Media docena de lanzamientos recientes, desde Stiglitz a Voroufakis, analizan los problemas de un sistema económico que amplía la desigualdad, impulsa el cambio climático y es alérgico a la regulación
Miguel Ángel García Vega
El ser humano lleva unas 400.000 generaciones sobre la Tierra. Ha contemplado 3.650 millones de amaneceres. Pero es su capacidad de formularse preguntas y dudar la que le ha permitido avanzar hasta viajar a las estrellas. El capitalismo parece que se aferrara a su mejor oxímoron: una invencible derrota. Sin embargo, no puede escabullirse de cuestiones básicas. ¿Es la manera en la que hemos crecido la que nos ha llevado a la crisis actual, o el crecimiento en sí tiene límites en un mundo con recursos finitos? ¿Será la innovación el motor del desarrollo o necesitamos pensar nuevas formas de consumir? ¿Resulta posible confiar en que las mismas empresas que han multiplicado el cambio climático y la desigualdad nos curen de todos los males? ¿Puede la rentabilidad coexistir con la justicia económica y la sostenibilidad? Media docena de libros nuevos, que coinciden en la mesa de novedades anglosajona, buscan una respuesta. Sobre todo a estas dos últimas cuestiones. Que abarcan desde un “sí” con matices a un rotundo “no” en un callejón oscuro.
The Road to Freedom (del Nobel de Economía Joseph Stiglitz), Capitalism and Crisis (Colin Mayer), Climate Capitalism (Akshat Rathi), Venture Meets Mission (Arun Gupta, Gerard George y Thomas J. Fewer), Slow Down (Kohei Saito) o Tecnofeudalismo (Yanis Varoufakis), con versión española, revisitan un sistema económico que hace aguas y tiene que ser soldado continuamente para no hundirse. The New York Times titulaba: “En un mundo que se calienta, las existencias de energías limpias caen mientras prospera el petróleo”. Y el subtítulo dejaba la embarcación a la deriva: “El mercado se centra en ganar dinero y no presta atención a las advertencias urgentes sobre el cambio climático”. Después llegaron los sucesivos récords de ganancias astronómicas de los grandes conglomerados fósiles españoles y extranjeros.
Esa biblioteca del capital se divide entre quienes tienen (aún) esperanza y quienes parecen darlo (todo) por perdido. Que nadie busque en esas miles de páginas equidistancia. O flotamos o nos hundimos. Las grandes corporaciones y los inversores están más preocupados por sus ingresos que por el bien público, según sus críticos. “Cualquier sistema económico basado en empresas privadas con ánimo de lucro explotará, por diseño, a los seres humanos y a la naturaleza”, avisa el exministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis (editorial Random House). “Está en la naturaleza del hombre. Y también habita en la naturaleza de los capitalistas y sus defensores pretender que no puede ser de otra manera. Que se debe a la naturaleza… humana”. Esa idea de beneficios también ha impregnado los planes de estudio de los estudiantes americanos. Los líderes financieros utilizaron la formación como una especie de dogma religioso para conseguir ganancias económicas. En The Alternative, del escritor neoyorkino Nick Romeo, se lee: “Ninguna ley económica nos obliga a crear productos baratos o empresas rentables pagando a los trabajadores tan poco que no puedan permitirse una vida decente. Esta sociedad necesita regresar a la “acción moral”.
El concepto de lo “moral” siempre ha sido un eje en el pensamiento del premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz. En The Road to Freedon (La carretera hacia la libertad) califica la desigualdad como una de las mayores formas de “falta de libertad”. A cambio propone un “capitalismo progresista” para “equilibrar las expansiones de libertad de algunos y las reducciones de otros”. Varios colegas utilizan adjetivos como “verde”, “ético” o de los “stakeholders”. Todo menos hundir el barco y diseñar uno nuevo. Su receta: regulación, inversión e impuestos gubernamentales sólidos. La responsabilidad recae en el Estado antes que en el sistema. “Los gobernantes fascistas y autoritarios han surgido de la incapacidad del Gobierno para hacer lo suficiente, no de un Gobierno que hace demasiado”, critica.
Stiglitz parece que recupera un neokeynesianismo al que tal vez la nieve hace mucho tiempo que sepultó. Quizá se olvida de la historia rusa y su estepa; y de Karl Marx. El marxista japonés Kohei Saito vendió, durante la pandemia, en su país, medio millón de copias de un libro improbable. Slow Down (editorial Astra), publicado en inglés en 2024. Despacio. Una reivindicación de crecer y producir menos, consumir lo mínimo, dedicar más tiempo a la vida, recuperar la justicia social y vivir dentro de los límites planetarios. “El decrecimiento no es simplemente una teoría abstracta”, observa. “La economía está estancada en la mayoría de los países desarrollados. La competencia implacable por la mano de obra y los recursos baratos profundizará la división entre el Norte Global y el Sur Global. El decrecimiento tiene como objetivo transformar nuestro sistema económico del beneficio al bienestar y la atención. Este cambio es un imperativo si los humanos queremos sobrevivir en este planeta en llamas”. La revolución —augura— resulta necesaria. El capitalismo ético y el capitalismo verde son ilusiones. De poco sirve, por ejemplo, introducir un impuesto al carbono.
Los conceptos éticos y verdes se marchitan. Y otro economista escribe, aunque con matices, desde ese callejón oscuro. “Necesitamos una reforma masiva [del sistema capitalista]”, reflexiona Colin Mayer, profesor emérito de la Universidad de Oxford. En la mesa de novedades alguien ojea las 336 páginas de Capitalism and Crisis (editorial OUP Oxford). Capitalismo y crisis. Pero su respuesta pasa por el latín. Profits (beneficios) proviene de “avanzar” y “prosperar”. “Muchas empresas crean problemas, sin embargo las ganancias deben llegar de solucionarlos”, subraya el docente. También carga contra el concepto de propiedad, el latido del capitalismo. “Significa una responsabilidad más que un derecho, lo que implica que las empresas son culpables del mal y del bien que crean”, avisa.
Datos para la esperanza
Tras este espacio del “no” otros economistas tienen —a pesar de que saben que el navío zozobra— confianza en revertir los males. “La pobreza, la desigualdad y el cambio climático son productos de nuestra sociedad capitalista”, admite Gerard George (editorial Stanford Business Book), profesor de emprendimiento e innovación de la Universidad de Georgetown. “Sin embargo, las empresas y alguna variación del capitalismo han sacado de la pobreza a las personas en todo el mundo”. Su ecuación, y su esperanza, suma Gobiernos y compañías.
Esta idea de cooperación público-privada también aparece en la visión del escritor Akshat Rathi (editorial John Murray). “Si el mundo necesita ser salvado (por ejemplo, la emergencia climática), la sociedad y los políticos deben exigir energías limpias”. E ir más allá. “Como el afán de lucro puede ser demasiado poderoso, las Administraciones tendrían que regularlo de forma que sea beneficioso para la comunidad y el planeta”.
Pese a esas dos fuerzas centrífugas y centrípetas de pensamiento, todos los libros destruyen ciertos mitos: la desigualdad masiva es el efecto secundario inevitable del crecimiento económico, los mercados privados son más eficientes que los públicos o los fondos de inversión apoyan los proyectos que necesita la sociedad. Por debajo discurre una corriente económica de valores éticos y morales. Está escrito en los Textos Sagrados hace 2.000 años. “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos”. Mateo, 19.
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