lunes, 17 de junio de 2024

TREINTA AÑOS DE FUTURO

 

Marina Núñez. “Simbiosis (Drosera, 1)”, 2022. 
Imagen digital en tinta sublimada sobre aluminio. 40x40 cm. 



TREINTA AÑOS DE FUTURO


Cuando volvemos la vista a los años 90 comprobamos que prácticamente todos los temas que nos preocupan o intrigan en 2022 estaban ya entonces desarrollados. Son como el dinosaurio de Monterroso: nos despertamos una y otra vez, y el dinosaurio sigue allí, pidiendo realidad, rogando que creamos en él asegurándonos que pronto, muy pronto, nos demostrará que existe de verdad. El estudio de la conciencia, la equiparación del cerebro con un ordenador, la inteligencia artificial, la realidad virtual, la idea del posthumanismo, el mejoramiento humano a través de la tecnología la posibilidad de descargar la conciencia en un ordenador, la preocupación por el calentamiento global, los juegos de ordenador, la idea del “ciberespario” (creada por el novelista William Gibson cuando usaba una máquina de escribir y jamás había tocado un ordenador), la eclosión del “cyberpunk”, los manga y los “anime”, la teoría de género, los estudios poscoloniales, el movimiento gay y el “orgullo gay”, los “estudios animales”, los derechos de estos (junto con algunos temas que luego han perdido fuelle, como los fractales, la teoría del caos o la autopoiesis), son los grandes temas de los 90.


“Interface” neuronal


Seguramente a muchos jóvenes de la generación Z les asombrará saber que en los 90 sus padres ya leían mangas y veían “animes” sin parar (Akira, Venus Wars, Beautiful Dreamer, Neón Génesis Evangelion o Susurros del corazón, primera película de Estudios Ghibli), o que veían películas sobre realidades virtuales, sueños implantados o inteligencias artificiales que buscan liberarse de las ataduras físicas como Nivel 13, Strange Days o Ghost in the Shell.

La idea de que la Historia avanza cada vez más deprisa no es del todo cierta. Lo que avanza deprisa es la tecnología, máquinas-juguetes que se superponen a otras máquinas sin dejar huella ni recuerdo de las anteriores. En el territorio de las ideas, da la impresión de que en los últimos 30 años hemos avanzado bastante poco.

Resulta extraordinario leer en La Galaxia Gutenberg (1964) de Marshall McLuhan el anuncio de que nos encontramos en la «fase final de la extensión del hombre, aquella en que, a través de la simulación tecnológica, el proceso creativo de la conciencia será extendido colectivamente». Por no hablar de las famosas conferencias Macy, celebradas entre 1943 y 1954, en la que cerebros como Norbert Wiener o Von Neumann se reunían anualmente para buscar una teoría de comunicación y control aplicable por igual a animales, máquinas y seres humanos, para lo cual veían necesario, entre otras cosas, encontrar una teoría del funcionamiento neuronal que mostrara que las neuronas operan como sistemas de procesamiento de información. Setenta años han pasado, y Elon Musk todavía no ha logrado encontrar tal teoría a fin de sustentar sus locos proyectos de “interfaces” informáticas neuronales.

Reviso los libros que yo leía en los 90, rescatándolos aquí y allá de las baldas de mi biblioteca. En 1991, publicó Daniel Dennett La conciencia explicada, el texto en el que pretendía haber resuelto de una vez y para siempre el «gran enigma» de la conciencia. La explicación es la siguiente: la conciencia es el cerebro, y el cerebro funciona como un ordenador. El libro era una respuesta a La nueva mente del emperador, de dos años antes, en el que Roger Penrose postulaba que la conciencia funciona de forma no computacional. El mundo intelectual se dividió entonces en dos bandos: los que seguían al físico matemático Penrose y los que seguían al filósofo Dennett aunque por lo general se consideró que era Dennett el que tenía razón. Era la idea que necesitaba el posthumanismo. Todavía hoy en día la necesita.

En 1994 apareció La física de la inmortalidad, donde el físico Frank J. Tipler desarrollaba una teoría totalmente «científica» (la mitad del libro son fórmulas) que «demuestra» que en el futuro podremos descargar la conciencia humana en un ordenador para vivir eternamente, tal y como nos prometía la religión, en maravillosas realidades virtuales. «Al final -escribe Tipler- las máquinas inteligentes llegarán a serlo más que los miembros de la especie Homo Sapiens y, por tanto, dominarán la civilización: ¿acaso importa?». Y se deleita citando el libro del cibernético japonés Masahiro Mori, El buda en el robot (1974), donde se afirma que los robots tienen la misma capacidad potencial de alcanzar la iluminación que los seres humanos. ¿Los robots? Pero, ¿qué robots existían en 1974? Ni siquiera hoy en día, 50 años más tarde, existen robots. ¿De qué robots hablaba Mori en 1974? ¿De qué «simulación tecnológica» hablaba McLuhan en 1964? ¿De qué ordenadores que se comportaban como seres inteligentes hablaba Von Neumann en 1954? ¿En qué pruebas o demostraciones científicas se basaba Dennet para afirmar que el cerebro funciona como un ordenador o Tipler para demostrar que la conciencia puede transferirse a un ordenador? En realidad, solo hablaban de sueños y de fantasías. Y los sueños y las fantasías están muy bien siempre y cuando no intenten hacernos creer que son “ciencia” y que, por tanto, debemos aceptarlos sin rechistar.

En los años 90 el ideal y el programa del posthumanismo estaba ya plenamente desarrollado. En Niños de la mente: el futuro de la inteligencia humana y robótica (1988), Hans Moravec afirmaba otra vez el gran “kōan” del posthumanismo: «La identidad humana es esencialmente un patrón de información más que una actividad corpórea. Dicha proposición puede demostrarse descargando la conciencia humana en un ordenador». En 1999 apareció Cómo nos hicimos posthumanos, de N. Katherine Hayles, un libro extraordinariamente influyente que defendía que en el futuro viviríamos en cuerpos virtuales, liberados de la carne que ahora nos esclaviza y atenaza.


Ciberataques


Internet se veía entonces como una herramienta democratizadora, casi contracultural. En 2003, Horacio Moreno escribía en Cyberpunk: más allá de Matrix que «el arribo de las computadoras personales y de los módems conjuntamente con el enorme desarrollo de las redes telefónicas, trajo aparejado el fin de la hegemonía del Gobierno y de las corporaciones respecto de determinadas libertades de millones de individuos». Este optimismo parece hoy totalmente injustificado: son los gobiernos y las grandes corporaciones precisamente los que dominan un internet que, lejos de haberse convertido en garantía de las libertades, vemos ahora con claridad como un instrumento de control y manipulación a gran escala. Internet es en realidad la peor pesadilla de la democracia, la manipulación de Cambridge Analytica, la «psicopolítica» de Byung-Chul Han, el «capitalismo de vigilancia» de Shoshana Zuboff. En 2007, Rusia ensayó un ciberataque masivo contra Estonia, y logró boicotear totalmente las instituciones estatales y los negocios del pequeño país báltico. Como consecuencia, Tallin es hoy la capital mundial de la ciberseguridad, un tema que obsesiona tanto a los estonios que está presente hasta en los programas escolares.

La lucha por el futuro humano de Jeremy Naydler es uno de los mejores manifiestos que conozco contra la locura posthumanista de Elon Musk y tantos otros empresarios, teóricos e ingenieros sociales «visionarios» cuyas visiones tienen el mismo valor que aquellos «robots» que iban a alcanzar la iluminación y convertirse en budas. El proyecto de llenar el planeta de billones de sensores para crear una «realidad mixta» o un «internet de las cosas» que percibiríamos a través de gafas o lentes de contacto especiales conectadas a nuestro cerebro, cuyo marketing y diseño (“Neuralink” “Hololens”, “Innovega”, “eMacula”) ya se está preparando, es uno de tantos ejemplos terroríficos, cuyo único resultado sería volver locos a sus usuarios o impulsarles al suicidio. Ray Kurzweil afirma en La singularidad está cerca (siempre está cerca, a punto de llegar, a punto de demostrarse de una vez) que «en la post-Singularidad no habrá distinción entre ser humano y máquina, ni entre realidad física y virtual». El hecho es que Kurzweil identifica la «inteligencia», es decir, lo que nos hace humanos, con la capacidad de resolver problemas computacionales. Solo gracias a esta simplificación delirante es posible proponer un futuro tan estremecedor con una sonrisa en los labios.


Mente y alma


La realidad, pero no la virtual, que «está cerca», ni la imaginaría, la realidad de las cosas como realmente son, es que somos seres vivos y estamos dentro del orden de la Naturaleza, que necesitamos la Naturaleza y también el contacto social y la presencia humana. La realidad es que somos seres autoconscientes y que poseemos, como decía Vassily Grossman, una llama que arde en nuestro interior, una mente, un alma, ¡llámese como se quiera!, que es, en efecto, un misterio. La realidad es que esa llama que arde en nosotros es libre, y es además la única cosa libre que existe. La realidad es que una máquina jamás podrá ser consciente ni inteligente por la sencilla razón de que no está viva. La realidad es que, como afirma el filósofo y neurocientífico Alva Noë en Fuera de la cabeza. Por qué no somos el cerebro, «la conciencia no ocurre en el cerebro» y «sería absurdo buscar los correlatos neuronales de la conciencia: no existen dichas estructuras. La idea de que somos nuestro cerebro no es algo que los científicos hayan aprendido, sino que es un prejuicio que se han llevado al lugar de trabajo desde casa».


Nuevo humanismo


El posthumanismo es una ideología terrorífica y peligrosa. Se basa en premisas falsas que jamás podrán demostrarse, pero que antes de que sean finalmente abandonadas y dejadas atrás harán -están haciendo ya- un daño incalculable a nuestra salud mental y física. Como tantas fantasías políticas, se presenta a sí mismo como una utopía bondadosa y feliz en la que el ser humano ya no será humano y, como afirma Yuval Noah Harari, la democracia ya no será necesaria. Resulta increíble que las personas «progresistas» que se ven como herederas del «proyecto ilustrado» apoyen una y otra vez esta ideología antihumana que defiende, claramente y con todas las letras, la dictadura y el sometimiento de los seres humanos a lo inanimado. Me gustaría, desde estas páginas, hacer un llamamiento para luchar por un nuevo humanismo. Es verdad que el antiguo humanismo, que ponía al ser humano en el centro de todo con exclusión de todo lo demás, no parece viable. Necesitamos uno nuevo que comprenda a los seres humanos como parte del ecosistema un humanismo ecologista. Los seres humanos utilizamos la tecnología desde que éramos neandertales: es nuestra segunda naturaleza, como también lo es el lenguaje. La imprenta de Juan de la Cuesta, el órgano de J. S. Bach, la cámara de Tarkovsky, también eran máquinas. Nuestro final no puede ser dejar de ser humanos, sino a ser humanos de verdad.


ABC Cultural, 12 de marzo de 2022, pp. 58-60.


"Treinta años de futuro" de Andrés Ibáñez (ABC Cultural, 12 de marzo de 2022, pp. 58-60)

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