Una caladita de cianuro, arsénico e isótopos radiactivos: por qué hay que abolir la industria del tabaco
Cuando los historiadores se ocupen de nuestra época, no podrán creer que lo que causa la muerte de dos tercios de los fumadores se venda libremente
RICHARD BAKER (CORBIS/GETTY IMAGES) |
Esta es la historia de un invento que acabó con cien millones de vidas en el siglo XX y, si continuamos como hasta ahora, se cobrará mil millones de vidas en el siglo XXI. Es la historia del “artefacto más letal de la historia de la humanidad”, que sigue matando a ocho millones de personas al año. Es la historia de un asesino mayor que la malaria y la tuberculosis, los accidentes de automóvil y el cambio climático, la guerra y las catástrofes, todo junto.
Me refiero, por supuesto, al cigarrillo. O, mejor dicho: a la industria tabacalera.
Para hacernos una idea del grado de devastación causada, imaginémonos que vemos esta noticia: “Un Jumbo se estrella en la pista, no hay supervivientes”; media hora después, volvemos a ver la misma noticia: “Se estrella otro Boeing 747, tampoco hay supervivientes”; y de nuevo 30 minutos después. Ahora supongamos que la noticia sigue apareciendo durante todo el día y toda la noche, hasta que acaban estrellándose más de 50 aviones en 24 horas. Y entonces imaginemos que sigue así todo el año.
Ese es el número de muertes que causa la industria del tabaco.
Por supuesto, es un negocio increíblemente lucrativo. Por traducirlo a cifras: una máquina de cigarrillos actual fabrica 20.000 cigarrillos por minuto, es decir, 10 millones en un turno de ocho horas. Según los epidemiólogos, hay una muerte por cada millón de cigarrillos, así que estamos hablando de 10 muertes por turno. Las empresas ganan alrededor de un céntimo por cigarrillo, lo que significa que cada muerte provocada por el tabaco tiene un valor de 10.000 dólares para la industria. O sea, cinco millones de dólares por cada Jumbo, cada 30 minutos.
Un momento, se dirán: esto no es ninguna novedad, ¿no? ¿La lucha contra la industria tabacalera no es una cosa de los años noventa? Pero si el tabaquismo está en declive, ¿no?
Qué más quisiéramos. Los ingresos mundiales del sector no dejan de aumentar. El número de fumadores está disminuyendo ligeramente en los países ricos, pero lo compensan con creces el auge del vapeo y la popularidad creciente del tabaco en los países de rentas medias y bajas (en los que la industria actúa casi sin restricciones). Además, a las empresas como Philip Morris les encanta decir que esto del tabaco resulta ya cansino, para poder seguir haciendo lo mismo que siempre.
Como consecuencia, sufrimos una especie de ceguera colectiva. Una cosa demencial —que se estrellen 50 Jumbos cada día—se ha normalizado.
Una historia de mentiras y engaños
En realidad, el cigarrillo es un invento bastante reciente. Desde luego que siempre se ha fumado, pero el cigarrillo inhalable es un fenómeno moderno. Es el resultado de una labor de desarrollo y un presupuesto de decenas de miles de millones para investigación durante décadas. La composición del cigarrillo actual no tiene más que dos terceras partes de tabaco, al que se añaden cientos de sustancias: humectantes, potenciadores de los efectos, supresores de la tos, aromatizantes, de todo. Lo que haga falta con tal de que el producto sea lo más adictivo posible.
Para comercializar este invento, la industria tabacalera puso en marcha una de las mayores campañas de propaganda de la historia de la humanidad. Hacia 1960, casi la mitad de los programas de televisión en Estados Unidos estaban patrocinados por las tabacaleras. A principios de los noventa, un estudio llevado a cabo entre niños pequeños reveló que el nombre y la cara de Joe Camel les resultaban tan reconocibles como el nombre y la cara de Mickey Mouse.
Y no olvidemos todo lo que ha hecho la industria tabacalera para poner en duda que los cigarrillos sean letales. En los primeros años cincuenta ya había un consenso científico en que fumar provoca cáncer, de modo que el sector decidió pasar a la acción. La conspiración comenzó el 14 de diciembre de 1953, con una reunión de los grandes directivos de las principales tabacaleras en el Hotel Plaza de Manhattan, Nueva York. Allí se decidió contratar a una empresa especializada en trabajo de lobby, Hill & Knowlton, para que construyera una gigantesca cortina de humo.
Durante décadas, la industria siguió diciendo que hacía falta “investigar más”, cuando, en realidad, sus propios investigadores ya sabían más. El mantra del sector era “nuestro producto es la duda”, igual que las empresas energéticas de combustibles fósiles pasaron años sembrando dudas sobre la realidad del cambio climático. Se invirtieron millones en “investigaciones sobre el tabaco” que en realidad estudiaban otras cosas (lo que los historiadores llaman “investigación señuelo”).
La campaña tuvo un éxito arrollador. Hasta los años ochenta no empezó la mayoría de la gente a darse cuenta de que fumar no es solo una cosa un poco perjudicial, sino uno de los hábitos más letales que se pueden adquirir. Dos tercios de todos los fumadores mueren por culpa del tabaco. Aun así, todavía en 1994, los siete consejeros delegados de las principales tabacaleras (“los siete enanitos”) declararon bajo juramento que la nicotina no crea adicción .
Mientras tanto, el sector puso en marcha una serie de “innovaciones” que, en teoría, iban a hacer el cigarrillo “más seguro”. Pero los trucos —filtros, ventilación, cigarrillos light— eran un puro fraude. Los documentos internos de Philip Morris muestran que ya en los años cincuenta la empresa consideraba que la “filtración selectiva” era “imposible desde el punto de vista termodinámico”. Un filtro para cigarrillos es como beber cerveza con una pajita muy fina: quizá haya que sorber con más fuerza, pero se acaba ingiriendo lo mismo.
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La ventilación de los cigarrillos también es una sandez. Según las mediciones de algunas máquinas de humo, los cigarrillos “ventilados” con pequeños agujeros en el filtro pueden parecer menos tóxicos, pero la industria sabe que los fumadores pellizcan esos agujeros para cerrarlos. Es como hacer unos agujeros en una pajita, taparlos con la boca y decir que así se ingiere menos alcohol.
El último engaño de la industria tabaquera es el cigarrillo electrónico (vapeo), del que se dice que es menos nocivo que el cigarrillo normal. Sin embargo, varias investigaciones independientes han demostrado que muchos vapeadores contienen más nicotina tóxica y adictiva que un paquete entero de cigarrillos, y que los jóvenes que vapean tienen el triple de probabilidades de convertirse en fumadores. En la última década, el consumo de tabaco entre los adolescentes se ha disparado en toda Europa. Un importante experto británico en salud ha advertido recientemente que, si el consumo de cigarrillos electrónicos sigue aumentando a este ritmo, casi todos los niños vapearán de aquí a cinco años.
“Una decisión libre”
Y, por último, tenemos el mayor cuento de todos: el de que fumar cigarrillos es una decisión tomada libremente. En realidad, la mayoría de los fumadores empiezan cuando son menores de edad y alrededor del 70% quiere dejarlo. Cada año lo intenta más de la mitad, pero, como el cigarrillo está hecho para ser tan adictivo, el intento suele fracasar. Un estudio canadiense ha llegado a la conclusión de que se necesita una media de nada menos que 30 intentos para romper definitivamente con la adicción.
La industria tabacalera sabe muy bien que el consumo de nicotina reconfigura el cerebro y crea una dependencia farmacológica tan fuerte como la adicción a la heroína o la cocaína. Esa es una diferencia fundamental entre la nicotina y el alcohol, porque entre quienes beben solo son alcohólicos el 3%, mientras que, en el caso de los cigarrillos, el porcentaje está entre el 80% y el 90%. Hay tan poca gente a la que verdaderamente le guste fumar que las tabacaleras se han inventado un apodo: “Los disfrutones”. Los documentos internos del sector también tienen nombres para los jóvenes: son los “aprendices”, los “prefumadores” o los “fumadores de reemplazo”.
Algún día los historiadores estudiarán nuestra época y les parecerá increíble que la industria del tabaco pudiera seguir prosperando durante tanto tiempo. Que un producto que contiene arsénico, cianuro e isótopos radiactivos pudiera venderse legalmente en los supermercados. Que tanta gente siguiera infravalorando el peligro durante tanto tiempo, porque ¿cuánta gente sabe que fumar, además, provoca cientos de miles de abortos espontáneos y dolencias como ceguera, calvicie, cataratas, menopausia precoz y disfunción eréctil?
A los historiadores del futuro les asombrará el número de químicos que hicieron todo lo posible para que fumar fuera lo más adictivo posible. Les sorprenderá la cantidad de agentes comerciales que pusieron todo de su parte para que fumar fuera lo más sexy posible. Todos los abogados que se esforzaron al máximo para encubrir las mentiras de la industria tabacalera. “Llevo décadas estudiando estas empresas”, escribe el eminente historiador Robert N. Proctor, “y todavía, de vez en cuando, tengo que frotarme los ojos de asombro ante alguna nueva revelación nueva que saca a la luz prevaricaciones o artimañas”.
Esta industria está demasiado deseosa de hacernos creer que ya ha terminado la batalla contra las grandes tabacaleras. Que los espacios sin humo, las etiquetas de advertencia, la prohibición de la publicidad y los elevados impuestos han bastado para mitigar el problema. Pero no es verdad, ni mucho menos. Todavía queda mucho camino por recorrer.
La prohibición de los anuncios ha aumentado los márgenes de beneficio de los fabricantes. La industria sabe que educar a los jóvenes suele servir para que fumar sea aún más popular. Y a los impuestos sobre el tabaco los han denominado “la segunda adicción”, no del fumador, sino del Gobierno, que gana tanto dinero con los fumadores que prefiere no complicarles demasiado la vida a las empresas. (El año pasado, Nueva Zelanda revocó la prohibición de fumar para compensar los recortes fiscales).
A pesar de todo, esta industria letal puede acabar y algún día acabará. Para ello deben suceder varias cosas. En primer lugar, tenemos que volver a indignarnos. Sin indignación pública, no existe presión política para que estas empresas respondan por sus actos. En segundo lugar, es necesario que se unan muchas más personas —activistas y grupos de presión, abogados y médicos— a la lucha contra la industria tabacalera. En tercer lugar, debemos tener muy claro nuestro objetivo fundamental: prohibir la fabricación y venta de cigarrillos.
Sí, la gente siempre ha fumado. Cualquiera debe tener la libertad de plantar tabaco en el jardín para su propio consumo. Pero no se debería permitir que nadie envenene a otras personas a escala industrial. El cigarrillo es un producto fraudulento que, como el amianto y el plomo de la pintura y la gasolina, no debería fabricarse ni venderse.