MALCOLM LOWRY. El infierno deseado I
Que el Infierno no exista no está probado. De hecho, muchas personas lo han buscado y encontrado y sufrido. Algunas, después de hallarlo se han limitado a describirlo, como el sabio Dante Alighieri; otras se han complacido en sumergirse en él hasta el último suplicio, como el romántico Malcolm Lowry. No sé si es correcto contraponer “romántico” a “sabio”, pero yo ya me entiendo.
Se dirá que no, que el Infierno no existe, que todo eso son solo imaginaciones de artistas y poetas, como Rimbaud, quien afirmaba haber pasado en él una temporada.
Y es verdad, todo son imaginaciones.
La tarea del artista consiste en transformar las imaginaciones vividas o pensadas en la suprema realidad del arte. Es lo que hizo Lowry, a costa, como buen romántico, de la propia vida.
Malcolm Lowry es uno de esos escritores considerados de hecho como autores de un solo libro, por muchos que hayan escrito y publicado. Piénsese en Cervantes con su Don Quijote o en Dante con su Divina Comedia.
El libro de Lowry se titula Bajo el volcán y se publicó en 1947 tras diez años de escritura, incluidas cuatro reescrituras completas. En verdad, su estructura es tan poco convencional, tan enrevesada (sin ninguna connotación peyorativa en el adjetivo) que resulta casi imposible resumir la trama. Veamos…
En efecto, es imposible. Después de varios intentos y consultas he encontrado finalmente un sitio (literario) de internet, donde se ruega que alguien aporte un resumen, ya que – se supone – el o los responsables del sitio no han sido capaces de hacerlo.
La intención de la obra está clara. Lo que he escrito es algo nuevo sobre el fuego del infierno. Y el desarrollo es en efecto endiablado, pero – pese a la apariencia enrevesada – perfectamente encadenado y tan ajustado como la maquinaria del cosmos, lo que se muestra claramente en la larga carta que Lowry escribió a su editor inglés, Jonathan Cape, para defender su obra ante las reticencias del lector de la editorial.
Hay una ciudad entre dos volcanes, Cuernavaca, en un país, México, donde un hombre, Geoffrey Firmin, llamado “el Cónsul”, se debate entre el alcohol irrenunciable y el vago intento de hallar una salida, un camino, en una selva oscura poblada de símbolos y de oscuras premoniciones, siempre bajo la fuerza obsesiva e ineluctable de la autodestrucción.
Hay cuatro personajes principales: el Consul, su ex esposa Yvonne, su hermanastro Hugh, y el amigo Jacques Laurelle, concebidos – dice el autor – como aspectos del mismo hombre o del espíritu humano.
Hay un día, el Día de Muertos (2 de noviembre ) de 1938, durante el cual se desarrolla toda la acción, de las 7 de la mañana a las 7 de la tarde. Hay un relato endiablado – ya lo he dicho – de lo que ocurre en ese día en la mente de un hombre alcoholizado y en su alrededor. Ese alrededor está poblado de hechos y de objetos que se agitan, danzan, se muestran, se transmutan, en una experiencia que poco años después se llamaría psicodélica. Hechos y objetos que son símbolos:
El jardín es aquél del que fuimos expulsados y que volveremos a perder, derrotados por las guerras que asolan Europa y el mundo.
La ebriedad del Cónsul es la borrachera universal que representa las tres guerras (la del 14, la española y la que está al llegar).
México es el teatro de la ilusión del renacer y de las desgracias últimas, es decir, del mundo.
La rueda de la fortuna de la plaza del pueblo es el samsara de buda o el eterno retorno.
El hombre que muere en el camino sin ayuda es la humanidad que empieza a hundirse en la Batalla del Ebro ante la pasividad del mundo.
Los volcanes que, a partir de cierto momento, parecen cada vez más cerca, anuncian la guerra mundial inminente.
La guerra, siempre en el trasfondo del relato, es la misma fuerza autodestructora del Cónsul.
El caballo que el Cónsul libera en el capítulo XII y que, desbocado, mata a Yvonne en el XI, es el mal desencadenado.
Y también los números tienen su función simbólica o esotérica, en especial el 7 y el 12.
De doce capítulos está formada la novela. En el último, el Cónsul se sumerge en El Farolito, cantina inmunda de El Parián, y su encuentro con el necesario mezcal desencadena una experiencia alucinante – en el sentido propio de la palabra – , en la cual todos los hilos del libro, políticos, esotéricos, trágicos, cómicos y demás se reúnen en busca de un final.
Un final en que toda esperanza queda anulada. En el confuso ambiente de la cantina, el Cónsul es extrañamente hostigado, acorralado, sacado a la calle y tiroteado por unos individuos siniestros que sin duda representan el lado peor de la humanidad, el que está ganando la guerra de España.
Esta es una de las impresiones posibles que de Bajo el Volcán puede darse en un par de páginas. Las hay mejores, por supuesto, como la que, en pocas líneas, nos ofrece el novelista y crítico mexicano Hernán Lara Zavala:
… una novela imbuida de un profundo sentido mítico y religioso, que permite que aun los que abjuran del alcoholismo puedan sentir la carga de la angustia existencial del Cónsul; es una novela que nos brinda una dolorosa imagen de la caída del hombre, de su lucha consigo mismo observada con penetrante lucidez y sentido crítico, no exento, por cierto, de sentido del humor. Es también una historia que plantea la imposibilidad del amor, la soledad innata del hombre, del vano anhelo de ir más allá de sus capacidades humanas y de la condenación a la que está sujeta cualquier persona por el solo hecho de vivir en este mundo que, a veces, puede asemejarse a un infierno.
MALCOLM LOWRY. El infierno deseado II
Malcolm Lowry nació en Birkenhead, Inglaterra, en 1909. El padre era un rico comerciante de algodón, metodista, metódico y abstemio, con el que joven Malcolm no se sintió nunca identificado. La madre sí fue claro objeto de su amor, aunque parece que no hubo la correspondencia debida. El ambiente familiar era de bienestar económico y de certezas morales, de modo que, como solía corresponder a tales ambientes, al niño Malcolm se le colocó a los siete años en un internado.
Cursó estudios secundarios en la escuela Leys, cerca de Cambridge, pero antes de entrar en la universidad, a los 18 años, y con el consentimiento de su siempre complaciente padre – no obstantes las diferencias – se embarcó en un carguero hacia extremo Oriente, experiencia que fructificaría, unos años después, en su primera novela, Ultramarine.
Licenciado en la Universidad de Cambridge, tiene claro que su interés primordial es la literatura. Escribe poesía, pero el descubrimiento de la obra del escritor norteamericano Conrad Aiken, le impulsa a seguir decididamente los caminos de la narrativa contemporánea más avanzada. Viaja a Estados Unidos para conocerle personalmente y terminan convirtiéndose en grandes amigos. Y también en competidores, en más de un aspecto.
En 1933, estando ambos (y la esposa de Aiken) de viaje por España, Conrad presenta a Malcolm a la joven norteamericana Jan Gabriel, de la que nuestro escritor queda perdidamente enamorado. Al año siguiente se casan en París.
Duró poco la felicidad, porque, en cuanto Jan fue consciente de que convivía con un alcohólico, huyó a Estados Unidos con la excusa de visitar a su madre. Él la siguió, se sometió a tratamiento hospitalario e intentaron salvar la relación, sobre todo en México, adonde él había tenido que irse antes por problemas legales. Se encontraron en Cuernavaca el 2 de noviembre de 1936.Y aquí empieza la confusión entre la realidad y la ficción, cuando Malcolm trata de dar forma y sentido literarios a sus fantasmas, iniciando la composición – porque la obra es como una sinfonía – de Bajo el volcán.
La reconciliación no pudo ser, y Malcolm se quedó solo en Cuernavaca, con la única compañía del mezcal, hasta que en el verano de 1938 fue expulsado del país no se sabe exactamente por qué.
Siguiendo el consejo y los cheques del padre, se instaló en un hotel de Los Angeles, donde continuó con la redacción de la novela, trabajó como guionista en Hollywood y conoció a la actriz y también escritora Margerie Bonner, que se convertiría en su segunda esposa.
La pareja se instaló en Vancouver, primero en la ciudad y luego en una cabaña junto al mar, donde vivieron, escribieron – especialmente Malcolm, poseído por una especie de fiebre creativa – y bebieron; pues, a diferencia de la primera esposa, Margerie nunca pretendió que él se decidiese entre ella y la botella.
En 1944 un incendio destruyó la cabaña, pero los manuscritos – no concluidos – de Bajo el volcán lograron ser rescatados. Se perdieron otros. Es curioso que varios originales de Lowry sufrieran diversos tipos de accidentes, incluida una pérdida en un taxi, como si algo – quizá algo de él mismo – conspirase contra sus propios esfuerzos creativos, no de otra manera como la adicción alcohólica trabajaba en el sentido de la muerte en contra del sentido natural de la vida, propio de un hombre fuerte, de complexión atlética y, en principio, vital como él. Pero lo cierto es que Lowry vivía reconcomido por mil temores ocultos: a la soledad, al sexo, al fracaso literario, a la autoridad…
El caso es que, con la ayuda imprescindible de Margerie, Malcolm puso el punto final definitivo a su novela en 1946, tras diez años de trabajos, incluidas revisiones y cuatro reescrituras.
Después de ser rechazada en doce ocasiones por distintas editoriales, finalmente Bajo el volcán se publicó en 1947 al mismo tiempo en Nueva York (Reynal and Hichtcock, cuyo editor, Albert Eskine, se convirtió en rendido admirador de Lowry) y Londres (Jonathan Cape) y, si no fue un éxito inmediato de ventas, sí inició el camino seguro para convertirse en un libro de culto y hasta en un clásico, digo yo, de la literatura contemporánea.
El resto de la producción literaria de Lowry, más bien escasa, no alcanza, ni lo pretende, la altura o, mejor dicho, las profundidades de Bajo el volcán.
Luego de abandonar Canadá, la pareja viajó por el Caribe y Europa. Parece que, con el tiempo, la relación se fue deteriorando hasta el extremo que ella llegó a temer que él la matara.
Finalmente, en 1955 se instalaron en Ripe (Inglaterra). Allá mismo, en un chalet alquilado, en junio de 1957 murió Malcolm Lowry. Un accidente desgraciado (death by misadventure), sentenció el forense. Es decir, una combinación de alcohol, píldoras y ahogamiento por los propios vómitos.
Algo de él mismo, algo que vagamente intentaba combatir y que siempre trató de descifrar en su obra, acabó con él. Triunfó el Infierno, quizá secretamente deseado.