"Los preceptos no son precisiones, son paquetes de sensaciones y relaciones que viven en forma independiente de quien quiera que los experimenta"
(Gilles Deleuze)
Cenizas y diamantes (en polaco: Popiół i diament) es una película polaca, estrenada en 1958 y dirigida por Andrzej Wajda, basada en la novela de 1948 del mismo nombre de Jerzy Andrzejewski. Con esta película, Wajda completó su trilogía de la guerra, de la que anteriormente formaban parte Pokolenie (Generación, 1955) y Kanal (1957).
Sobre la película
Obra maestra del cine europeo que cierra la magistral trilogía bélica del director polaco. En el caos de los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, el joven ultra nacionalista Maciek recibe el encargo de asesinar a un importante líder comunista. Pero cuando en su camino se cruza la bella Krystyna, sus ideales y convicciones son puestos a prueba ante la esperanza de un futuro mejor.
El injusto olvido de un clásico
Cenizas y Diamantes
Popiól I Diament . Andrzej Wajda. Polonia, 1958.
En esto del reparto de las excelencias cinematográficas, hay movimientos que permanecen en un discreto, e injusto, segundo plano. El caso del cine polaco, que vivió una auténtica edad de oro entre finales de los 50 y mediados de los 60, es de los especialmente sangrante. Contemporáneo de escuelas tan aplaudidas como la famosa Nueva Ola francesa, películas fabulosas como Cenizas y Diamantes están muy lejos del aplauso masivo como Jules et Jim(François Truffaut,1961), o tantos otros ejemplos.
Qué menos, entonces, que un recuerdo a uno de los grandes directores europeos, para que no caiga en el olvido esta magnífica película. Retrato de posguerra, espejo de la compleja época que vivía un país tan protagonista del conflicto como Polonia, es al mismo tiempo un canto al vivir el momento, a la locura de juventud. El drama se da la mano con la alocada vida nocturna, la tensión comparte escenario con la extravagante banda sonora, la sencillez casi inocente impacta contra las consecuencias terribles de la violencia, y la fuerza de las imágenes fortalece el destino de unos personajes esclavos de las circunstancias.
Andrzej Wajda dirige una película que es un drama de claro contexto histórico, pero trasciende los convencionalismos a base de mezcla, de ingenio, de libertad creativa, de experimentación visual. Y es que tras el conflicto y la violencia, construye una historia de amor, un clásico chico-conoce-a-chica, en medio de una época de cambios, de reconstrucción y de futuro incierto. Un país dividido, lleno de contrastes, donde la esperanza en el futuro ocupa el mismo espacio que las rencillas políticas.
Cenizas y Diamantes cuenta la peripecia de un joven entregado a la causa nacionalista, que ha recibido el encargo de asesinar a un líder comunista que hace poco ha regresado al país. Durante esta sangrienta misión, conoce por casualidad a una camarera. Este encuentro fortuito cambia la perspectiva del joven, confuso y atrapado entre los ideales y la posibilidad de una vida diferente, alejada de la violencia y cercana a algo parecido a la felicidad. Conoce el amor loco, apasionado, sin sentido pero lleno de significado, en las pocas horas que Wajda nos presenta como contexto temporal en su relato. Mientras este amor toma forma, el director se adentra en la vida de la ciudad, en una especie de relato coral donde se representa el teatro humano, lleno de alegrías, de mezquindad, de intereses, de cosas pequeñas y personajes dispares, extravagantes, donde queda claro que las bajas y altas pasiones no conocen de ideologías.
Por desgracia, el joven se ve obligado a una elección definitiva, entre las responsabilidades del peso de su pasado o esa nueva esperanza en una vida diferente que representa la hermosa desconocida. Wajda aparca las connotaciones históricas de la historia y se centra en las emociones, en el aspecto humano, en las reflexiones de sus personajes. Según pasan las horas, el joven se transforma en la imagen del antihéroe, enfrentado a su propio drama humano con el mayor estoicismo posible.
Para el fabuloso aspecto formal de la película, Wajda mezcla de manera brillante aspectos de las historias bélicas, pasadas por el tamiz del cine negro, llevado al paroxismo estilístico gracias al juego de luces y sombras, heredero del expresionismo. El simbolismo y sus arriesgados juegos con la profundidad, el contraste en esa cámara obsesiva de extravagante cercanía, el neblinoso aspecto onírico enfrentado al realismo que se respira en los primeros compases de película, dejan para el recuerdo una película libre, valiente, a la altura de cualquiera de las vanguardias de la época. Cenizas y Diamantes recuerda al neorrealismo italiano, a la audacia de la escuela francesa, a la tensión humeante del mejor cine de gangsters. Los diálogos se mueven entre el lirismo alucinado y la más cruda realidad de la época. Los personajes viven con un pie en el pasado y otro en la incertidumbre de una época nueva, de cambios constantes, incluso de violencia.
Wajda expresa este contraste terrible en la celebrada escena de los fuegos artificiales, cargada de simbolismo, donde un acto de muerte coincide con la celebración de la vida. El barroquismo de la película explota, como esos fuegos, para dar sentido a la transformación del protagonista, que realiza su último acto de violencia sin esperanza, atrapado por la lealtad a un ideal en el que ha dejado de creer.
Irónica, exultante y metamórfica, cada episodio de Cenizas y Diamantes resulta indispensable como pieza de un todo, pero usado con sensibilidad por un director magistral para el retrato humano complejo, alocado y muchas veces hasta ridículo o exagerado. Al final, Wajda, como sus personajes, se divide entre la esperanza y la pesadumbre de un país con muchas cicatrices.
Cenizas y Diamantes merece un puesto de honor entre lo más destacado del cine europeo. Sobre todo, no debe caer en el olvido, porque su belleza, su autenticidad y la personalidad que desprende de cada plano, es una lección de cine, en mayúsculas. Disfrutemos, entonces, de una época irrepetible, en el que el cine se reinventaba y Cenizas y Diamantes surgía como voz especial entre tanta leyenda.
El director polaco falleció este lunes a los 90 años
'Cenizas y diamantes', la obra maestra de Andrzej Wajda
Fotograma del actor Zbigniew Cybulski en 'Cenizas y diamantes' MUNDO |
Resumir seis décadas del trabajo constante de un cineasta en una única película se antoja difícil, cuando no ridículo. Y, sin embargo, todo el talento y las potencialidades de un cineasta como Andrzej Wajda, fallecido este domingo a los 90 años de edad, ya estaban presentes en la inolvidable Cenizas y diamantes, su tercer largometraje, rodado en 1958.
El 8 de mayo de 1945, la rendición alemana es un hecho. Los nazis, después de arrasar Varsovia, asediados por el este y el oeste, han abandonado Polonia a su suerte. En el país se celebra el armisticio, pero a algunos de sus militares la influencia de la Unión Soviética en su nuevo Gobierno les llena de temor. En ese clima insano, con el blanco y negro como santo y seña, Wajda centró su trilogía fundacional, la que forman Generación, Canal y Cenizas y diamantes.
Tomando referencias como el expresionismo alemán, el cine de Orson Welles y una inquebrantable raíz polaca, el cineasta se sirve de formas que corresponden a distintos tiempos y realidades, uniéndolas para proponer un nuevo estilo, una puesta en escena abigarrada por la acumulación de símbolos y por la complejidad compositiva de algunas secuencias, que se acerca por igual a las nuevas olas europeas y al cine clásico americano. Wajda se erige durante aquellos años en eslabón perdido, un punto casi equidistante entre el clasicismo de la Edad de Oro de Hollywood, llevado hasta sus límites por directores como Welles y Hitchcock, y la ruptura total que supusieron los nuevos cines de los 60.
Envuelto en un halo que desprende magnetismo, parapetado detrás de sus gafas de sol ("llevo gafas oscuras como recuerdo de mi amargo amor por la patria"), el personaje central de la película, Macieck Celmicki (un inmenso Zbigniew Cybulski), le sirve a Wajda para explicar el caos posterior a la batalla y un nacionalismo que, ante la desaparición de su principal enemigo, busca entre sus propios compatriotas a los traidores a la nación. Es como una asfixiante partida de ajedrez, en la que Celmicki es un mero peón obligado por sus superiores a acabar con el rey del enemigo, un alto mando comunista que va a celebrar la derrota de los nazis en el concurrido hotel Monopol. Pero el peón, forzado a mover siempre hacia delante, duda. Y pocas cosas hay peores para un ejército que un soldado que no está dispuesto a cumplir su misión a cualquier precio. Celmicki se da cuenta de que ha renunciado a su vida por un ideal cada vez más difuso, y que es imposible dirimir entre víctimas y verdugos, aliados y enemigos.
El cineasta construye un clima opresivo a través de la unidad de tiempo y lugar y una puesta en escena en la que juega constantemente con los múltiples términos del encuadre y los techos aplastando a los personajes. En esa atmósfera barroca no faltan los toques cómicos, protagonizados por un periodista y un colaborador de los partisanos, dos borrachos que arruinan la cena del nuevo secretario del Partido Comunista. Un dúo tan letal como el de Peter Sellers y el camarero beodo de El guateque.
El mejor ejemplo de esa mezcla de decadencia, humor y angustia son los minutos finales de la película. El juego de luces y sombras en el interior del hotel, con la orquesta tocando una Polonesa desafinada y los participantes en el festejo exhaustos de alcohol y vano orgullo patriótico, contrasta con el sol abrasador del exterior. El antihéroe, después de cumplir con su misión, se autoinculpa al huir en presencia de una patrulla. Así comienza una huida desesperada, en la que es a la vez el Harry Lime de El tercer hombre y el Michel Poiccard de Al final de la escapada. Clásico y moderno. Acaba tiroteado, dejando manchas de sangre en una sábana al viento y revolcándose de dolor en un montón de basura. Sus últimos estertores, después de una noche en la que ha viajado de la culpa a la redención y de ahí otra vez a la culpa, son el broche final a un hito en la Historia del cine y suponen un punto y seguido en el prolijo discurso sobre el nacionalismo que posteriormente desarrollará Wajda en el resto de su filmografía, hasta la todavía inédita Powidocki.
http://www.elmundo.es/cultura/2016/10/11/57fcc693e5fdea902b8b46d5.html
Fuente:
Cenizas y diamantes: en homenaje a Andrzej Wajda (1926-2016)
Gregorio Morán
15/10/2016
Ahora que acaba de morir a los 90 años el cineasta polaco por excelencia, Andrzej Wajda, no puedo resistirme a la memoria.
Cenizas y diamantes, recuerdo hasta el cine madrileño donde la vi, el Rosales, y aunque creo que repetí otra hará treinta años o más, tengo el recuerdo vívido de la primera vez. Sería hacia 1966. Fraga y las gentes de su equipo se inventaron unos procedimientos harto singulares para que “las minorías de las minorías” madrileñas –en Barcelona debía ocurrir otro tanto– pudiésemos acceder a un cine que estaba prohibido para el público común. Eran sesiones extrañas y proyectaban, por ejemplo, todo lo mejor del cine soviético en unas versiones espantosas; pero es lo que había.
Nos convocaban tarde-noche en el entonces teatro Beatriz –luego restaurante de moda, que no pisé jamás– y allí proyectaban a Eisenstein, Pudovkin, Dovzenko… Creo que en un filme de Pudovkin, si la memoria no me traiciona, contemplé la escena del único desnudo en décadas. La tierra (1930), se titulaba, y era de ver la conmoción que sentí cuando una campesina, al enterarse de la muerte de su hijo, se abría la ropa de un golpe quedando en carne viva. Eran sesiones que también tenían su gracia, porque siempre solíamos ser los mismos, no más de veinte, y la proporción entre policías de paisano y espectadores debía de estar a la par. ¡Y pensar que ninguno de aquellos maderos cinéfilos hizo carrera que no fuera en el campo de la tortura y la extorsión!
Recuerdo Cenizas y diamantes, un filme de Wajda de 1958, al que concedieron el premio de la Crítica en el Festival de Venecia. El guión está basado en una novela escrita por Jerzy Andrzejewski, que recomiendo vivamente. Un joven de la resistencia antinazi se desliza en antisoviético, tras la ocupación que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Todo su mundo está trastocado y sabe que no tendrá otro final que la muerte.
Aquí aparecen las cenizas y los diamantes. Como si fuera un elaborado juego cultural, tanto Andrzejewski, como posteriormente Andrzej Wajda, aprovechan unos versos tan hermosos, que quien los compuso hubiera podido retirarse habiendo dejado a la humanidad un poso de sentimiento y cultura que ya vale por una vida. En una secuencia del filme, el joven emboscado que se ha propuesto matar al dirigente comunista que recorre los pueblos enseña a su novia, una camarera circunstancial que se ha encontrado en el hotel, una lápida que él barre con su mano, retirando barro, moho, musgo, y lee estos versos impresionantes, que dan sentido a todo el filme.
Al arder no sabes si serás libre,
Si sólo quedarán cenizas y confusión
O se hallará en las profundidades
Un diamante que brille entre la ceniza.
Si son conmovedores hasta el llanto en traducción castellana, ¡qué no serán en polaco! Los escribió Cyprian Kamil Norwid, que nació en Polonia y murió en París (1821-1883), contar su desgraciada y errante vida me llevaría el artículo entero y me faltarían páginas. Pero ese poema dio vida a una novela y un filme, como mínimo, que yo conozca.
La belleza de Cenizas y diamantes, el filme, su tristeza agobiante, heredera del romanticismo, tiene secuencias inolvidables, algunas de las cuales serían luego repetidas por otros directores de fuste. Las manchas de sangre que tiznan las sábanas puestas a secar en una casa de pobres. Bastaría con esa, que, pasados más de 50 años, aún me persigue.
Antes Wadja había rodado Kanal. Un filme sórdido como la propia historia que cuenta. El levantamiento de Varsovia frente a los nazis en 1944, donde todo transcurre en los alcantarillados; nada que ver con El tercer hombre. Aquí todo es pura bestialidad, convivencia entre héroes y ratas. No la recomiendo a gente sensible.
Salto sobre la rica filmografía de Wajda para llegar a El hombre de mármol (1977). Nadie entiende cómo pudo rodarse bajo el régimen comunista, por muy descompuesto que estuviera. Les costó el cargo a un puñado de funcionarios. La historia de un obrero “estajanovista”, el albañil que más ladrillos ponía en una hora, y en dos, y en las que fueran…, modelo del socialismo hasta llegar a su final, despreciado y odiado por su propia clase, y por sus dirigentes que le habían ensalzado, su familia, su propia conciencia de clase por los suelos.
Hay muchos filmes de Wajda que merecerían un comentario. Danton, por ejemplo, con un Gérard Depardieu desmelenado, pero confieso que me dejó frío; no logré entrar en la película. Más que la Revolución Francesa aquello parecía un debate en la Sorbona en las vísperas del 68. No era su mundo. Las grandes películas de Wajda, lo dijo él, siempre estuvieron vinculadas a Polonia y se hicieron universales.
Y así llegamos al drama vital y cinematográfico de Katyn. Un filme difícil, casi póstumo y sobre todo biográfico. En 1940 los soviéticos cometen uno de los crímenes más siniestros del periodo estalinista. La liquidación rigurosa de la oficialidad polaca, en la que veían un enemigo inmediato y, sobre todo, un ejército formado en la tradición de que Rusia siempre había sido su adversario, probado durante muchos años, casi siglos.
Wajda va a abordar un doble trabajo. Reconstruir su infancia, su familia, sus seres queridos, sus costumbres, sobre un fondo criminal que va llegando hasta su liquidación. No creo que sea un filme definitivo, ni siquiera brillante, pero es una página imprescindible en su cinematografía. Emociona, conmueve, no hay trampa ni cartón, es un relato, casi un documental del crimen. Durante muchos años los soviéticos, tras el descubrimiento de las inmensas fosas de oficiales polacos, echaron la culpa a los nazis, que las habían descubierto. Pero no hay duda de que fue una masacre que dejó al Estado polaco sin ejército y al pairo de lo que pudieran hacer nazis primero y soviéticos después.
El ritmo del relato conmueve, como si fuera una historia ajena al cronista. Pero el padre de Andrzej Wajda estaba allí, fue uno de los oficiales asesinados, impunemente, con todos aquellos engaños y falacias a las que era tan dado el estalinismo. Beria dirigía. Fueron miles. 23.000, cien por arriba o cien por abajo. Es algo que cuesta imaginar porque exige un operativo militar y represor que sólo los nazis habrán de conseguir años más tarde.
Y lo cuenta Andrzej Wajda, en la vejez, cuando ya está despidiéndose de ese mundo espectacular del cine y lo refleja con una dignidad y una sobriedad que sería difícil conseguir en una víctima a quien mataron a su padre,
en la flor de la edad, y que dejaba una familia desvencijada y a la espera de acontecimientos que no podían controlar. La matanza de la oficialidad polaca en Katyn por el ejército soviético constituye una de las miserias y vergüenzas de una guerra mundial donde los vencedores siempre saben cómo cubrir sus víctimas con una sábana, como si fueran muertos sin nombre y verdugos que se amparan en el anonimato. De poco sirve decir que hay historias de los aliados, no soviéticos, que llegaron tan lejos o más. Un muerto es un muerto, y un crimen es un crimen. No creo que haya un elemento tan vivo para conocer lo que fue el estalinismo de masas, la criminalización del sospechoso, como lo que fue Katyn en 1940. Y Andrzej Wajda llegó a tiempo antes de morirse para dejar señal inequívoca del crimen.
Columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia y amigo desde el principio del proyecto SinPermiso, fue un resistente político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo. Periodista de investigación e insobornable crítico cultural, ha escrito libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de la dictadura franquista a la Segunda Restauración borbónica. Su último libro: El cura y los mandarines (Madrid: Akal, 2014).
La Vanguardia, 15 de octubre 2016