Nota sobre la edición:
Esta conversación entre Bill Moyers y Joseph Campbell tuvo lugar en 1985 y 1986, primero en el Rancho Skywalker de George Lucas, y después en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Muchos de los que leímos la transcripción original quedamos asombrados por la riqueza y la abundancia del material vertido en las veinticuatro horas de filmación, gran parte del cual debió ser cortado para realizar la serie de seis horas que se emitiría más tarde por televisión. La idea de un libro ha surgido del deseo de poner este material al alcance no sólo de quienes vieron la serie sino también de todos cuantos han admirado a Campbell a través de sus libros durante muchos años
.
Al compilar este libro, me he propuesto ser fiel al fluir de la conversación original, al tiempo que he aprovechado la oportunidad de intercalar material adicional sobre el tema, trayéndolo de cualquier sitio donde apareciera en la transcripción. En la medida en que ello ha sido posible, he seguido el formato de la serie de televisión. Pero el libro tiene su propia forma y espíritu, y ha sido pensado como un complemento de la serie, no como una réplica. El libro existe, en parte, porque esta conversación es un intercambio de ideas tan digno de presenciarse como de ser objeto de reflexión.
Pero, sobre todo, este libro existe porque Bill Moyers estuvo siempre dispuesto a encarar el fundamental y difícil tema del mito, y porque Joseph Campbell respondió con reveladora sinceridad a las penetrantes preguntas de Moyers, sinceridad basada invariablemente en una vida entera de convivencia con el mito. A ambos les estoy muy agradecida por la oportunidad de disfrutar de este encuentro. Deseo también expresar mi reconocimiento a Jacqueline Kennedy Onassis, asesora de la editorial Doubleday, cuyo interés en las ideas de Joseph Campbell fue el impulso inicial para la publicación del libro. También estoy en deuda con Karen Bordelon, Alice Fisher, Lynn Cohea, Sonya Haddad, Joan Konner y John Flowers por su apoyo, y especialmente con Maggie Keeshen por las muchas veces que ha mecanografiado el manuscrito y por su pericia como correctora. Asimismo, agradezco a Judy Doctoroff, Andie Tucher, Becky Berman y Judy Sandman la ayuda que me brindaron en el transcurso de la redacción del manuscrito. Finalmente, Bill Moyers y Joseph Campbell leyeron el manuscrito y me hicieron muchas sugerencias útiles; pero sobre todo les agradezco que hayan resistido la tentación de reescribir sus palabras de forma libresca. Han permitido que la conversación siga su libre curso y exista, tal como fue, sobre estas páginas.
Betty Sue Flowers Universidad de Texas, Austin
INTRODUCCIÓN
Después de la muerte de Joseph Campbell, durante semanas todo lo que veía me traía a la memoria su recuerdo.
Al salir del metro en Times Square y sentir la energía de la muchedumbre, sonreía recordando la imagen que una vez había concebido, precisamente allí, Joseph Campbell: «La más reciente encamación de Edipo, el romance ininterrumpido de la Bella y la Bestia, está esta tarde en la esquina de la calle Cuarenta y Dos y la Quinta Avenida, esperando que cambie el semáforo».
Tras ver la última película de John Huston,
Los muertos, basada en un cuento de James Joyce, volví a pensar en Campbell. Una de sus primeras obras importantes fue una clave para Finnegans Wake. Lo que Joyce llamaba «lo grave y constante» en el sufrimiento humano era para Campbell un tema central de la mitología clásica. «La causa secreta de todo sufrimiento», decía, «es la mortalidad misma, que es la condición primordial de la vida. No se la puede negar si se quiere afirmar la vida.»
En una ocasión, hablando del tema del sufrimiento, mencionó juntos a Joyce y a Igjugarjuk. «¿Quién es Igjugarjuk?», le dije, casi sin poder pronunciarlo. «Ah», respondió Campbell, «era el chamán de los caribú, una tribu al norte de Canadá, quien decía a los visitantes europeos que la única verdadera sabiduría "vive lejos de los hombres, en la gran soledad, y sólo puede obtenerse mediante el sufrimiento. Únicamente la privación y el sufrimiento abren la mente a todo lo que permanece oculto para los demás".»
«Por supuesto», dije. «Igjugarjuk.»
Joe pasó por alto mi ignorancia. Habíamos dejado de caminar. Le brillaban los ojos cuando dijo: «¿Te imaginas una larga velada alrededor del fuego con Joyce e Igjugarjuk? ¡Eso es algo que me habría gustado ver!».
Campbell murió un día antes del vigésimo cuarto aniversario del asesinato de John F. Kennedy, tragedia que había analizado en términos mitológicos durante nuestra primera reunión años atrás. Ahora, cuando vuelve ese melancólico recuerdo, les hablo a mis hijos mayores sobre las reflexiones de Campbell al respecto. Describió el solemne funeral oficial como «un ejemplo del alto servicio que presta el ritual a una sociedad» al evocar temas mitológicos cuya raíz se hunde en las necesidades humanas. «Esta era una ocasión ritualizada, estrictamente necesaria desde el punto de vista social», había escrito Campbell. El asesinato, a plena luz del día y ante todos, de un presidente «que representaba a toda nuestra sociedad, al organismo social vivo del que somos miembros, arrebatado en un momento de plenitud vital, exigía un rito compensatorio para restablecer el sentimiento de solidaridad. De ahí que una enorme nación formara una sólida comunidad unánime durante esos cuatro días, con todos nosotros participando del mismo modo, simultáneamente, en un único acontecimiento simbólico». Decía que constituía «la primera y única cosa de ese tipo que en tiempos de paz me haya hecho sentir miembro de esta comunidad nacional, volcada como una unidad en la celebración de un rito profundamente significativo».
Recordé también esa descripción cuando a uno de mis colegas una amiga le preguntó por nuestra colaboración con Campbell: «¿Para qué necesitan la mitología?». Esta mujer sostenía la opinión, muy corriente y moderna, de que «todos esos dioses griegos y sus historias» nada tienen que ver con la actual condición humana. Lo que ella no sabía (e ignora la mayoría) es que las reliquias de esas «viejas historias» adornan las paredes de nuestro sistema interior de creencias, como restos de antiguos utensilios en un yacimiento arqueológico. Pero como somos seres orgánicos, hay energía en todos esos restos. Los rituales la evocan. Pensemos en la posición de los jueces en nuestra sociedad, que Campbell analizó en términos mitológicos, no sociológicos. Si esta posición fuera solamente un papel a desempeñar, el juez podría asistir con un traje gris al tribunal en lugar de vestir la toga negra. Para que la ley tenga autoridad más allá de la mera coacción, el poder del juez debe ser ritualizado, mitologizado. Y lo mismo ocurre en otros ámbitos de la vida actual, decía Campbell, desde la religión y la guerra hasta el amor y la muerte.
Una mañana, tras la muerte de Campbell, cuando iba al trabajo caminando, me detuve ante el videoclub del barrio, en cuyo escaparate estaban pasando escenas de la La guerra de las galaxias , de George Lucas. Recordé la ocasión en que Campbell y yo habíamos visto juntos la película en el Rancho Skywalker de Lucas en California. Lucas y Campbell se habían hecho amigos después de que el primero, reconociendo una deuda con el trabajo de Campbell, lo invitara a una proyección privada de la trilogía. Campbell gozó con los antiguos temas y motivos de la mitología que se desplegaban por la pantalla en vigorosas imágenes contemporáneas. Durante esta visita, después de aplaudir los peligros y hazañas de Luke Skywalker, Joe se animó hablando de cómo Lucas «había dado el más nuevo y enérgico impulso» a la clásica historia del héroe.
«¿A qué te refieres?», le pregunté.
«A lo que ya Goethe dijo en el Fausto , y que Lucas ha plasmado en un lenguaje moderno: la advertencia de que la tecnología no nos salvará. Nuestras computadoras, nuestras herramientas, nuestras máquinas no son suficientes. Hemos de apoyarnos en nuestra intuición, en nuestro ser más genuino.»
«Pero ¿no es eso una afrenta a la razón?», le dije. «¿Y acaso no estamos ya apartándonos vertiginosamente de la razón?»
«El periplo del héroe no tiene ese objetivo. No se trata de negar la razón. Por el contrario, al sobreponerse a las pasiones oscuras, el héroe simboliza nuestra capacidad de controlar al salvaje irracional que todos llevamos dentro.» En otras ocasiones Campbell había deplorado nuestra incapacidad «para admitir dentro de nosotros la fiebre carnívora y lasciva» que es endémica en la naturaleza humana. Ahora estaba describiendo la trayectoria del héroe no como un acto de valor sino como una vida vivida en el autodescubrimiento: «Luke Skywalker no es nunca tan racional como cuando encuentra dentro de sí los recursos de carácter para hacer frente a su destino».
Irónicamente, para Campbell la finalidad del periplo del héroe no es el engrandecimiento de su persona. «Es», decía en una de sus conferencias, «no identificarse con ninguna de las figuras de poder experimentadas. El yogui hindú, luchando por la liberación, se identifica con la Luz y nunca regresa. Pero nadie con la voluntad de servir a otros se permitiría semejante evasión. El objetivo último de la hazaña no debe ser ni la liberación ni la felicidad personales, sino la sabiduría y el poder para servir a los demás.» Una de las muchas diferencias entre el personaje famoso y el héroe, decía, es que uno vive sólo para sí mientras el otro actúa para redimir a la sociedad.
Joseph Campbell afirmó la vida como aventura. «Al diablo con todo eso», exclamó cuando su tutor universitario le aconsejó que se ciñera a un estrecho programa académico. Renunció a obtener su doctorado, y prefirió retirarse al bosque, a leer. Toda su vida siguió leyendo libros: antropología, biología, filosofía, arte, historia, religión. Y siguió recordando a la gente que un camino seguro por el mundo es el que va por la página impresa. Pocos días después de su muerte, recibí una carta de una de sus ex alumnas que ahora colabora en la dirección de una revista. Habiéndose enterado de la serie televisiva en que yo había estado trabajando con Campbell, me escribía para contarme cómo «el ciclón de energía de este hombre atravesó todas las posibilidades intelectuales» de las estudiantes que asistían «sin aliento a sus clases» en la Universidad Sarah Lawrence. «Aunque todas lo escuchábamos fascinadas», me escribía, «nos abrumaba la cantidad de lecturas que nos mandaba cada semana. Al fin, una de nosotras le hizo ver lo imposible de la tarea (en el estilo Sarah Lawrence): "Estoy haciendo otros tres cursos, ¿sabe? Todos dan lecturas obligatorias, ¿sabe? ¿Cómo cree que podría leer todo esto en una semana?". Campbell se limitó a reír y le dijo: "Me asombra que lo haya intentado. Tiene todo el resto de su vida para hacer las lecturas"».
Concluía diciendo: «Y todavía no he terminado; es el ejemplo, que nunca cesará, de su vida y su obra».
El homenaje que se realizó en su memoria en el Museo de Historia Natural de Nueva York dio una idea del impacto que causaba sobre los demás. Campbell pisó por primera vez ese museo siendo un niño, y quedó fascinado por los postes totémicos y las máscaras. ¿Quién los hizo?, se preguntaba. ¿Qué significan? Empezó a leer todo lo que encontró sobre los indios, sus mitos y leyendas. A los diez años ya estaba en el camino que lo llevaría a ser uno de los grandes eruditos en mitología y uno de los más estimulantes maestros de nuestro tiempo; alguien dijo que «podía dar vida a los huesos del folklore y la antropología». Ahora, en su homenaje póstumo en aquel museo donde tres cuartos de siglo atrás su imaginación se había despertado, se reunía la gente para honrar su recuerdo. Hubo una actuación de Mickey Hart, el batería de The Grateful Dead, el grupo de rock con el que Campbell compartía su interés por la percusión. Robert Bly tocó una flauta y leyó poemas dedicados a Campbell. Hablaron ex alumnos suyos, así como amigos que había hecho tras haberse jubilado y trasladado con su esposa, la bailarina Jean Erdman, a Hawai. Estaban representadas las grandes editoriales de Nueva York. Y también había escritores y estudiosos, jóvenes y viejos, que habían encontrado en Joseph Campbell la figura de un auténtico pionero.
Y periodistas. Yo me había acercado a él ocho años atrás, cuando, por propia decisión, estaba intentando llevar a la televisión a las mentes más vivas de nuestro tiempo. Habíamos grabado dos programas en el museo, y su presencia en la pantalla había causado tal impresión que más de catorce mil personas nos escribieron pidiendo copias del diálogo. Me prometí entonces que volvería a hablar con él, esta vez para una exploración más sistemática y detallada de sus ideas. Campbell escribió o compiló tinos veinte libros, pero yo lo consideraba más como maestro, un maestro rico en el saber del mundo y en las metáforas del lenguaje, y quise que otros pudieran experimentar su magisterio. Fue así como el deseo de compartir el tesoro de aquel hombre inspiró mi serie televisiva, y este libro.
Se dice que un periodista es alguien que ha recibido permiso para completar su educación en público;, somos unos afortunados a quienes se les permite pasar los días en un curso continuo de educación para adultos. Nadie me enseñó tanto como Campbell, y cuando le dije que tendría que admitir la responsabilidad por lo que resultara de tenerme como alumno, se rió y citó un viejo proverbio latino: «El destino arrastra sólo a quien se deja arrastrar».
Como los grandes maestros, enseñaba mediante el ejemplo. Nunca trataba de convencer a nadie de nada (salvo una vez, cuando persuadió a Jean de que se casara con él). Los predicadores se equivocan, me decía, tratando «de convencer a la gente con palabras; más valdría que expresaran la alegría de su propio descubrimiento». Y él, por cierto, sabía expresar su alegría de vivir y aprender. Matthew Arnold creía que la forma más elevada de crítica es «conocer lo mejor de cuanto se sabe y se piensa en el mundo, y al transmitirlo crear una corriente de ideas verdaderas y nuevas». Es la mejor definición de lo que hizo Campbell. Era imposible escucharlo, escucharlo de verdad, sin advertir en la propia conciencia un movimiento de vida nueva, el despertar de la propia imaginación.
Decía que la «idea guía» de su trabajo era hallar «los elementos temáticos comunes en los mitos del mundo, que señalan una necesidad constante en la psique humana de centrarse en cuanto a sus principios profundos».
«¿Te refieres a una búsqueda del sentido de la vida?», le pregunté.
«No, no, no», dijo. «Se trata de la
experiencia
de estar vivos.»
He dicho en alguna ocasión que la mitología es un mapa interior de la experiencia, dibujado por gente que lo ha recorrido. Sospecho que Campbell no se habría conformado con esa prosaica definición de periodista. Para él la mitología era «el canto del universo», «la música de las esferas», una música que bailamos aun cuando no podamos reconocer la melodía. Estamos escuchando su estribillo «cuando oímos, divertidos y distantes, el griterío de un curandero del Congo, o leemos con cultivado éxtasis traducciones de poemas de Lao-Tsé, o cuando alguna vez nos adentramos en las dificultades de un razonamiento de santo Tomás de Aquino, o captamos de pronto el sentido brillante de un extravagante cuento de hadas esquimal».
Se imaginaba que este gran coro cacofónico había comenzado cuando nuestros primeros antepasados se contaban historias sobre los animales que mataban para comer, y sobre el mundo sobrenatural al que los animales parecían ir cuando morían. «Allá afuera, a lo lejos», más allá de la llanura invisible de la existencia, estaba el «señor de los animales», que tenía poder sobre la vida y la muerte de los seres humanos: si él dejaba de mandar más animales para que volvieran a ser sacrificados, los cazadores y sus familias morirían de hambre. Así fue como las primitivas sociedades supieron que «la esencia de la vida está en que se vive matando y devorando; ése es el gran misterio sobre el que tratan los mitos». La caza se convirtió en un ritual de sacrificio, y los cazadores, a su vez, realizaron actos de expiación para con los espíritus de los animales, con la esperanza de convencerlos de que volvieran para ser sacrificados otra vez. Los animales eran considerados enviados de ese otro mundo, y Campbell aventuró «un acuerdo mágico y maravilloso» entre el cazador y la presa, como si ambos participaran de un ciclo «místico e intemporal» de muerte, entierro y resurrección. El arte (las pinturas sobre los muros de las cavernas) y la literatura oral dieron forma al impulso que hoy llamamos religión.
Cuando estos primeros pueblos pasaron de la caza a la agricultura, cambiaron las historias que contaban para interpretar los misterios de la vida. Ahora fue la semilla la que ocupó el lugar como símbolo mágico del ciclo sin fin. La planta moría, y era enterrada, y su semilla volvía a nacer. A Campbell le fascinaba el modo en que este símbolo era retomado por las grandes religiones del mundo como la revelación de la verdad eterna: que la vida proviene de la muerte o, en sus palabras, «del sacrificio, la bienaventuranza».
«Jesús tenía buen ojo», decía. «Qué magnífica realidad vio en el grano de mostaza.» Citaba las palabras de Jesús en el Evangelio de san Juan: «En verdad os digo que si un grano de trigo no cae a tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto», y de inmediato pasaba al Corán: «¿Acaso piensas que entrarás en el Jardín de la Gloria sin pasar por las pruebas que sufrieron los que te precedieron?». Recorrió toda esta inmensa literatura espiritual, incluso traduciendo textos hindúes del sánscrito, y siguió recogiendo historias más actuales que sumaba a la sabiduría de las antiguas. Una historia que le gustaba especialmente es la de la mujer que fue al santo y sabio Ramakrishna y le dijo: «Ay, Maestro, no creo amar a Dios». Y él le preguntó: «¿Acaso no hay nada que ames en el mundo?». A lo que ella respondió: «A mi pequeño sobrino». Y él le dijo: «En tu amor y entrega a ese niño está tu amor y entrega a Dios».
«Y ahí», dijo Campbell, «está el alto mensaje de la religión: "Lo mismo que hagas con el más humilde de todos…"»
Era un hombre espiritual, que encontró en la literatura de la fe los principios comunes al espíritu humano. Pero esos principios debían ser liberados de su forma tribal, o las religiones del mundo seguirían siendo, como lo son hoy en el Medio Oriente o en Irlanda del Norte, fuente de odio y violencia. Las imágenes de Dios son muchas, decía, y las llamaba «las máscaras de la eternidad» que a la vez cubren y revelan «el Rostro de la Gloria». Quería saber qué significado tenían esas diferentes máscaras de Dios en las diferentes culturas, y por qué en tradiciones divergentes pueden hallarse historias comparables, historias de creación, de nacimientos virginales, encarnaciones, muerte y resurrección, segundas venidas y días del juicio. Le gustaba esa reflexión perspicaz de la escritura hindú: «La verdad es una; los sabios le dan muchos nombres». Todos nuestros nombres e imágenes de Dios son máscaras, decía, que significan la realidad última que por definición trasciende la lengua y el arte. Un mito es también una máscara de Dios, una metáfora de lo que yace debajo del mundo visible. Por mucho que las tradiciones místicas difieran, decía, todas concuerdan en llevarnos a una más profunda conciencia del acto mismo de vivir. El pecado imperdonable, según Campbell, era el pecado de inadvertencia, de no estar alerta, no estar totalmente despierto.
Nunca conocí a nadie que pudiera contar tan bien una historia. Escuchándolo hablar de sociedades primitivas, me sentía transportado a las grandes llanuras bajo la cúpula del cielo abierto o a lo más profundo e inextricable de la selva, bajo un dosel de árboles, y empecé a comprender cómo hablaban las voces de los dioses en el viento y el trueno, y el espíritu de Dios fluía en cada arroyo de montaña, y la tierra entera florecía como un lugar sagrado, el campo de la imaginación mítica. Y me pregunté: ahora que los hombres modernos han despojado a la tierra de su misterio, ahora que han hecho, según la descripción de Saúl Bellow, «una limpieza general de creencias», ¿qué alimentará nuestra imaginación? ¿Hollywood y la televisión?
Campbell no era pesimista. Creía que hay «un punto de sabiduría más allá de los conflictos de ilusión y verdad, gracias al cual las vidas pueden volver a unirse». Hallarlo es «la cuestión primordial de la época». En sus años finales se esforzaba en hallar una nueva síntesis de ciencia y espíritu. «El paso de una cosmovisión geocéntrica a una heliocéntrica», escribió después de que los astronautas pisaran la Luna, «pareció apartar al hombre del centro. Y el centro parecía ser muy importante. Pero, espiritualmente, el centro está donde está la visión. Subamos a una cima y miremos el horizonte. Situémonos en la Luna y miremos cómo se alza la Tierra… aunque lo hagamos, mediante la televisión, en la sala de estar». El resultado es una expansión sin precedentes del horizonte, que podría servir en nuestra época, como las viejas mitologías lo hicieron en las suyas, para abrir las puertas de la percepción «a la maravilla, terrible y fascinante a la vez, de nosotros mismos y el universo». Decía que no es la ciencia la que ha empequeñecido a los humanos o nos ha divorciado de la divinidad. Al contrario, los nuevos descubrimientos de la ciencia «nos unen a los pueblos de la antigüedad» permitiéndonos reconocer en este universo entero «un reflejo aumentado de nuestra naturaleza más profunda, porque somos, en realidad, sus oídos, sus ojos, su pensamiento y su habla o, en términos teológicos, los oídos de Dios, los ojos de Dios, el pensamiento de Dios y la Palabra de Dios». La última vez que lo vi le pregunté si todavía creía, como lo había escrito ana vez, «que en este momento estamos asistiendo a uno de los más grandes saltos del espíritu humano hacia un conocimiento no sólo de la naturaleza externa sino también de nuestro más genuino y profundo misterio interior».
Lo pensó un minuto y respondió: «El más grande en toda la historia».
Cuando oí la noticia de su muerte, abrí el ejemplar que me había regalado de
El héroe de las mil caras
. Y pensé en la época en que descubrí el mundo del héroe mítico. Estaba en la pequeña biblioteca pública del pueblo en el que me crié y, revolviendo en las estanterías encontré un libro que me reveló mundos maravillosos: Prometeo robando el fuego de los dioses para el bien de la humanidad; Jasón enfrentándose al dragón para apoderarse del Vellocino de Oro; los Caballeros de la Tabla Redonda en busca del Santo Grial. Pero sólo cuando conocí a Joseph Campbell comprendí que las películas de vaqueros que veía en las sesiones matinales del sábado habían tomado mucho prestado de aquellos cuentos antiguos. Y que las historias que aprendíamos en el catecismo se correspondían con las de otras culturas que también relataban las elevadas aventuras del alma, el esfuerzo de los mortales por aprehender la realidad de Dios. Campbell me ayudó a ver las conexiones, a comprender cómo encajaban las piezas, y a no temer sino a dar la bienvenida a lo que él describía como «un futuro poderosamente multicultural».
Fue, por supuesto, criticado por hacer tanto hincapié en la interpretación psicológica del mito, por dar la impresión de querer confinar el papel contemporáneo del mito a una función ideológica o terapéutica. No tengo elementos para entrar en esa discusión. Pero sé que él nunca le dio importancia. Se limitaba a seguir enseñando, abriendo a los demás a una nueva manera de ver.
Lo que más nos instruye es, sobre todo, la vida auténtica que vivió. Cuando decía que los mitos son claves para nuestro potencial espiritual más profundo, capaces de llevarnos al deleite, a la iluminación y aun al éxtasis, hablaba como alguien que ha estado en los sitios que nos invita a conocer.
¿Qué me atraía en él?
La sabiduría, sí; era un hombre muy sabio.
Y la erudición; él realmente «conocía la vasta extensión de nuestro pasado panorámico como pocos hombres la han conocido nunca».
Pero había más.
Una historia es la manera de contarla. Él era un hombre con mil anécdotas. Esta era una de sus favoritas. Estaba en Japón asistiendo a un congreso internacional sobre religión, y oyó que otro delegado norteamericano, un filósofo social de Nueva York, le decía a un sacerdote sintoísta: «Hemos presenciado muchas de sus ceremonias y hemos visto bastantes templos. Pero lo que no capto es su ideología. No capto su teología». El japonés hizo un silencio, sumido en profundos pensamientos, y después sacudió la cabeza. «Creo que no tenemos ideología», dijo. «No tenemos teología. Bailamos.»
Y eso fue lo que hizo Joseph Campbell. Bailó, con la música de las esferas.
Bill Moyers
Resultados de búsqueda
RESULTADOS DE LA WEB
Joseph Campbell en diálogo con. Bill Moyers. El poder del mito. COLECCIÓN REFLEXIONES. EMECÉ EDITORES. Barcelona ...