lunes, 21 de agosto de 2017

CELINE describió con intuición genial esta humanidad obtusa y estúpida.(Dos libros gratis y videos)


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'Viaje al fin de la noche', de L.-F. Céline

Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), novelista y médico francés de apellido real Destouches, es uno de los ejemplos más notables de "escritor maldito". En 1932 publicó su primera y deslumbrante novela, Viaje al fin de lanoche, que mañana podrá comprar por 2,95 euros al adquirir un ejemplar de EL PAÍS, y con ello entró en la historia mundial de la literatura. Su nihilismo, su innovador lenguaje, su casi infinita capacidad para el sarcasmo más feroz y lúcido ("Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón") convirtieron la publicación de su primera obra en un gran acontecimiento literario, a la vez que comenzaría a ejercer una profunda influencia en numerosos escritores de las generaciones siguientes. Su siguiente texto, Muerte a
crédito, de 1936, ratificó la importancia revolucionaria de su escritura. Acusado de colaborar con los nazis por sus vehementes textos en contra de los judíos, se exilió en Alemania y en Dinamarca, donde fue encarcelado. En 1950 regresó a Francia tras ser amnistiado por su Gobierno. La crítica le sigue considerando una de las figuras más importantes de la literatura del pasado siglo.

CUESTIÓN DE GUSTOS
Cuando una misma novela recibe encendidos elogios de un bolchevique como Trotski y de un derechista como Léon Daudet es que algo falla. O quizá ocurre todo lo contrario: todo marcha perfectamente. Eso fue lo que le pasó a Louis-Ferdinand Céline después de publicar en 1932 Viaje al fin de la noche.

Trotski leyó la obra durante su exilio francés, entre 1933 y 1935. Daudet, muerto en 1942, ya había escrito sus novelas y artículos satíricos más celebrados cuando la novela cayó en sus manos.

Hubo otros lectores que no encontraron ninguna razón para elogiar el libro. Céline comentó en una ocasión que "en la clínica donde trabajo, la Fundación Linuty, he recibido muchas quejas por las historias que cuento". Tampoco encontró comprensión en la editorial Gallimard, que le devolvió el manuscrito. Ni entonces ni ahora Céline dejaba indiferente.

https://elpais.com/diario/2003/11/28/cultura/1069974010_850215.html



























































85 años de "Viaje al fin de la noche", la gran novela que escribió la furia
Hombre de animales. El Dr. Destouches -que firmaba como Céline- era
 un aficionado a perros y gatos por igual.
























TRIBUNA:PIEDRA DE TOQUE | LA CUARTA PÁGINA

El último maldito

Muchos se resisten a reconocer el talento de Céline 

por sus simpatías hitlerianas, pero nadie como él describió 

con intuición genial esta humanidad obtusa y estúpida.



Curioso por el entusiasmo que despertó en Onetti, sobre el que escribo un ensayo, la primera novela de Céline, he vuelto a leer -¡después de casi medio siglo!- al último escritor "maldito" que produjo Francia. Como escribió panfletos antisemitas y fue simpatizante de Hitler, muchos se resisten a reconocer el talento de Louis-Ferdinand Ceine (1894-1961). Pero lo tuvo, y escribió dos obras maestras, Viaje al final de la noche (1932) y Muerte a crédito (1936), que significaron una verdadera revolución en la narrativa de su tiempo. Luego de estas dos novelas su obra posterior se desmoronó y nunca más despegó de esa pequeñez y mediocridad en que viven, medio asfixiados y al borde de la apoplejía histérica, todos sus personajes.



Las dos primeras novelas de Céline, más que para ser leídas, parecen escritas para ser oídas
Bajo las apariencias de un mundo que guarda las formas, anida toda clase de monstruos

En aquellas dos primeras novelas lo que destaca es la ferocidad de una postura -la del verboso narrador- que arremete contra todo y contra todos, cubriendo de vituperios y exabruptos a instituciones, personas, creencias, ideas, hasta esbozar una imagen de la sociedad y de la vida como un verdadero infierno de malvados, imbéciles, locos y oportunistas, en el que sólo triunfan los peores canallas y donde todo está corrompido o por corromper. El mundo de estas dos novelas, narradas ambas en primera persona por un Ferdinand que parece ser el mismo (en Muerte a créditocuenta su niñez y adolescencia hasta que se enrola en el Ejército y, en El viaje al final de la noche, su experiencia de soldado en la Primera Guerra Mundial, sus aventuras en el África y en Estados Unidos y su madurez de médico en los suburbios de París), sería intolerable por su pesimismo y negrura, si no fuera por la fuerza cautivadora de un lenguaje virulento, pirotécnico y sabroso que recrea maravillosamente el argot popular y finge con éxito la oralidad, y por el humor truculento e incandescente que, de tanto en tanto, transforma la narración en pequeños aquelarres apocalípticos. Estas dos novelas de Céline, más que para ser leídas, parecen escritas para ser oídas, para entrar por los oídos de un lector al que los dichos, exclamaciones, improperios y metáforas del titi parisién de los suburbios le sugieren todo el tiempo un gran espectáculo sonoro y visual a la par que literario. Qué oído fantástico tuvo Céline para detectar esa poesía secreta que escondía la jerga barriobajera enterrada bajo su soez vulgaridad y sacarla a la luz hecha literatura.
No hay un solo personaje entrañable en estas novelas, ni siquiera alguno que merezca solidaridad y compasión. Todos están marcados por el resentimiento, el egoísmo y alguna forma de estupidez y de vileza. Pero todos imantan al lector, que no puede apartar los ojos -los oídos- de sus disparatadas y sórdidas peripecias, sobre todo cuando hablan. El menos repelente de todos ellos es, sin duda, el astronauta e inventor de Muerte a crédito, Courtial des Pereires -una versión gangsteril y diabólica del tierno Silvestre Paradox de Pío Baroja-, que luego de estafar a media Francia con sus delirantes invenciones y sus exhibiciones aerostáticas, termina descerrajándose un escopetazo en la boca que lo convierte en una masa gelatinosa que pringa las últimas cincuenta páginas de la novela y hasta a los lectores los ensucia de pestilentes detritus humanos. No creo haber leído jamás unas novelas que se sumerjan tanto y con semejante placer y regocijo en la mugre humana, en toda ella, desde las funciones orgánicas hasta los vericuetos más puercos de los bajos instintos.
Siempre se ha dicho que el Céline político sólo apareció después de escribir sus dos primeras novelas, cuando su antisemitismo lo llevó a excretar Bagatelles pour une masacre y otros repugnantes panfletos de un racismo homicida. Pero la verdad es que, aunque, en términos estrictamente anecdóticos, estas novelas no desarrollen temas políticos, ambas constituyen una penetrante radiografía del contexto social en que el nazismo y el fascismo echaron raíces en Europa en los primeros años del siglo veinte. El mundo que Céline describió en sus novelas no es el de la burguesía próspera, ni el de la desfalleciente aristocracia, ni el de los sectores obreros de lo que, a partir de aquellos años, se llamaría el cinturón rojo de París. Es el de los pequeños burgueses pobres y empobrecidos de la periferia urbana, los artesanos a los que las nuevas industrias están dejando sin trabajo y empujando a convertirse en proletarios, los empleados y profesionales que han perdido sus puestos y clientes o viven en el pánico constante de perderlos, los jubilados a los que la inflación encoge sus pensiones y condena a la estrechez y al hambre. El sentimiento que prevalece en todos esos hogares modestos, donde los apuros económicos provocan una sordidez creciente, es la inseguridad. La sensación de que sus vidas avanzan hacia un abismo y que nada puede detener las fuerzas destructoras que los acosan. Y, como consecuencia, esa exasperación que posee a hombres y mujeres y los induce a buscar chivos expiatorios contra la condición precaria y miedosa en la que transcurre su existencia. Bajo las apariencias ordenadas de un mundo que guarda las formas, anidan toda clase de monstruos: maridos que se desquitan de sus fracasos golpeando a sus mujeres, empleados y policías coloniales que maltratan con brutalidad vertiginosa a los nativos, el odio al otro -sea forastero al barrio, o de distinta raza, lengua o religión-, el abuso de autoridad, y, en el ánimo de esos espíritus enfermos, en resumen, la secreta esperanza de que algo, alguien, venga por fin a poner orden y jerarquías a pistoletazos y carajos en este burdel degenerado en que se ha convertido la sociedad.
Todos estos personajes son nacionalistas y provincianos en el peor sentido de estas palabras: porque no ven ni quieren ver más allá de sus narices. Como el Ferdinand Bardamu de El viaje al final de la noche pueden recorrer el África negra y vivir en Estados Unidos, o, como el Ferdinand de Muerte a crédito pasar cerca de dos años en Inglaterra. Inútil: no entenderán ni aprenderán nada sobre los otros porque, por prejuicio, desgana o desconfianza, son incapaces de abrirse a los demás y salir de sí mismos. Por eso, regresarán a su suburbio aldeano, a su campanario, como si nunca lo hubieran abandonado. No saben nada de lo que ocurre más allá de su entorno porque no quieren saberlo: como si romper las celdas en que se han encerrado por el miedo crónico en que viven, fuera a hacerlos más vulnerables a esos misteriosos enemigos de que se sienten rodeados. Pocos escritores han descrito mejor que Céline ese espíritu tribal que es el peor lastre que arrastra una sociedad que intenta progresar y dejar atrás los prejuicios y hábitos reñidos con la modernidad. En Céline no hay la menor intención crítica frente a esta humanidad obtusa y estúpida que describió con intuición genial. Para él, el mundo es así, los seres humanos están hechos de ese apestoso barro y nada ni nadie los mejorará.
Céline pertenecía a este mundillo y nunca salió de él. Por sus simpatías hitlerianas, al final de la guerra huyó a Alemania tras los nazis que escapaban de París y, luego de un peregrinaje patético que narró en unas seudo novelas que no son ni sombra de las dos primeras que escribió, terminó en una cárcel danesa. Dinamarca se negó a extraditarlo argumentando que si lo entregaba a Francia no tendría un juicio imparcial y sería poco menos que linchado. (Estuvo a punto de ser asesinado durante la ocupación por un comando de la resistencia en el que, por lo menos eso juraba él, participó el escritor Roger Vailland). En 1953, fue amnistiado y pudo regresar a París. Volvió a la banlieu donde acostumbraba jugar a la pétanque con amigos de su barrio. Jamás se arrepintió de nada. Poco antes de morir concedió una entrevista en la televisión a Roger Stéphane. Nunca he olvidado esa cara del viejo Céline con la barba crecida y sus ojos enloquecidos, clavados en el vacío, mientras, apretando su puñito esquelético, su vocecita cascada rugía, frenética, ante la cámara: "¡Cuando los amarillos entren a Bretaña, ustedes, franceses, reconocerán que Céline tenía razón!".
© Mario Vargas Llosa, 2008. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL. 2008.




85 años de "Viaje al fin de la noche"
,
 la gran novela que escribió la furia


Louis-Ferdinand Céline fue uno de los autores más notables del siglo XX y su antisemitismo lo convirtió en el más polémico. John Banville y Luis Chitarroni analizan su estilo y por qué leer a un novelista que pide a la vez venganza y perdón. 

John Banville



Voyage au bout de la nuit, o Viaje al fin de la noche, publicada originalmente en 1932, es una de las más grandes novelas del siglo XX, además de ser la mejor novela escrita por un simpatizante de la ultraderecha política, como después tildaron a su autor los críticos literarios de la posguerra.
Otras novelas firmadas por extremistas de derecha –como Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, o Kaputt, de Curzio Malaparte– son, como mínimo, interesantes, pero la exuberante misantropía de esta obra cumbre, que no pone en evidencia afiliación política alguna ni expresa ideas antisemitas, es única en tanto obra de arte revolucionaria, y ejerció una profunda influencia en autores tan dispares como Samuel Beckett y William S. Burroughs, Jean Genet y Günter Grass. Podría decirse incluso que sin Céline no hubiera habido Henry Miller, ni Jack Kerouac, ni Charles Bukowski, ni poetas beat.
Louis-Ferdinand Auguste Destouches –el primer nombre de su abuela era Céline, de ahí el seudónimo– nació en 1894 en el suburbio parisino de Courbevoie. Su padre era empleado en una compañía de seguros y su madre hacía encajes. Años más tarde, el escritor se complacía en proclamar que había pasado una infancia miserable junto a sus padres, con sus constantes disputas, aunque esto pareciera ser otra de sus muchas exageraciones y fabulaciones, ya que un amigo de la familia aseguró que la pareja llevaba una vida relativamente tranquila. Ferdinand tenía poco más de diez años cuando se puso a trabajar de mensajero, pero sus malignos padres deben de haber tenido planes más importantes para él, puesto que lo enviaron a vivir en Alemania por un año y después otro año a Inglaterra, para que aprendiera otros idiomas.
Su educación temprana fue casi por completo autodidacta, y desde un principio manifestó el deseo de convertirse en médico. Sin embargo, a los dieciocho años se alistó en el ejército francés y dos años más tarde fue combatiente en la Gran Guerra. A pocas semanas de iniciadas las hostilidades fue gravemente herido en un brazo cuando intentaba cumplir una misión bajo la fuerte descarga de fuego alemán, en un acto de audacia –o estupidez, como el más viejo y sabio Destouches habría dicho seguramente– que le valió una condecoración militar y una efímera fama y, posteriormente, su separación definitiva de la unidad de caballería de la que formaba parte. Durante algún tiempo trabajó en Londres, donde se casó –acto que jamás fue validado en el consulado local–, y luego se dirigió a Africa, contratado por una compañía comercial francesa radicada en Camerún. Tras su regreso a Francia, la Fundación Rockefeller, nótese esto, lo envió a Bretaña para colaborar en la lucha contra la tuberculosis que asolaba la región.
A principios de la década del 20 Céline estudiaba medicina en Rennes y estaba casado, esta vez oficialmente, con la hija del director del colegio médico. La pareja tuvo una niña, Colette, pero en 1925 Céline abandonó a su esposa y a su hija y consiguió un puesto en la Sociedad de las Naciones que le permitió recorrer extensamente Europa, Africa y América; su experiencia en el estudio de las condiciones laborales de la fábrica Ford en Detroit le causó una fuerte impresión, y es sobre ese fondo que se desarrolla una de las partes más potentes de Viaje al fin de la noche.
Otra vez de vuelta en Francia, abrió un consultorio privado de obstetricia en un suburbio de París, hasta que cerró sus puertas para atender a los pobres en un dispensario público. He aquí los hechos que después serían estilizados, aumentados y adornados con fantasías en su primera y mejor lograda novela. Céline fue un escritor autobiográfico, pero de una raza especial. Decir que se comportó honorablemente respecto de los acontecimientos pasados sería un eufemismo. Viaje... es una versión idealizada de su vida. “Las cosas como son / cambian en la guitarra azul”, escribió Wallace Stevens, y la guitarra de Céline estaba afinada en un tono que no se hacía escuchar desde los días de Rabelais, François Villon y Jonathan Swift.
Se describía a sí mismo como un lírico cómico, y si bien hay mucho de comedia y de alta lírica en Viaje..., la brutalidad de su visión lo coloca a la par de los trágicos griegos. En general, Viaje...es considerada una novela sobre la Primera Guerra Mundial, pero lo cierto es que la secuencia inicial ambientada en la guerra representa sólo una pequeña porción de la narración. Para Céline, la guerra es una suerte de número circense homicida. “Pensé, ¡presa del espanto!”, dice Bardamu, el protagonista, “¿seré pues el único cobarde de la tierra?... Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes... Somos vírgenes del horror, igual que del placer”. Atrapado en este círculo homicida, Bardamu pronto pierde la inocencia y aprende la lección fundamental: “Los hombres son de temer, siempre, los hombres más que cualquier otra cosa. ¿Y qué es un hombre? ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vagabundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas podridas de un pollo. Bueno, un hombre, os lo digo yo, es exactamente igual, sólo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro”. El inesperado fulgor que cierra este símil desagradable es típico del estilo de Céline.
Viaje... puede parecer un confuso amasijo pergeñado por un misántropo en apuros, pero de hecho el libro está construido con enorme cuidado y, ciertamente, con belleza. En los intervalos de la furibunda lucha de Bardamu contra el mundo, el humo de los cañones se esfuma y podemos asomarnos a otro paisaje, donde son posibles la paz y la hermosura: “La gran alameda subía entre dos hileras rosas hacia las fuentes. Junto al quiosco, la anciana señora de los refrescos parecía reunir despacio todas las sombras de la tarde en torno a su falda. Más allá, en los caminos contiguos, flotaban los grandes cubos y rectángulos tendidos con lonas oscuras, las barracas de una feria a la que la guerra había sorprendido allí y había inundado de silencio de repente”.
Las frenéticas aventuras de Bardamu lo llevan del frente de combate a un asilo para excombatientes con la psique destrozada, hasta un corazón de las tinieblas conradiano en el Africa occidental colonizada –“En su inmensa mayoría los nativos eran obligados a trabajar a los golpes, hasta ese punto preservaban su dignidad, mientras que los blancos, adiestrados por la educación pública, trabajaban por su propia voluntad”–, donde es vendido como galeote de la nave que lo llevaría a Nueva York, “una ciudad”, dice maravillado, “admirable”. Entonces se encamina a Detroit, donde se confronta al horror de la línea de ensamblaje industrial –“Nos transformamos en máquinas, nuestra carne temblaba entre tanto estrépito”–, hasta que al fin huye de la pesadilla del Nuevo Mundo y regresa a Francia, completa sus estudios y se instala como médico en el ficticio suburbio de Rancy, dedicándose a atender a pobres, mutilados, desamparados y todos aquellos faltos de esperanza.
Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, Céline se degradó escribiendo una serie de rancios panfletos antisemitas. Tras la derrota de los nazis en 1945, viajó primero a Alemania y luego a Dinamarca. Fue tachado de colaboracionista y sentenciado a prisión in absentia, aunque después se le otorgó una amnistía y, en 1951, regresó definitivamente a su país. Con el espíritu quebrado y una muy mala reputación, pero igualmente desafiante, falleció en 1961 a causa de un aneurisma cerebral: un feo y triste punto final para la vida de un gran literato.
Sus exabruptos políticos no pasarán al olvido, como tampoco Viaje al fin de la noche, su mayor legado y su obra maestra. Porque se trata de un gran libro, que inauguró un capítulo inédito en la literatura de ficción. La integridad personal y artística de Céline son impares. Si en su vida cometió errores, bastante penosos por cierto, como novelista se mantuvo fiel a sí mismo y a su arte.
Prólogo a Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline. Edhasa, 576 págs.

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