El siglo XX no había llegado a cumplir una semana cuando, el
sábado 6 de enero, en Viena, capital de Austria, surgió la reseña de un libro
que acabaría por modificar por completo la idea que la humanidad tenía de sí
misma. En realidad, el libro se había editado en noviembre del año anterior,
tanto en Leipzig como en Viena, pero llevaba la fecha de 1900, y la citada
reseña se convirtió en la primera noticia que se tuvo de él. El libro en
cuestión tenía por título La interpretación de los sueños, y su autor era un
médico judío de cuarenta y cuatro años originario de Freiberg, Moravia, llamado
Sigmund Freud. 1 Era el mayor de ocho hermanos y, en apariencia, una persona
convencional. Creía apasionadamente en la puntualidad, y vestía trajes confeccionados
con tela inglesa que previamente había seleccionado su esposa. Siendo aún
joven, aunque muy seguro de sí mismo, había afirmado en tono de burla: «Me
importa tanto la impresión que me ofrece mi sastre como la de mi profesor».2
Era un amante del aire libre y un entusiasta aficionado al montañismo, y
también, paradójicamente, un fumador de puros empedernido.3 Hans Sachs,
discípulo y amigo que solía acompañarlo cuando salía a recoger setas (uno de
sus pasatiempos favoritos), rememoró sus «ojos abatidos y penetrantes, y una
frente bien formada, aunque de sienes excepcionalmente altas».4 Con todo, lo
que más llamaba la atención tanto de amigos como de críticos no eran sus ojos
como tales, sino la mirada que éstos parecían irradiar. Según Giovanni Costigan,
biógrafo de Freud, «había algo desconcertante en su mirada, compuesta a partes
iguales de sufrimiento intelectual, desconfianza y resentimiento».
Existían razones más que de sobra para esto. A pesar de que
Freud podía resultar ser un hombre normal en cuanto a sus hábitos personales,
La interpretación de los sueños era un libro profundamente conflictivo, y
muchos vieneses lo juzgaron extremadamente escandaloso. A los ojos del mundo,
la capital austrohúngara no era en 1900 sino una metrópoli elegante y algo
anticuada, dominada por la catedral, cuyas agujas góticas se levaban por encima
de los techos barrocos y las vistosas iglesias que se extendían a sus pies. La
corte se hallaba sumergida en una mezcla poco eficaz de pomposidad y
melancolía. El emperador aún comía a la manera española, con toda la cubertería
de plata al lado derecho del plato.6 La ostentación de la corte fue una de las
razones por la que Freud decía detestar tanto Viena. En 1898 había llegado a
escribir: «Es una desgracia vivir aquí; ésta no es una atmósfera propicia para
acometer empresas difíciles».7 En concreto, detestaba a las «ochenta familias»
de Austria, «su insolencia hereditaria, su rígida etiqueta y su enjambre de
funcionarios». La endogamia de la aristocracia vienesa llegaba hasta tal punto
que de hecho se podía considerar como una sola gran familia, cuyos miembros se
hablaban de Du* empleaban sobrenombres cariñosos y pasaban la mayor parte del
tiempo organizando fiestas a las que poder invitarse unos a otros.8 Aunque el
odio de Freud no acababa aquí: también reservaba parte de él para la
«monstruosa aguja del campanario de San Esteban», que consideraba el mayor
símbolo de un clericalismo opresivo. Tampoco sentía especial atracción hacia la
música, y es por tanto natural que no profesase más que desdén a los valses
«frívolos» de Johann Strauss. Teniendo en cuenta todo esto, parece normal que
abominase de su ciudad natal, si bien no faltan razones para pensar que este
odio, que expresaba con frecuencia, no era más que una parte de lo que
realmente sentía. El 11 de noviembre de 1918, cuando el silencio de as armas
anunciaba el fin de la primera guerra mundial, anotó para sí: «El Imperio
austrohúngaro ya no existe. No quiero vivir en otro sitio ni se me ha pasado
por la cabeza emigrar. Me conformaré con vivir en el torso e imaginar que se
trata de la escultura completa».9 Había un aspecto de la vida vienesa ante el
que Freud no se podía mostrar indiferente, y del que tampoco podía escapar; se
trataba del antisemitismo. Éste había experimentado un gran empuje con el
crecimiento de la población judía en la ciudad, que ascendió de los 70.000
miembros en 1873 a los 147.000 en 1900. Como consecuencia, el sentimiento de
odio hacia el judaísmo se extendió de tal manera en Viena que, por citar tan
sólo un testimonio, se conoce el caso de un paciente que solía referirse al
médico que lo estaba tratando como el «puerco judío».10 Karl Lueger, un
antisemita que había propuesto que se metiese a la población judía en barcos
para después hundirlos con dicho cargamento, llegó a obtener la alcaldía de la
ciudad11 Freud, que siempre se mostró sensible ante cualquier agresión a la
comunidad judía, mantuvo hasta su muerte la negativa a aceptar los derechos de
autor provenientes de las traducciones de sus obras al hebreo o el yiddish. En
cierta ocasión aseguró a Carl Jung que se veía a sí mismo como un Josué
«llamado a explorar la tierra prometida de la psiquiatría».12 Una faceta menos
conocida de la vida intelectual de Viena, y que sin embargo ayudó en gran
medida a dar forma a las teorías de Freud, fue la doctrina del «nihilismo
terapéutico», según la cual las enfermedades de la sociedad no tenían cura
alguna. Aunque en gran medida se había adaptado a la filosofía y la teoría
social (tanto Otto Weininger como Ludwig Wittgenstein eran abogados), este
concepto fue de hecho el que hizo que la vida se empezase a considerar como una
cuestión científica en la facultad de medicina de Viena, entidad que desde
principios del siglo XIX había mostrado un gran interés por el concepto de
enfermedad, desde el convencimiento de que debía dejarse que siguiera su curso,
así como un profundo sentimiento de compasión por el paciente y el
correspondiente desinterés por la terapia. Esta tradición aún era la imperante
cuando Freud se hallaba allí estudiando, si bien él se mostró reacio a
aceptarla.13 Para nosotros, su búsqueda de una nueva terapia tiene un carácter
marcadamente humano, y a la vez ofrece una clara explicación de por qué se
consideraron sus ideas tan alejadas de la normalidad. Freud consideraba, de
manera acertada, que La interpretación de los sueños había sido su mayor logro.
Es en él donde se reúnen por vez primera los cuatro pilares fundamentales de su
teoría sobre la naturaleza humana: el inconsciente, la represión, la sexualidad
infantil (que desemboca en el complejo de Edipo) y la división tripartita de la
mente en yo, es decir, el sentido de uno mismo; superyó o, hablando en un
sentido general, la consciencia, y ello, la expresión primaria del
inconsciente. Freud desarrolló sus ideas y perfeccionó su técnica a lo largo de
tres lustros desde mediados de la década de los ochenta del siglo XIX. Se
consideraba representante de la tradición iniciada por Darwin en el terreno de
la biología. Tras licenciarse en medicina, obtuvo una beca para estudiar con
Jean-Martin Charcot, médico parisino que dirigía un asilo para mujeres con
trastornos mentales incurables y que había demostrado a través de sus
investigaciones que los síntomas de la histeria podían provocarse mediante la
hipnosis. Después de algunos meses, Freud abandonó París y regresó a Viena, y
tras una serie de escritos sobre neurología (centrados, por ejemplo, en la
parálisis cerebral y en la afasia), comenzó a colaborar con otro eminente
médico vienes, Josef Breuer (1842-1925). Éste también era judío; se hallaba
entre los colegiados de mayor prestigio de la ciudad y contaba con un buen
número de pacientes de renombre. Había hecho dos importantes descubrimientos
científicos: la función del nervio vago a la hora de regular la respiración y
el control que ejercen en el equilibrio corporal los canales semicirculares
alojados en el oído interno. Con todo, el que resultó más importante para Freud
fue el descubrimiento, en 1881, de lo que se conoce como la terapia hablada. 14
Desde diciembre de 1880, Breuer había estado tratando durante dos años la
histeria de una niña vienesa de origen judío, Bertha Pappenheim (1859-1936),
para la que usó el nombre de Anna O. en sus informes médicos. La niña empezó a
sufrir dicho trastorno mientras cuidaba a su padre enfermo, que murió pocos
meses después. La enfermedad de Anna se manifestaba a través de sonambulismo,
parálisis, personalidad escindida (que en ocasiones la hacía cometer
travesuras) e incluso un embarazo psicológico, si bien la sintomatología no
siempre era la misma. Breuer se dio cuenta de que si dejaba a la niña
extenderse en la descripción de sus afecciones, los síntomas desaparecían. De
hecho, fue la misma Bertha Pappenheim la que bautizó el método de Breuer como
terapia hablada (Redecur, en alemán), nombre que la niña solía alternar con el
de Kaminfegen ('deshollinar la chimenea'). Breuer pudo comprobar que cuando
estaba en estado hipnótico, Bertha decía recordar cómo había reprimido sus
sentimientos al 22 ver a su padre postrado en el lecho, y al hacer presentes
esos sentimientos «perdidos», la paciente se daba cuenta de que podía
deshacerse de ellos. En junio de 1882, la señorita Pappenheim llegó al final de
su tratamiento «completamente curada» (aunque ahora se sabe que al cabo de un
mes fue internada en un sanatorio).15 Freud se mostró muy impresionado ante el
caso de Anna O. Durante un tiempo intentó emplear la hipnosis con los aquejados
de histeria, si bien acabó por abandonar este método en favor de la «asociación
libre», que consistía en dejar que el paciente hablase de lo primero que venía
a su mente. Ésta fue la técnica que lo llevó a descubrir que, en determinadas
circunstancias, muchas personas podían llegar a rememorar sucesos de los
primeros años de vida que habían olvidado por completo. Freud llegó a la
conclusión de que estos hechos olvidados podían determinar el comportamiento de
un individuo. De esta manera nació el concepto de inconsciente y, ligado a él,
el de represión, también pudo observar que buena parte de estos recuerdos de
los primeros tramos de la vida que surgían —si bien con dificultad— mediante la
asociación libre eran de naturaleza sexual. Cuando, más tarde, descubrió que
muchos de los sucesos supuestamente rememorados nunca habían tenido existencia
real, empezó a desarrollar la idea del complejo de Edipo. En otras palabras,
los falsos hechos traumáticos y aberraciones referidos por los pacientes se
convirtieron para Freud en una especie de código que mostraba lo que éstos
deseaban en secreto que hubiera sucedido, y que confirmaba que el niño
atraviesa un período muy temprano de consciencia sexual. Durante dicha etapa,
afirmaba, un hijo se siente atraído por su madre y ve al padre como su rival
(complejo de Edipo), una hija se comporta de manera inversa (complejo de
Electra). Por extensión, según Freud, esta motivación se mantiene a rasgos
generales a lo largo de toda la vida de una persona, y representa un papel
decisivo a la hora de determinar su carácter. Las primeras teorías de Freud
fueron acogidas con incredulidad no exenta de indignación y provocaron una
hostilidad incesante. El barón Richard von KrafftEbing, reconocido autor del
libro Psychopathia Sexualis, afirmó en tono de burla que sus opiniones en
relación con la histeria parecían «un cuento de hadas científico». El instituto
neurológico de la Universidad de Viena negó tener nada que ver con él. En
palabras del mismo Freud: «No tardó en hacerse un vacío alrededor de mi
persona».16 En respuesta a estos ataques, el padre del psicoanálisis se volcó
aún más en sus investigaciones, y llegó a analizarse a sí mismo. Lo que
propició esto último fue la muerde su padre, Jakob, ocurrida en octubre de
1896. Aunque padre e hijo no habían mantenido una relación demasiado estrecha
durante los últimos años, Freud se encontró ante su sorpresa— con que su
fallecimiento lo había conmovido de manera inexplicable, y que a su mente
acudían de manera espontánea recuerdos que permanecían enterrados desde hacía
años. También sus sueños empezaron a cambiar, y en ellos creyó conocer una
hostilidad inconsciente hacia su progenitor que hasta entonces había reprimido.
Esto lo llevó a pensar que los sueños constituyen la «carretera principal hacia
el inconsciente».17 La idea fundamental de La interpretación de los sueños es
que durante el sueño el yo es como «un centinela que se ha quedado dormido en
su puesto».18 La represión que éste ejerce normalmente sobre el ello se vuelve
así menos eficaz, y de esta manera el ello logra mostrarse 23 disfrazado en los
sueños. Freud tenía bien claro lo que arriesgaba al dedicar un libro a los
sueños. El hecho de interpretarlos se remontaba al Antiguo Testamento, pero el
título alemán de su obra, Die Traumdeutung, ponía las cosas más difíciles, pues
empleaba el término con que entonces se designaba la actividad de los adivinos
de feria.19 Las primeras ventas de La interpretación de los sueños reflejan la
escasa acogida que se le brindó. De los 600 ejemplares que se imprimieron en un
principio, sólo se vendieron 228 durante los dos primeros años, cifra que al
parecer ascendió a 351 seis años después de haberse publicado.20 Pero lo que
más molestó a Freud fue la poca atención que le prestaron los profesionales de
la medicina de Viena.21 Algo parecido sucedió en Berlín. A la conferencia sobre
los sueños que había aceptado dar en la universidad acudieron tan sólo tres
personas. En 1901, poco antes de la que debía pronunciar en la Sociedad
Filosófica, recibió una nota que le rogaba que indicase «las partes de su
discurso susceptibles de ser censuradas, haciendo una pausa para permitir a las
damas que abandonen la sala». Tampoco faltaron los colegas que se compadecían
de su esposa, «la pobre mujer cuyo marido, que antes era un científico
inteligente, ha resultado ser un individuo estrafalario e indecente».22 No
obstante, y a pesar de que en ocasiones Freud llegaba a pensar que todo Viena
se había puesto en su contra, empezaron a surgir tímidas voces de apoyo. En
1902, tres lustros después de que Freud hubiese comenzado sus investigaciones,
el doctor Wilhelm Steckel, brillante médico vienes, poco satisfecho con una
reseña que había leído de La interpretación de los sueños, se puso en contacto
con su autor para discutir el libro con él. Más tarde pidió a Freud que lo
psicoanalizase, y un año después empezó a practicar dicho tratamiento por sí
mismo. Juntos fundaron la Sociedad Psicológica de los Miércoles, que se reunía
las noches de ese día de la semana en la sala de espera de Freud, bajo la
silenciosa mirada de sus «mugrientos dioses viejos», como llamaban a su
colección de restos arqueológicos.23 En 1902 se les unió Alfred Adler; en 1904,
Paul Federn; en 1905, Eduard Hirschmann; en 1906, Otto Rank, y en 1907, Carl
Gustav Jung, llegado desde Zurich. Ese mismo año cambiaron su nombre por el de
Sociedad Psicoanalítica de Viena y empezaron a reunirse en el Colegio de
Médicos. Aún quedaba mucho por hacer antes de que el psicoanálisis gozase de un
reconocimiento pleno, y no fueron pocos los que nunca lo consideraron una
ciencia de verdad. Sin embargo, en 1908 —al menos por lo que respecta a Freud—
se habían dejado atrás los años de aislamiento.