David Eagleman, uno de los neurocientíficos más brillantes de la actualidad, realiza en 'Incógnito' un repaso a nuestro conocimiento sobre la simple complejidad del cerebro
JAVIER SAMPEDRO
15 FEB 2013 -
El tuit más profundo que se ha
escrito sobre la mente no es el de Descartes —pienso luego existo—, sino ese
otro igualmente famoso de John Lennon que dice que la vida es esa cosa que
ocurre mientras tú haces otros planes. Pensar es una actividad marginal, aunque
laudable, que en el fondo no tiene mucho que ver con la existencia, y que a
menudo la complica, la estorba o la confunde. Solo una minúscula porción de
nuestra vida mental —de nuestras percepciones del mundo, de nuestras ideas y
decisiones morales— constituye parte de nuestra consciencia, de esa especie de
flujo continuo o narrativa coherente a la que llamamos yo sin saber muy bien a
quién se lo llamamos ni dónde está, sin saber si quiera por qué se ha
comportado como lo hace a menudo, con unos sesgos y unos estereotipos que no
compartimos desde nuestros esquemas racionales. Nuestra vida mental es en gran
medida esa cosa que ocurre por sí sola mientras hacemos otros planes: mientras
sufrimos el espejismo de que estamos a los mandos del carro. Lennon superando a
Descartes.
Solo una minúscula porción de nuestra
vida mental constituye parte de nuestra consciencia,
Y David Eagleman acaba de superar a Lennon.
Eagleman, nacido en Nuevo México en 1971, es uno de los neurocientíficos más
brillantes de nuestro tiempo, una de esas mentes inquietas que no solo dirige
el laboratorio de percepción y acción del Baylor Collage of Medicine —una de las
mejores escuelas médicas del mundo, y la más barata de todas las privadas de
Estados Unidos—, sino que también ha impulsado una iniciativa pionera de
Neurociencia y Derecho, un asunto que ocupará seguramente la mitad de la
carrera de los jueces, abogados y fiscales del futuro próximo, aunque la mayoría
de ellos no hayan oído hablar de ella en este presente miope. El lector
interesado en esta cuestión fundamental haría bien en leer el último libro de
Eagleman, Incógnito.
Las vidas secretas del cerebro, una obra maestra de la escritura científica
recién editada por Anagrama. Y el lector que no lo esté debería leerlo. El
libro será una fuente inagotable de luz para ambos: además de abrir paisajes
inexplorados en su pensamiento político, jurídico, social y filosófico, es
—pese a todo lo anterior— ciencia pura y cristalina, la mejor foto fija de
nuestro conocimiento actual sobre el cerebro.
La perplejidad que nos produce la
inmensidad del cosmos es comprensible, pero también suele resultar engañosa. En
un solo centímetro cúbico de nuestro cerebro hay tantas sinapsis —nexos entre
neuronas— como estrellas en nuestra galaxia, la Vía Láctea, que en la práctica
supone casi todo ese majestuoso espectáculo que nos ofrece el cielo nocturno.
El cerebro humano es el objeto más complejo del que tenemos noticia en el
universo. Somos insensibles a ese prodigio porque los resultados de su trabajo
parecen simples —¿qué nos cuesta ver esa calle, o esquivar ese bache mientras
atendemos con garbo nuestro whatsapp?—, pero haríamos bien en reservar un poco
del vértigo metafísico que sentimos ante el cosmos para esa pulpa contrahecha
que llevamos cada uno dentro del cráneo. Otra obra maestra, esta vez de la
evolución biológica.
La consciencia, escribe Eagleman, “es
como un diminuto polizón en un transatlántico, que se lleva los laureles del
viaje sin reconocer la inmensa obra de ingeniería que hay debajo”. Aunque esta
idea general pueda remontarse al menos a Freud, con su intuición pionera de los
mecanismos inconscientes para un número de trastornos psicológicos, Eagleman no
ha escrito el libro para reivindicar la figura del denostado fundador del
psicoanálisis, sino para examinar el estado de la cuestión con las poderosas
herramientas de la neurobiología contemporánea.
No pretende abrumar al lector con una
rigurosa exhibición de erudición
El autor es un científico de élite,
pero eso ya ha dejado de significar el clásico sabio bondadoso y metódico que
imparte aburrimiento y profesa la religión del rigor mortis.
Eagleman no pretende abrumar al lector con una rigurosa exhibición de erudición
sobre los axones y las dendritas, las columnas corticales y los ganglios
basales, el tálamo y el hipotálamo. Lo que pretende es enseñarle a pensar sobre
“la gente, los mercados, los secretos, las strippers, los
planes de jubilación, los delincuentes, los artistas, Ulises, los borrachos,
los apopléjicos, los jugadores, los atletas, los detectives, los racistas, los
amantes y todas las decisiones que consideramos nuestras”. Y lo mejor que se
puede decir de su libro es que está a la altura de ese ambicioso (y metonímico)
objetivo.
El lector encontrará entre las
páginas de este libro a James Clerk Maxwell y a William Blake, al inconsciente con que Goethe dijo haber
escrito Las desventuras del joven Werther y al colocón con que probadamente Coleridge
compuso su poema Kubla Khan. Y entenderá qué demonios tiene todo
eso que ver con su cotidiana, entrañable e incomprensible vida diaria, esa cosa
que seguirá ocurriendo mientras usted lee el libro.
Incógnito. Las vidas secretas del cerebro. David Eagleman.
Traducción de Damián Alou. Anagrama. Barcelona, 2013. 352 páginas. 19,90 euros