Confesiones de San Agustín. LIBRO PRIMERO. I,1. Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende ..
CAPÍTULO 9
SAN AGUSTÍN Y LA LECTURA
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Aunque algunos estudiosos han descubierto una sabiduría cristiana en Cervantes o en Shakespeare, no acaban de convencerme. Al repasar este libro, me doy cuenta de que la sabiduría cristiana normativa queda sin representación en una panoplia que comienza con una búsqueda de sabiduría en los antiguos griegos y hebreos, y luego en Cervantes y en Shakespeare. En la segunda parte, al examinar las ideas que se convirtieron en acontecimientos en Montaigne, Bacon, Johnson, Goethe, Emerson, Nietzsche, Freud y Proust, sólo encuentro a un moralista cristiano coherente: El doctor Johnson. Al proseguir con el Evangelio de Tomás o con san Agustín, que me parece el más atrevido de todos los intelectuales católicos, espero de algún modo equilibrar la balanza. Puede que el siglo XXI esté dominado por guerras religiosas entre algunos elementos del Islam y una emergente Alianza de hindúes, judíos y cristianos. Agustín tiene como precursor a Pablo y como herederos a Dante, Calvino y quizá a Lutero. La guerra es la más terrible de las necedades y la guerra religiosa es una aterradora manifestación de cómo las ideas se transforman en acontecimientos. Lo que los comentarios del Corán son para el Islam, lo es La Ciudad de Dios para el cristianismo. Si Estados Unidos, en su papel de nuevo Imperio Romano, impone una paz romana, o acaba cayendo como cayó Roma, lo que puede ser su historia y su defensa viene prefigurado en La Ciudad de Dios de Agustín. Puesto que mi tema se limita a la sabiduría y la literatura, me limitaré sólo a unos pocos ejemplos de la sabiduría cristiana de Agustín.
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Freud habla de «conceptos frontera»; Agustín es un conceptualizador frontera, situado entre las antiguas obras del pensamiento griego y de la religión bíblica, y la síntesis católica de la alta Edad Media. Un buen estudio reciente de John M. Rist, Augustine (1994), lleva el útil subtítulo de Ancient Thought Baptized («El pensamiento antiguo bautizado»). En ese sentido concreto, Agustín es el creador de la sabiduría cristiana. En nuestra época, los puentes históricos o están en mal estado o ya se han desmoronado. El
puente agustiniano entre los antiguos y Dante seguirá en pie, aunque sólo sea porque la coherencia histórica desaparecería sin él.
Agustín y Freud son completamente opuestos, excepto en una característica: Son los escritores más tendenciosos que he leído. Los dos tienen un plan evidente y saben exactamente adonde quieren llevarte. En cuanto que retóricos entregados a la persuasión absoluta son únicos. Pero una vez dejamos aparte la retórica y el plan, no pueden coexistir. El «sentimiento de culpa inconsciente» de El malestar en la cultura no tiene nada que ver con la culpa del pecado original de Agustín. Me resisto a la influencia de El malestar en la cultura , aunque en esencia estoy de acuerdo con gran parte de lo que dice Freud. No estoy de acuerdo con nada de lo que dice Agustín en La Ciudad de Dios , pero es que el libro no se dirige a un judío gnóstico.
Ernst Robert Curtius, de quien deriva mi creencia en la necesidad de un canon literario, encontraba el origen de su fascinación por la cultura medieval en el libro de E. K Rand Founders of the Middle Ages (1928). Los héroes de Rand eran san Ambrosio, san Jerónimo, Boecio y la pareja que formaban san Agustín y Dante, cuya vinculación fue más ampliamente estudiada por Charles Singleton y John Freccero. La relación entre el santo y el poeta es auténtica, aunque Singleton y a veces incluso Freccero me ponen nervioso cuando consideran a Dante como un Agustín en verso en lugar de un Dante en verso, por así decir. Rand pone énfasis en el permanente amor de Agustín por Virgilio, una pasión que llevó hasta el extremo de relacionar la imagen de Virgilio de una Roma terrenal en paz perpetua con la idea agustiniana de la Ciudad de Dios.
La filósofa Hannah Arendt, en su libro más útil, Entre el pasado y el futuro (1961, ampliado en 1968), observa sagazmente que, para Agustín, «incluso la vida de los santos es una vida en compañía de otros hombres». La vida política, por tanto, tiene lugar incluso entre los que están sin pecado. En su juventud, Arendt escribió su tesis doctoral, que llevaba el título de El amor y san Agustín , que apareció póstumamente en inglés en 1996. Separándose de su profesor (y amante), Heidegger, argumentaba que el amor agustiniano se basaba en la memoria y no en la expectativa de la muerte.
Agustín sigue siendo el teórico más profundo de la memoria que ha existido, al menos hasta la llegada de esos genios prácticos de la memoria, Shakespeare y Proust, a quienes quizá deberíamos añadir a Freud.
La sabiduría cristiana de Agustín presagia a Shakespeare mediante lo que parece una invención del yo interior. El Sócrates de Platón inaugura la interioridad, pero no existe nada parecido al radical abismo del yo interior de Hamlet en perpetuo crecimiento, a quien Emerson llamó platónico. Si el pensamiento y el amor se basan por igual en la memoria, como pasa en san Agustín, entonces la memoria, al examinarse a sí misma, asumirá nuevos pensamientos, como una interpretación del yo. ¿Pero es esa interrogación, en sí misma, una invención y un hallazgo, una forma de sabiduría, o se trata de algo más trivial?
Un libro reciente de Phillip Cary, Agustine’s Invention of the Inner Self (2000), considera a Agustín como un platónico cristiano de cuño totalmente nuevo, que identifica a Cristo con la sabiduría, es decir, la sabiduría de Dios. La guía más clara que conozco de Agustín es la obra de su biógrafo más autorizado, Peter Brown, autor de Augustine of Hippo (1967), que ilumina su gran tema mostrándonos que Cristo, en la infancia de Agustín, era enormemente distinto de lo que ha sido desde entonces:
Por encima de todo, el cristianismo del siglo IV le habría sido presentado a ese niño como una forma de «Auténtica Sabiduría». El Cristo de la imaginación popular no era un Salvador sufriente. En el siglo IV no hay crucifijos. Cristo era, más bien, «la Gran Palabra de Dios, la Sabiduría de Dios». En los sarcófagos de la época, siempre aparece como un Maestro que enseña Su Sabiduría a un círculo de filósofos en ciernes. Para un hombre cultivado, la esencia del cristianismo consistía justo en eso. Cristo, en cuanto que «Sabiduría de Dios», había establecido un monopolio de la Sabiduría: La clara revelación cristiana se había impuesto y reemplazado las opiniones contradictorias de los filósofos paganos; «Aquí, aquí está lo que todos los filósofos han buscado toda su vida, pero nunca fueron capaces de encontrar, de abrazar, de sujetar con firmeza…, El que quiera ser un sabio, un hombre completo, que oiga la voz de Dios».
Tan imperante era esa opinión que contribuyó a que los maniqueos convirtieran al joven Agustín a su herejía dualista, en la que un grupo de ascetas elegidos, hombres y mujeres, ofrecían un cristianismo depurado de la Biblia hebrea y de casi todas las concesiones católicas a las realidades cotidianas. El norte de África, un entorno difícil, era un contexto perfecto para los maniqueos, que consideraban que el mundo natural, y todos menos los elegidos, eran la maldad sin remedio.
Agustín nació en lo que ahora es Argelia en el año 354 de nuestra era, hijo de un romano pagano y de Mónica, una formidable católica, que acabaría alcanzando la santidad, como su inteligente hijo. Mónica soportó con paciencia las infidelidades de su marido y las herejías de su hijo, e inevitablemente se convirtieron en cristianos latinos.
En cuanto a la invención del yo interior, Agustín alcanzó una sabiduría tan auténtica (aunque difícil) que me parece engañoso convertirle en un Martín Lutero, por no hablar de un William Shakespeare, los dos candidatos más verosímiles a la hora de inventar el yo interior. Esencialmente literario y gran amante y divulgador de la poesía de Virgilio, Agustín se convirtió en el centro de la cultura de la Roma africana y de la religión católica. Ni siquiera Tomás de Aquino ha sobrepasado a Agustín como pensador católico fundamental, un ascendiente que lleva durando dieciséis siglos.
Aparte de sus enormes contribuciones a la teología, Agustín inventó la lectura tal como la hemos conocido en los últimos dieciséis siglos. No soy el único que contempla con tristeza elegiaca la muerte de la lectura, en una época que celebra a Stephen King y a J. K. Rowling más que a Charles Dickens o Lewis Carroll. Agustín fue, esencialmente, el primer teórico y defensor de la lectura, aunque como intérprete ético habría repudiado una postura como la mía, que busca una sabiduría laica fundida con una experiencia puramente estética a la vez libremente hedonista y cognitivamente poderosa. El complemento esencial de la biografía clásica de Peter Brown es Augustine the Reader , de Brian Stock (1996), donde demuestra sin lugar a dudas que el autor de las Confesiones y de La Ciudad de Dios es el inventor no del incipiente yo interior, sino de la convicción de que sólo Dios es el lector ideal. Leer bien (que para Agustín significa absorber la sabiduría de Cristo) es la auténtica imitación de Dios y de los ángeles.
Es Agustín quien nos enseña a leer, pues fue el primero en establecer la relación entre lectura y memoria, aunque para él el propósito de la lectura era convertirnos en cristianos. No obstante, yo leo poesía en voz alta y deseo sabérmela de memoria por culpa de Agustín y, al igual que Hamlet, coloco la voluntad por encima de la Palabra, desafiando conscientemente a Agustín. Shakespeare, en mi opinión, inventó el yo interior, pero sólo porque Agustín lo hizo posible al crear la memoria autobiográfica, en la que la propia vida se convierte en texto. Pensamos porque aprendemos a recordar nuestras lecturas de lo mejor que hay disponible en cada época: Para Agustín, la Biblia y Virgilio, Cicerón y los neoplatónicos, a los que nosotros hemos añadido a Platón, Dante, Cervantes y Shakespeare, con Joyce y Proust en el siglo que acabamos de dejar atrás. Pero seguimos siendo siempre la progenie de Agustín, que fue el primero que nos dijo que sólo el libro podía alimentar el pensamiento, la memoria y su compleja interactuación en la vida de la mente. La sola lectura no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida de esta versión simplificada de la realidad que Estados Unidos, como tantas otras cosas, impone al mundo.
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¿Cuál es, específicamente, la sabiduría cristiana de Agustín? Regresa al san Pablo que reza al Jesús crucificado como «el poder de Dios y la Sabiduría de Dios», pero para Agustín el poder y la sabiduría son uno. Brian Stock, al analizar los últimos comentarios de Agustín acerca de la Trinidad, concluye su libro encontrando en Agustín un cierto escepticismo, que no se refiere a la sabiduría del poder de Dios, sino al lector:
El uso de la teoría nos enseña que los problemas de lectura e interpretación no pueden solventarse imponiendo un esquema conceptual; sólo pueden abordarse mediante un sistema de aplazamientos en los que la autoridad del texto es, en última instancia, arrebatada al control del lector. Agustín cree que la lectura es esencial para el desarrollo «espiritual» del individuo, pero se muestra pesimista acerca del grado de «iluminación» que la sola lectura confiere. En consecuencia, su idea de la iluminación es una expresión de esperanza, así como un reconocimiento de la desesperanza de los esfuerzos interpretativos humanos. Aun cuando no hubiera hecho ninguna otra aportación a ese campo, esta idea que relaciona la lectura, la escritura, y la expresión del yo le aseguraría un lugar duradero en la historia del conocimiento humano.
¿Pero es ésa toda la sabiduría cristiana que hay al final de la búsqueda de Agustín? ¿Nos ofrece Freud, en El malestar en la cultura , una sabiduría más práctica que la de Agustín? ¿Acaso Cohélet y Samuel Johnson, con su sombría manera de evaluar la realidad, nos enseñan de manera más útil que la de Agustín? Goethe, pagano y orgulloso, al menos proclama una especie de sabiduría que podemos obtener si nos unimos a él y renunciamos a gran parte de nuestro deseo. Cervantes y Shakespeare, al ofrecernos ejemplos personales —don Quijote, Sancho, Falstaff, Hamlet—, también nos proporcionan la difícil sabiduría que esas figuras encarnan. Montaigne es inapreciable cuando nos dice que no estudiemos la muerte: Ya la conoceremos lo suficiente cuando llegue. Agustín, seguramente el sabio cristiano, si es que hay sólo uno, nos dice que debemos leer, pero que no esperemos iluminación.
La fe y la sabiduría forman una sola esfera; la sabiduría y la literatura forman otra distinta. Donde mejor fusiona Agustín ambas esferas, para mí, es en su clamor de la sección 154 de: An Augustine Synthesis (1958), de Erich Przywara:
Estos días no tienen ser verdadero; pasan casi antes de llegar; y cuando llegan no pueden continuar; se aprietan uno contra otro, se siguen el uno al otro, y en su avance no tienen freno. El pasado no puede volver; lo que se espera es algo que también pasará; como aún no ha llegado, no puede poseerse; cuando llegue, no podremos retenerlo. Y así se pregunta el Salmista: «Cuál es la medida de mis días» (Salmos, 38,5), cuál es, no cuál no es; y (pues eso me plantea una dificultad aún mayor y más desconcertante) qué es y qué no es al mismo tiempo. Pues no podemos decir que eso es , pues no prosigue, ni tampoco que no es, pues llega y pasa. Es ese absoluto ES, ese verdadero ES, ese ES en el sentido estricto de la palabra, lo que anhelo, ese ES que está en el Jerusalén que es la novia de mi Señor, donde no habrá muerte, donde no habrá imperfección, donde el día no pasará, sino que permanecerá, un día al que no precede ayer ni sucede mañana. Esta medida de mis días, que es , digo, házmela saber, Señor.
Proust, meditando de igual modo, encuentra su fe en el arte. Agustín apela a Dios, cuya novia es Jerusalén, la Ciudad de Dios. La sabiduría de Agustín rechaza ir en busca del tiempo perdido. El lector no tiene por qué elegir entre Proust y san Agustín. Si uno introdujera a san Pablo en la pugna, entonces sí habría que elegir: «El último enemigo a destruir es la muerte». Agustín nunca deja de leer a Virgilio y anhela la orilla más lejana, que él llama Jerusalén.