El término Antropoceno se ha creado para designar las repercusiones que tienen en el clima y la biodiversidad tanto la rápida acumulación de gases de efecto de invernadero como los daños irreversibles ocasionados por el consumo excesivo de recursos naturales. Pero ¿se puede usar este vocablo para definir una nueva época geológica? La respuesta a esta pregunta ha suscitado un apasionado debate entre los científicos. Por otra parte, las soluciones se hacen esperar demasiado porque existe una negativa colectiva a ver la realidad, que es fruto a la vez de una creencia ingenua en el progreso, de una mentalidad consumista y de las presiones ejercidas por potentes grupos económicos.
El hombre de Vitruvio derretido”. La tripulación del rompehielos “Arctic Sunrise” de Greenpeace ayudó al artista John Quigley a recrear el famoso dibujo de Leonardo de Vinci del cuerpo humano en un banco de hielo situado a unos 800 km del Polo Norte.
Por Liz-Rejane Issberner y Philippe Léna
El término Antropoceno se emplea hoy en centenares de libros y artículos científicos, se cita miles de veces y se usa cada vez más en los medios de comunicación. Creado en un principio por el biólogo estadounidense Eugene F. Stoermer, este vocablo lo popularizó a principios del decenio de 2000 el holandés Paul Crutzen, premio Nobel de Química, para designar la época en la que las actividades del hombre empezaron a provocar cambios biológicos y geofísicos a escala mundial. Ambos científicos habían comprobado que esas mutaciones habían alterado el relativo equilibrio en que se mantenía el sistema terrestre desde los comienzos de la época holocena, esto es, desde 11.700 años atrás. Stoermer y Crutzen propusieron que el punto de arranque de la nueva época fuera el año 1784, cuando el perfeccionamiento de la máquina de vapor por el británico James Watt abrió paso a la Revolución Industrial y la utilización de energías fósiles.
Entre 1987 y 2015, un vasto proyecto científico pluridisciplinario, el Programa Internacional sobre la Geosfera y la Biosfera (PIGB), acopió numerosos datos sobre el impacto de las alteraciones antropógenas en los parámetros del sistema Tierra. Otros estudios emprendidos en el decenio de 1950 sobre las muestras de hielo antiguo del Antártico y la actual composición de la atmósfera –investigada por el Observatorio de Mauna Loa (Hawái)– pusieron de manifiesto la veloz acumulación de las emisiones de gases de efecto invernadero, y más concretamente de las de dióxido de carbono. En 1987 se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), encargado de evaluar las repercusiones de ese fenómeno en el clima.
La gran aceleración
Agrupando todos esos datos, el sueco Johan Rockström y el estadounidense Will Steffen, junto con sus colegas del Centro de Resiliencia de Estocolmo, confeccionaron en 2009 y 2015 una lista con nueve límites del planeta que sería sumamente peligroso traspasar, cosa que ya se ha producido en el caso de cuatro de ellos, a saber: el clima, la alteración de la cobertura vegetal, la erosión de la biodiversidad o la desaparición de especies animales (sexta extinción de la vida en la Tierra); y la alteración de los flujos biogeoquímicos, en los que los ciclos del fósforo y el nitrógeno desempeñan un papel esencial. También mostraron cómo se habían disparado desde la Segunda Guerra Mundial todos los indicadores disponibles sobre consumo de recursos primarios, utilización de energía, crecimiento demográfico, actividad económica y deterioro de la biosfera. Por eso llamaron a esta época “la gran aceleración”. Otros observadores hablan incluso de un periodo de hiperaceleración a partir del decenio de 1970. Todas esas tendencias se han calificado de “insostenibles”.
¿Auténtica época geológica o mera metáfora?
Parece haber un consenso sobre el hecho de que varios parámetros del sistema terrestre han empezado a evolucionar fuera del espectro de variabilidad natural de la época holocena, y también se admite cada vez más el uso de la expresión época antropocena para especificar que esa evolución es de origen humano. Un reducido número de científicos ha decidido ir más allá de la metáfora y de la referencia práctica e interdisciplinaria, proponiendo que el Antropoceno figure oficialmente en la lista de épocas geológicas al igual que el Holoceno o el Pleistoceno.
Un Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno (AWG) se ha encargado de presentar esta propuesta a la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (UICG). No obstante, para que los especialistas en estratigrafía la refrenden, es necesario que se compruebe la existencia de una ruptura universal entre las capas sedimentarias de dos épocas geológicas. Ahora bien, se considera que todavía no hay una prueba suficiente de esa ruptura, a pesar de que se ha constatado desde 1850 la presencia de carbono antrópico en los sedimentos. El grupo propone que el cambio de periodo se fije en 1950, año de arranque de “la gran aceleración” y de la aparición de diversos compuestos químicos y partículas de plástico de origen antrópico en los sedimentos. De todos modos, aunque no se llegue a reconocer todavía que el Antropoceno es una época geológica, eso no invalida el uso que los científicos están haciendo de este concepto.
En su corta existencia, el concepto de Antropoceno ha suscitado ya varias controversias. Se ha puesto en tela de juicio el propio vocablo. Historiadores y antropólogos se han interrogado sobre la referencia al “anthropos“, esto es, al ser humano genérico. Y se preguntan si no son el hombre occidental y un determinado sistema económico los responsables de haber traspasado los límites biogeofísicos del planeta. Por eso se han propuesto otras denominaciones como Occidentaloceno o Capitaloceno. Hay también especialistas en historia global o medioambiental que consideran que no se ha producido una ruptura ontológica y que “la gran divergencia”, esto es, el carácter excepcional del crecimiento occidental, se debe situar en una perspectiva a largo plazo.
En su opinión, en los últimos 40.000 años por lo menos el ser humano ha influido cada vez más en el medio ambiente, contribuyendo por ejemplo a la desaparición de la megafauna americana y australiana. De ahí que algunos científicos se pronuncien por un Antropoceno de larga duración, dividido en épocas como la industrialización capitalista (1850-1950) y la gran aceleración. La mayoría de ellos reconocen, no obstante, que es necesario dejar de lado, de una vez por todas, toda visión lineal y determinista del tiempo histórico.
Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, algunos científicos advirtieron que el modelo económico occidental no era sostenible y que tampoco se podía generalizar. En ese entonces todavía no se había traspasado ningún límite y la humanidad consumía menos de un planeta. Pero la dinámica creada no paró y la situación se agravó a principios del decenio de 1970. Los datos científicos se fueron acumulando y las señales de alerta se multiplicaron. En esos dos momentos habría sido posible emprender otro camino, pero hoy resulta mucho más difícil hacerlo.
Una negativa colectiva a ver la realidad
¿Por qué nos negamos a ver la situación real? Entre otras, por las siguientes razones: la fe ciega en el progreso y el desarrollo, esto es, en un sistema que aumenta sin cesar la cantidad de riquezas disponibles; la creencia en la capacidad de la ciencia y la tecnología para resolver cualquier problema y todo fenómeno atribuido a causas externas, por ejemplo la contaminación; la existencia de poderosos intereses que sacan provecho de esta dinámica y ejercen presiones intensas; y la colonización de la mentalidad de los consumidores por parte de los medios informativos, que provocan un ansia de consumo individual para obtener comodidades, distinguirse de los demás y conseguir un reconocimiento social.
Sorprende mucho que las ciencias humanas y sociales no hayan abordado durante mucho tiempo esta problemática, a pesar de ser determinante para el futuro de la humanidad. La pasaron por alto porque, además de ser antropocéntricas por definición, estas ciencias estimaban que se trataba de un ámbito de investigación per se de las ciencias naturales. La aparición del concepto de Antropoceno les ha conferido ahora la responsabilidad de examinar y explicar cómo las sociedades humanas han podido provocar cambios de tan gran magnitud en el modus operandi del planeta, y cuál es el impacto diferenciado de cada una de ellas en el mundo. Las ciencias humanas y sociales tendrán que elaborar y dominar instrumentos y conocimientos inéditos para responder a los problemas planteados por esta nueva era de la humanidad: desastres de la naturaleza, energías renovables, agotamientos de recursos naturales, desertificaciones, ecocidios, contaminaciones generalizadas, migraciones, injusticias sociales y medioambientales, etc.
También sorprenden mucho la lentitud y el apocamiento de las reacciones de los dirigentes políticos y las sociedades en general. Un análisis matemático de las redes de referencias nos muestra que desde principios del decenio de 1990 ya existía un consenso sobre el cambio climático en los artículos científicos dedicados a este tema. Por eso, y teniendo en cuenta el agravamiento de la situación, no se acierta a comprender por qué son tan poco audaces los esfuerzos realizados para reducir las emisiones de gases de efecto de invernadero. ¿Qué obstáculos impiden que las negociaciones internacionales sean más eficaces? Dejando aparte la intencionalidad de esos obstáculos, no cabe duda que en lo referente al cambio climático por lo menos la comunicación entre el mundo de la ciencia y la sociedad carece de fluidez. De ahí que el IPCC haya adoptado un nuevo enfoque en su VI Informe de Evaluación (IE6) para sensibilizar a los ciudadanos, y no exclusivamente a los encargados de tomar decisiones.
¿Hay soluciones?
Para hacer frente a los problemas del Antropoceno, uno de los principales escollos con que se tropieza es la necesidad de resolver la delicada cuestión de la justicia medioambiental. En efecto, el cambio climático va crear nuevos peligros y aumentar los que ya se ciernen sobre los ecosistemas naturales y humanos. Ahora bien, esos riesgos están desigualmente repartidos y en general afectan más a las personas y grupos desfavorecidos. Sin embargo, no resulta fácil encontrar una solución a este problema, habida cuenta de lo heterogéneos que son los países en función de su nivel de desarrollo, extensión territorial, población, recursos naturales, etc. Además, la huella ecológica humana sobrepasa en un 50% la capacidad de regeneración y absorción del planeta, y el 80% de la población mundial vive en países cuya capacidad biológica ya es menor que su huella ecológica. Brasil –al igual que otros países del continente americano– posee todavía un amplio excedente de capacidad biológica, pese a que consume el equivalente de 1,8 planetas. Sin embargo, un 26% de sus emisiones de gases de efecto de invernadero se deben a la deforestación. Una porción importante de su huella ecológica procede de la exportación de productos primarios causantes en buena medida de esa deforestación. El sistema competitivo mundializado busca por doquier abastecimientos al menor costo, fomentando así una extracción abusiva de recursos naturales en muchos países y el acaparamiento de tierras en otros.
Si fuera posible suprimir desde ahora la totalidad de las emisiones de dióxido de carbono de los países de ingresos altos, no sería suficiente para reducir la huella de carbono mundial y no sobrepasar los límites impuestos por la biosfera hasta 2050. En otras palabras, a pesar de las grandes diferencias de desarrollo económico y riqueza de recursos naturales existentes entre los países del mundo, todos ellos tendrán que esforzarse por solucionar el problema más apremiante del periodo antropoceno y reducir en proporciones drásticas sus emisiones de gases con efecto de invernadero.
Pero aquí entramos en el callejón sin salida que reaparece continuamente en todas las negociaciones internacionales: “la caza de culpables”. Debido a ella, los países se resisten a contraer compromisos para no hacer peligrar su crecimiento y su tasa de empleo, y también para no ir en contra de intereses sumamente poderosos. La solución encontrada el 22 de abril de 2016, fecha de la firma del Acuerdo de París, consistió en pedir a los países que contrajeran compromisos voluntarios, en vez de imponerles criterios establecidos a nivel mundial. Esto es, se propuso que cada país se comprometiera a alcanzar determinados objetivos en materia de reducción de emisiones de gases que fuesen acordes con lo que estimaba viable. Gracias a este planteamiento se pudieron evitar los callejones sin salida y posibilitar la puesta en marcha de acciones, pero también se creó una confusión en los criterios de evaluación que va a complicar la tarea de comparar los esfuerzos realizados por cada país. Además, a pesar de su alcance universal, este acuerdo internacional no prevé sanción alguna contra los países que no cumplan los compromisos contraídos. Esto revela cuán endeble es la gobernanza del cambio climático. En efecto, como se carece de una institución dotada con un mandato preciso para ejercerla, es muy arduo imponerse a los intereses económicos de los países y las empresas.
A los gravísimos problemas medioambientales de la época antropocena no se les otorga la debida prioridad en los proyectos y programas de las sociedades del mundo entero. Parece como si la humanidad estuviera viendo aletargada una película y esperando que en la secuencia final aparezcan los héroes salvadores que le van a solucionar todo para su mayor felicidad.
Philippe Léna
Geógrafo y sociólogo, Philippe Léna (Francia) es también investigador emérito en el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo (IRD-France) y el Museo Nacional de Historia Natural (MNHN-Paris) de Francia.
Liz-Rejane Issberner
Economista e investigadora titular en el Instituto Brasileño de Información en Ciencia y Tecnología (IBICT). Liz-Rejane Issberner (Brasil) también es profesora del Programa Conjunto para Posgraduados en Ciencias de la Información del IBICT y la Universidad Federal de Río de Janeiro
https://courier.unesco.org/es/articles/antropoceno-la-problematica-vital-de-un-debate-cientifico