La única investigación fértil es la excavatoria, la inmersiva, una contracción del espíritu, un descenso. El artista es activo, pero en sentido negativo, condensando la nulidad de los fenómenos extracircunferenciales, ahogándose en el núcleo del remolino 24. Este texto está tomado de la monografía de Beckett sobre Proust (1931), pero no se refiere a Proust y tampoco a Joyce, una presencia escondida e innombrada. Lo que oímos es un extraordinario reconocimiento propio y la profecía de la obra posterior, más importante, de Beckett: la trilogía (Molloy, Malone muere, E l innombrable), Cómo es, Fin departida y La última cinta de Krapp. En estas excavaciones, contracciones, inmersiones y descensos Beckett permanece dentro de la circunferencia del yo y descubre su genio para la negación. Su afinidad genuina es con Kafka, el rival maestro de la negativa. ¿Tiene corazón un remolino? Prácticamente todos los protagonistas de Beckett se parecen al cazador Graco de Kafka, cuyo barco de muerte carece de timón. Krapp enciende la última cinta y admite que perdió la felicidad pero sigue exultante por el fuego en su interior. La energía negativa, tanto en Beckett como en Kafka, se remonta a la aterradora Voluntad de vivir de Schopenhauer, que busca ciegamente engendrar vida para seguir adelante cuando no es posible seguir adelante. Así es Pozzo en Esperando a Godot: “ Dan a luz a horcajadas sobre la sepultura, la luz brilla un instante, y de nuevo se hace de noche” . El pesimismo cósmico de Schopenhauer nos permite asociarlo con el budismo, por una parte, y con el gnosticismo, por la otra. Para Beckett su protestantismo era una mitología muerta, pero su sensibilidad siguió siendo oscuramente protestante. Si el remolino tuvo un corazón, este fue el protestantismo vaciado de fe y de esperanza, pero no de caritas.
Samuel Beckett 1906 | 1989 el genio de Beckett es el de quien llega tarde y es exquisitamente consciente de ello. En la tradición europea -a la cual se unió al escribir gran parte de su primera obra en francés-, es el heredero de James Joyce y de Marcel Proust y, en menor medida, de Kafka. En la tradición angloirlandesa protestante, vino después de su amigo, el pintor Jack Butler Yeats, y su hermano, el poeta y dramaturgo William Butler Yeats. Podría decirse que entre Joyce -una especie de hermano mayor de Beckett- y Proust -sobre quien escribió una monografía sobresaliente- completaron el desarrollo de la novela europea como género artístico. Ulises, Finnegans Wake y En busca del tiempo perdido llevaron la tradición hasta el límite. La trilogía de Beckett -Molloy, Malone muere, El innombrable— se las arregla para ir un paso más allá y sin embargo a Beckett no lo alcanzó la posmodernidad, ese término tan inadecuado. El teatro de Ibsen, Pirandello y Brecht también llega a una conclusión en las tres grandes obras de Beckett: Esperando a Godot, Fin de partida, La última cinta de Krapp. Después de Beckett hay que regresar al pasado literario —y nuestras intenciones no importan-. Representa la perfección de lo que quizás empezó con Flaubert y que ya no tuvo más futuro después de Cómo es y La última cinta de Krapp. Pero la conclusión de Flaubert, o de Proust, o incluso de Kafka, no me interesa tanto como la culminación de James Joyce en Beckett. Aunque Murphy (compuesta en 1935-36 y publicada en 1938) es la obra de un hombre que se acerca a los treinta y que se encuentra bajo la influencia de Joyce, sigue siendo una novela genial y es el libro más gracioso de Beckett. Las grandes novelas cómicas son escasas; me divertí mucho leyendo Murphy por primera vez hace más de medio siglo y sigue haciéndome feliz, razón por la cual me referiré a ella aquí. Recuerdo haberla comparado con una de las primera comedias de Shakespeare, Trabajos de amor perdidos; ambas son festines de la lengua. Como Shakespeare, Beckett descubre toda la gama de sus recursos verbales y por primera vez les permite desplegarse lascivamente. Beckett escribió Murphy en Londres, mientras se psicoanalizaba tres veces a la semana y disfrutaba y padecía su soledad. Leída desde Watt, la trilogía, y Cómo es, Murphy es una novela asombrosamente tradicional, escrita en inglés -en el inglés de James Joyce, para ser precisos-. Era un libro a partir del cual Beckett debía progresar y desarrollarse, pero muchos lectores comunes y corrientes sienten que algo muy valioso y bello se perdió para siempre. Beckett no habría podido quedarse ahí, pero atesoro mi vieja copia de Murphy forrada en tela, comprada y leída en 1957. La alegría y la frescura de releerlo no ha disminuido con los años. Sólo Beckett podría basar la estructura de una novela tan salvaje como Murphy en los procedimientos de Jean Racine, cuyas obras el joven académico Beckett había enseñado con entusiasmo. Los personajes de Racine están gobernados por fuerzas inevitables, como los de Murphy. Es un salto en el tiempo y en el espacio desde la corte de Luis xiv hasta el Londres y el Dublín de mediados de los treinta, pero el joven y ágil Beckett se deleitaba con esas incongruencias. También se divirtió diseñando su vulgar historia con una base metafórica: Baruch Spinoza y Joyce son los genios conductores de Murphy. Murphy sustituye el amor a Murphy con el amor intelectual a Dios de Spinoza, y toda la novela vibra con el más elocuente de los principios de Spinoza (y la menos americana de todas las doctrinas), según el cual deberíamos aprender a amar a Dios sin esperar su amor a cambio. Murphy, deliciosamente anticuada, recurre a un narrador que no duda en interrumpir y en interpretar mientras que el pobre Murphy, el protagonista, se muestra falto de voluntad. Murphy es (una especie de) héroe spinozista a merced del narrador raciniano. Y sin embargo el narrador es muy joyceano y refleja los esfuerzos que Joyce hace en Ulises para distanciarse tanto de Stephen como de Poldy. En Murphy, una farsa maravillosamente bulliciosa, Beckett lucha por distanciarse de su protagonista. James Knowlson, su mejor biógrafo, lo expresa así en Damned to Fame (1996): Sobre todo, Murphy expresa, de manera radical y con un perspicaz enfoque, ese impulso a sumergirse en sí mismo, a la soledad y a la paz interior cuyas consecuencias Beckett estaba tratando de resolver en su propia vida personal a través del psicoanálisis. Así como Joyce puede desprenderse de Stephen pero no de Poldy (a pesar del arte y del esfuerzo), Beckett tuvo que admitir que se había involucrado demasiado en la muerte de Murphy; hubiera deseado “ mantener a los muertos bajo control y continuar tan campante y terminar tan brevemente como fuera posible. Escogí esta opción porque me pareció que era la más consistente con el manejo general de Murphy, con una mezcla de compasión, paciencia y burla” . Beckett sabía que esto no funcionaría y por eso sigue siendo el sobreviviente de Murphy o, más bien, un Murphy que sobrevive. Pero preferimos el sabor del personaje y de su libro; he aquí el espléndido primer párrafo:
El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo. Murphy lo evitaba, sentado, como si estuviera libre, en un pasaje del West Brompton. Allí, durante algo así como seis meses, había comido, había bebido, había dormido, se había vestido y desnudado, en una jaula de tamaño mediano orientada al noroeste y que dominaba un ininterrumpido panorama de jaulas de tamaño mediano orientadas al sudeste. Pronto tendría que arreglárselas de otro modo, porque el pasaje estaba condenado a la demolición. Pronto tendría que empaquetar y empezar a comer, a beber, a dormir, a vestirse y desnudarse, en un ambiente del todo extraño25.
La primera frase es famosa y Murphy tampoco se libra. Siete bufandas lo atan a su mecedora. ¿Cómo se las arreglará para eludir su corazón? “ Una vez revestido y en libertad de funcionar, era como Petrushka en su jaula” . Se nos cuenta que Murphy estudió recientemente en Cork con el gran pitagórico Neary, uno de los atractivos del libro -e l otro es su discípulo, W ylie-. También son adorables Celia, la puta irlandesa enamorada de Murphy, y su abuelo paterno, Willoughby Kelley. M urphy -com o Beckett, que en ese momento tuvo que someterse a la exigencia de su madre de conseguir un empleo bien remunerado- es presionado por Celia para que haga otro tanto, pero con resultados nulos, hasta que amenaza con partir. Su propia perdición empieza cuando cede a las pretensiones de Celia, como lo averiguamos retrospectivamente. Antes de la decadencia, Beckett nos lleva a la heroica Oficina Postal General en Dublín, donde M acDonagh y MacBride, y Connolly y Pearse, y sus compañeros igualmente martirizados se resistieron a Gran Bretaña por última vez. Después viene la escena en la cual el maestro pitagórico Neary, enloquecido de amor, intenta romperse la cabeza contra las nalgas de la estatua yacente del héroe celta Cuchulain. Su discípulo Wylie lo rescata de las garras de la Guardia Civil alegando locura y conduce al sabio a un bar subterráneo donde lo revive con brandy. Entonces nos cuenta de su desesperación erótica:
En cuanto miss Dwyer, desesperando de recibir las mercedes del teniente de aviación Ellman, dio a Neary toda la felicidad que un hombre puede desear, se confundió ella con el fondo frente al cual había destacado tan placenteramente. Neary escribió a herr Kurt Koffka requiriendo una explicación inmediata. No había recibido todavía respuesta26.
La esencia de Beckett es esa piedra de toque cómica, así haya refinado posteriormente su arte con gran complejidad. Desilusionado por esta asimilación del personaje con el suelo, Neary se enamora de la señorita Cunihan, que anuncia su fidelidad a Murphy, quien se encuentra en Londres. Muchos infortunios después, cuando ya nadie está enamorado de nadie, el espléndido trío formado por Neary, Wylie y la señorita Cunihan se traslada a Londres donde conocen a Celia, y todos juntos van a identificar los restos calcinados de Murphy, víctima (para llamarlo de alguna manera) de un incendio en el asilo donde trabajaba de asistente. Pero la trama no es importante en Murphy, donde el lenguaje lo es todo. ¿Quién podría olvidar “las nalgas calientes y untadas de mantequilla de la señorita Cunihan” ? Y, de entre todas las alusiones a la doble amonestación de San Agustín de no desesperar y tampoco exultar, dado que uno de los ladrones se salvó y el otro se condenó, ¿qué puede ser superior al sermón pitagórico de Neary?
—Siéntense los dos frente a mí -dijo Neary—, y no desesperen. Recuerden que no hay ningún triángulo, por obtuso que sea, que carezca de una circunferencia que pase por sus tres malditos vértices. Y recuerden también que un ladrón se salvó27.
James Joyce era un gran admirador de Murphy, hasta el punto de que se sabía de memoria el magnífico párrafo de la penúltima sección en el que las cenizas de Murphy se riegan en el piso de la taberna:
Unas cuantas horas más tarde, Cooper extrajo el paquete de cenizas de su bolsillo, donde lo había guardado para más seguridad, y lo arrojó con ira a un hombre que lo había ofendido gravemente. El paquete rebotó, estalló, cayó de la pared al suelo, y allí se convirtió en seguida en objeto de muchos dribblings, pases, despejes, mareajes, desmarcajes e incluso obediencias al reglamento. A la hora de cerrar, el cuerpo, la mente y el alma de Murphy estaban liberalmente repartidos por el pavimento del salón; y antes de que otra aurora tiñera de gris la tierra habían sido barridos con la arena, la cerveza, las colillas, los vidrios, las cerillas, los escupitajos, los vómitos28.
El vigor de este párrafo es maravilloso y terrible. Beckett expió su demora añadiendo su Purgatorio al Infierno de Kafka. Los dos, Kafka y Beckett, son responsables de dos tercios del Dante del siglo xx, y eso es todo lo que podían darnos en una época en la que el Paraíso ya no se podía componer.