INTRODUCCIÓN
“Tat tvam asi” es una frase que aparece con frecuencia en estas reflexiones espirituales de Joseph Campbell, compiladas en forma póstuma. Estas palabras también ponen una rúbrica de celebración a su vida y obra. Traducido del sánscrito como “Tú eres eso”, este epigrama capta el espíritu generoso de Campbell así como la dirección de su trabajo. El gran estudioso de la mitología no sólo comprendió las profundas consecuencias espirituales de la frase sino que, del modo más altruista y natural, vivió también según ella.
A Joseph Campbell le gustaba hacer la pregunta de Schopenhauer, que puede leerse en su ensayo Sobre los fundamentos de la moral: “¿Cómo es posible que un sufrimiento que no sufro yo, ni me concierne, me afecte inmediatamente como si fuera mío, y con tal fuerza que me lleva a la acción? Esto es algo realmente misterioso, algo para lo cual la razón no puede dar explicación, y para lo que no puede hallarse fundamento en la experiencia práctica. No es algo desconocido ni siquiera para el egoísta de corazón más duro. Aparecen ejemplos todos los días ante nuestros ojos de respuestas de este tipo, instantáneas, sin reflexión, de una persona ayudando a otra, yendo en su auxilio, aún poniendo su propia vida en claro peligro por alguien a quien ve por primera vez, sin tener en mente nada más que la necesidad del otro y el peligro que corre su vida .Y’ 1
La respuesta de Schopenhauer, que a Campbell le gustaba hacer suya, era que la reacción y respuesta inmediata representaba la emergencia de una revelación metafísica que nada expresa mejor que la frase “Tú eres eso” 2 . Esto presupone, como escribió el filósofo alemán, su identificación con algo distinto de uno mismo, una penetración de la barrera entre personas, de modo que el otro ya no sea percibido como uno extraño indiferente sino como una persona “en la cual sufro, a pesar del hecho de que su piel no envuelve mis nervios” 3
Esta visión fundamental, sigue diciendo Schopenhauer, revela que “mi propio ser interior genuino existe realmente en toda criatura viviente ... (y) es la base de esa compasión (Mitleid) sobre la cual descansa toda virtud auténtica, es decir altruista, y cuya expresión se encuentra en toda buena acción”
Joseph Campbell no sólo fue movido por la compasión en sus relaciones personales, como puede sentir fácilmente cualquiera que lo haya oído hablar o haya leído sus libros, sino que también entendió que esta revelación espiritual era básica para comprender el lenguaje metafórico a través del cual se expresan tanto la mitología como la religión, cuyas imágenes y energía fluyen desde una fuente común en la imaginación humana. “Las metáforas de cualquier mitología”, escribió, “pueden definirse como signos afectivos derivados de intuiciones de este juego del Yo a través de todas las formas de un estilo local de vida, manifestados mediante representaciones ritualizadas, relatos pedagógicos, plegarias, meditaciones, festivales anuales, etcétera, de tal modo que todos los miembros de la comunidad respectiva puedan tener acceso a su conocimiento, tanto en la mente como en el sentimiento, y puedan vivir en consecuencia” 5 .
Para Campbell, la mitología era, en un sentido, el poderoso órgano catedralicio a través del cual las resonancias tonales de cien tubos distintos se funden en la misma música extraordinaria. Lo común a estos temas múltiples era su origen humano, como si cada uno fuera el contenedor del mismo eterno grito del espíritu, declinado en extraordinarias y mareantes variaciones, en el campo del tiempo. Los hombres y las mujeres nos encontramos en las expresiones creativas de nuestros anhelos humanos, aspiraciones y tragedias de nuestra tradición particular. De hecho, tan familiar es y casi naturales nos parecen éstos que casi excluyen la posibilidad de que los mismos sentimientos e ideales puedan ser expresados de modo muy diferente en alguna otra tradición. Si escuchamos y miramos con cuidado, empero, nos descubrimos a nosotros mismos en la literatura, los ritos y símbolos de otros, aún cuando al principio nos parezcan deformados y extraños. Tú eres eso, diría Campbell, citando la subterránea intuición espiritual de su vida y obra. Tat tvam asi.
Lo que oyó Campbell, en estos coros variados y a veces casi indescifrables, fue un compartido sentido de maravilla y respeto ante el misterio del ser. La compasión que Campbell reconoció como la más ennoblecedora de todas las reacciones humanas no era, como comprendió bien, evocada por todas las tradiciones con el mismo interés o convicción. No obstante, la tradición judeocristiana, de la que provenía el mismo, era una vigorosa fuente de enseñanza sobre la compasión de un modo que no estaba desarrollado o acentuado tan sensiblemente en las tradiciones de algunas otras culturas. Cuando la tradición judeocristiana fue traída a tierras donde no había sido conocida, trajo consigo sus muy criticados defectos y excesos. Pero también trajo algo nuevo y revolucionario, un desarrollo sentido de la compasión por el sufrimiento de los otros.
Es por eso que, al reunir, y en algunos casos injertar en una sola rama, las muchas reflexiones de Joseph Campbell sobre la herencia espiritual judeocristiana, el tema de la compasión emerge con tanta elocuencia. Muchos de los que estuvieron cerca de Joseph Campbell comparten una convicción sobre este notable e independiente estudioso de la religión comparada. Tanto se absorbía cuando conversaba sobre este tema que no tenía clara conciencia de sí mismo o de cuánto sabía. A veces, preguntas de un público o de amigos sacaban a luz notables observaciones o explicaciones. Aquello se parecía a los tesoros mitológicos en el campo, de los que a veces hablaba, que sólo podían ser desterrados por accidente. “Cuando tropiezas y caes”, decía, recordando un tema sobre nuestra común humanidad, “entonces descubres el oro”.
Esto se aplica a la travesía que exigió hacer este libro, pues muchas de las reflexiones de Joseph Campbell sobre los símbolos y mitos judeocristianos estaban incrustadas en conferencias en las que sólo eran ejemplos de temas más amplios. También las preguntas extrajeron de él, por así decirlo, tesoros de erudición que de otro modo podían no haber salido a la superficie. Estas respuestas, que a veces se extendían en clases de miniatura, a menudo iluminaban vastos paisajes de historia bíblica. Pero eran pronunciadas de un modo que ponía a los interrogadores en un plano igual al suyo, como si estuvieran contemplando juntos el mismo problema desde un fondo compartido de conocimiento sobre la Biblia, la religión y la mitología. Muchas de estas respuestas han sido transcriptas en este volumen, de modo que, quizá por primera vez en un solo lugar, mucho de lo que sabía Joseph Campbell sobre los orígenes, símbolos y sentidos de la espiritualidad judeocristiana se presenta reunido.
Este no es, por supuesto, un método nuevo de producir un libro coherente. Es el método de la mitología misma, así como lo es de varios de los dichos y escritos compilados de cualquier tradición religiosa. Algunos de estos capítulos son compilaciones de conferencias específicas, como se menciona en la nota de explicación. Más típicamente, representan la integración de diversas versiones de la misma conferencia, para asegurar la mejor evocación del estilo y reflexiones del hablante. Joseph Campbell el conferencista es, como ya se ha observado, diferente de Joseph Campbell el estilista de la prosa. Esto nos permite conocer al hablante que se dirigía a sus oyentes como un maestro lo hace con sus alumnos y, como el historiador Herodoto, sabe cómo usar las digresiones como parte de su plan.
Joseph Campbell, como un arqueólogo devolviendo a la vida una antigua aldea conocida sólo por sus osamentas y artefactos, revela la vitalidad en lo que parece, aún a muchos judíos y cristianos, reliquias de creencia muertas y quebradizas. Evoca, por ejemplo, la cualidad vital del pueblo judío y la riqueza simbólica del Antiguo Testamento que, por la alquimia inversa de los que lo ven asfixiarse que, por la alquimia inversa de los que lo ven asfixiarse bajo la literalidad de Cecil B. De
Mille, se ha devaluado espiritualmente con el paso de los siglos. Nada desmentirá mejor la falsa acusación, hecha después de su muerte, del antisemitismo de Campbell, que la sincera sensibilidad y el respeto con los que ilumina la majestad de las creencias y la historia judías.
Del mismo modo, Joseph Campbell reúne a los cristianos con el aura de sentidos que sobrevuela los incidentes religiosos y las historias del Nuevo Testamento. Tal como lo hace al tratar la historia judía, es en esta aura (es decir, en las connotaciones que florecen de las metáforas por la naturaleza de éstas) donde encuentra el significado más profundo de las historias de la vida y la obra de Jesús. Describir los Testamentos como mitos no es, como lo señala el mismo Campbell, devaluarlos. La impresión contemporánea del mito como falsedad ha llevado a la gente a pensarlos como fantasías que quieren pasar por verdades, cosa que Campbell ilustra en estas páginas respondiendo a un entrevistador malévolo y mal informado. Pero la mitología es un transporte de la verdad más confiable que las cifras de un censo o un almanaque que, sujetas al tiempo como no lo está el mito, quedan desactualizados no bien se las imprime. El propósito de Joseph Campbell al explorar los mitos bíblicos no es descartarlos como inverosímiles sino volver a abrirlos para revelar su núcleo vivo y nutritivo.
Muchos elementos de la Biblia parecen muertos e increíbles porque han sido considerados hechos históricos en lugar de representaciones metafóricas de realidades espirituales. Han sido aplicados de modo concreto a grandes figuras, como Moisés y Juan el Bautista, como si fueran informes realistas de sus acciones. Que esta pesada acentuación de lo histórico antes que de lo espiritual haya continuado hasta el alba del siglo XXI ilustra el desfase que los dirigentes de las religiones institucionales han permitido que se abriera entre sus ideas estáticas y el rápido desarrollo de una sólida erudición nueva. La incapacidad de seguir el pedido del papa Juan XXIII de “leer los signos de los tiempos” los deja retrasados inclusive respecto de su propio tiempo.
Hay escasos progresos visibles en la enseñanza formal de la religión, que no incorpora, y no reconoce siquiera, los progresos en la investigación que nos permiten leer con renovada comprensión los grandes documentos y tradiciones de las religiones occidentales dominantes. Las necesidades espirituales de la gente son descuidadas por dirigentes religiosos que insisten en reafirmar el carácter histórico-factual de las metáforas religiosas, distorsionando y rebajando su significado.
Esto obliga a la religión organizada a atravesar un interminable purgatorio de “juicios perdidos”, como el famoso proceso Scopes de 1925 en Dayton, Tennesee, en el cual el testimonio que dio William Jennings Bryan de la interpretación literal histórica de la Biblia fue destruido por Clarence Darrow. Este enfrentamiento, a su vez mitologizado en una pieza teatral y en una película, ha perpetuado la idea trágicamente errónea de que la ciencia y la religión son caminos opuestos y mutuamente excluyentes a la verdad de nuestras vidas y el universo. El drama del proceso, con sus detalles reacomodados con fines teatrales, contiene una verdad que existía antes y sobrevive después del proceso mismo: las consecuencias trágicas que se siguen cuando, con la mejor de las intenciones y la peor de las razones, los hombres combaten la verdad para defender sus anticuadas creencias. De ese modo, los dirigentes religiosos institucionales encarnan una caricatura de religión que a los divulgadores populares les es fácil demoler, aunque no sepan nada de teología, como es el caso del astrónomo Carl Sagan.
La incapacidad de valorar la naturaleza metafórica de la bibliografía y discurso religiosos ha llevado a muchas embarazosas cruzadas o expediciones para defender el relato bíblico de la Creación. Las acerbas guerras de teorías “creacionistas” versus “evolucionistas” en los libros de texto son sólo un ejemplo de por qué el caso Scopes fue mitologizado. Los hombres montan costosas expediciones al Monte Ararat para localizar los restos del Arca de Noé, pero, por supuesto, nunca la encuentran. Creen, no obstante, que sólo se han equivocado en la localización, y que el Arca debe de haber existido literalmente y que sus maderos deben de hallarse en alguna parte, todavía ocultos a nuestros ojos. En realidad, el Arca puede ser hallada fácilmente, sin viajar, si comprendemos que es un navío mitológico en una historia extraordinaria cuya intención no es la documentación histórica sino la iluminación espiritual. Apreciar el Génesis como mito no es destruir ese libro sino volver a descubrir su vitalidad e importancia espiritual.
Esta tartamudeante incapacidad de ponerse a la altura de las estructuras mitológicas de la imaginación religiosa ha aislado a los creyentes fundamentalistas en sus feroces, y a veces violentas, defensas de creencias literales y concretas, en todas partes del mundo. El caso Scopes terminó con el desafortunado desprestigio de un hombre por lo demás grande, William Jennings Bryan, y la disminución de la religión a un cúmulo de creencias y supersticiones que ya no tenían pertinencia en el siglo XX. Esos resultados ya eran bastante malos. Pero son poca cosa comparados con los resultados de las guerras que siguen librándose para vindicar interpretaciones concretas de enseñanzas religiosas.
En la selección que compone este libro, Joseph Campbell proporciona una base nueva aunque no novedosa para nuestra comprensión de la tradición judeocristiana. Le importa resolver los enormes problemas que surgen de las malas interpretaciones actuales que hace la religión institucional de las metáforas espirituales como hechos históricos. La palabra “metáfora” viene del griego: meta, superar, o ir de un lugar a otro, y phorein , mover o transportar. Las metáforas nos transportan de un lugar a otro, nos permiten cruzar límites que de otro modo se cerrarían ante nosotros. Las verdades espirituales que trascienden el tiempo y el espacio sólo pueden llegarnos en vehículos metafóricos cuyo sentido se encuentra en su connotación (esto es, en la nube de testimonios de las muchas facetas de la verdad que las metáforas evocan espontáneamente) y no en sus denotaciones, las fijas casillas fácticas y unidimensionales de la referencia histórica.
Así, el Parto Virginal, como verá el lector, no se refiere a la condición biológica de María, la madre de Jesús, sino al renacimiento del espíritu que todos pueden experimentar. La Tierra Prometida no se refiere a una ubicación geográfica sino al territorio del corazón humano en el que cualquiera puede entrar. Pero se han lanzado flechas de condenación y se han librado interminables guerras por una confusión básica sobre estas metáforas, que deberían permitirnos atravesar los límites del tiempo y el espacio, en lugar de dejarnos frustrados e inmovilizados en el polvoriento escenario de su concreto período histórico. Las denotaciones son singulares, limitadas en el tiempo y no espirituales; las connotaciones de la metáfora religiosa son ricas, intemporales y se refiere no a alguien en el mundo externo de otra era sino a nosotros mismos y a nuestra experiencia espiritual ahora mismo.
Joseph Campbell también esboza el tema religioso mítico que explica el carácter vacilante de los dirigentes de las religiones institucionales. Cristo, como el lector recordará o redescubrirá en este libro, eligió a Pedro diciéndole: “Tú no entiendes de cosas espirituales, en consecuencia haré de ti la cabeza de mi Iglesia”. Y así también el Buda eligió al engorroso Ananda para una función similar. Quizá, como observa Campbell repetidamente, la búsqueda espiritual no puede ser emprendida más que por nosotros mismos; es decir, no podemos esperar que los obispos o los rabinos la hagan por nosotros. Así, en la historia de los caballeros arturianos, cada uno partió en busca del Grial, que es un objetivo espiritual más que material, “entrando en el bosque en su parte más oscura”, esto es, en el sitio donde nadie ha trazado antes un sendero. La inercia de la religión organizada es un desafío constante al crecimiento espiritual; inevitablemente debemos trazar nuestro propio sendero antes que seguir el de otro.
La herencia religiosa propia de Joseph Campbell fue la católica romana. Abandonó formalmente la Iglesia cuando, siendo estudiante de mitología, sintió que la Iglesia estaba enseñando una fe literal y concreta que un adulto no podía sostener. A los veinticinco años de edad, Campbell, como otros hombres de su tiempo, había salido de las estructuras del catolicismo. Más tarde suavizó lo que en un momento parecían amargos sentimientos hacia el catolicismo, reconociendo la necesidad pedagógica de enseñar a los niños mediante metáforas que no podrían comprender. Pero nunca volvió a asistir a la misa, aunque comprendía profundamente su potente simbolismo y lo describió en muchas de sus conferencias.
Ningún genuino creyente de ninguna tradición verá disminuida su fe leyendo a Joseph Campbell. Antes bien, sentirá que no necesita renunciar a sus tradiciones para ver con más profundidad en sus enseñanzas y sus rituales más sagrados.
Al final de su vida, según Pythia Peay en un artículo sobre Campbell y el catolicismo, “Campbell recibía tratamiento láser en el Hospital San Francisco en Honolulu. Su cuarto, como todos los demás cuartos en ese hospital, tenía un pequeño crucifijo de bronce colgando de la pared. En lugar del habitual Cristo sufriente con la cabeza inclinada y el cuerpo ensangrentado, la figura en la cruz en el cuarto de Campbell estaba vestida, con la cabeza erguida, los ojos abiertos y los brazos estirados en lo que parecía un abrazo casi gozoso de lo divino”. Era el Cristo Triunfante del que Campbell había escrito con frecuencia como símbolo del celo de la eternidad por la encarnación en el tiempo, que implica la ruptura del uno en los muchos y la aceptación de los sufrimientos de un modo confiado y alegre.
Según Peay, Campbell “experimentó en profundidad el símbolo cristiano” durante las que fueron sus últimas semanas de vida. Cita a su esposa Jean Erdman diciendo: “Lo emocionaba ver eso, porque para él éste era el sentido místico de Cristo que reflejaba el estado de unión con el Padre”. En el cuarto de hospital, según su esposa, “experimentó emocionalmente lo que antes había comprendido de forma intelectual. Ver esta imagen en un hospital católico lo ayudó a liberarse del conflicto que había tenido con la religión de su infancia” 6
Joseph Campbell se encarnó plenamente en el tiempo, fue un hombre vivaz y encantador, desbordante de entusiasmo por el gran misterio del ser en el que estaba comprometido por entero. Pero tenía que enfrentar la muerte antes de que su mensaje fuera entregado al enorme público, que se enteró de él a través de las entrevistas televisivas de Bill Moyers. Experimentó una resurrección de la que, en alguna medida, todos fuimos testigos. Cruelmente, tuvo entonces que sobrellevar una crucifixión a manos de los críticos, alguno de los cuales llenó el papel de Judas traicionando la ayuda y los modelos que él les había dado para fortalecer sus propios estudios de mitología. Otros parecieron envidiar su súbita fama y los irritó que él hubiera logrado, en su camino de la eternidad, algo que a ellos les había sido negado en su rutinario laborar del tiempo.
Otros aún prefirieron malentender, mal interpretar, o tomar palabras de otros en lugar de las que Campbell había escrito. Podemos tomar, para nuestro ejemplo, al teólogo católico que afirma que Campbell describió la misa católica como algo semejante al show de Julia Child. Lo que Campbell sugirió en realidad, como descubrirán los lectores en estas páginas, fue que la misa había sido despojada de la riqueza del misterio por reformadores que la tradujeron a las lenguas locales y volvieron al sacerdote hacia la congregación. En su elocuente comparación, eran los reformadores, en su incomprensión simbólica, los que habían hecho de la misa más un programa de televisión que una comida sacramental.
Joseph Campbell no necesita defensores contra estos críticos. Lo habrían sorprendido y disgustado, tanto como lo habría hecho su gran fama. Su obra, por su carácter intrínseco, sobrevivirá a los críticos también. De hecho, en los muchos libros y charlas de Campbell encontramos el vocabulario que necesitaremos para hablar espiritualmente en el siglo cuya sombra ya cae sobre nuestros días. Este libro es un esfuerzo por dar el primer borrador de un silabario que le permita a la gente penetrar y respirar el espíritu que ha movido el gran navío de las instituciones judeo-cristianas, que ahora parece en calma.
Mientras escribo esto, el Centro Carter para Estudios de la Paz, en Atlanta, está monitoreando un total de ciento doce conflictos bélicos, muchos de ellos basados en reclamos étnicos, a lo largo y ancho del mundo. Estas guerras amenazan con destruir el concepto de un mundo unificado y devolver a millones de hombres a un cruel aislamiento. El mensaje central de Joseph Campbell es que estas divisiones étnicas son la amarga cosecha de las distorsiones de las enseñanzas religiosas sembradas mucho tiempo atrás. Cuando se reclaman derechos espirituales sobre la base de metáforas religiosas tomadas como hechos históricos y datos geográficos, en lugar de cómo símbolos del corazón y el espíritu, surge una cruel división del mundo, y se hace inevitable la tragedia.
Hasta la compasión del mundo se ha devaluado en nuestros días, en un concepto protoplásmico no basado en el sacrificio y embebido de un sentimentalismo indiferenciado. Ha sido absorbido, como una pequeña democracia es incorporada a un vecino totalitario, por los entusiastas de la New Age que la han revestido de vaguedades astrales. Pero la compasión pide mucho más de nuestro carácter, pues exige que todos hagamos el viaje de un héroe hasta los confines lejanos de las vidas de pueblos que parecen diferentes de nosotros. Esta es fundamentalmente una experiencia espiritual, y no debemos salir de nuestra casa, ni siquiera levantarnos de la silla en que nos sentamos, para partir.
El ejercicio de la compasión, claramente identificado con el más alto ideal religioso y espiritual en la obra de Joseph Campbell, exige un triunfo sobre los viejos obstáculos que surgen con espadas flameantes ante cada generación: el deseo y el miedo a la muerte. Los trabajos de Campbell pueden compararse con los de un restaurador de arte que quiere que volvamos a ver la obra maestra de nuestra herencia espiritual occidental tal como era antes de que la historia la oscureciera y la cambiara.
La amplia tela ha sido pintada muchas veces durante los siglos, a veces por sus enemigos, demasiadas veces por sus amigos, hasta que lo vibrante de las imágenes y colores originales se perdió. El trabajo de Campbell, como el de quienes descubrieron los colores vivos bajo la gris opacidad que había oscurecido la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, nos permite ver una vez más, como vio el ciego en el Evangelio, el brillo de la creación.
En un sentido genuino, podríamos decir que Joseph Campbell predica el Fin del Mundo, esa gran metáfora de la espiritualidad que ha sido tan explosivamente empleada por quienes han tomado su piel denotativa y descartado su carne connotativa. Pues, como explica Campbell, el fin del Mundo no es un acontecimiento cataclísmico cuyo terror al juicio final acercamos cada vez más. El Fin del Mundo sucede todos los días para aquellos cuya visión espiritual les permite ver el mundo tal como es, transparente a la trascendencia, un sacramento de misterio, o, como escribió el poeta William Blake, “infinito”. El Fin del Mundo es, en consecuencia, la metáfora de nuestro comienzo espiritual antes que de nuestro duro final.
La tradición espiritual judeocristiana, restaurada por Joseph Campbell, es muy diferente del sectarismo religioso subdividido y egoísta que pone a los hombres unos contra otros en una guerra sin perdón y sin fin. La enseñanza más importante de la tradición es la de la compasión, que pide que muramos para nosotros mismos, de modo de elevarnos a esa visión que revela que compartimos la misma naturaleza humana con todas las otras personas. Tat tvam asi.
El mensaje de Joseph Campbell para el siglo XXI no es apocalíptico. Es esperanzado, porque nos arraiga una vez más en las bases de la tradición judeocristiana, y en la tarea de vencer el deseo y el miedo que nos exilian del jardín en el que, lejos de mirarnos unos a otros con vergüenza, aceptamos la humanidad que nos conforma.
Tat tvam asi. Tú eres eso.
Eugene Kennedy, doctor en filosofía.
15 de febrero, 1993