domingo, 21 de julio de 2024

HABLEMOS DE CUIDADOS: CONVERSACIÓN CON VICTORIA CAMPS

Ana Marrades Puig

Profesora de Derecho Constitucional. Universitat de València

 


"Visita a los enfermos". José Alea Rodríguez. 1895 Museo del Prado


A.M. Tu libro “Tiempo de cuidados” surge en tiempos de pandemia, que también son tiempos de cuidado por excelencia. El cuidado es imprescindible para la sostenibilidad de la vida, siempre lo ha sido, lo que ha hecho la pandemia covid-19 es poner de manifiesto, de manera extraordinaria, la necesidad que siempre ha existido y de la que no éramos plenamente conscientes. Pero tú llevas trabajando este concepto, tan recurrente en el feminismo, desde hace mucho tiempo. En El siglo de las mujeres (1998) identificabas cuatro ámbitos que deberían ser objeto del nuevo feminismo: la educación, el empleo/trabajo, la política (representación paritaria) y los cuidados (el discurso moral). Lo curioso es que después de más de dos décadas de su publicación este libro sigue completamente vigente y los cuatro grandes temas, con salvedades en la evolución de la representación de las mujeres en las instituciones políticas -que sí es un hecho evidentemente notorio- siguen siendo grandes temas pendientes del feminismo y para la consecución de la igualdad real y efectiva de mujeres y hombres, muy especialmente el cuidado como valor imprescindible del discurso ético.

Entre la publicación de este libro -que creo debería ser obra de referencia obligatoria transversal en la enseñanza universitaria, al menos en humanidades y ciencias jurídicas y sociales- y la publicación de Tiempo de cuidados, ¿cuáles han sido tus aproximaciones -tanto en la academia como fuera de ella- al concepto del cuidado?

V.C. Efectivamente, como dices, hace tiempo que la cuestión del cuidado me interesa como un concepto básico de la ética. El libro de Carol Gilligan, que podríamos decir que descubrió el valor del cuidado, me pareció un acierto desde el principio. Y el hecho es que no ha quedado en una idea original, sino que ha dado lugar a una rama de la ética, la ética del cuidado, que ya cuenta con muchos libros y estudios. Es cierto, además, que la pandemia ha contribuido a poner de manifiesto la importancia del cuidado ya que el cuidarnos unos a otros era lo único que teníamos al principio para hacer frente al desconcierto y desbarajuste que causó la pandemia. Sin el estímulo que el confinamiento significó, en el sentido de que me dio más tiempo para pensar, informarme y escribir, y que también me llevó a participar en un montón de debates y webinars sobre lo que nos estaba pasando, seguramente no me hubiera animado a escribir Tiempo de cuidados. A veces, hacer de la necesidad virtud da resultados satisfactorios.

Me preguntas por mi evolución desde El siglo de las mujeres, que se publicó hace más de veinte años hasta hoy, respecto al concepto de cuidado. Hay que tener en cuenta ámbitos distintos. La ética del cuidado se ha desarrollado mucho, por supuesto, en la filosofía feminista, dando lugar a discusiones al principio un tanto enconadas, que hoy creo superadas. No a todas las feministas les gusta hablar del cuidado, pero aún así nadie rechaza de raíz que estamos ante una realidad que merece ser pensada y discutida. Por otro lado, la bioética ha hecho del cuidado uno de sus temas más importantes, especialmente en el campo de la enfermería, como es bastante lógico. Pero a mi juicio el salto más interesante que se ha producido en los últimos años es el que ha propiciado en especial Joan Tronto con la idea de una “democracia cuidadora” y el propósito de llevar el cuidado a la vida pública en general, como un derecho y un deber que adquiere distintas dimensiones y que nos concierne a todos. No es sólo una obligación individual o familiar, sino pública. 

A.M. Vamos a la estructura del libro. Tiempo de cuidados tiene once capítulos o temas que bien podrían agruparse en dos grandes bloques: por un lado, una primera parte referida especialmente a la ética del cuidado y muy en particular a su relación con el feminismo (el trabajo invisible, los cuidados indispensables, los espacios de cuidado, la justicia y el cuidado y la profesionalización del cuidado que enlazaría con el penúltimo capítulo, "Cuidar la casa común", donde el ecofeminismo ocupa un lugar central); y una segunda parte dedicada al envejecimiento, al cuidado de las personas mayores y al final de la vida. Comencemos por la primera parte, la primera cuestión que me gustaría plantearte surge del eterno conflicto pendiente entre la ética del cuidado y el feminismo. El conflicto se planteaba sobre el temor de que la ética del cuidado sirviera para propugnar esencias, es decir, mantuviera la asignación de las mujeres al espacio doméstico o privado con la atribución exclusiva y excluyente de dedicarse al cuidado de las personas de la familia. ¿Crees que está todavía abierto el dilema? ¿Piensas que sigue habiendo reticencias entre el movimiento feminista o el feminismo académico?


V.C. Como acabo de apuntar, creo que ese reproche de que el cuidado perjudica a las mujeres en lugar de ayudar a superar una división del trabajo injusta ya no tiene lugar en el seno del feminismo. La crítica derivaba de entender que el discurso del cuidado llevaba inevitablemente a una concepción esencialista de la mujer a la que por biología había que reconocerle esa diferencia que la ha obligado siempre a cuidar a los que lo necesitaban. Y no sólo eso, sino a aceptar que está especialmente dotada para hacerlo. Contra esa inclusión del tema del cuidado en el llamado en tiempos “feminismo de la diferencia” hay que objetar que el objetivo fue desde el principio el contrario: no se trataba de cargar sobre la mujer el deber de cuidar porque se reconociera su necesidad y su importancia; se trataba de universalizarlo, hacer ver que era una rémora para la emancipación de la mujer adjudicarle esa tarea y que era injusto no distribuir las cargas del cuidado entre hombres y mujeres equitativamente.


Cuando en los años ochenta del siglo pasado las feministas difundieron el eslogan de que “lo privado es político” propusieron un giro imprescindible. Se trataba de poner de relieve que todos los impedimentos que siempre lastraron a las mujeres para actuar en igualdad de condiciones con los hombres debían dejar de ser vistos como estrictamente privados o domésticos. La división entre lo privado y lo público ha corrido paralela a la división entre el trabajo productivo y el trabajo reproductivo. Aquél era el importante, el que merecía ser llamado “trabajo” porque tenía un precio, un salario; en cambio el trabajo al que obligaba la reproducción, el cuidado de la infancia y la dependencia, ese nunca fue considerado trabajo ni se remuneró. Al no tener reconocimiento económico, nunca tuvo reconocimiento social. Era “natural” que las mujeres cuidaran a sus allegados, no había que discutir nada.


Ha sido ahora, cuando las mujeres ya participan en el trabajo productivo, cuando se ha puesto de manifiesto que las necesidades de cuidado siguen estando ahí y alguien tiene que hacerse cargo de ellas. ¿Quién? Tronto lo dice muy claro: la función de una democracia cuidadora es “detectar necesidades y repartir responsabilidades”. Nadie debe escaquearse de cuidar. Habrá cuidados más espontáneos y otros más profesionalizados, organizar los cuidados es la obligación de un Estado social como el que suponemos que tenemos.


A.M. La crisis sociosanitaria causada por la pandemia ha evidenciado de manera extraordinaria una serie de obviedades de las que tenemos que partir para desarrollar el concepto del cuidado. La extrema vulnerabilidad del ser humano es la primera de ellas, junto con el valor de la vida y todo lo que ayuda a sostenerla: el cuidado a las personas debe revalorizarse en el marco de un Estado social de derecho. Somos vulnerables e interdependientes y en circunstancias de fragilidad necesitamos de los demás. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, el cuidado y por extensión, el colectivo de las personas cuidadoras, debe estar reconocido desde una perspectiva económica pero también social y política. Lo que ocurre -es la tercera obviedad- es que el colectivo de la personas cuidadoras está altamente generizado. Un 70% del sector sociosanitario está formado por mujeres. Y no solo desde el ámbito profesionalizado sino también en el ámbito privado: las cuidadoras de la familia, de las personas menores, mayores, enfermas y dependientes también son mujeres. Las mujeres son quienes tradicionalmente se han ocupado de los cuidados y esa realidad tan necesaria es justamente lo que las ha situado en una posición de subordiscriminación. Por eso es imprescindible que por un lado, el cuidado cuente para la economía, y por otro que se universalice para que no siga recayendo en ellas exclusivamente. ¿Cómo ves la situación? ¿Cómo es posible que los cuidados cuenten para la economía? ¿Cómo se puede cuantificar el cuidado si prestarlo en buenas condiciones requiere de ingredientes no cuantificables?


V.C. Hoy ya sabemos, lo han dicho los economistas, que los cuidados son trabajo que debería contabilizarse como tal, lo que haría subir bastante el PIB. ¿Qué ocurriría si todas las madres, hijas, cuidadoras en general se cruzaran de brazos y dejaran de cuidar de sus hijos, sus parejas, sus padres ancianos? No hace falta cuantificar las horas dedicadas al cuidado para saber que son muchas y que, aunque algo hemos cambiado, siguen siendo mujeres las que cuidan. Mujeres, muchas de ellas inmigrantes, porque ni se reconoce la formación para el cuidado ni se remunera adecuadamente.

No obstante, y aunque cuidar sea una actividad, una ocupación o incluso un trabajo remunerado, conviene no olvidar que cuidar a quien lo necesita no es una actividad cualquiera ni sería bueno ni seguramente posible que todas las necesidades de cuidado se subrogaran en empleadas que cobran por su trabajo. El cuidado es una expresión de la compasión inherente a la condición humana, que lo lleva a sufrir con los que sufren, yo diría incluso que es un deber cívico que obliga a atender al prójimo que está en apuros. Si se manifestara la compasión siempre que hace falta, sería la mejor expresión de la fraternidad que debería unir a todos los humanos e incluso a éstos con los animales no humanos (un deber este último muchas veces mejor asumido por las personas que el primero). La pandemia creo que ha sido una muestra de que el imperativo del cuidado era ineludible porque del cuidado de los más vulnerables dependía la salud propia.

A.M. Vayamos por partes, si hablamos de educación, de enseñar y transmitir nuevos valores, ¿qué responsabilidad tiene la escuela? ¿Qué responsabilidad tiene la Administración pública? ¿Qué responsabilidad tienen quienes nos gobiernan?

V.C. Ya he dicho, citando a Joan Tronto, que la responsabilidad tiene que estar repartida, entre los individuos –hombres y mujeres- y entre las instituciones que han de asumir, en la medida cada una de sus funciones, su responsabilidad “cuidadora”. A la escuela, por ejemplo, se le reprochó durante el primer confinamiento que delegara demasiado fácilmente sus funciones en las familias y, en especial, que no atendiera las necesidades de las familias más desfavorecidas, con menos recursos culturales, o las de las familias monoparentales, con menos posibilidades de repartirse el trabajo doméstico. La función de la escuela es transmitir conocimientos, pero también tiene una responsabilidad asistencial, dadas las desigualdades sociales, y muy especialmente, la tiene en tiempos de pandemia.

Por su parte, los gobiernos y las administraciones hoy deben asumir sin excusas que el derecho de las personas a ser cuidadas es uno más de los derechos sociales, los más difíciles de garantizar porque de ellos suelen derivar pocos “deberes positivos”, es decir, medidas o propuestas concretas que garanticen los derechos. Lo que ha ocurrido en los geriátricos por causa de la pandemia es una muestra de que los deberes asistenciales y sanitarios para con las personas dependientes dejaron mucho que desear. Estoy convencida de que una de las reformas más urgentes que tenemos que llevar a cabo a partir de ahora es la de profundizar en esos deberes positivos que derivan de los derechos sociales. No sólo el derecho a ser cuidados, hay otros derechos más antiguos, como el derecho a la vivienda, el derecho al trabajo, que piden a gritos esa reflexión.

A.M. Educación, nuevos valores, cambios de paradigmas culturales y económicos, son propósitos que están siendo reiterados en esta época en crisis. Está claro que todo pasa por un cambio del sistema, pero... ¿no es ésta una posibilidad demasiado utópica? Hablas en tu libro ya casi al final de una sociedad cuidadora, de cuidar la casa común, de ecologismo, de "contrarrestar los vicios del liberalismo, o de una libertad puramente negativa, incapaz de concebir al individuo como un ser relacional que necesita de los demás para florecer y desarrollarse", en definitiva propones una superación del liberalismo. ¿Lo ves posible en una sociedad como la nuestra tan individualista y con una polarización tan marcada? ¿Cómo podemos contrarrestar los "vicios del liberalismo"?

V.C. Desde que empezó la pandemia nos preguntamos si esta situación tan dramática y tan rara en la que nos hemos visto inmersos durante casi dos años va a servir para algún cambio importante en nuestra forma de vivir, de gobernar, de trabajar, de relacionarnos. Un hecho evidente es que nos hemos dado cuenta de nuestra vulnerabilidad y de nuestra interdependencia. Nos ha sorprendido que los expertos científicos supieran tan poco sobre lo que se nos venía encima (aunque haber tenido vacunas en un año ha sido un gran logro), que tuviéramos que recurrir a medidas tan ancestrales como el aislamiento y la mascarilla para no contagiarnos; hemos tenido que reconocer que no teníamos un sistema sanitario tan sólido como pensábamos. Ha sido una lección de humildad, que puede dejar huella o no, pero debería hacerlo. Debería servir para pasar de la lógica individualista por la que nos vemos como sujetos racionales y autónomos a una lógica de la interdependencia en que tuviéramos más presente que somos seres relacionales que nos necesitamos los unos a los otros. Es cierto que cabría pensar que el miedo al contagio ha acrecentado el individualismo (más distancia, menos contactos, pocas relaciones), pero al mismo tiempo estamos ante un problema de salud pública que pone de manifiesto que la salud de cada uno y la de todos son lo mismo: me vacuno para protegerte, te vacunas para protegerme.

A.M. Pasemos a la segunda parte, la que dedicas al envejecimiento. Presentas de manera serena cuestiones muy dolorosas, realidades que nos pones delante como si de un espejo se tratase. De una manera o de otra la vida se termina y en el mejor de los casos está precedida de un periodo de envejecimiento. ¿Crees que la sociedad trata bien a sus mayores? Siempre he pensado que el hecho de prescindir de las personas cuando se jubilan es un derroche absurdo que no nos podemos permitir y que además no tiene ningún sentido. ¿Qué podemos hacer?

V.C. Creo que hasta ahora nos hemos planteado muy poco si la sociedad trata bien o mal a sus mayores. La esperanza de vida ha crecido exponencialmente sin que nos hayamos preocupado de lo que significaba y de cuáles eran las consecuencias de tener una población cada vez más envejecida. Tenemos unas costumbres y un lenguaje trasnochado porque seguimos diciendo que a los sesenta y cinco años, con la jubilación, empieza la vejez, lo cual está lejos de ser cierto. Dentro de poco, si las personas centenarias dejan de ser anécdotas, a los sesenta habremos vivido casi la mitad de nuestra vida, nos quedará otra mitad que habrá que llenar de alguna forma. Hablar del envejecimiento es un tema desagradable, incómodo, a nadie le gusta. Lo dijo ya Simone de Beauvoir cuando escribió su monumental tratado sobre el tema donde empezaba señalando que lo que se proponía era “romper la conspiración del silencio”. Hay que hablar y discutir sobre la etapa final de la vida, ponerla en su lugar, tanto para extraer de esos años todo el potencial posible como para determinar los cuidados y el acompañamiento que merecen las personas que recorren ese tramo con dependencias de distinto signo. Ya hemos visto que los geriátricos no son el modelo adecuado, por lo menos si son vistos como negocios y no como centros médico-asistenciales. Las estadísticas muestran que la gran mayoría de la gente querría envejecer en su casa o en un lugar lo más parecido al propio hogar. Ese es el objetivo que habría que proponerse en el futuro como la mejor manera de tratar a los ancianos dependientes. Porque no todos necesitan la misma ayuda. Otro de los errores durante la pandemia ha sido incurrir en el llamado edadismo, clasificar a las personas por su edad y no por sus características singulares. El envejecimiento no es un fenómeno homogéneo, se envejece de muchas maneras.

A.M. Pandemia y residencias, es un tema inevitable y una pregunta inexcusable: ¿qué ha fallado? Hablas de la aplicación de protocolos, del trato grupal en lugar de individualizado. ¿Cómo pueden revertirse estos errores del sistema en sociedades tan grandes?

V.C. Es cierto, en las comunidades reducidas la asistencia a los dependientes era más fácil, pero también se reducía a los recursos que podía aportar la familia o los más cercanos, la protección social pública era desconocida.

Ahora hay algunas ciudades, grandes ciudades como Barcelona, que están ideando proyectos bajo el lema de “Ciudades que cuidan”. La Fundación Mémora, en Barcelona, ha empezado a liderar uno de estos proyectos con la intención de recabar iniciativas y recursos económicos y humanos para conseguir paliar la soledad y el sufrimiento de las personas al final de la vida. Entre los recursos debe estar también la educación, pues envejecer bien depende en parte del entorno social y de la ayuda que ese entorno aporta para que las personas que van disminuyendo su capacidad de actuar no se vean invisibilizadas ni marginadas. Pero envejecer bien depende asimismo de cada persona, de integrar el envejecimiento al conjunto de la experiencia vital sin voluntad de ignorarlo como si los viejos siempre fueran otros.

A.M. Hablas también del autocuidado, me gustaría que nos detuviésemos en este concepto porque es fundamental: es obvio que el autocuidado es imprescindible para poder cuidar. Siempre escuchamos "cuídate, si tú no estás bien no podrás cuidar de los demás" y curiosamente siempre lo escuchamos a las mujeres, todo vuelve a lo mismo: las mujeres las eternas cuidadoras. Este es un tema pendiente porque normalmente cuando una persona se entrega (muchas veces porque no tiene más remedio a pesar de hacerlo con cariño) se olvida de sí misma y por eso es imprescindible que el Estado asuma su parte de responsabilidad a través de los sistemas públicos de cuidados, pero también a través de un marco político y normativo que disponga las herramientas para tener un cuidado de calidad, que pueda prestarse no solo en las residencias, como dices, sino en los hogares. Si bien sería lo ideal, es prácticamente imposible cuando se carecen de medios económicos, especialmente si se trata de cuidados de personas dependientes o enfermos crónicos. Así las cosas, parece que los políticos están entendiendo el problema pero no me resisto a preguntarte: ¿por qué crees que los juristas son tan reticentes todavía a hablar de un derecho al cuidado?

V.C. El autocuidado ha de formar parte de esa perspectiva relacional a la que me refería más arriba. La sociedad actual concibe el cuidado de uno mismo de una forma muy superficial: dietas, gimnasio, 'mindfulness', estética. Eso es autocuidado, en efecto, pero tiene un móvil egoísta, no agota el sentido del cuidado de uno mismo imprescindible para no desatender a los que demandan cuidado. Para que ese autocuidado sea posible hace falta ayuda externa. Lo saben muy bien las personas que han tenido algún familiar con alzheimer: ninguna familia resiste en solitario las demencias prolongadas. Cuidar es una actividad que presupone afecto y amor, pero es duro sobrellevarla y pocas veces puede hacerlo una persona o una familia sola. Si nos tomamos en serio el derecho a ser cuidados, no basta la buena voluntad, hacen falta normas jurídicas para que del derecho a ser cuidado deriven unos deberes positivos cuya responsabilidad ha de ser compartida, ha de ser personal y política, como hace tiempo defienden las feministas.

A.M. Para terminar, ¿qué nos espera? ¿Crees que la crisis y el modo de gestionarla nos ha cambiado?

V.C. De momento aún estamos en medio de la crisis, sanitaria y económica, y no parece que el virus y sus varias mutaciones vaya a abandonarnos pronto. Hemos empezado a reconocer que nuestras prioridades tienen que ser otras. Siempre se ha dicho que las crisis son positivas porque producen reformas. ¿Por qué esta no habría de aportar algo bueno? Yo me conformaría con que en las reformas que emprendamos no nos equivoquemos demasiado y no dejemos de pensar que el fin tiene que ser el bien común y no sólo el de unos cuantos.

A.M. Gracias Victoria por tus aportaciones, tan valiosas para todas las personas, especialmente para las y los juristas que estamos trabajando en los cuidados.


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