Seix Barral, Barcelona
Trad. de José M. Sáenz, Feliú Formosa y Pedro Madrigal
1.560 págs. 57,10 €
En una nota destinada a un ensayo, Robert Musil dice de sí mismo que «las dos objeciones típicas que se me hacen [son]: que cuento demasiado y demasiado poco». Nada es más cierto en lo que se refiere a su monumental novela El hombre sin atributos, pero lo es en tanto en cuanto sustituyamos la palabra objeción por la palabra característica. Si aceptamos que se trata de una objeción estaríamos abriendo la trampilla por donde caería a plomo, pendiendo de una soga, el cuerpo vacío de la novela; si lo aceptamos como característica, nos empezamos a mover en la dirección de una de las aventuras narrativas más sugerentes y misteriosas del pasado siglo, cuya irradiación en el presente puede llegar a ser tan calurosa como luminosa.
En efecto, la novela de Musil cuenta demasiado poco. La anécdota es, más o menos, como sigue: un joven matemático llamado Ulrich, inteligente, reflexivo en grado sumo, que no carece de cualidades sino al contrario, es invitado a participar en una empresa de carácter nacional creada para conmemorar mundialmente el septuagésimo jubileo del emperador de Kakania. La empresa se denomina Acción Paralela y en ella concurren numerosos personajes pertenecientes a los distintos estamentos de la buena sociedad kakaniense. La esposa de un alto funcionario, Diotima, se convierte en la abeja reina de este enjambre y por él zumban, en pos de una idea que dé sentido a la magna empresa, el empresariado, el gobierno, la milicia, el funcionariado, profesionales, esposas... y Ulrich, el hombre sin atributos. Porque, en efecto, el dislate de tamaña empresa de alcance imperial es que, una vez constituida, todos deben afanarse en hallar la idea que la justifique. La contrafigura de Ulrich parece ser el filósofo, economista, magnate, empresario y autor de numerosos libros, Peter Arnheim: el hombre con atributos. Fuera de la Acción, pero afectados por su carácter centrípeto, existen otros personajes, que ya mencionaré, y de los avatares de todos ellos es de lo que trata todo el primer libro; es decir: no de los avatares, sino de las conversaciones, reflexiones y análisis de todos y cada uno de los discretos y hasta cómicos avatares. Y esto último concierne a la segunda característica: que cuenta demasiado, ciertamente, pues no hay asunto que asome que no se medite o se discuta minuciosamente.
En cuanto al Libro Dos, todo sigue en el mismo tono, los asuntos son igualmente poco emocionantes en el sentido tradicional de la palabra, y la Acción Paralela va perdiendo fuelle y reciclando participantes mientras la línea argumental se bifurca para abrir un nuevo camino que nace del encuentro entre Ulrich y su hermana Agathe, quienes hasta entonces han vivido totalmente alejados el uno del otro; un nuevo camino que será dominante. Conque, en lo tocante a la anécdota y sin entrar en mayor detalle, esto es todo lo que la novela ofrece: demasiado poco; pero, ¿pueden cubrirse un total de más de mil quinientas páginas de formato maior con tan modesta peripecia argumental?: eso es demasiado.
¿Qué o quién es un «hombre sin atributos»? «[Ulrich] veía con asombrosa nitidez toda la capacidad, atributos y aptitudes –menos la de ganar dinero, porque nunca la necesitó– que tiempo atrás había apreciado en sí mismo, pero había perdido la posibilidad de aplicarlos.» En esa cualidad está una posible definición. Ulrich es un hombre que sí posee atributos, pero que carece de ellos en la medida en que no los emplea (de manera que puedan cuantificarse y medirse). Eso es lo que descubre Ulrich un buen día leyendo un titular de periódico donde se hace referencia a un equino participante en un concurso como «un genial caballo de carreras». ¿Genial? ¿Ese atributo es realmente aplicable a quien se aplica? Entonces hay que aceptar que un caballo de carreras supera a un gran intelectual en la medida que su trabajo puede ser medido sin discusión y el mejor se reconoce así sin duda alguna; el deporte y la objetividad han llegado a suplantar a los anticuados conceptos del genio y la grandeza humana; y si el esfuerzo de un caballo de carreras permite que éste pueda ser calificado de genial, Ulrich se permite concluir que la «pasividad activa era el arma que debería estar al alcance de todos [pues] parecía propio de un hombre sin atributos». Ulrich, reconociéndose entonces como «hombre sin atributos», decide tomarse unas expectativas vacaciones durante las cuales, sin embargo, se integra en la Acción Paralela, tiene relaciones amorosas, observa, conversa y medita. Su intención, sin embargo, está más cerca de intentar desentrañar el mundo que de adocenarse: si no usa sus atributos, no puede evitar tenerlos. Así pues, pasividad activa. Anteriormente, se ocupó en ser distinguido (estilo), sintió pasión por las máquinas (ingeniería) y se dedicó a la matemática (ciencia). Y cuando decide concederse unas vacaciones para dar a sus facultades un empleo apropiado, comienza a trabajar el sentido del humor de Robert Musil; porque la novela es una colosal meditación sobre el mundo en la época de la gran crisis, el hundimiento de la vieja Europa, que ha de dar paso a una modernidad cuyo impulso no es superior a su perplejidad. Si en el impulso está Arnheim –no el reino de Kakania––, en la perplejidad está Ulrich. Y en su magnitud está su finitud.
Sin embargo, «aquella combinación de espíritu, negocios, comodidad y cultura general [de Arnheim, el hombre con atributos] le resultaba intolerable en sumo grado [a Ulrich]». Una amiga, Clarisse, reconoce en un momento dado que un hombre sin atributos no dice «no» a la vida sino «todavía no». Con esa actitud es con la que inicia Ulrich su periplo: tras un inicio –o primera parte del Libro Uno– en que quedan fijadas las dos posiciones extremas y perpendiculares al eje Ulrich-Arnheim (que son la nietzscheana Clarisse y el brutal asesino Moosbrugger), así como las principales figuras que van a representar a la «intelligentsia social» kakaniense, nuestro héroe se interna en la Acción Paralela y entrando y saliendo de sus salones y reuniones, tratando a gente de dentro y de fuera, incluso haciendo el amor por razones diversas ––pero sin convicción suficiente–, y conversando, discutiendo, presintiendo y analizando el inmenso territorio donde se cuece el sentido y el futuro de la gran crisis que impregna a Kakania en su más complaciente estado de decadencia, nos mostrará la farsa más seria que imaginarse pueda. Porque, aunque parezca un contrasentido respecto a la densidad de su escritura, lo que el Libro Uno ofrece es el curso de una humorística e inteligentísima farsa gracias a un caudal de una densidad intelectual aplastante.
La Acción Paralela es un proyecto nacional de exaltación de Kakania en la figura de su emperador, que aglutina a su alrededor a decenas de partícipes que a su vez se subdividen en centenares de colaboradores que redactan toda clase de proclamas y programas, que organizan, administran, se reúnen, dictaminan, ordenan, analizan y consultan. Pero una vez que el tinglado se ha levantado y las funciones son adjudicadas, el principal problema se evidencia hasta para los más tontos: se necesita una idea que dé sentido a todo el evento. A partir de ese momento ––y sin que una sola rueda de la enorme maquinaria montada deje de funcionar–, la ocupación principal de las cabezas de la Acción Paralela será encontrar el centro que aglutina la celebración del acontecimiento; la idea, en fin, que lo genera y lo justifica; pero como ésta no existe, la burocracia se enreda cada vez más en sí misma tejiendo una verdadera malla de estupidez, lo cual hace que, como se dice muy cómicamente, «en la Acción Paralela no había cosa increíble que pareciera demasiado grande». La situación es, pues, grotesca y por ahí respira la implacable escritura de Robert Musil.
Pero hay otro hueco, otra falta de centro, que está simbolizado en el anillo de Clarisse, la esposa del amigo de Ulrich, Walter. Claudio Magris ha visto muy bien el papel de Clarisse en esta narración. Dije antes que el eje Clarisse-Moosbrugger es perpendicular al eje Ulrich-Arnheim. Bien: Magris se refiere al demente asesino Moosbrugger como abocado «al delirio del autismo, al solipsismo desenfrenado que sustituye la realidad objetiva por otra, determinada únicamente por las perturbaciones emotivas»; en cuanto a Clarisse, «se consume en la locura, porque pretende distinguir y vivir simultáneamente la totalidad del mundo y de sus posibilidades, poseer y designar activamente el infinito». Situados los dos en los extremos de ese eje, Moosbrugger representa –según Magris– la anulación del signo mientras que para Clarisse todo es signo. La cuestión –eso lo ve con agudeza Magris– es que en ese eje laten simultáneamente la poesía y la locura, y ese eje corta perpendicularmente (formando algo así como la cruz que delimita –y centra, ahora sí– simbólicamente el libro) al otro, al que lleva a su vez en cada uno de sus extremos al hombre con atributos (Arnheim) y al hombre sin atributos (Ulrich). Clarisse y Moosbrugger están lejos de todo centro por exceso, y Arnheim y Ulrich por defecto. Ahora bien, la narración sí tiene un centro: ese cruce, o cruz, de ejes que fija un punto de irradiación de lectura. La Acción Paralela es, siguiendo con la imagen, un esfuerzo de colosales dimensiones que ocupa de modo permanente al tejido social de Kakania desde arriba hacia abajo, y la Acción se convierte en un plano de materia inconsistente donde todo el mundo se apresura a interesarse o enfrascarse en una ocupación sin otro referente que la ocupación en sí misma.Todo el Libro Uno está centrado en esa referencia que permite al lector situarse dentro del plano por el que se desvanece Kakania. De este modo deja Musil paradójicamente recogido el campo de significado de toda esta materia desbordante.
Ulrich declara: «Mi pensamiento es éste: la realidad siente un deseo absurdo de irrealidad». La propuesta de la escritura de Musil es un presente sin dirección, un presente que está ahí, como la escritura misma, con toda su capacidad de seducción y confusión creada por el detalle, la masa de detalle sin dirección precisa, el hervidero también. Y si esa escritura respira como presente ¿qué hace la vida?; la vida es, a la vez, ese presente multiforme sin centro que lo aglutine y la gran pregunta, la última ansiedad del texto: la busca de la verdad. Sólo que en el reino de la sinrazón la verdad está en otra parte y hacia esa verdad sólo puede uno apuntar dirigiéndose, al parecer, a la belleza. ¿Vive en ella el deseo de irrealidad de la realidad? ¿Es ese el camino del espíritu, del alma? ¿Es, en fin, el nudo de las relaciones entre razón y sentimiento? En tal dirección se instala la línea medular del Libro Dos. Si la realidad misma siente un deseo de irrealidad, según percibe Ulrich, en tal percepción está el origen tanto de la perplejidad inactiva como del movimiento de Ulrich hacia la belleza. Ulrich llegará a anotar sus ideas sobre el sentimiento en un cuaderno y su lucidez responderá cada vez más a una búsqueda donde todo se desvanece, como quien se interna en un pantano hasta que se lo come la bruma. Porque en su lucidez no deja de comprender lo movedizo del suelo por el que camina obligadamente; así, por ejemplo, tras contemplar la existencia de la moral como reglamentación del comportamiento social llega a una conclusión sustancial: «¡Todo es moral, pero la moral no es moral en sí misma!». El hombre sin atributos es, dentro de su pasividad activa, un gran observador y analista, pero un sujeto en el que la inacción no ha prendido más allá del instinto de supervivencia.
El Libro Dos, que está incompleto, apaga una luz y abre una ventana. La luz que se apaga es la de la Acción Paralela, la ventana que se abre es la relación entre Ulrich y Agathe, su hermana, que aparece ahora. Es el momento en que Ulrich, en su deseo último de desentrañar el mundo, comienza a cuestionar el papel del sentimiento. Hasta ese momento, todo su fuerte ha sido la relación entre el alma –el espíritu– y el análisis –la pasividad de disponer de los atributos, pero «todavía no» utilizarlos–. Frente a esa actitud Musil ha colocado la del espíritu concebido como ánimo de conquista en la actividad práctica e interesada de Arnheim. Atraídos de una manera extraña y nueva para ellos, Ulrich y Agathe se encuentran en una situación de vida sin centro, con una pregunta (¿cómo vivir?), con una situación extrema de Ulrich («había llegado [...] a no querer hacer ya nada que fuese indiferente al alma») y con la necesidad de una solución que desbordase la pereza de Agathe y la reticencia expectativa de Ulrich. Dice el texto:
«–Mi querida Agathe, hay un círculo de problemas que tiene un gran perímetro y carece de centro. Y todos responden a la pregunta siguiente: "¿Cómo tengo que vivir?". También Agathe se había levantado, pero seguía sin mirarle. Se encogió de hombros:
–¡Hay que intentarlo! –dijo». Antes de llegar a este punto, la narración ha tomado definitivamente su nuevo rumbo; de pronto la situación gira sobre el capítulo 21 del Libro Dos para proseguir su trayectoria de manera definitiva (o «provisionalmente» definitiva); la suma de los capítulos 21 y 24 no deja lugar a dudas: nos encaminamos hacia una teoría de los sentimientos en su relación con la razón. El grito de Ulrich («matemática y mística: ¡mejoramiento práctico y aventura desconocida!») comienza a forzar un movimiento en la pareja. Ulrich dice: «He dicho a Agathe que probablemente la belleza no es más que haber sido amado»; un poco después: «La historia, el acontecer e incluso el arte se hace por carencia de felicidad. Y una tal carencia no reside en las circunstancias, en que éstas no nos dejen alcanzar la felicidad, sino que estriba en nuestro sentimiento [que] es portador de la cruz de la doble particularidad: no tolera a ningún otro junto a sí y él mismo no dura»; y concluye: «Así retorno otra vez a la pregunta: ¿Es el amor un sentimiento? Creo que no. El amor es un éxtasis». En el éxtasis se detiene la novela, pero su autor no pensaba terminar ahí. Simplemente, lo sorprendió la muerte. A esta narración, en cambio, la muerte no la sorprendió.
La pregunta que sigue (¿qué hay tras la unión de los hermanos?) se queda en el borde mismo del texto de Musil. Como sabemos, ésta es una novela inacabada. Existen capítulos posteriores y documentación abundante, pero nadie ha sido capaz de aventurar la conclusión del libro. En realidad, creo que seguiría siendo una novela inacabada aunque Musil hubiese vivido muchos años más, porque ese ilimitado e improductivo lienzo blanco sobre el que pudo trazar una cruz de la que se desprende en línea recta un encuentro hacia la belleza, no es un lugar estable; pocas veces se habrá dicho con más precisión de una novela que es «un mundo» como en esta que nos ocupa: lo es de tal modo que resulta inabarcable. Ese era su destino. Claudio Magris hace una reflexión que me parece sumamente aguda: «El hombre sin atributos, con su infinitud rectilínea y despiadada que no deja nada tras de sí –no es casualidad que el mundo de Musil ignore la procreación y la descendencia, la continuidad y la repetición edípica– es la epopeya que plasma el desmoronamiento de un orden cultural milenario, mientras que por ejemplo el Ulises de Joyce es la epopeya circular y edípica, paterna y materna, que recobra, salva y conserva la continuidad de aquel orden, como la antigua odisea». En efecto: esta narración es un territorio nuevo y, si es un mundo, lo es en la medida que se trata de un mundo por descubrir. Pero Musil rompe radicalmente con la tradición, la antigua odisea no existe ya: ésta es la nueva odisea. Esa es la orfandad en que nos deja su libro.
Por lo tanto, no hay tradición sobre la que alzarse, cualquier apoyo aparece como insolvente. La frase de Marx («Todo lo sólido se desvanece en el aire») parece una premonición. La disolución de una cultura crea, además, movimientos sísmicos que afectan directamente a la novela. Ulrich hace notar el culto que la cultura europea da al «mundo interior», pero señala que es tratado como un mero anejo del exterior. Eso supone que cuanto acontece en el interior ha de ser devuelto, como un acto reflejo, hacia el exterior. Su narración pretende romper esta dinámica y, para eso, nada como reconsiderar una cita de Swedenborg que el mismo Ulrich lee: «El hombre piensa partiendo del tiempo; el ángel, del estado; de manera que la representación natural de los hombres se trueca en los ángeles en una representación espiritual [...]. Y ya que los ángeles [...] no pueden hacerse un concepto de lo que es el tiempo, tienen también otra representación de la eternidad, distinta de la de los hombres terrestres; la entienden como un estado inacabable, no un tiempo inacabable». La cita no ocupa su lugar en el libro por casualidad; en cierto modo, bien podemos permitirnos pensar que la búsqueda del otro lado, de ese l'inconnu al que Baudelaire apela al final de sus Flores del mal, se intuye claramente en el éxtasis místico y carnal que se produce en el capítulo «Viaje al paraíso». Siguiendo con esa imagen, bien podríamos pensar que al otro lado quizá se encuentre un sentido distinto de la eternidad que se convierta en una nueva referencia del deseo.
La escritura de El hombre sin atributos es, como artificio, la plasmación de ese deseo de un mundo nuevo en la medida que se trata de una escritura huérfana, una escritura que se crea a sí misma, que no es epopeya odiseica del orden milenario sino nueva odisea. En lo único que coincide esta escritura con la tradición es en el uso de un estilo que recuerda al estilo alto; en lo que coincide con la vanguardia es en la minimización de la historia. La escritura se constituye ella misma en la historia narrable, es un flujo que nunca retrocede, pero cuyo trayecto es claro y rectilíneo: simplemente, obliga a leer rompiendo los esquemas estructurales tradicionales, pero, en el caso de Musil, sin aferrarse a la descomposición formal de las vanguardias; al mismo tiempo, participa del carácter de obra abierta que deja en suspenso el género novela como narración, no como escritura en curso. Quizá convenga aquí remitirse a un ensayo del autor: El hombre matemático (1913): «La matemática (recordemos que Ulrich es matemático) es un lujo temerario de la pura ratio, uno de los pocos que existen hoy en día».
Musil propone que toda la existencia que discurre a nuestro alrededor ha surgido materialmente de la matemática y en ella se basa; que de ciertos fundamentos, los matemáticos hicieron ideas utilizables, las cuales, empleadas primero por los físicos y aplicadas después por los técnicos, levantaron y organizaron nuestra existencia y que, entonces, los matemáticos, «siempre hozando más adentro» cayeron en la cuenta de que en la base del asunto había algo que no encajaba: entonces miraron debajo y encontraron que el edificio de la existencia estaba en el aire. Así que vivimos gracias a un error productivo, por así decirlo. Esta sugerente imagen le hace pensar que «no hay posibilidad de otro sentimiento tan fantástico como el del matemático». ¿El matemático más fantástico que el artista?, nos preguntamos nosotros con asentado recelo. ¡Cielos! ¡Esa gente tan precisa! Pero en esta proposición hay una visión de futuro muy tentadora: «Los matemáticos no son cabezas huecas o banales fuera de su oficio [...], hacen en su terreno lo que nosotros tendríamos que hacer en el nuestro. En eso consiste lo llamativo de su doctrina y lo ejemplar de su existencia. Son una analogía del hombre espiritual que ha de venir». Y dicho esto último, no nos causará ya sorpresa esta formidable propuesta: «Hace ya mucho que lo que se trata de alcanzar es el pensamiento como tal. Que con todas sus exigencias de profundidad, osadía y novedad, se ve restringido por el momento a lo exclusivamente racional y científico. Pero se expande vorazmente alrededor, y tan pronto alcanza al sentimiento, se convierte en espíritu. Dar ese paso es cosa del escritor». Ahora sí está describiendo el trayecto de esa nueva odisea que pretende elaborar, cuya existencia física se llama El hombre sin atributos y que modifica muy seriamente el sentido de lo narrativo. Las relaciones entre pensamiento y literatura narrativa quedan muy seriamente conmovidas gracias a semejante conclusión.
Porque –sigo citando a Musil-«la cuestión de si una obra de arte es oscura por debilidad de su creador o le parece oscura al lector por debilidad suya, es algo que se puede comprobar. Habría que ir disolviendo uno a uno los elementos espirituales que la constituyen. A pesar de un cómodo prejuicio de literato, los más decisivos de todos ellos son ideas» (Sobre los libros de Robert Musil, 1913). No creo que nadie vaya a acusar a Musil de que las novelas han de ser de tesis o algo semejante tras esta declaración, porque la manera en que expresa el sentido último del pensamiento dentro del texto literario es impecable. Ahora ya no estamos en las definiciones más o menos voluntariosas del concepto de «obra abierta», sino en el meollo mismo de la razón por la que puede modificarse seriamente la narratividad de un texto. ¿Es este el camino de la novela –o lo que vaya a ser– del futuro? Lo que no pasaría de ser una afirmación arriesgada está sostenido, insisto en ello, por un texto narrativo excepcional: su propia obra.
En Apuntes sobre el conocimiento del escritor (1918), Musil redondea su proposición, en primer lugar, subrayando que «es la estructura del mundo y no la de sus propias aptitudes la que le señala al escritor su tarea». ¿No serán los términos de esta definición el origen de un verdadero y sustancial cambio de posición en la definición de lo que hasta ahora se ha llamado el compromiso del escritor? En segundo lugar, exponiendo con sencillez algo que ahora resulta definitivamente sugerente: «Y ya sólo queda la cuestión de saber si el escritor ha de ser un hijo de su tiempo o un progenitor de los tiempos». Musil, aun a costa de ser derrotado por lo que de imposible tiene su obra, está eligiendo, sin el menor género de dudas, la segunda opción.
Sólo ahora creo que puede entenderse y encuadrarse tanto el formidable esfuerzo del autor como la cualidad de inacabable de su novela. También el «cuerpo» de su escritura. Efectivamente, Musil ya no necesita del apoyo de la estructura narrativa clásica, pero tampoco se ocupa de romperla y mostrar los pedazos, método muy apetecido por las vanguardias en general. Su camino es único y poderosamente construido y constructivo. No necesita pasar por la fase de romper y despedazar lo existente; él, sencillamente, construye otra cosa (y, consecuentemente, empuja a Ulrich y Agathe hacia el otro lado).
No quisiera dejar de lado en este merodeo algún apunte sobre lo que antes he llamado conexiones con, o exigentes reminiscencias de, el estilo alto. El registro es semejante, pero el modo no lo es; y no lo es porque si bien Musil conoce y domina ese estilo noble, en ningún momento se refugia en él. Musil efectúa una síntesis del psicologismo, el expresionismo y el uso personal y vanguardista de lo grotesco que desemboca en un estilo único de una amplitud expresiva extraordinaria, siempre elegante –y me refiero a lo elegante de una composición que posee la firmeza de lo que está llamado a ser un clásico. En primer lugar, quisiera hacer notar una característica expresiva muy particular. Veamos este texto: «–¿Cuña? –interrumpió Agathe, como si la pronunciación de aquella palabra viril y activa hubiera de causar necesariamente disgustos»; obsérvese cómo la palabra cuña es inmediatamente activada en cuanto se la adjetiva con unos calificativos inesperados, pero muy eficientes: su capacidad de sugestión es sorprendentemente nueva. Ahora veamos un modelo de imagen audaz y distinta: «Era como un patinador que se acercaba y se alejaba a voluntad sobre una reluciente superficie espiritual». O esta descripción de Diotima, la musa de la Acción Paralela: «Le parecía ridículo todo lo que ella hacía y era, sin embargo, tan hermosa, que aquello le resultaba triste» (la redacción de orden tradicional hubiera sido: «Era un mujer cuya hermosura sólo era comparable a su vacuidad»). O esta expresión de humor serio: «Ella, leyendo en sus pensamientos, descubrió que se le había extraviado algo de cuya posesión no había sabido gran cosa: el alma. ¿Qué es? La podemos definir negativamente: es aquello que escapa y se esconde al oír hablar de progresiones algebraicas». O esta muestra de fortuna expresiva a la hora de dar una vuelta de rosca a un modo clásico de describir: «Los ojos del presidente se soltaron de los papeles; como dos pájaros abandonan una rama, así ellos la frase en la que se habían posado». En fin, son muestras de un abanico de escritura que no perdona ruptura y no se rinde al riesgo, pero tampoco reniega de su experiencia literaria. No en vano Thomas Bernhard lo consideraba un escritor de prosa absoluta.
Intentar abarcar esta novela inabarcable es tarea imposible; leerla, en cambio, es todo lo contrario. Se necesita espíritu, curiosidad y tiempo pero, ¿qué mejor que emplearlos en una cumbre de la novela de nuestro tiempo que ya navega por el nuevo siglo bajo un estandarte cuyo lema reza «el Arte es un mediador entre lo conceptual y lo concreto»? En todo el pasado siglo, quizá nunca se haya mostrado tan arriesgadamente la relación entre pensamiento y literatura como en este libro.
01/04/2002