene que decir, que es muy poco”, Irreversible resulta irritante debido a su violencia, pero también (y sobre todo) porque, al comenzar con un baño de sangre y acabar con una escena de tierna intimidad con una mujer que luego, pero antes en la narración, ha sido brutalmente violada, Noé muestra lo endeble de una existencia no muy distinta a la del espectador.
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Aunque el recurso a narrar los hechos “contrarreloj” no es infrecuente en piezas humorísticas (por ejemplo en ciertas historias del francés Gébé, en el capítulo de Seinfeld conocido como “The Indian wedding” y en “The reversible man”, uno de los Future shocks de Alan Moore), la narrativa retrospectiva es más habitual (en su infrecuencia) en aquellos textos y filmes en los que el misterio radica en las circunstancias que han determinado las acciones, como en Memento, el thriller de Iain Pears Stone’s fall (2009) o en la obra de teatro de Harold Pinter Traición (1978). A diferencia de la novela de Martin Amis La flecha del tiempo (1991), en la que los hechos no son presentados en secuencias breves de temporalidad convencional sino invertidos a la manera de “Viaje a la semilla” (es decir, como si se los visionase en rewind), Submundo (1997) de Don DeLillo y Counter-clock world (1967), de Philip K. Dick, publicada en español por Minotauro con el título de El mundo contra reloj (y en la que un proceso denominado “la Fase Hobart” condena a la humanidad a vivir en una inversión temporal en cuyo marco la actividad principal en las bibliotecas es la erradicación cronológica de los libros, el embarazo concluye con la cópula, la gente se saluda con un “adiós” y se despide con un “hola” y, lo que es peor, los muertos salen de las tumbas), a menudo la inversión del orden temporal es asunto del relato de un modo u otro pero no altera esencialmente su forma, como sucede en “El curioso caso de Benjamin Button” de Francis Scott Fitzgerald (1922), Orlando de Virginia Woolf (1928), A reculons de Rafael Tasis (1957) y la novela de Andrew Sean Greer Las confesiones de Max Tivoli (2004); en esta última el personaje, que ha nacido con el cuerpo de un anciano, rejuvenece, lo que le permite conquistar a la misma mujer en tres ocasiones diferentes, primero a los diecisiete años a la manera de una figura paternal para ella, luego a los treinta, con la apariencia de un hombre de cuarenta aproximadamente, como su marido, y finalmente, con cincuenta y nueve años y pareciendo de once, como un hijo. (Una variante de ello la constituye la “trilogía de Roth” de Andrew Taylor, el orden de cuyas entregas está invertido en relación a la temporalidad de los hechos narrados: Las cuatro últimas cosas (2005) transcurre en la década de 1990, El juicio ajeno (2006) lo hace a comienzos de 1970 y Oficio de difuntos (2007), en 1958; el resultado de ello es una especie de epopeya bíblica que “avanza” desde el apocalipsis hasta la expulsión del paraíso terrenal y en cuyo marco los hechos ya conocidos adquieren significados nuevos para el lector cada vez que el autor revela los que los precedieron.)
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En los hechos, novelas como Submundo y La flecha del tiempo son ejemplo de una forma de hacer ficción que retoma los experimentos formales de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX:
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que se los llame “posmodernos” o no resulta un problema menor excepto para los amantes de la periodización literaria; sin embargo, el problema con ellas (y, en menor medida, con Historia oficial del amor y Primera luz de Charles Baxter, de 1987 y también de tema familiar) es que la manera en que están narradas solo encuentra una justificación vaga en su argumento: la ya mencionada El mundo contra reloj, por ejemplo, es incoherente y solo satisfactoria en su anticipación de unos Estados Unidos divididos por el odio racial donde la institución más poderosa tiene como finalidad borrar el conocimiento antes que difundirlo. (Dick daría cuenta con mayor acierto de las implicaciones narrativas de que las cosas regresen en su siguiente novela, Ubik.) Al margen de ello, sin embargo, todas abordan cuestiones técnicas esenciales de la literatura: cómo narrar, quién lo hace, cuál es el origen de la información de la que dispone el narrador, de qué forma la disposición de esa información produce unos efectos u otros, cómo se relaciona el presente de la narración con el tiempo de aquello que se narra.
La narración retrospectiva no es una técnica contemporánea, sin embargo: la retórica clásica contemplaba la existencia del hýsteron próteron (del griego πρότερον ὕστερον o “postrero primero”), un recurso que consiste en que la primera idea de una frase es cronológicamente posterior a la segunda, lo que le otorga una importancia mayor; el ejemplo más frecuente en los manuales proviene de la Eneida de Virgilio (“Muramos, y carguemos en el fragor de la batalla”; II, 353), pero el narratólogo francés Gérard Genette destaca el hecho, singular, de que la primera frase de la Ilíada (para muchos, el texto fundador de la sensibilidad occidental) es también un relato retrospectivo: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves –cumplíase la voluntad de Zeus– desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo.” (Siendo la cólera de Aquiles el origen de las miserias de los griegos, pero la pelea entre Aquiles y Agamenón, aquí Atrida, la causa inmediata de la cólera de Aquiles, la plaga aludida con aquello de “presa de perros y pasto de aves” la causa de la pelea y la afronta a Zeus la causa de la plaga, etcétera; con lo que la relación secuencial entre los elementos puede ser descrita con la siguiente fórmula, que se acerca a una narración retrospectiva: 4, 5, 3, 2 y 1.)
Vivimos tiempos difíciles en los que el presente parece demasiado complejo como para además remontarse al pasado en busca de sus causas; y, sin embargo, esa búsqueda es la única potencialmente susceptible de sustraernos de la manipulación política y de la idea conspirativa: el “viaje a la semilla” no es solo un procedimiento literario concebido para renovar un repertorio de formas ya agotado, sino también el producto de la aspiración a dar con las soluciones propuestas a problemas cuyas causas parecemos haber olvidado, como amnésicos. Al invertir el orden convencional de los hechos, los relatos retrospectivos parecen pretender recordarnos precisamente esto, y muy pocos lo hacen con la eficacia de la siguiente historia, del escritor estadounidense de ciencia ficción Fredric Brown, que presenta la narración retrospectiva como una variante del palíndromo:
“el final. El profesor Jones había estado trabajando en teoría del tiempo por muchos años. “He encontrado la ecuación clave”, le dijo a su hija un día. “El tiempo es un campo. Esta máquina que he construido puede manipular ese campo, incluso hacia atrás.” Mientras hablaba, apretó un botón y dijo, “Esto debería hacer andar el tiempo hacia atrás hacia tiempo el andar hacer debería esto”, dijo y botón un apretó, hablaba Mientras. “atrás hacia incluso, campo ese manipular puede construido he que máquina esta. Campo un es tiempo el’. Día un hija su a dijo le, “clave ecuación la encontrado he”. Años muchos por tiempo del teoría en trabajando estado había Jones profesor El. final el“.~