Claudio Magris cumple 80 años: "Soy muy consciente de que la muerte
cada vez es más probable"
Trieste (Italia)
Claudio Magris. Roberto Ricciuti |
10 abril 2019
|
Este 10 de abril Claudio Magris cumple 80 años, a pesar
de que, de pequeño, el autor le pidió a su padre poder celebrar los 9 de abril.
"Él me contestó: 'Claro que sí, ¿pero puedo saber por qué?' Y yo le
contesté: Porque el 9 de abril de 1863, en Appomattox (Virginia), Abraham
Lincoln declaró libres a los esclavos negros. Me parecía a Enjolras cuando, en Los
Miserables, proclama: ¡Ciudadano, mi madre es la República¡".
Sentado en una silla de su estudio de Trieste, Magris sonríe. A su
alrededor, libros, cuadros, un crucifijo de madera de olivo de Mauro Corona
("Un extraordinario escultor") o el manifiesto de un homenaje español
a Marisa Madieri, su primera mujer a la que tanto amó, estupenda escritora
fallecida en 1996 y retratada por Franco Giraldi.
La ironía sobre sí mismo aparece de inmediato, al hablar con este gran
escritor vitalista y apasionado, germanista, viajero irredento con su punto de
partida y llegada en la Trieste que exhibe con orgullo ("¡Qué cielo hoy y
qué mar!"). A reírse, incluso de lo que se ama y se respeta, se lo
enseñaron en sus años de estudiante, así como las grandes amistades, las
aventuras y las bromas en aquellos años juveniles: "Reinaba una
solidaridad alegre, el sentido de inventar la vida, de comenzar a contar
historias. Si no hubiese estudiado o si fuese un faltón y un abusador, mis
padres habrían sido durísimos conmigo, pero en este juego participaban. Volvía
a casa y me preguntaban: '¿Qué hiciste en la escuela?' Y no preguntaban por lo
que habíamos estudiado, sino por lo que habíamos inventado".
Hoy, su relación íntima con la ciudad ocasiona a este escritor conocido
y solicitado, algunas contraindicaciones. "En verano, voy al mar, aunque
sea sólo un rato. Una tarde se me acerca una señora y me dice: '¿Puedo leerle
un poema?' Y ataca la lectura con una actitud de comedianta. Comenzaba a hacer
fresco. Me atrevo a insinuar: 'Disculpe, señora, pero me gustaría darme un
baño. Y, mientras me escabullo, me apunta con el dedo y dice: '¿Me haría usted
un prólogo?' Por suerte, allí el agua cubre inmediatamente. 'No', le respondí,
sumergiéndome y reapareciendo en la oscuridad por la otra parte".
Estamos aquí rodeados de libros. ¿Está también su primer amor literario?
Sí, Los
misterios de la selva negra. Creo que tengo 60 o 70 volúmenes de Salgari.
Ése fue mi bautismo. Comenzó a leérmelo mi tía María, antes de que fuese a la
escuela y, después, lo terminé yo solo. Fue como una especie de gran cuento
oral. Todavía hoy creo que las historias no las inventa tal o cual
persona, sino que están en el aire, como las hojas. He transmitido mi
pasión a mis hijos, Francesco y Paolo, con los que hago competiciones de
memoria sobre Salgari.
En la Universidad fue usted alumno de Giovanni Getto, que había sido su
profesor en el examen de madurez en Trieste y le animó a irse a Turín.
No puedo imaginar
qué habría sido de mi vida si no lo hubiese encontrado. Me enseñó un oficio,
salí de la Universidad como un aprendiz de sastre, que sabe coser unas mangas,
quitar de aquí y poner allí. Además, mantuve con él una relación muy afectuosa.
Getto era un hombre con una vida desgraciada y sus últimos años fueron
tristísimos. Era desgraciado por muchas razones y, quizás por eso mismo, un
excelente profesor, que le dedicaba todo al estudio, porque no tenía nada más.
Organizaba seminarios nocturnos. Una vez por semana se abría el palacio Campana
y, así, conocí a Giorgio Barberi Squarotti, Lorenzo Mondo, Stefano
Jacomuzzi, un escritor buenísimo y un gran amigo. Se hacían preguntas y se
presentaban algunos trabajos. Veíamos nacer sus libros. Todo eso fue muy
importante. Como también lo fue leer mi tesis entera, después convertida
en El mito habsbúrgico, a Massimo Salvadori en un día.
Fundamentales fueron y siguen siendo todavía Guido Davico Bonino,
Gianluigi Beccaria y Gianfranco Torcellan, que murió
jovencísimo, y muchos otros. Las amistades femeninas, siempre duraderas,
también fueron fundamentales en mi vida.
¿Qué tipo de maestro ha sido usted?
Para mí, la
relación con los maestros estriba en la libertad para reconocer autónomamente
una autoridad sin verse obligado a ello, porque la verdad está siempre en la
discusión. El que después, en las enciclopedias, los haya con 100 líneas o con
dos no tiene importancia alguna. Por eso, a Singer, por ejemplo, al que aprecié
muchísimo y que era un genio, le pude decir que sus novelas no estaban a la
altura de sus cuentos. Y esto ha pasado al contrario, incluso con estudiantes.
Siempre me he situado como alguien que tiene un poco más de experiencia y, por
lo tanto, sabe algunas cosas más, pero nunca pensé ser más o menos que ellos.
De hecho, con muchos de ellos sigo manteniendo una intensa relación.
El pasado une los relatos de su nuevo libro, 'Tempo curvo a Krems'.
"Todo es
eterno ante el rostro de Dios, ámalo en mí, por un instante", dice Suleika
a su amante en una bellísima poesía de Goethe. Pero, ahora, creo haber
establecido una relación diferente con el tiempo. No lo siento como una obra
metafísicamente destructora, sino que lo siento como algo que va dejando más
vacía mi existencia.
¿Qué le da miedo?
Tengo la sensación,
y quizás el miedo, de perder muchas cosas. Incluso el mar, porque ya no tengo a
personas que deberían estar en él y que lo harían diferente. Pero, ahora, tengo
mucho menos miedo, gracias a Francesco y a Paolo y a algunas amigas y amigos.
Hay una especie de contradicción entre el deseo de viajes y de encuentros y el
de desaparecer. Es curioso, porque se trata de algo contrario a mi carácter.
Creo profundamente en el diálogo y no en el monólogo, con el que se golpea,
como decía Tito Perlini, otra buena cabeza. Pero la vida es grande y nunca es
demasiado tarde. Tras la muerte [en 1996] de Marisa [Madieri], nunca habría
creído que podría volver a amar, pero, cuando encontré a Jole, a la que había
conocido en la adolescencia, volvió a pasar.
¿Le da miedo la muerte?
En este momento,
no, aunque soy muy consciente de que cada vez es algo más probable.
Naturalmente, no puedo saber cómo afrontaré ese momento. Es como en aquel
admirable cuento de Kipling, Los hijos del zodíaco, donde un hombre
pierde a la mujer amada y grita: "¡También yo quiero morir!". Es un
tipo absolutamente sincero, quiere morir, pero, cuando siente llegar la flecha,
dice: "No, todavía no, un minuto más". En el hecho de hacer las cosas
que hay que hacer se percibe una alternancia de necesidad de lo esencial, de
sombra, y de deseo cada vez más duro. Yo lo hago, como otros muchos, pero es
pesado. Es como estar en un cóctel en el que tienes el vaso en una mano y el
plato en la otra mientras alguien te saluda. La vejez es un avanzar para
retirarse, como decía Svevo.
En los personajes de sus relatos, hay algo de usted y algo de personajes
conocidos, como Giorgio Voghera, por ejemplo...
Es algo que pasa
siempre: coges la barba de alguien para ponerla sobre la cara de otro. ¿La
literatura es encontrar o inventar? Invenio se relaciona con invención, pero
también con encontrar. Encuentras a dos o tres personas y, si eres Tolstoi,
haces una Natasha. Turgenev decía que si no hubiese conocido, en un
lugar de vacaciones, a cierto médico, no habría podido inventar a Bazarov, que
no es ese médico, pero tendrá sus gestos o su forma de mirar o de hablar.
Tolstoi es uno de sus escritores preferidos.
Mis dos polos son
Tolstoi y Kafka. El uno es la vida en su grandeza. El otro es la experiencia de
la desazón, de lo negativo no integrado. En el medio, sin embargo, está todo lo
demás y, por fortuna, en la literatura es lícito ser polígamo. Hay libros que
enriquecen nuestra información y otros que te proporcionan una preparación
intelectual. Y, después, están los libros de la vida. Saba decía que lo que
cuenta es el oro y hay quien tiene un kilo y quien tiene un gramo, pero lo que
cuenta es el oro.
Para usted, la documentación es fundamental, incluso en las novelas.
Sí, respeto mucho
la realidad y la vida que, como decía Mark Twain, es siempre más fantástica que
la ficción. Por ejemplo, cuando comencé a escribir No ha lugar a
proceder tenía una idea bastante vaga, pero, después, hice un trabajo
enorme: la Martinica, los textos criollos, el diccionario... La idea ya estaba,
pero el personaje que más quiero, Luisa, nació haciendo camino.
¿Escribir le hace sentirse bien?
Sí, pero también me
produce ansiedad. Un libro se construye a sí mismo, abriéndose camino y ésta es
una fase fatigosa, pero bella. Cuando empiezo a escribir incluso de forma
salvaje, siempre surge una historia apasionada. Por el contrario, la fase más
pesada es cuando deseas haber ya escrito. Como, guardadas todas las distancias,
en el momento en que piensas: ¡Qué bello sería estar plantado! Cobardía
universal, pero sobre todo masculina.
©Corriere della Sera