sábado, 2 de mayo de 2020

FRAGMENTO de NÚMERO CERO de Umberto Eco



Sábado, 6 de junio de 1992, 8 h 

Esta mañana no salía agua del grifo. Glu, glu, dos eructillos de recién nacido, y nada más. He llamado a la puerta de la vecina: en su casa todo bien. Habrá cerrado usted la llave de paso, me ha dicho. ¿Yo? Ni siquiera sé dónde está, hace poco que vivo aquí, ya sabe usted, y vuelvo a casa que ya es de noche. Dios mío, ¿y cuando se va una semana fuera no cierra ni el agua ni el gas? Yo no. Menuda imprudencia, déjeme entrar, que ya le enseño yo. Ha abierto el armarito que está debajo del fregadero, ha movido algo, y el agua ha llegado. ¿Lo ve? La había cerrado. Perdóneme, soy tan distraído. ¡Es que ustedes los singles! Exit vecina, que ya hasta usted habla inglés. Nervios bajo control. No existen los poltergeist, solo en las películas. Y no es que yo sea sonámbulo, porque aun siendo sonámbulo no hubiera sabido de la existencia de esa llave, si no, la hubiera usado estando despierto, porque la ducha pierde y siempre corro el riesgo de pasarme la noche con los ojos como platos sin dejar de oír esa gota un solo instante, parece como si estuviera en Valldemossa. Y claro, me despierto cada dos por tres, me levanto y voy a cerrar la puerta del baño, y la que está entre mi cuarto y la entrada, para no oír ese maldito goteo. No puede haber sido, qué sé yo, un contacto eléctrico (la llave de paso es una llave, requiere una mano que la maneje, válgame la redundancia) y tampoco puede haber sido un ratón que, aunque hubiera pasado por ahí, no habría tenido fuerza para mover el artilugio. Se trata de una rueda de hierro a la antigua (todo en este piso se remonta a hace por lo menos cincuenta años) que, además, está oxidada. Requería una mano, pues. Humanoide. Y no poseo una chimenea por la que pueda haber pasado el orangután de la calle Morgue. Razonemos. Cada efecto tiene su causa, por lo menos eso dicen. Descartemos el milagro, no veo por qué ha de preocuparse Dios por mi ducha, que claramente no es el mar Rojo. Así pues, a efecto natural, causa natural. Anoche, antes de acostarme, me tomé un Stilnox con un vaso de agua. Y, por lo tanto, hasta entonces salía agua. Esta mañana ya no salía. Por lo tanto, querido Watson, la llave ha sido cerrada durante la noche, y no por ti. Alguien, uno, o más de uno estaban en mi casa y tenían miedo de que, más que el ruido que hacían ellos (eran la mar de sigilosos), me despertara el preludio de la gota, que les molestaba incluso a ellos, y a lo mejor hasta se preguntaron cómo no me despertaba. Así pues, astutísimos, hicieron lo que también hubiera hecho mi vecina: cerraron el agua. ¿Y luego? Los libros están dispuestos en su desorden normal, podrían haber pasado los servicios secretos de medio mundo y haberlos hojeado página a página, y no me daría cuenta. Es inútil que mire en los cajones o que abra el armario del recibidor. Si querían descubrir algo, hoy en día no tienen más remedio que fisgar en el ordenador. Quizá para no perder tiempo lo han copiado todo y se han vuelto a casa. Y solamente ahora, abre que te abre cada archivo, se han percatado de que en el ordenador no había nada que pudiera interesarles. ¿Y qué esperaban encontrar? Es evidente —quiero decir, que no veo otra explicación— que buscaban algo relacionado con el periódico. No son tontos, habrán pensado que debí tomar apuntes de todo el trabajo que hacemos en la redacción; y, por lo tanto, que, si sé algo del asunto Braggadocio, debería de tener escrito algo en algún sitio. Ahora se habrán imaginado la verdad, que lo tengo todo en un disquete. Naturalmente, esta noche habrán visitado también los despachos, y no habrán encontrado rastro de disquetes que me pertenezcan. Por lo tanto, están llegando a la conclusión (pero solo ahora) de que a lo mejor lo tengo yo en un bolsillo. Qué gilipollas, si es que somos una pandilla de gilipollas, estarán diciéndose, teníamos que haber registrado la chaqueta. ¿Gilipollas? Mamones. Si llegan a ser listos no habrían acabado haciendo un trabajo tan sucio. Ahora lo volverán a intentar, supongo que al menos les llega para lo de la carta robada: hacen que me ataquen por la calle unos falsos salteadores. Por lo cual tengo que darme prisa, antes de que lo vuelvan a intentar, mandar el disquete a una lista de correos y ver luego cuándo pasar a recogerlo. Pero qué tonterías se me pasan por la cabeza, aquí ya ha habido un muerto y Simei se ha pirado. A ellos no les sirve ni siquiera saber si sé, ni qué sé. Por prudencia, me quitan de en medio, y sanseacabó. Y tampoco puedo ir a la prensa con el cuento de que no sabía nada de ese asunto, porque al decirlo, hago saber que algo sabía. ¿Cómo me he metido en este jaleo? Creo que la culpa es del profesor Di Samis y de que yo sabía alemán. ¿Por qué me viene a la cabeza Di Samis, un tema de hace ya cuarenta años? Es que nunca he dejado de pensar que Di Samis tuvo la culpa de que no me sacara la licenciatura y, si me he metido en este embrollo, es porque nunca acabé la carrera. Por otro lado, Anna me abandonó tras dos años de matrimonio porque se dio cuenta, palabras textuales, de que yo era un perdedor compulsivo; vete a saber qué le contaría yo antes, para presumir. Nunca llegué a terminar la carrera porque sabía alemán. Mi abuela era del Alto Adigio y, de pequeño, lo hablaba con ella. Desde el primer año de universidad acepté traducir libros del alemán para costearme los estudios. Por aquel entonces saber el alemán ya era una profesión. Se leían y traducían libros que los demás no comprendían (y que por aquel entonces se consideraban importantes), y estaban mejor pagados que las traducciones del francés e incluso del inglés. Me parece que hoy en día les pasa lo mismo a quienes saben el chino o el ruso. En cualquier caso, o traduces del alemán o te sacas la licenciatura, ambas cosas no se pueden hacer a la vez. En efecto, traducir significa quedarse en casa, con frío o con calor, y trabajar en zapatillas, aprendiendo además un montón de cosas. ¿Por qué debería uno ir a clase a la facultad? Por vaguería decidí matricularme en un curso de alemán. Así tendré que estudiar poco, me decía, a fin de cuentas ya me lo sé todo. La lumbrera era, por aquel entonces, el profesor Di Samis, que había creado lo que los estudiantes llamaban su nido de águilas en un edificio barroco desvencijado, donde se subía una escalinata y se llegaba a un gran vestíbulo. A un lado se abría el instituto de Di Samis, al otro estaba el aula magna, como la llamaba pomposamente el profesor, que no era sino un aula donde cabían unas cincuenta personas. En el instituto se podía entrar solo si se calzaban pantuflas. En la entrada había suficientes para los ayudantes y dos o tres estudiantes. Los que se quedaban sin pantuflas esperaban su turno fuera. Todo estaba encerado, creo que incluso los libros de las paredes; y la cara de los ayudantes, viejísimos, que llevaban esperando desde tiempos prehistóricos su turno para llegar a la cátedra. El aula tenía una bóveda altísima y ventanales góticos (nunca entendí por qué en un edificio barroco) y vidrieras verdes. A su hora, es decir a la hora y catorce, el profesor Di Samis salía del instituto, seguido a un metro por el ayudante anciano, y a dos metros por los más jóvenes, que rayaban los cincuenta. El ayudante anciano le llevaba los libros, los jóvenes la grabadora: las grabadoras, todavía a finales de los años cincuenta, eran enormes, parecían un Rolls Royce. Di Samis recorría los diez metros que separaban el instituto del aula como si fueran veinte: no seguía una línea recta sino una curva, no sé si una parábola o una elipsis, diciendo en voz alta «¡Aquí estamos, aquí estamos!», luego entraba en el aula y se sentaba en una especie de podio tallado; y uno se esperaba que empezara con llamadme Ismael. La luz verde de las vidrieras volvía cadavérico su rostro que sonreía maligno, mientras los ayudantes ponían en marcha la grabadora. Luego empezaba: «Contrariamente a lo que ha dicho hace poco mi valioso colega el profesor Bocardo…», y así dos horas seguidas. Aquella luz verde me inducía somnolencias acuosas, lo decían también los ojos de los ayudantes. Yo conocía su sufrimiento. Al final de las dos horas, mientras nosotros los estudiantes salíamos zumbando, el profesor Di Samis mandaba rebobinar la cinta, bajaba del podio, se sentaba democráticamente en la primera fila con sus ayudantes y todos juntos volvían a escuchar las dos horas de clase, mientras el profesor asentía con satisfacción a cada paso que le parecía esencial. Y nótese que el curso trataba de la traducción de la Biblia, en el alemán de Lutero. Una gozada, decían mis compañeros, con la mirada encandilada. Al final del segundo curso, aunque hubiera asistido muy poco a clase, me atreví a proponer una memoria de licenciatura sobre la ironía en Heine (me parecía un consuelo su forma de tratar los amores infelices con lo que a mí me parecía un debido cinismo: me estaba preparando, en amores, a los míos). «Ah, los jóvenes, los jóvenes —me dijo Di Samis desconsolado—, os desvivís por los contemporáneos…» Me pareció entender, en una especie de iluminación, que la tesis con Di Samis había naufragado. Entonces pensé en el profesor Ferio, más joven, que gozaba de la fama de tener una inteligencia deslumbrante, y se ocupaba de la época romántica y aledaños. Pero los compañeros más mayores me advirtieron que, en la tesis, tendría de todas maneras a Di Samis como director, y no debía acercarme al profesor Ferio de forma oficial, porque Di Samis se enteraría inmediatamente y me juraría odio eterno. Tenía que llegar por otros caminos, como si, a la postre, hubiera sido Ferio el que me hubiera pedido que hiciera la tesis con él: Di Samis la tomaría con él y no conmigo. Di Samis odiaba a Ferio, por la sencilla razón de que lo había colocado él en la cátedra. En la universidad (entonces, pero creo que también hoy en día) las cosas funcionan de manera contraria al mundo normal: no son los hijos los que odian a los padres sino los padres los que odian a los hijos. Pensaba que lograría acercarme a Ferio como por casualidad, durante una de aquellas conferencias mensuales que Di Samis organizaba en su aula magna, frecuentadas por muchos colegas porque conseguía invitar siempre a estudiosos célebres. Ahora bien, las cosas funcionaban así: inmediatamente después de la conferencia seguía el debate, y lo monopolizaban los profesores; luego, salían todos porque el orador estaba invitado al restaurante La Tartaruga, el mejor de la zona: estilo de mediados del siglo XIX y camareros todavía de frac. Para ir desde el nido de águilas hasta el restaurante había que recorrer una gran calle con soportales, cruzar una plaza histórica, doblar la esquina de un palacio monumental y, por fin, cruzar una segunda plazoleta. A lo largo de los soportales, el orador procedía rodeado por los catedráticos, seguidos a un metro por los encargados, a dos por los ayudantes y a razonable distancia por los estudiantes más valientes. Una vez llegados a la plaza histórica, los estudiantes se despedían; en la esquina del palacio monumental saludaban los ayudantes; los encargados cruzaban la plazoleta pero se retiraban en el umbral del restaurante, donde entraban solo el huésped y los catedráticos. Por eso el profesor Ferio nunca supo de mi existencia. Mientras tanto, me había desengañado del ambiente, ya no iba a clase. Traducía como un autómata, pero hay que aceptar lo que te dan, y vertía en el dolce stil nuovo una obra en tres volúmenes sobre el papel de Friedrich List en la creación de la Zollverein, la Unión aduanera alemana. Se entiende por qué, entonces, dejé de traducir del alemán, pero ya era tarde para retomar la carrera. Lo malo es que no aceptas la idea: sigues viviendo convencido de que un día u otro te examinarás de todo lo que te queda y redactarás la tesis. Y cuando vives cultivando esperanzas imposibles, ya eres un perdedor. Y cuando te das cuenta, te hundes. Al principio encontré trabajo como tutor de un niño alemán, demasiado estúpido para ir al colegio, en Engadina. Clima excelente, soledad aceptable: resistí un año porque la paga era buena. Un día, la madre del chico me arrinconó en un pasillo, dejándome entender que no le disgustaría entregarse (a mí). Tenía los dientes salidos y una sombra de bigote, y le di a entender, amablemente, que no abundaba yo en su misma opinión. Tres días después me despidieron, porque el chico no hacía progresos. Entonces me gané la vida escribiendo. Me ofrecí para escribir en los periódicos, pero me tomaron en consideración solo en algún diario local, para cosas como la crítica teatral de los espectáculos de provincias y las compañías de variedades. Incluso logré hacer unas reseñas por dos perras de espectáculos de variedades, espiando entre bambalinas a las bailarinas, vestidas de marineritas, fascinado por su celulitis, y siguiéndolas a la cafetería, a cenar un café con leche; y, si no estaban sin blanca, un huevo a la plancha con mantequilla. Allí tuve mis primeras experiencias sexuales con una cantante, a cambio de una notita indulgente; para el boletín de Saluzzo, pero a ella le bastaba. No tenía patria, viví en ciudades distintas (llegué a Milán sólo porque me llamó Simei), corregí galeradas para por lo menos tres editoriales (universitarias, nunca para grandes editores), para una revisé las entradas de una enciclopedia (había que controlar las fechas, los títulos de las obras, y todo eso), trabajos todos ellos en los que me hice una cultura, o mejor, una cultura monstruosa, como diría Paolo Villaggio. Los perdedores, como los autodidactas, tienen siempre conocimientos más vastos que los ganadores. Si quieres ganar tienes que saber una cosa sola y no perder tiempo en sabértelas todas; el placer de la erudición está reservado a los perdedores. Cuanto más sabe uno, es que peor le han ido las cosas. Me dediqué durante algunos años a leer manuscritos, que los editores (algunas veces también los importantes) me mandaban, porque en la editorial nadie tiene ganas de leerse los manuscritos que les llegan. Me daban cinco mil liras por manuscrito, me pasaba todo el día tumbado en la cama y leía furiosamente, luego redactaba un informe en dos cartillas, dando lo mejor de mi sarcasmo para destruir al incauto autor; en la editorial todos se sentían aliviados, escribían al pringado que lamentaban rechazar su texto, y ya estaba. Leer manuscritos que jamás serán publicados puede llegar a ser un oficio. Mientras tanto, hubo lo de Anna, que acabó como había de acabar. Desde entonces no he conseguido (y no he querido, ferozmente) pensar con interés en una mujer, porque tenía miedo de volver a fracasar. Del sexo me he ocupado de forma terapéutica, alguna aventura casual, en que no tienes miedo de enamorarte, una noche y fuera, gracias, ha estado bien, y alguna relación periódica de pago, para no vivir obsesionado por el deseo (las bailarinas me habían vuelto insensible a la celulitis). Mientras tanto, soñaba con lo que sueñan todos los perdedores, con escribir un día un libro que me daría gloria y riqueza. Para aprender cómo se podía llegar a ser un gran escritor le hice incluso de negro (o ghost writer como dicen por esos mundos, para ser políticamente correctos) a un autor de novelas policiacas, el cual a su vez, para vender, firmaba con un nombre americano, como los actores de los spaghetti westerns. Pero me gustaba trabajar en la sombra, cubierto por dos telones (el Otro, y el otro nombre del Otro). Escribir una novela policiaca ajena era fácil, bastaba con imitar el estilo de Chandler, o a lo sumo el de Spillane; lo malo es que, cuando intenté esbozar algo mío, me percaté de que para describir a alguien o algo me remitía a situaciones literarias: no era capaz de decir que fulanito paseaba una tarde tersa y clara sino que decía que caminaba «bajo un cielo de Canaletto». Luego me di cuenta de que eso lo hacía también D’Annunzio: para decir que una tal Costanza Landbrook tenía alguna cualidad, escribía que parecía una creación de Thomas Lawrence, de Elena Muti observaba que los rasgos de su fisonomía recordaban ciertos perfiles de Moreau el joven, y Andrea Sperelli recordaba al retrato del gentilhombre desconocido de la Galería Borghese. De este modo, para leerse una novela, el lector tendría que dedicarse a hojear los fascículos de cualquier historia del arte en venta en los quioscos. Si D’Annunzio era un mal escritor, eso no quería decir que tuviera que serlo yo también. Para liberarme del vicio de la cita, resolví no escribir más. En fin, nada del otro mundo, esta vida mía. Y a los cincuenta y pico, me llegó la invitación de Simei. ¿Por qué no? Merecía la pena intentar también esto. ¿Qué hago ahora? Si asomo la nariz de casa, peligro. Me conviene esperar aquí, a lo sumo están fuera y esperan a que salga. Y yo no salgo. En la cocina hay varios paquetes de galletas saladas y latas de carne. De ayer también me queda media botella de whisky. Puede bastar para pasar un día o dos. Me sirvo un trago (y luego quizá otro, pero solo por la tarde porque si uno bebe por la mañana, se atonta) e intento desandar hasta el principio de esta aventura, sin necesidad siquiera de consultar el disquete porque me acuerdo de todo, por lo menos de momento, con lucidez. El miedo a morir infunde aliento a los recuerdos.

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