viernes, 5 de julio de 2024

REBECA MARTÍN / ENSAYISTA “Los crímenes nos revelan de una manera diáfana las tensiones que recorren una sociedad”

 

Conversamos con Rebeca Martín (León, 1977)  con motivo del lanzamiento de su último libro, Crímenes pregonados. Causas célebres españolas de los siglos XVIII y XIX, bellamente editado por Contraseña Editorial, un volumen tan erudito como ameno en el que la autora repasa varias causas judiciales célebres que le sirven además como excusa para trazar un afilado y preciso retrato de la sociedad española, tanto de interior como de ultramar en ese período histórico, dejando así al descubierto todas sus contradicciones y complejidades.

En primer lugar quisiera darte la enhorabuena por el libro, ya que has conseguido esbozar una realidad que suele escaparse de los relatos historiográficos oficiales, últimamente más preocupados por darse a sí mismos la razón sobre su idea de país, embarrados como están en las guerras culturales, a la par que has escrito un libro entretenidísimo que engancha desde las primeras páginas y que se lee casi del tirón. ¿Escogiste deliberadamente hablar de crímenes reales como excusa para poder hablar de otras cosas o hay un interés también personal en este tipo de historias?

Muchas gracias, Silvia, celebro de veras que te haya gustado el libro.

Siempre, desde niña, he sentido una curiosidad irrefrenable por los crímenes reales

Siempre, desde niña, he sentido una curiosidad irrefrenable por los crímenes reales. Con el paso de los años, este interés se fue desplazando hacia la curiosidad por todo lo que estos crímenes, su difusión y representación nos revelan sobre la cultura y la sociedad de su tiempo. En consonancia con este interés, quise reconstruir varios crímenes a partir de las fuentes documentales y estudiarlos en un marco histórico concreto. Como tú apuntas, los hechos luctuosos de este tipo suelen relegarse a los márgenes de la historia, cuando lo cierto es que a menudo nos revelan de una manera diáfana los entresijos y las tensiones que recorren una sociedad en un momento determinado. De ahí que cada una de las causas me haya permitido indagar en temas muy variopintos: la esclavitud, el infanticidio, la representación de la mujer parricida, la pervivencia de la tortura en el sistema penal, el nacimiento de la medicina forense, la intersección entre la ciencia y la pseudociencia, el concepto de genio artístico o el estatus del artista a lo largo de la historia y, más concretamente, a finales del siglo XIX.

¿Sientes la necesidad, o te han hecho sentirla, de tener que justificarte por escribir sobre crímenes? ¿Sigue habiendo sobre este tema una sombra de sospecha, como si interesarse o hablar de ellos fuera algo denigrante o poco sofisticado? A un experto en temas bélicos, por ejemplo, que son sucesos mucho más violentos o sangrientos, no se le cuestiona el interés ni se pone en duda su erudición, en cambio el llamado true crime, aunque sea histórico, hace fruncir algunos ceños especialmente en el ámbito académico, ¿lo notas?

Resulta significativo que cada vez que hablo de mi libro me sienta obligada a añadir alguna coda del tipo: ¡Que conste que no he querido explotar lo truculento ni lo morboso! Lo cierto es que, por fortuna, desde hace tiempo las cosas están cambiando en el ámbito académico español gracias al interés renovado por la cultura popular y por todos aquellos géneros que tradicionalmente habían sido arrumbados por el canon y la llamada literatura culta. Por añadidura, resulta evidente que no es posible estudiar de manera rigurosa las relaciones de sucesos, los romances, los pliegos de cordel, la novela popular o la prensa periódica de los siglos XVIII y XIX sin comprender el fenómeno criminal.

Hablas de crímenes y causas judiciales que sucedieron en los siglos XVIII y XIX. ¿Por qué esta acotación temporal? ¿Tendremos la suerte de poder contar con un segundo volumen dedicado al siglo XX?

La elección no es en absoluto gratuita. Es en el siglo XVIII, con los estertores del Antiguo Régimen, cuando nace y se desarrolla la opinión pública. Algunos estudiosos ingleses y franceses han demostrado cómo las causas célebres (estuvieran o no asociadas a delitos de sangre) desempeñaron un papel fundamental en su consolidación y, aunque es cierto que en España este fenómeno tuvo lugar más tarde, es posible encontrar ya en los discursos forenses de finales del XVIII algunas apelaciones a la opinión pública, retratada como una masa informe y sedienta de sangre que clamaba por que se le aplicara un castigo ejemplar al criminal. En la España del Romanticismo, además, comienzan a publicarse volúmenes en los que, a caballo entre la reconstrucción novelesca y el prurito historicista y forense, se recrean casos criminales tanto pretéritos como recientes. Por añadidura, la prensa no especializada empezó a hacerse eco de los sucesos luctuosos más ampliamente. El protagonismo de la prensa periódica en la difusión de los crímenes llegará al paroxismo en el último tercio del siglo XIX, con las diversas reformas y transformaciones (de prensa, judiciales, técnicas, etc.) que trajo consigo la Restauración borbónica, la aparición del reporter, las novedades forenses y la antropología criminal… Entre los autores españoles que escribirán sobre causas célebres se cuentan, por ejemplo, Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós.

Sería estupendo, por otro lado, dedicarle un segundo volumen al siglo XX. En Crímenes pregonados menciono algunas causas que tuvieron un gran impacto en esta centuria, como los de Cecilia Aznar y la curandera de Gádor, además de otros situados en otras latitudes, como el caso de la viuda Steinheil, los crímenes de Hickock y Smith, novelizados por Truman Capote, el de Jeffrey MacDonald, que conocemos gracias al sensacional El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, etc.

¿Qué te llevó a escoger estos crímenes o causas célebres en concreto? ¿Comenzaste el libro con una idea preconcebida o la propia investigación te fue llevando hasta ellos? ¿Hay alguna causa célebre que te hubiera gustado incluir y que se tuvo que quedar fuera?

Me gusta pensar que el libro coquetea con la idea de una genealogía del crimen que enlaza unos y otros casos

Yo estaba convencida de que debía incluir en el libro la causa del comerciante Francisco del Castillo, que fue asesinado por su mujer y el amante de esta en el Madrid de 1797, así como la de Manuel Blanco Romasanta, el lobishome de Allariz, y la del pintor uxoricida Juan Luna Novicio. Por la del esclavo liberado Romualdo Denis, extraordinaria y muy dura, me costó decidirme a causa de la escasa documentación, y la última que decidí incluir fue la de Pedro Fiol, que me fascinaba desde hacía años, entre otras cosas por lo absurdo del triple homicidio y por su estrecha relación con la incipiente psiquiatría y con la medicina legal; además, transcurre en un marco excepcional, la Barcelona de mediados del siglo XIX. En la elección de las causas, por otro lado, me guie por el principio cervantino de la variedad en la unidad para ofrecer diversas tipologías criminales (el infanticida, la mujer instigadora de parricidio, el triple homicida, el asesino en serie o el pintor uxoricida) como por las ramificaciones temáticas que despliega cada una. También tenía claro que quería escribir una introducción, que al final casi ha resultado ser un ensayo con entidad propia, sobre las vías de difusión de los crímenes reales en España a lo largo de los siglos, que diera fe, asimismo, de otras muchas causas dignas de mención. Entre estas, de hecho, hay varias que me hubiera gustado narrar y analizar por extenso, y que, lejos de quedarse en el tintero, también he citado y comentado, aunque sea brevemente. En este sentido, me gusta pensar que el libro coquetea con la idea de una genealogía del crimen que enlaza unos y otros casos por razones de índole temática, cronológica, etc.

Comienzas y cierras el libro con dos causas célebres que, aunque alejadas en el tiempo y en el espacio, pues una ocurre en Filipinas y la otra en París, comparten similitudes que no solo nos ayudan a comprender la complejidad de la sociedad española, mucho más diversa de lo que la historiografía a lo Menéndez Pidal nos ha querido hacer creer, sino que también te permiten destapar el horror de la esclavitud, el racismo y la realidad de las colonias. ¿Fue deliberado por tu parte? ¿Crees que somos conscientes como sociedad de nuestra responsabilidad histórica en el tráfico de seres humanos? ¿Por qué hemos olvidado tan rápido nuestro papel como metrópoli colonial?

Fue pura casualidad. De hecho, al percatarme de la coincidencia, tuve muchas dudas y lo consulté con Alfonso Castán, mi editor, que no vio ningún problema en que la primera causa tuviera lugar en Manila y la última estuviera protagonizada por un hispanofilipino, aunque transcurriera casi íntegramente en París. Ahora sé que fue un acierto: la apertura y el cierre del libro guardan una extraña coherencia, en gran medida porque ambas causas criminales revelan, entre otras cosas, sendas realidades, la esclavitud y el racismo, que forman parte de ese pasado (y desde luego también presente) que tanta gente se niega a aceptar. El caso de Romualdo Denis es interesantísimo porque nos invita a reflexionar sobre un tráfico y una explotación de seres humanos sobre los que España levantó un imperio, pero a la vez nos desconcierta por cuanto en ella Denis pasa de víctima a verdugo…, ¡y de qué tipo! En cuanto a Juan Luna Novicio, que en la década de 1880 se ganó el favor de la pintura académica española, resulta interesantísimo constatar el modo en que tanto la acusación como la defensa apelaron a su origen hispanofilipino y su ascendencia malaya para esgrimir un supuesto salvajismo y una sangre poco templada que lo habían empujado al crimen.

Por encima de las bajas pasiones que se esconden detrás de la mayoría de los crímenes que relatas subyace la sombra de una violencia estatal aterradora y despiadada que aplica la pena de muerte sin contemplaciones. Con la perspectiva del paso del tiempo, y visto el terrible final que muchos de estos asesinos y asesinas tuvieron que afrontar, ¿sientes algo de empatía hacia ellos? ¿Podemos hablar de justicia cuando al final del camino te espera el garrote vil?

Uno de los motivos por los que quise dedicarle un capítulo al caso del comerciante Francisco del Castillo fue la oportunidad de reflexionar sobre la tortura, una práctica que se empleaba regularmente para obtener la confesión de los reos. En la España de finales del XVIII, que vio cómo el tratado sobre los delitos y las penas de Cesare Beccaria se divulgaba no sin dificultad, el tormento y los apremios seguían del todo vigentes, si bien algunas voces ya habían comenzado a cuestionar tímidamente su legitimidad. María Vicenta Mendieta, la viuda del comerciante Castillo, fue sometida a tormento pese a su ascendencia hidalga y las súplicas de su madre ante el mismo Carlos IV. El fiscal del caso, el conocido poeta Juan Meléndez Valdés, censuró que el abogado defensor y la familia se quejaran de los apremios porque, a su juicio, la nobleza no debía gozar de ningún privilegio. Así, Meléndez Valdés, en lugar de alinearse con quienes abogaban por abolir la tortura para toda suerte de reos, era partidario de aplicarla a todos por igual. El trato dado a Mendieta no suscitó ningún debate social como sí lo había generado unos pocos años atrás en Alemania el de Maria Katharina Wächtler, juzgada por matar y desmembrar a hachazos a su marido. El único debate, si es que así se puede llamar, fue el que generó la opinión pública cuando, impaciente por ver a Mendieta en el patíbulo, acusó a María Luisa de Parma de haber favorecido a la rea.

En cuanto a tu segunda pregunta, ¿cómo no sentir compasión por Mendieta y su primo y amante, Santiago San Juan, que fueron ajusticiados en la Plaza Mayor de Madrid ante una muchedumbre enfervorizada? ¿O por el mismo Romualdo Denis y otros criminales evocados en el libro, desde Teresa Guix, otra parricida ajusticiada en la Lleida de 1839, hasta el violador y asesino Isidre Mompart, ejecutado en la Barcelona de 1892? Una sociedad que necesita matar, como subrayó Emilia Pardo Bazán tras asistir al agarrotamiento de Higinia Balaguer, condenada a la pena capital por el célebre crimen de la calle Fuencarral, demuestra con cada ejecución su fracaso.

Hablemos de Romasanta, probablemente el asesino más famoso de los muchos que se pasean por las páginas de tu libro. ¿Es el llamado Hombre Lobo de Allariz un hombre de su tiempo, un asesino en el que se resumen y se recogen todas las contradicciones de la época isabelina: la luz y las tinieblas, la modernidad y la superstición, el capricho real, la pobreza, el aislamiento, el interés por la ciencia, las modas absurdas...?

Las contradicciones que apuntas fueron precisamente las que me tentaron a escribir sobre Romasanta. Pese a que sus crímenes son medianamente conocidos, vi en ellos la oportunidad de abordar la condición de las víctimas, el modo en que el asesino procuró servirse de las supersticiones populares en su provecho, los romances que se escribieron sobre su caso, el debate que se estableció acerca de la cordura del reo, el papel que desempeñó en su indulto una Isabel II, tan pronto deslumbrada por las mistificaciones de la reaccionaria Sor Patrocinio, la monja de las llagas, como por la pseudociencia (la electrobiología), las leyendas que se generaron en torno a la figura y el destino del asesino, o algunas recreaciones literarias modernas, alguna muy loable, de su historia. Es curioso cómo Romasanta, un hombre alfabetizado en un medio donde muy poca gente sabía leer y escribir, se aprovechó de las circunstancias y de la confianza de sus convecinas para engatusarlas con la promesa de un trabajo, matarlas a ellas y a sus hijas, y despojarlas de sus escasos bienes. Por ello, me pareció necesario hacer un pequeño homenaje a las víctimas, madres solteras y separadas que, pese a sus condiciones de vida más o menos precarias, contaban con una sólida red familiar y fueron asesinadas, porque al fin y al cabo buscaban una vida mejor. Y también me llamó la atención cómo salvó el azar a Romasanta: a principios de 1852, Isabel II había sido víctima de una tentativa de magnicidio a manos del cura Martín Merino. Si la monarca hubiera muerto, Romasanta habría acabado sus días en el garrote vil.

Escribe el ilustrado Meléndez Valdés cuando actúa como acusación contra María Vicenta Mendieta: “Demasiadas gracias tienen las mujeres entre nosotros”, frase que hoy en día, por cierto, te la firmaría cualquier columnista de derechas. Durante todo el libro, y con independencia del progreso que vamos observando sobre la forma de comprender y juzgar el crimen y a los criminales, hay una evidente doble vara de medir con respecto a la mujeres que están, incluso cuando son las víctimas de los delitos, siempre siendo objeto de sospecha, de burla, desprecio. ¿ Era un objetivo de tu libro denunciar este sesgo de género y las violencias que hemos naturalizado hacia las mujeres?

Mi perspectiva del crimen está fuertemente enraizada en su sustrato cultural, de ahí que conciba las causas célebres como una suerte de escenario en el que se representan todo tipo de tensiones, entre ellas, desde luego, las que atañen al género. Un caso elocuente es precisamente el de la doble vara de medir que usó Meléndez Valdés en los casos de Mendieta y el uxoricida Marcelo Jorge: el mismo día en el que la viuda de Castillo y su amante subían al patíbulo, Meléndez Valdés pronunciaba un alegato de acusación contra Jorge, que había asesinado brutalmente a su mujer. Así como el poeta y magistrado había pedido la pena de muerte para Mendieta (quien, por cierto, había alegado sufrir malos tratos de su marido), en el caso de Jorge optó por la cadena perpetua. ¿Los motivos? María Garrido, la víctima, se había empeñado en separarse del marido; era una mujer terca que, como subraya Meléndez Valdés en un pasaje de su discurso forense que estremece, ni siquiera dejó de protestar cuando, tras los primeros golpes, él siguió maltratándola. Es cierto que Jorge bebía más de la cuenta y podía actuar como un desequilibrado, pero amaba “tiernamente” a María Garrido, que al fin y al cabo era de “genio duro y caprichoso”. El deber de ella, según el fiscal, era someterse al marido en lugar de importunarlo. Ella, al fin y al cabo, era la principal responsable de su propia muerte.

Mi perspectiva del crimen está fuertemente enraizada en su sustrato cultural

La cuestión de género recorre también la causa de Romualdo Denis, que ejerció una terrible violencia (hoy la llamaríamos vicaria) sobre su esposa, a la que también decía amar con locura. Es muy revelador el modo en que los retratos de Denis destacan que fue mal padre…, pero un esposo amante. También hay un sesgo de género en el caso de Romasanta: uno de sus abogados defensores no dudó en cuestionar la vida poco ejemplar que llevaban las mujeres desaparecidas. El último caso del que me ocupo en el libro es también elocuente: Juan Luna Novicio mató a su esposa, Paz Pardo de Tavera, porque esta quería divorciarse de él, y acabó con la vida de su suegra, Juana Gorricho, porque apoyaba a Paz. La prensa española no dudó en retratar a Luna como una víctima de su esposa adúltera, como el juguete de una tragedia que, profundamente perturbado por la posibilidad de que la persona a la que más amaba lo abandonara y quebrara así la armonía conyugal, acabó disparándole un tiro en presencia del hijo de ambos, que solo tenía cinco años. No revelaré aquí la sentencia que dictó el juez. Quizá baste con señalar que así como en España ya se comienza a dar cierta visibilidad a los crímenes de Luna, en Filipinas sigue siendo un héroe nacional.

Las mujeres de nuestra generación vivimos con la impresión que el crimen de Alcàsser dejó en nuestra memoria y, sobre todo, la forma vil con la que la prensa trató todo este caso que se vio siempre empañado no solo por la retransmisión del hallazgo de los cuerpos de las niñas que traspasó todas las fronteras de la ética periodística, sino por los rumores y teorías de la conspiración que se lanzaron desde las televisiones. Sin embargo, a lo largo de tu libro podemos observar que la relación entre la prensa, los crímenes y el público se ha basado principalmente en el amarillismo, en  los rumores, en las especulaciones, las teorías de la conspiración, en una innegable desconfianza en las autoridades y en las clases altas y en alimentar constantemente la atención del público. ¿Esto es consecuencia del interés morboso que estos crímenes despiertan en la población, o el público y la prensa se retroalimentan mutuamente? ¿Cómo podemos conciliar el interés del público y el derecho a la información con el respeto por los procedimientos judiciales, la presunción de inocencia de los acusados y el respeto por la integridad y dignidad de las víctimas y sus familias?

La primera cuestión es francamente compleja. El libro se inicia con una reflexión sobre las razones por las que nos atraen los crímenes reales, y no todas ellas responden a un interés morboso. Sin embargo, es evidente que esa curiosidad por lo truculento ha existido siempre y que, a lo largo de la historia, se ha explotado a través de los relatos orales, las relaciones de sucesos y las confesiones de patíbulo, la prensa periódica y las recreaciones ficticias, la televisión y las redes sociales. Además, si casos como el del crimen de la calle Fuencarral conectaban al lumpen con las altas instancias gubernamentales, el espectáculo y las teorías de la conspiración estaban servidas. (Otro ejemplo, ya en el siglo XX, es el de la mitificación del asesinato de Carmen Broto, sobre el que ya escribí).

Siempre, asimismo, hay quien ha abogado por prohibir las manifestaciones de la cultura popular por su falta de ejemplaridad estética y, sobre todo, moral. Un buen ejemplo son los ilustrados, con su aversión hacia los romances, las jácaras y las coplas de ciego que, protagonizadas por asesinas y bandoleros, hacían las delicias del vulgo. Más adelante, uno de los motivos que obligó a poner en tela de juicio las ejecuciones públicas fue la actitud de los asistentes, que disfrutaban del espectáculo como si de una representación teatral se tratara.

El problema al que nos enfrentamos ahora ya no es solo “la educación del vulgo”, sino también, como tú apuntas, la vulneración de la presunción de inocencia y la exposición dañina de las víctimas y sus familias. Yo no tengo ninguna duda al respecto: ¿de qué sirve escarbar en un caso como el del niño Gabriel? ¿Qué derecho a la información de los ciudadanos se ejerce al entrevistar a una vulgar convicta por asesinato cuando, además, esta atención obliga a la familia del niño a revivir una y otra vez lo sucedido? Aquí no hay derecho a la información que valga, sino el afán de explotar el sufrimiento de personas de carne y hueso para obtener beneficios económicos. Dejemos a los especialistas la investigación de estos crímenes.

Eres doctora en Filología Española y profesora universitaria de Literatura. Tu faceta académica gira en torno a la ficción, pero este libro está basado en casos reales que, al mismo tiempo, fueron desde el principio tratados casi como ficción y entretenimiento y sirvieron de inspiración a escritores tan ilustres como Galdós o Pardo Bazán. El tiempo los ha convertido, por tanto, ya en relatos también ficcionados que tú has tenido que reconstruir. Sin embargo, vemos que en la actualidad también hemos borrado las fronteras entre la realidad y la ficción y nos asomamos a los sucesos actuales sin tener conciencia de que detrás de ellos hay gente real que está sufriendo. Sé que esto es algo que te preocupa especialmente. ¿Tenemos que replantearnos como sociedad nuestra relación con los sucesos, la forma de relatarlos? ¿Nos hemos olvidado de que detrás de cada suceso, cada crimen, hay una tragedia y gente involucrada?

Los “hechos reales” acaban cobrando un halo ficcional a causa del modo en que se narran y construyen

No hay duda de que uno de los alicientes de esta clase de crímenes es su naturaleza fáctica, una categoría que siempre ha gozado de gran prestigio popular. El ‘basado en hechos reales’ sigue funcionando, en gran parte porque nos cuenta una historia que, pese a coquetear a veces con la inverosimilitud, realmente tuvo lugar, si bien no nos afecta de manera directa por cuanto es ajena a nuestra esfera cotidiana. Por añadidura, estos “hechos reales” acaban cobrando un halo ficcional a causa del modo en que se narran y construyen. Así como para don Quijote el Cid y Amadís de Gaula pertenecían al mismo mundo, para una parte del público actual las personas de carne y hueso acaban adquiriendo la textura propia del personaje de un folletín o un melodrama truculento. Por paradójico que pueda parecer, la atracción por los crímenes reales viene dada en gran medida por su facticidad, pero la recreación y el relato de los hechos están mediatizados por los recursos narrativos tradicionales, desde las estrategias para crear suspense hasta la tipificación de los personajes. En este sentido, es revelador, ya en los siglos de los que me he ocupado en el libro, el uso de términos procedentes del campo literario como “drama”, “tragedia” o “novela” para referirse a los crímenes y sus ramificaciones.

Por las páginas de tu libro se pasean como actores secundarios nombres como los de Goya, Meléndez Valdés, Carlos IV, Isabel II, Galdós o Pardo Bazán. Todos ellos se vieron, directa o indirectamente, involucrados de alguna manera en estas causas célebres. ¿Se puede entender una sociedad, un período histórico, sin entender y hablar de sus crímenes?

A mi juicio, no. Tanto la llamada conflictividad sorda como los crímenes particulares, por no hablar, claro está, de los magnicidios y de los crímenes consentidos, avalados o cometidos por los Estados, son a la vez fruto y espejo de un determinado momento, de una sociedad concreta. Goya retrató en su capricho 32, porque fue sensible, a María Vicenta Mendieta; al contemplarlo hoy, nos preguntamos por el estado mental de la rea o, de manera inevitable, por las condiciones nefastas de las prisiones de la época. La causa del comerciante Castillo, por otro lado, constituye un excepcional episodio microhistórico para indagar en la noción de matrimonio fomentado por los ilustrados, así como en la percepción del hombre de bien y la mujer de recta conducta. Los informes médicos de Pedro Mata, padre de la medicina forense en España, están entreverados de prejuicios burgueses, tal y como ponen de relieve el caso de Pedro Fiol, Juana Sagrera o Vicenta Sobrino. Por citar un ejemplo más, las crónicas de Galdós sobre el crimen del cura Galeote y el de la calle Fuencarral constituyen documentos muy valiosos para ahondar en asuntos tan candentes y escabrosos en la época (¡y todavía hoy!) como la falta de moralidad del clero, la degeneración del individuo, la corrupción en las cárceles, el sensacionalismo de la prensa periódica o la degradación de la justicia. Emilia Pardo Bazán, en fin, supo definir a la perfección la importancia social y cultural de aquellos crímenes capaces de arrojar luz sobre la naturaleza del ser humano, el estado de las costumbres y del estado social de un país.


AUTORA >

Silvia Cosio

Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.

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