domingo, 24 de mayo de 2020

Lawrence Durrell: Cuarteto de Alejandría: Justine (opiniones)

Lawrence Durrell: Cuarteto de Alejandría: Justine

Idioma original: inglés
Título original: Alexandria Quartet: Justine
Año de publicación: 1957


Es este un libro muy particular, o mejor, es una cuarta parte de un experimento literario muy particular: las cuatro novelas que componen el Cuarteto de Alejandría (Justine, Balthazar, Mountolive y Clea) componen un único universo narrativo, con un mismo conjunto de personajes y en un espacio común, la babilónica ciudad de Alejandría, en Egipto. De hecho, como el propio Lawrence Durrell explica en el prólogo, las tres primeras novelas de la tetralogía cuentan la misma historia desde tres puntos de vista distintos, mientras que la cuarta se sitúa seis años después y ofrece en cierto modo la conclusión de la trama. De hecho, esta experimentación técnica no solo aparece en el prólogo: también dentro de la novela se incluyen citas de otra novela ficticia que es, de alguna forma, un trasunto del propio Cuarteto de Alejandría.

Pero este juego de perspectivas no es lo único llamativo del Cuarteto de Alejandría o de esta primera novela de la serie: Justine es una obra hipnótica, laberíntica. Contada sin un orden cronológico, con saltos constantes en el tiempo en ambas direcciones, y sin apenas referencias cronológicas que permitan situar al lector, lo que ofrece es más un panorama de la decadente y sensual vida en Alejandría, que una trama propiamente dicha. El estilo lírico, sensorial y elíptico de Durrell, que exige inicialmente una cierta paciencia del lector pero que es un placer en sí mismo, también contribuye a esta sensación de estar leyendo más una fantasía que una ficción realista.

Esto no quiere decir que no haya una historia: en Justine se nos presenta la relación libre y abierta del narrador (un irlandés de nombre desconocido) con la dulce y simple Melissa, y con la ardiente y compleja Justine, una "judía histérica y decadente", como ella misma se describe en la obra, cuya capacidad para atraer a los hombres solo es superada por su capacidad de (auto)destrucción. Pero en realidad el argumento de Justine va mucho más allá del melodrama del triángulo amoroso: se nos habla también de Baltazhar, un judío obsesionado por la Cabala; del disoluto oficial consular Pombal, que le proporciona prostitutas sirias al narrador; de Nessim, el paciente marido de Justine... Un conjunto de personajes atrapados por la sensualidad y la confusión de Alejandría, incapaces de ser felices ni de encontrar un amor que no los destruya.

Quizás no añade mucho al disfrute de la novela, pero no estará de más decir que hay un trasfondo autobiográfico en la trama: Durrell vivió en Alejandría entre 1942 y 1945, y allí conoció a una joven judía, Eve Cohen (en la novela aparece un personaje llamado Cohen, que compite con el narrador por los favores de Melissa) con la que se casó en 1947 y tuvo una hija, Sappho Jane. También será útil recordar que Lawrence Durrell era amigo cercano de Henry Miller y Anaïs Nin: sus exploraciones de la sexualidad con un espíritu abierto y desinhibido (aunque con una estética mucho menos explícita) los sitúan en la vanguardia de la lucha contra el puritanismo de la época - un puritanismo, dicho sea de paso, que ha vuelto con fuerza en nuestros días transformado en lo "políticamente correcto"-.

Justine, la primera parte del Cuarteto de Alejandría, es una experiencia lectora prácticamente única: hermosa, sensual, difícil al principio pero progresivamente cautivadora, crea todo un universo de personajes y sobre todo un entorno urbano casi mítico que atrae y repele al mismo tiempo. Para vivir la experiencia literaria completa, imagino, habrá que leer la tetralogía completa; pero no toda de una vez, porque puede ser empalagosa; poco a poco, con tiempo, saboreándola...


P.D.: Sí, Lawrence Durrell es el hermano de Gerald Durrell, el de Mi familia y otros animales.

http://unlibroaldia.blogspot.com/2015/10/lawrence-durrell-cuarteto-de-alejandria.html




El cuarteto de Alejandría – Lawrence Durrell


El cuarteto de Alejandría - Lawrence Durrell‘El cuarteto de Alejandría’ es una tetralogía escrita por Lawrence Durrell a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. La intención del autor, como explica en la nota que abre «Balthazar», el segundo de los libros, es construir una serie de novela que se desplieguen en el espacio sin constituir una serie; obras que se complementen unas a otras, entretejiéndose en una relación puramente espacial, sin referencia temporal alguna. Eso es lo que Durrell hace con los tres primeros volúmenes, mientras que el último sí que se revela como un sucesor de los anteriores y utiliza el tiempo (narrando hechos posteriores a los ya mostrados) para tejer una imagen última —que no definitiva— de los protagonistas. Enseguida vienen a la mente los trabajos de Proust, por ejemplo, que también trataban de jugar con el tiempo para ofrecer un retrato más fidedigno, más completo, de los personajes; no obstante, ‘El cuarteto de Alejandría’ se apoya en el recurso del espacio-tiempo, acumulando facetas de los diferentes caracteres como si fueran capas de una cebolla que el lector va descubriendo a medida que avanza la lectura.
El resultado es sorprendente y muy bello, si bien el propósito último de Durrell dista de ser tan perfecto como ambicionaba. En palabras de Pursewarden, uno de los protagonistas, se podría «ensayar un juego con cuatro cartas en forma de novela; atravesando cuatro historias con un eje común, por así decir, y dedicando cada una de ellas a los cuatro vientos. Un continuum, por cierto, que comprendiera no sólo un temps retrouvé sino también un temps delivré». Ese continuum que Durrell persigue no es tan sólido como debiera, ya que las facetas de los personajes son desveladas de un modo demasiado arbitrario y abusando del efecto sorpresa. Con todo y con eso, la hermosura de una prosa que se crece a la hora de describir la ciudad de Alejandría y que ofrece unos retratos bellísimos de las personas ayuda a que el lector pase por alto esos defectos y se embarque en una historia de amor tan sencilla y manida como bien resuelta.
La historia da comienzo con «Justine», en la que ejerce de narrador el nunca nombrado Darley, un escritor frustrado que trabaja como profesor en la Alejandría previa al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Retirado a una isla del Mediterráneo, recrea sus recuerdos en un manuscrito que está teñido de su absoluta, pero inconsciente, subjetividad. Su visión es única, quizá fruto del amor por Justine y la ‘ceguera’ autoinfligida que le provoca, aunque el lector (como él mismo) no lo perciba así; los personajes a los que trata (Nessim, un poderoso empresario, marido de Justina; Pursewarden, otro escritor de más éxito, mezquino y arrogante; Melissa, su enferma amante alejandrina) son casi inocentes, puros, unidimensionales. Su frustrada —y frustrante— historia de pasión está repleta de lagunas que Darley se esfuerza por entender, pero que rellena con suposiciones, con intuiciones fruto de su desconocimiento del pasado y de los seres humanos.
Ese desconocimiento se palia un tanto en la segunda novela de la serie, «Balthazar». El comentario que Balthazar, médico y cabalista, hace del manuscrito que recibe de Darley (es decir, el primer libro: «Justine») abre los ojos de éste a facetas nuevas de la historia (aunque hay detalles que fueron omitidos ex profeso en el primer libro, por lo que no todo es visto bajo una nueva luz). Los propósitos de personajes ya conocidos cambian sustancialmente: Darley recibe esas revelaciones y comprende que ciertas acciones no eran lo que parecían. Justine se revela no ya como una mujer adúltera, sino como una hábil manipuladora; también Nessim parece tener intereses desconocidos, mucho más allá de los simples celos, ya que se insinúa una conspiración contra los intereses británicos y franceses en Alejandría. Pursewarden se convierte en un ser desdichado y sensible, profundo conocedor del alma humana, con una coraza de cinismo que le protege contra el sufrimiento que ve a su alrededor. Tan atractivo resulta que se descubre que era amante de Justine al mismo tiempo que Darley, aunque éste se niegue a comprender esos nuevos matices de su personalidad que Balthazar le ofrece.
Será en «Mountolive», la tercera parte de la serie, cuando el lector comience a hacerse una idea más o menos completa de las múltiples tramas que Durrell ha ido tejiendo en los anteriores libros. El estilo cambia en esta novela: de la primera persona pasamos a una tercera bastante personal, que nos revela facetas desconocidas tanto por el Darley narrador de los dos anteriores libros como por muchos de los participantes en este palimpsesto literario. Justine y Nessim se descubren como dos seres solitarios, ávidos de poder y con unos escrúpulos muy personales para conseguir sus fines. Es ahora cuando el lector entiende que Justine no engañaba a su marido con uno u otro amante, sino que ambos trabajaban en pro de un objetivo mayor (y muy mundano, por otra parte). El Mountolive que apenas aparecía en el segundo libro y del que se desconocía casi todo se convierte en el protagonista principal, si bien actúa en realidad como eje alrededor del cual se suceden los acontecimientos que el lector ya conoce (es decir, los relatados en los anteriores partes) y a los que dota de nuevos matices. Pursewarden, por ejemplo, resulta ser un hombre atormentado por el amor que siente hacia su propia hermana, y su suicidio (que había sido visto como fruto de una personalidad frágil y desequilibrada) es una maniobra desesperada para no tener que elegir entre dos hombres a los que respeta y aprecia. El mismo Darley aparece aquí como un hombre gris, algo perdido en el laberinto social y diplomático que es Alejandría; algo que el lector ya intuía desde el principio, si bien ahora se confirma con creces.
En «Clea», la novela que cierra la serie, de nuevo regresa el Darley narrador. La historia, esta vez, avanza en el tiempo y no continúa aportando nuevas visiones, sino que refleja los diferentes caminos que toman cada uno de los protagonistas. Acabada la guerra, Nessim trata de rehacerse de sus frustrados planes conspirativos, mientras que Justine es encerrada en su propia residencia por el apoyo que proporcionó a su marido. Mountolive abandona Alejandría con la hermana de Pursewarden, ambos heridos de amor y unidos por ese sentimiento de renuncia y culpa. Darley descubre su propio amor por Clea, una joven pintora que sirvió como enlace para todos los protagonistas de esta gran historia, pero también comprende que ese amor no es sino un sustituo de su gran amor por el arte, como ella misma —y las terribles circunstancias— se encarga de mostrarle.
En realidad, como decía más arriba, Durrell traza varias historias que sólo hablan de amor, si bien se enmarcan en un contexto en el que otras tramas se mezclan y otros personajes intervienen decisivamente: Pombal, Scobie, Naruz, Leila… Esas diferentes visiones sobre la pasión proporcionan el sustento de la cuatrilogía, su alma, y el lector descubre enseguida que las motivaciones de los personajes no son más que reflejos de sus pulsiones amorosas; el amor, parece decir Durrell, es lo que pone en movimiento muchas de nuestras acciones, muchos de nuestros deseos.
El resultado final es una hermosa historia que se desarrolla en un marco aún más hermoso, poblado por personajes entrañables y reales. Las facetas que el autor introduce poco a poco en las diferentes partes contribuyen a ese efecto, aunque sea la propia fuerza de la narración y de los protagonistas lo que levanta la obra de verdad. Como dije, el propósito último de Durrell no se cumple al cien por cien, ya que el continuum al que aspiraba se rompe por la inherente cualidad fantástica de la novela (la suspensión de la incredulidad, en este caso, funciona en contra del escritor); sin embargo, la potencia humana de sus creaciones supera cualquier intención formal. ‘El cuarteto de Alejandría’ termina por ser una magna obra de arte capaz de embelesar a cualquier que se aventure en su lectura.
Más de Lawrence Durrell:

La aventura interior en tiempos de encierro

  • Yo he vuelto a El cuarteto de Alejandría para no enfermar y para volverme un poco cursi y un mucho romántico, ahora que ya no se puede
  • Aparte de las críticas que recibió la obra, muchas laudatorias, algunas inclementes, Durrell consiguió tocar algo en la fibra de sus lectores

Publicada el 03/04/2020 a las 06:00

La aventura interior en tiempos de encierro

  • Yo he vuelto a El cuarteto de Alejandría para no enfermar y para volverme un poco cursi y un mucho romántico, ahora que ya no se puede
  • Aparte de las críticas que recibió la obra, muchas laudatorias, algunas inclementes, Durrell consiguió tocar algo en la fibra de sus lectores

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En estas semanas de encierro, el retorno a nuestros clásicos particulares se vuelve natural. Algunos libros nos acompañan toda la vida y nos llaman a una relectura de tanto en tanto. Ahora, parece indudable, la cuarentena obliga, y uno de esos libros podría ser El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Cuatro novelas, en realidad, que pesan tanto que su autor, tras el cierre que supuso en 1960 la publicación de la última, Clea, no volvió a levantar cabeza, aunque sí que rentabilizó su éxito y le permitió un retiro bien repleto de vino en el Sur de Francia. Durrell nunca más volvió a llegar a las cotas de poeticidad (bien entendida) y emoción que alcanzó en El cuarteto. Especialmente dramático tuvo que ser para el él la escritura de El Quinteto de Avignon (1974-1985), donde se nota al novelista intentando una y otra vez (hasta cinco) escapar en vano del mundo y los personajes de la Alejandría que noveló en su célebre tetralogía. De ella se han dicho tantas cosas que es difícil decir algo nuevo. La novela de Alejandría, el mejor tratado del amor moderno, la experiencia más radical en el perspectivismo narrativo... Todo eso está muy bien… para un teórico de la literatura, pero ¿qué sigue atrapando al lector en estas novelas, una de las empresas narrativas más fascinantes del siglo XX? No puede haber una sola respuesta.
Hubo un tiempo en que los experimentos novelescos tuvieron su público, ansioso de novedad formal, un público que fue incluso razonablemente numeroso desde mediados de los sesenta hasta finales de los ochenta del pasado siglo. Pero eso no basta para entrar en la posteridad, como no le bastó a muchas novelas experimentales de esa época (que, por otra parte, convendría revisar en estos tiempos de banalidad institucionalizada), para remontar los años sin mengua. Probablemente sea una conjunción de factores afortunados lo que llegó a convertir un experimento en un (modesto) best-seller internacional (una vez me dijo Rodrigo Fresán que los best-sellers de ahora ya no son como los de antes). Era el tiempo del culto a la inteligencia, asunto que el mercado literario parece en vías de olvidar y hasta se permite ridiculizar, sí, en estos tiempos, en estos mismos cuando el rey dinero del neoliberalismo parece incapaz de sentir nada por los otros que sufren o que sirven a los que sufren en las UCIs de medio mundo (el otro medio ni siquiera las tiene), de tan ocupado como está en mirar si entra alguna moneda en su bolsillo. Era el tiempo del culto a la inteligencia, sí, y en El cuarteto hay mucho de eso, pero también de un neorromanticismo que entonces no estaba de moda y ahora parece que vuelve por sus fueros. En cierto modo, Durrell se adelantó al gusto futuro, aunque no tuvo que esperar la gloria póstuma.
El experimento, contar la misma historia desde cuatro puntos de vista diferentes y desde momentos ligeramente distintos en el tiempo, era en sí mismo fascinante, pero podría haber dado lugar a un ladrillo insoportable. No fue así, quizá porque Durrell aún era un hombre inocente, creía en el amor apasionado, sin límites y sin finales felices, al modo romántico, ya digo. Cuando imaginó la primera novela del Cuarteto, quizá la más arrebatadora, la historia se le hizo tan sabrosa que supo al instante que no podría abandonar el mundo decadente de la Alejandría de los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial ni aquel pequeño universo de seres puros que, como dicen que dijo Rimbaud, tocaban el cielo con los dedos, porque antes se habían metido hasta el cuello en el barro. O eso pienso yo, que hablo como lector y no como teórico de la literatura, porque cuando el yo-lector (tan inocente como Durrell si cae de bruces en esta tetralogía, pues así lo modelan, con mano maestra, los narradores que se encargan del cuento) se topa con Justine, uno de los caracteres más memorables de la narrativa de la segunda mitad del siglo XX (y de lo que llevamos del XXI, por lo que se puede leer), es imposible que no quede absolutamente enamorado de su misteriosa sensualidad y de su extraña inclinación a la tragedia, de lo que podríamos llamar sin mentir su "sucia pureza". La llamada del abismo está presente en todas las decisiones (¿erradas?, según se mire) de ese enigma que es Justine, uno de esos personajes fascinantemente complejos, y con ella caemos los lectores a las puertas del infierno sin quemarnos más que la punta de los dedos.
No, no se podía dar cuenta de Justine en solo una novela, la primera de la tanda que lleva su nombre fue publicada en 1957; si no es la mejor de las cuatro (eso va con el gusto de cada crítico) es desde luego la que marca toda la tetralogía, porque de ella depende que el lector entre en el mundo de ficción y no quiera salir. La crítica de su tiempo la recibió con buenas esperanzas y las que la siguieron tuvieron diversa fortuna, según se acercaran más o menos a esta Justine que no quiere acabarse en su última página. ¿Cómo seguir ahondando, sin escribir una novela río? Puede que esto pensara Durrell cuando planeaba la novela, puede, y quizá fue entonces cuando se le ocurrió que merecía la pena que cada uno de los que tuvieron algo que ver en la vida de Justine contara la manera en la que ellos la veían, la amaban, la juzgaban. Justine, hasta en su encierro final (coincidencias) es un personaje tan libre, tan dueña de sí misma, que la pacatería o el imparable deseo (generalmente iban juntos) de quienes la rodeaban y querían poseerla, sin poder tenerla del todo, la hacían objeto de juicio.
Darley, un triste profesor de inglés, con la ayuda de los diarios del escritor suicida Pursewarden, es quien arma el cañamazo narrativo, refugiado, confinado (como nosotros) en una isla griega durante los años previos al estallido de la guerra. En los ratos perdidos, que son casi todos, escribe una novela sobre los amigos que dejó atrás en Alejandría, sobre la dulce Melissa, sobre el gordo vividor Pombal, sobre el estirado Mountolive, sobre el maestro gnóstico Balthazar, sobre el acaudalado Nessim, sobre la hermética Clea y, claro, sobre la mujer alrededor de la que giran todos en el tiovivo de Alejandría, Justine, además de secundarios de lujo como el barbero Mnenjiam o el policía británico Scobie viciosamente encargado por el gobierno egipcio como agente de la brigada antivicio. Todos ellos personajes atrapados por alguna pasión de la que no pueden escapar: el amor, el poder, el deber, la joie de vivre, el deseo, la atracción por el mal, la búsqueda de la inocencia perdida...
Pero Darley es un hombre que solo ve una parte del mandala Justine. Balthazar es quien primero se compadece del ingenuo joven inglés y le proporciona la segunda novela, que, obviamente, lleva su nombre. Hombre de secretos, le devuelve a Darley su manuscrito de Justine profusamente anotado con sus comentarios. He aquí el material de la segunda novela, publicada en 1958. El lector empieza a descubrir la inocencia de los dos primeros narradores, Darley-Pursewarden, y la personalidad de Justine se torna más de carne y hueso, la diosa se hace mujer. Mountolive (1958) es la tercera parte de la entrega, la novela más convencional, narrada en tercera persona (el resto de la serie combina diversos narradores para contarnos desde ángulos distintos la historia), es la que dota a una tetralogía sobre el amor neorromántico, de una dimensión más realista y se centra en el contexto político y en las intrigas de las potencias europeas en la Alejandría de Nessim y Justine. Comprendemos de nuevo que algunas de aquellas decisiones de Justine (¿erróneas?, no) tenían un sentido que iba más allá de su capricho o de su entrega a la seducción y al goce de los sentidos. Clea (1960) cierra la serie y con ella acaba el encierro de Darley que vuelve a Alejandría bajo las bombas que amenazan sus extraño paraíso egipcio. O no, no es un paraíso, Alejandría es paraíso e infierno al mismo tiempo, el purgatorio está en la isla griega donde Darley paga sus pecados y El cuarteto no es sino una pequeña, modesta otra vez, réplica contemporánea de la Divina Comedia en una época de dioses caídos.
Aparte de las críticas que recibió la obra, muchas laudatorias, algunas inclementes, Durrell consiguió tocar algo en la fibra de sus lectores que solo el tiempo nos ha terminado por desvelar: nuestro corazón, así es de evidente su arrebatado neorromanticismo. Todos queremos amor, todos queremos aventura, todos queremos embobarnos con la contemplación de un paisaje luminoso y perderlo para echarlo de menos (y así tenerlo para siempre dentro de nosotros), todos queremos que la tragedia nos despierte de la aburrida vida cotidiana, pero ninguno queremos ser más que los que cuentan lo vivido, los supervivientes. Eso es El cuarteto de Alejandría, la historia de los supervivientes de una época que ya no será más (obsesión muy característica de gran parte de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo XX) y Durrell la cuenta casi al límite de la cursilería, arriesgando (pero no demasiado), dejando que el corazón domine la cabeza y que el experimento tenga vida y no solo inteligencia.
El amor apasionado que ya no será más, no "un tratado sobre el amor moderno", como le gustaba presumir al autor, la pérdida, el hueco vacío, lo que estuvo y ya no está, la nostalgia… Ni siquiera Justine será la Justine de la primera novela de la serie, cuando el lector cierre las páginas de Clea, nada que ha sido vuelve a ser en otro tiempo otra cosa que un sueño o un recuerdo que nos llena de melancolía al tiempo que nos descansa por seguir pudiendo recordarlo. Pero ese comienzo de la serie (coincidencias), me ha llevado a recordar mis lecturas de años atrás, por la misma razón que puede llevarles a ustedes, a todos nos parece cercano ahora: "Me he refugiado en esta isla con algunos libros y la niña, la hija de Melissa. No sé por qué empleo la palabra 'refugiado', los isleños dicen bromeando que solo un enfermo puede elegir un lugar perdido para restablecerse. Bueno, digamos, si se prefiere, que he venido aquí para curarme…". Yo he vuelto a El cuarteto de Alejandría para no enfermar y para volverme un poco cursi y un mucho romántico, ahora que ya no se puede.
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Carlos Serrato es escritor y profesor de Literatura

Las mejores novelas de la Historia (XI)

Una atmósfera densa, colorida y elegante, hacen que la lectura de ‘El cuarteto de Alejandría’ sea amena, fácil. Es la historia de una fascinación, un relato lleno de personajes divinos, míticos, poderosos. Esa es una de las mejores novelas escritas de todos los tiempos


Lawrence Durrell. / El Correo

Compuesto por cuatro novelas separadas e independientes: Justine, Clea, Balthazar y MontouliveEl Cuarteto de Alejandría es un monumento literario, una de las grandes obras maestras de la literatura de todos los tiempos que se proyecta con fuerza sobre toda la narrativa del siglo XX.
Caso único, las cuatro novelas cuentan la misma historia que se desarrolla ante nuestros ojos de manera hipnótica desde el punto de vista de cada uno de sus personajes, como un complejo puzle que se forma en nuestra cabeza y que va consolidando con cada línea una atmósfera decadente y poderosa en la que los protagonistas son indiferenciadamente Justine, una enigmática mujer llena de secretos y Alejandría, la ciudad a la que encarna. La gran Alejandría de los años treinta, capital del mundo, donde se hablaban cinco idiomas y se practicaban todos los cultos. Una ciudad oculta, subterránea, secreta, eterna, condenada a desaparecer y al mismo tiempo a vivir para siempre.
Las mejores novelas de la Historia (XI)
Ilustración del estuche que contiene los cuatro relatos que componen ‘El cuarteto de Alejandría’. / El Correo
La escritura de Lawrence Durrell es intensa y se va formando por superposición, cuando la ciudad y los personajes se influyen, cambian y su espíritu va creciendo hasta llenar cada página. Es una descripción de la ciudad a partir de cada uno de sus personajes y de los personajes a través de las mutaciones de la ciudad.
Una novela que parece encerrar una clave oculta y que nos inquieta profundamente a la vez que nos hace testigos de un mundo que se desvanece.
Un análisis del amor y de la sensualidad.
El Cuarteto es una obra imprescindible, capaz de cambiar la visión de la literatura y del mundo a quien se adentre entre sus páginas.

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