Veraneaba yo en Mallorca, en Deyá, cerca de la cartuja donde se hospedaron George Sand y Chopin. A primera hora de la mañana, a lomo de asno, recorríamos el duro y difícil camino hasta el mar, montaña abajo. Nos llevaba alrededor de una hora de lento esfuerzo por senderos de tierra roja, pisando rocas y traicioneros guijarros, por entre olivos plateados, hacia las aldeas de pescadores, simples barracas apoyadas en la ladera de la montaña.
Todos los días bajaba a la cala, donde el mar penetraba en una pequeña bahía redonda, de tal transparencia, que podía sumergirme hasta el fondo y ver bancos de coral e insólitas plantas acuáticas.
Los pescadores me contaron una extraña historia. Las mujeres mallorquinas eran muy inaccesibles, puritanas y religiosas. Cuando se bañaban, llevaban anticuados trajes de largas faldas y medias negras. La mayor parte de ellas no creía en absoluto en las virtudes del baño y lo dejaban para las desvergonzadas veraneantes extranjeras. También los pescadores condenaban los modernos bañadores y la conducta obscena de las europeas. Decían de ellas que eran nudistas, que esperaban la menor oportunidad para desvestirse por completo y echarse al sol desnudas como paganas. También miraban con desaprobación los baños de medianoche introducidos por los americanos.
Una noche, hace varios años, la hija de un pescador, de dieciocho años, caminaba a la orilla del mar, brincando de roca en roca, con su vestido blanco ceñido al cuerpo. Paseando así, soñando y contemplando los efectos de la luna sobre el mar, con el suave chapaleo de las olas a sus pies, llegó a una recoleta cala donde se dio cuenta de que alguien estaba bañándose. Sólo podía ver una cabeza que se movía y, de vez en cuando, un brazo. El bañista se encontraba muy alejado. La joven oyó entonces una voz alegre que la llamaba:
–Ven y báñate. Es maravilloso. –Estas palabras fueron pronunciadas en español, con acento extranjero. La voz la llamó–: ¡Eh, María! –Era alguien que la conocía. Debía de tratarse de una de las jóvenes americanas que se bañaban allí durante el día.
–¿Quién eres? –preguntó María.
–Soy Evelyn. ¡Ven y báñate conmigo!
Era una tentación. Podía despojarse fácilmente de su vestido blanco, y quedarse en camisa. Miró a su alrededor. No había nadie. El mar estaba en calma, manchado de luz de luna. Por primera vez, María compartió la afición de las extranjeras por el baño de medianoche. Se quitó el vestido. Tenía el cabello largo y negro, cara pálida y ojos rasgados y verdes, más verdes que el mar. Estaba bien formada, de pechos erguidos, largas piernas y cuerpo estilizado. Sabía nadar mejor que cualquier otra mujer de la isla. Se deslizó en el agua e inició sus largas y ágiles brazadas en dirección a Evelyn. Evelyn buceó, salió a flote y la agarró por las piernas. Estuvieron jugando dentro del agua. La semi obscuridad y el gorro de baño de Evelyn hacían difícil ver su cara. Las mujeres americanas tenían voces como de hombre.
Evelyn forcejeó con María y la abrazó bajo el agua. Ascendieron para respirar riendo, y nadaron indolentemente, separándose y volviéndose a reunir. La camisa de María flotaba en torno a sus hombros y estorbaba sus movimientos, hasta que se desprendió y María quedó desnuda.
Evelyn se sumergió y la tocó jugando, forcejeando con ella y buceando por debajo y por entre sus piernas. También Evelyn separó sus piernas para que su amiga pudiera bucear entre ellas y reaparecer por el otro lado. Flotando, dejó que María pasara bajo su arqueado trasero.
María advirtió que también Evelyn estaba desnuda.
De pronto, sintió que ésta la abrazaba por detrás, cubriendo todo su cuerpo con el suyo propio. El agua estaba tibia, como un lujuriante almohadón, tan salada que las llevaba, ayudándolas a flotar y a nadar sin esfuerzo.
–Eres hermosa, María –dijo la profunda voz, y Evelyn mantuvo sus brazos en torno a la muchacha.
María quiso alejarse flotando, pero la retenían la calidez del agua y el roce constante con el cuerpo de su amiga. Se relajó, aceptando el abrazo. No sintió los pechos de Evelyn, pero recordó que había visto mujeres americanas que no los tenían. El cuerpo de María languidecía y quiso cerrar los ojos.
De pronto, lo que sintió entre las piernas no era una mano, sino otra cosa, algo tan inesperado y turbador que gritó. No era Evelyn, era un hombre, el hermano menor de Evelyn, que acababa de deslizar su pene erecto entre las piernas de María. Esta chillaba, pero nadie la oyó, y su grito fue sólo una reacción que le habían enseñado a esperar de sí misma. En realidad, el abrazo le pareció tan arrullador, cálido y placentero como la misma agua. El mar, el miembro y las manos conspiraron para despertar su cuerpo. Trató de alejarse nadando, pero el muchacho nadó bajo ella, la acarició, le agarró las piernas y la atrapó de nuevo por detrás.
Forcejearon en el agua pero cada movimiento la afectaba más, hacía que notara más el otro cuerpo contra el suyo y las manos sobre ella. El agua hacía que sus senos se balancearan adelante y atrás, como nenúfares flotando. Él se los besó. Con el constante movimiento, no podía tomarla, pero su miembro tocaba una y otra vez el punto más vulnerable de su sexo, y María sentía cómo se desvanecían sus fuerzas. Nadó hacia la orilla, y él la siguió. Cayeron sobre la arena. Las olas seguían lamiéndoles mientras jadeaban, desnudos. Entonces, el hombre tomó a la mujer, y el mar llegó hasta ellos y lavó la sangre virginal.
A partir de aquella noche se encontraron a la misma hora.
La poseyó en el agua, bamboleándose y flotando. Los movimientos de sus cuerpos gozosos al compás del oleaje parecían formar parte del mar. Encontraron un repecho en una roca, y allí permanecieron juntos, acariciados por las olas y estremeciéndose en el orgasmo.
Cuando iba a la playa de noche me parecía verlos, nadando juntos, haciendo el amor.
Esta escritora vanguardista del siglo XX destacó como autora de novelas y cuentos con impronta surrealista, psicoanalítica y erótica. Alcanzó el reconocimiento mundial en 1966, tras la publicación de sus diarios compuestos por más de 35.000 páginas manuscritas, una obra a la que dedicó toda su vida.
Anaïs Nin nació el 21 de febrero de 1903 en Neuilly-sur-Seine, una ciudad francesa ubicada en el área metropolitana de París. Su padre, Joaquín Nin, era un pianista y compositor habanero. Su madre, Rosa Culmell, una cantante franco-danesa de formación clásica, también nacida en Cuba.
Así, Anaïs vivió sus primeros años de vida en Francia, en el corazón de una familia de artistas completada por sus dos hermanos, Thorvald Nin y el compositor Joaquín Nin-Culmell. Desde muy pequeña, Anaïs sintió curiosidad por el arte y la necesidad de unirse, de alguna manera, a ese fascinante mundo en el que trabajaban sus padres.
En el viaje a Nueva York, Anaïs Nin empezó a escribir el diario que la acompañaría durante toda su vida.
A los diez años, la familia se trasladó a Barcelona donde, tiempo después, el padre los abandonó. Al verse sola y al cargo de tres hijos, la madre de Anaïs decidió ir a vivir a Nueva York, donde parte de su familia cubana los esperaba. En ese viaje, Anaïs se vio obligada a dejar la infancia atrás e iniciar una nueva etapa. Fue entonces cuando la joven escribió una carta a su padre, expresando el dolor y la desesperación que le había causado su abandono. Anaïs nunca llegó a enviar esa carta, sin embargo, ese acto marcó el inicio de algo que la acompañaría durante toda la vida: la escritura de su diario.
En Nueva York, Anaïs convirtió su literatura íntima en un hábito. Acudía al diario con la urgente necesidad de plasmar sus emociones y su perspectiva sobre la vida. A los dieciséis años, la joven dejó la escuela para empezar a trabajar como modelo de artista y bailadora de flamenco y, así, ayudar económicamente a su madre.
PARÍS Y LOS PRIMEROS RELATOS
Anaïs Nin conoció al poeta y banquero Hugh Guiller en 1923. Pronto, Nin y Guiller se enamoraron y contrajeron matrimonio en La Habana. Un año más tarde, los artistas se trasladaron a París, donde Hugh trabajó en un banco y Anaïs encontró el tiempo y el espacio para volcarse en su escritura.
Fue entonces, entre 1929 y 1930, cuando Nin completó su primer libro titulado La intemporalidad perdida. Esta vez, Anaïs se alejaba de la escritura diarística para crear dieciséis historias con tintes oníricos y psicoanalíticos que emanaban el espíritu del París de los años veinte. Nin envió la obra a varias editoriales, pero todas rechazaron esos cuentos en los que ya aparecían algunos de los elementos característicos de su literatura, como la ironía o los indicios de feminismo. El primer libro que vio publicado con su nombre fue D. H. Lawrence: Un estudio no profesional, el breve ensayo crítico que escribió en 1932 sobre la obra del escritor inglés D. H. Lawrence.
Nin se interesó por el psicoanálisis y lo estudió con René Allendy y Otto Rank, compañero de Sigmund Freud.
Durante su época en París, Anaïs conoció al escritor Henry Miller y a su esposa June Miller. Nin quedó completamente fascinada por la pareja e inició una relación erótica y literaria con Henry (que se prolongó como amistad y romance durante años) y, al mismo tiempo, con June quien, tanto para ella como para Henry, encarnaba la viva imagen de una femme fatale.
Anaïs y Henry compartieron su vocación literaria, intercambiando ideas y manuscritos. Cuando Miller la leyó por primera vez, le dijo: “Cuando trato de imaginar de quién es deudor tu estilo, no recuerdo a nadie con el que tengas el más ligero parecido. Me recuerdas únicamente a ti”. A su vez, Anaïs ayudó a Henry en la creación de sus dos únicas novelas Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio.
Al mismo tiempo, arrastrando la sombra del dolor producido por el abandono de su padre, Nin se interesó profundamente por el psicoanálisis, estudiándolo primero con René Allendy y luego con Otto Rank (compañero de Sigmund Freud), maestros que también fueron sus amantes.