Pionero de la crítica de la propaganda, el escritor Karl Kraus se adelantó a la visión orwelliana de una sociedad totalitaria dominada por el doble pensamiento y la neolengua
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El austriaco Karl Kraus, periodista, dramaturgo, poeta, satírico, publicó 922 números de una revista, la mayoría escritos en solitario, convencido de que en una coma mal puesta se puede leer la catástrofe de la época que la consiente. Desde hace un siglo, su influencia soterrada es mucho más importante de lo que la arena cultural reconoce y se proyecta en obras tan alejadas entre sí como la de su compatriota premio Nobel Elfriede Jelinek o la del último poeta en ganar el Premio Cervantes, el venezolano Rafael Cadenas. Ahora, 150 años después de su nacimiento y 125 del de su revista Die Fackel (la antorcha), brilla la importancia de su ausencia. Si hace poco el director de The New Yorker, David Remnick, recordaba que “The New York Times pasó por alto el Holocausto”, conviene recordar que Kraus lo vio venir 10 años antes leyendo los periódicos que circulaban por Viena, incluidos los extranjeros.
La gran cultura de hace un siglo reconocía la influencia de Kraus y su revista abiertamente: de Ludwig Wittgenstein a Sigmund Freud, pasando por Theodor Adorno, Elias Canetti o Walter Benjamin. A lo largo de las casi cuatro décadas de Die Fackel, entre 1899 y 1936, Kraus diseccionó algunos de los males contemporáneos con ese método: “Abriendo simplemente el periódico”, según el politólogo Eric Voegelin recordaba en Hitler y los alemanes (Trotta, 2024), recién traducido al español. Tres años antes de su muerte, en La tercera noche de Walpurgis (Hiru), escrita nada más llegar el nacionalsocialismo al poder en Alemania en 1933, “describía y revelaba con precisión [la] auténtica naturaleza [del nazismo]”. Fue “el primer gran crítico de la propaganda, adelantándose a la visión orwelliana de una sociedad totalitaria dominada por el doble pensamiento y la neolengua”, según su biógrafo Edward Timms expuso en Karl Kraus, satírico apocalíptico. Cultura y catástrofe en la Viena de los Hasburgo (Visor).
El lenguaje fue la principal ocupación de Kraus (Jicin, actual Chequia, 1874; Viena, Austria, 1936), porque su preocupación principal era la vida, cuya degradación veía anticipada en la de la lengua, y la humanidad que sufría ambas degradaciones. Esa íntima y trágica relación, y su inquebrantable compromiso para luchar contra ambas, convierte su análisis de la propaganda nazi no solo en una “lectura obligatoria para todo estudiante de Ciencias Políticas” (Voeglin), sino para cualquier lector, y quizá por eso se reeditó en Estados Unidos al final del primer mandato de Trump. Cuatro años después, y ante la perspectiva del regreso del magnate, la voz de Kraus sigue convocándose al encuentro con la actualidad, también en España.
En junio, La Casa Encendida lo incluyó en el ciclo Avisadores de incendios. La ultraderecha aún no había ganado las elecciones europeas en Austria y Francia, pero la vuelta de Trump a la Casa Blanca seguía ganando adeptos. “Es imposible no acordarnos de Kraus en el estado de cosas actual, donde la responsabilidad sobre la palabra pública ha perdido completamente su valor. Comenzamos a verlo muy claro en las elecciones que ganó Trump en 2016, donde el cinismo y las mentiras fueron validadas como herramientas políticas”, comenta al teléfono Sandra Santana, profesora de Estética de la Universidad de La Laguna (Tenerife) e invitada para hablar de Kraus en ese ciclo.
“Cuando las palabras se desvían de su sentido”, explica Santana en un ensayo de referencia sobre Kraus, El laberinto de la palabra (Acantilado), “comienza a reinar la impostura”. Para Adan Kovacsics, traductor de varias obras de Kraus al español, entre ellas una antología de La Antorcha (Acantilado), con la fusión entre información y espectáculo, de la que también alertó Kraus, “todo se ha ido fundiendo, con la poca profundidad de campo y el poco recorrido intelectual de cierta televisión”. “Es esencial entender lo que es el espectáculo y que la política se ha sumado a ello”, añade. La paradoja, para Kovacsics, es que, como con Trump, “todo estaba a la vista”, pero con la maquinaria y la habilidad con la que el nazismo vació el lenguaje, la época se quedó sin palabras ni imaginación para ver lo que ella misma promovía.
Para entender cómo Trump, a quien el contador de The Washington Post atribuyó más de 30.000 mentiras en su primer mandato, ha disuelto la relación entre responsabilidad y discurso público, nada mejor que abrir el periódico y leer lo que días después del catastrófico debate de Biden y él en la CNN decía un jefe evangélico sobre Trump: “Como presidente de Estados Unidos, cumplió todas y cada una de las promesas que nos hizo”, dijo el religioso (Financial Times, 24-6-2024). Al día siguiente, Martin Wolf señalaba que la habilidad de Trump “para definir la verdad para sus seguidores es un ejemplo del Führerprinzip —la idea de que el líder define la verdad” (FT, 25-6-2024). Una idea que remite a la tesis de El Führer defiende el derecho, obra del jurista Carl Schmitt, uno de los pensadores más influyentes en la nueva derecha. Quien crea que la analogía es una exageración, y que Trump ni siquiera tiene un Schmitt, sepa que quizá le baste con Adrian Vermeule, profesor de Harvard, que promueve un “legalismo iliberal” que ponga el punto y la i sobre el liberalismo y la puntilla sobre la Constitución. De momento, el Tribunal Supremo ya ha dicho que el Trump presidente está por encima de la ley.
Kraus acertó a ver lo que la propaganda nazi preveía porque entendió que su objetivo no era tanto adueñarse de “las atrocidades como de las aclaraciones”, al igual que Trump no pretende apropiarse nada en particular, salvo la atención mediática, es decir, todo. Solo cuando el mundo deja de ser la referencia, y los discursos ya solo se comparan entre ellos, se allana el camino para que triunfe la política autorreferencial de verdad. La noticia no es que su candidato a vicepresidente lo bautizara en 2016 como el “Hitler de Estados Unidos”, sino que, si entonces era una crítica, hoy podría repetirlo como un elogio sin caer en una incoherencia, porque frente al trumpismo denunciar la contradicción no tiene sentido, la contradicción es su método.
Voegelin sostiene que sobre ese fondo de indiferencia triunfó también el nacionalsocialismo, y se apoya en Kraus, y su disección de la “lengua doble de Alemania”, para tratar de “refutar todas las mentiras que se han dicho sobre [los campos de concentración], es decir, la segunda realidad elaborada por (…) el episcopado alemán”. La llegada de Hitler al poder coronó también el fracaso de la socialdemocracia, incluida la austriaca, que incluso cuando sus camaradas alemanes eran torturados y asesinados, seguía prefiriendo oponerse al Gobierno democristiano austriaco antes que a los nacionalsocialistas alemanes. “Dedicados al pasatiempo del palabreo y la táctica, han perdido casi todas las conquistas materiales”, escribió de los socialdemócratas; de los intelectuales socialdemócratas, que creían “poder romper [el] círculo mágico [del nazismo] mediante el Tribunal Constitucional”. En consecuencia, Kraus apoyó al canciller democristiano austriaco: antes que Hitler, cualquier cosa.