Durante el Holocausto, según se pudo comprobar en los juicios de Nuremberg, no existían “órdenes específicas” que ordenaran el “exterminio” de los judíos. Para ello, la estructura político-militar se valía, sobre todo, de eufemismos. Aunque es cierto que no siempre y, en particular, en lo que se refiere al mismo Hitler.
Se había desarrollado una increíble estructura administrativa que conducía al pueblo judío a los campos de exterminio. Y, sin embargo, no había órdenes concretas para tal caso, al menos no de manera oficial. Con el paso del tiempo, además, este dispositivo se llegó a perfeccionar tanto que, en los últimos años del genocidio, ni siquiera había soldados alemanes implicados en el momento de la muerte de los judíos, pues estos eran conducidos por sus propios compañeros a las cámaras de gas. Esto, a su vez, salvaguardaba a aquellos que custodiaban los campos, con mayor o menor responsabilidad, de posibles daños psicológicos, morales e incluso legales. Sucedía lo que Hannah Arendt llamó «la banalidad del mal».
En parte, esto es lo que permitió a los nazis crear un aparato administrativo basado en estructuras y órdenes, que omitían sobre el papel de manera específica su fin último, el exterminio de millones de personas. Tal como Arendt explica en Eichmann en Jerusalén (2016), esto se ocultaba mediante eufemismos tales como «reasentamiento», «evacuación», «transporte», «limpiar», «la solución del problema polaco», «última finalidad», «solución final del problema judío» o «solución final», entre muchos otros.
Heydrich llegó a un acuerdo con el alto mando del ejército alemán, en el que ambas partes aceptaron el principio de una total «limpieza, de una vez para siempre» de judíos, intelectuales polacos, clero católico y nobleza, aunque dejando sentado que, debido a la magnitud de la operación, en la que sería preciso «limpiar» a dos millones de judíos, estos debían primeramente ser concentrados en guetos. (Arendt, 2003, p. 132)
Estos eufemismos, órdenes y estructuras, a su vez, permitían a las personas implicadas no sentirse culpables por el trabajo que realizaban, del cual eran conscientes en último término. Algo que como ya sabemos, le sucede a la gran mayoría de las personas sujetas a alguna forma de autoridad, aunque ésta sea ficticia, tal como demuestran los experimentos realizados por Stanley Milgram, recogidos en su libro Obediencia a la autoridad (1980).
Es así como los nazis lograron crear una maquinaria perfecta diseñada para el holocausto que permitía a través de la autoridad y la ley, la omisión moral y psicológica de los responsables ante los actos que cometían, pues sólo «cumplían órdenes». Así es como se justificaba el propio Adolf Eichmann, artífice y responsable del entramado administrativo al servicio del Holocausto.
Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley. (Arendt, 2003, p. 83)
Hoy, en 2019, hay una nueva maquinaria al servicio del exterminio cuyos principales engranajes son una crisis climática, guerras, mafias y una fallida descolonización que ha sumido a los africanos en una terrible pobreza a causa de la explotación que hacen los europeos de sus territorios. Hoy, esa maquinaria arrastra a decenas de miles de personas a una gran cámara de gas llamada Mar Mediterráneo.
Al igual que sucedía con los nazis, quienes podrían auxiliar a las víctimas no lo hacen en base a una supuesta legalidad que ni siquiera lo es tal. Lo que obliga al Gobierno a justificarse a través de las órdenes que manifiestan como autoridad. Pero es más, a través de esta misma práctica autoritaria pretenden impedir que otras personas puedan salvar de la muerte a miles de emigrantes.
En estos momentos, Europa es el ejemplo absoluto de la «banalidad del mal», y ésta está tan normalizada que hay personas que ven bien que se deje morir a quienes no son otra cosa que víctimas del horror creado por Europa desde hace ya más de un siglo. Quizás, como los alemanes, algún día el actual Gobierno y otros grupos políticos y sociales se avergüencen de haber defendido sin tapujos que se deje morir a esta gente; tratando, además, de impedir que otras personas las rescaten. De facto, quienes defienden la postura que va en contra de salvar estas vidas, lo que promueven es que éstas sean víctimas de la maquinaria creada y puesta en marcha por Occidente desde tiempos de las colonias, y que desde entonces ha aniquilado a millones de personas en África. El problema es que este holocausto ya no sucede en lugares lejanos, sino a las puertas de casa. Es difícil, por tanto, sentirnos inocentes ante la clara evidencia de las muertes que llegan a hasta nuestras playas.
Por último, es importante resaltar que cuando gran parte del mando nazi fue procesado, la gran mayoría de los acusados pudo argumentar que no existían órdenes concretas para el “exterminio de los judíos” —y era cierto en gran medida—. Como se ha explicado antes, los nazis habían usado toda clase de eufemismos que evitaban que nadie pudiera decir que se había ordenado el “exterminio” del pueblo judío, a no ser que se hiciera un ejercicio argumentativo y a tenor de las pruebas físicas. Como hoy todos sabemos, los nazis fueron unos asesinos, aunque de manera patética y en el último momento trataran de defenderse con eufemismos, o justificándose en una jerarquía de mando.
En estos momentos, el Gobierno español, junto a otros gobiernos europeos, también usa eufemismos y se justifica en la ley, exigiendo una autorización para rescatar y negándose a hacerlo por ellos mismos de un modo que sea realmente eficaz, como demuestran las más de 35.000 muertes oficiales. Es verdad, que los gobiernos europeos no ordenan de manera expresa que se mate a los africanos dejando que se ahoguen en el mar —claro—, pero a tenor de las pruebas físicas y con muy pocas argumentaciones, los respectivos gobiernos, por omisión de su deber humano y moral, están matando a miles de africanos a día de hoy. Quizás, si algún día se lleva a juicio a las personas que actualmente favorecen este nuevo holocausto, acaben justificándose como Eichmann diciendo que ellas nunca ordenaron la muerte de nadie. Aunque me temo que eso nunca sucederá. Por tanto, nos toca a nosotros exigir lo que es justo.
Eichmann: En primer lugar, según él, la acusación de asesinato era injusta: «Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. (Arendt, 2003, p. 18)
Bibliografía:
Arendt, H. & Ribalta, C. (2003). Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Lumen.
Milgram, S. (1980). Obediencia a la autoridad, un punto de vista experimental. Bilbao, Spain: Brouwer.
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