sábado, 21 de octubre de 2017

EL SECTARISMO ES UN SUPLICIO

Francisco Louça 

14/10/2017
El sectarismo es una trampa para el sectario: lo atrapa en su universo. El problema es que no aprende con el prójimo, no es un ataque ni una defensa, es una debilidad.
“Lumière! L’Aventure Commence”, filme compuesto por Thierry Frémaux, abrió esta semana la Fiesta del Cine Francés.  “Compuesto” porque se trata de una selección de las geniales películas de los hermanos Lumière, explicadas y comentadas por Frémaux, el organizador del festival de Cannes. Los originales, restaurados con notable calidad, tienen todos hasta 50 segundos y son escenas de trabajo, de fiestas, de conmemoraciones, de paisajes urbanos, algunas escenas cómicas, otras documentales.
Son películas increíbles por el encuadre, por la figuración, por la representación del movimiento en aquel pasaje del Siglo XIX al Siglo XX en que se inventaba el automóvil, el tránsito alcanzaba una velocidad peligrosa, la torre Eiffel se erguía sobre París, las fábricas ya empleaban a millares de hombres y mujeres y el mundo estaba por transformarse. Y me puse a pensar cómo estas películas hayan sido olvidadas, lo que es una forma de preguntarse sobre el sectarismo, porque hay una estirpe de sectarismo que es simplemente ignorar o despreciar el pasado, como si lo tonante - acabado de llegar - inaugurase un universo vacío, sin historia. Todos caminamos sobre nuestro pasado y es bueno respetarlo y recordarlo. Sí, llegamos después de otros y lo que aprendimos fue con ellos. Si cada persona hubiese comenzado de cero, sería nada. Por lo tanto, el brillo de los Lumière no nos muestra sólo la fundación del séptimo arte, también nos enseña a mirar el hoy.
Hay, sin embargo, otra forma de sectarismo, tal vez más agresiva. Es el sectarismo ya no contra el pasado sino contra el presente. Es lo que en política se puede definir así: el sectario es el que detesta al que está más cerca de él y con quien sería más fácil e incluso natural cooperar. Ese sectarismo es un suplicio. Destruye una fuerza política por dentro y como la historia portuguesa está llena de ejemplos, todos con el mismo destino, vale la pena reflexionar sobre ese peligro.
Antes de escribir sobre el peligro, una palabra de precaución. En la vida pública, en un grupo de teatro, en un partido político, en un sindicato, en una asociación, se crean identidades, que son necesarias y útiles. Quien vive en común una lucha social, una campaña electoral, la escenificación de una obra, crea lazos y esos lazos hacen comunidad. Somos animales comunitarios y felizmente bien. Aprecio por eso los cánticos, hasta las frases que parecen imitaciones de una persona hacia otra, las liturgias, las alegrías, el orgullo que un militante tiene de su partido o asociación. Me permito hasta pensar que, por la existencia de esa fuerza comunitaria, es tan importante evitar sectarismo.
Ahora bien, el sectarismo es peligroso porque es fácil. Él crea un sistema de señales y de referencias autosuficientes que, sirviendo para delimitar, también cierra el grupo en una campana de cristal. La pertenencia está definida en ese caso por compartir un lenguaje tribal y por el rechazo de quien no lo reconoce. Es por eso por lo que el sectarismo necesita de la intriga que apunta a los enemigos, exigiendo con ansiedad la creación de fábulas o de engrandecimiento (lo que se puede llamar caciquismo o culto a la personalidad) o de desprecio (los otros son seres inferiores).
Asimismo, es una forma de inmunización frente a la realidad: para el sectario cualquier cosa que ocurre puede ser leído como una red de conspiraciones que nos persiguen, lo que excluye cualquier responsabilidad. El mito de la infalibilidad requiere agigantar los monstruos que nos atacan pues, de existir una falla, la responsabilidad debe siempre resultar de la dimensión del armamento de los fantasmas que nos acosan.
Por consiguiente, el sectarismo es una trampa para el sectario: prisionero en su universo. El problema es que no aprende con el prójimo, no es un ataque ni una defensa, es una debilidad. No escuchar lo que nos dice la sociedad es una forma de enclaustramiento voluntario. Un buen consejo contra el sectarismo es: no cruzar una calle sin mirar las los lados.
catedrático de economía de la Universidad de Lisboa, ex parlamentario y miembro del Bloco de Esquerda, actualmente es Consejero de Estado.
Fuente:
Publico (Portugal), 6 de octubre 2017
Traducción:
Carlos Abel Suárez
Temática: 

A 50 años de la muerte de Ernesto Che Guevara: Los sesenta, tan lejos y tan cerca

Aldo Marchesi 

11/10/2017
A pocos días de que el almanaque señale que ya pasaron cincuenta años del asesinato del ícono, Aldo Marchesi, autor de un estudio sobre la “izquierda radical” latinoamericana en los años sesenta de próxima aparición, (1) da su opinión sobre las distintas facetas de su pensamiento y acción. El historiador destaca, entre otras cosas, las dificultades para analizar desde el hoy —opina— a una figura tan anclada en su época que a pesar de ello siempre renace como símbolo de rebeldía. Incluso en un tiempo como el actual, en el que la violencia social se manifiesta de forma tan abierta pero en el que se condena con demasiada facilidad a la “violencia de abajo”. Le entrevistó Daniel Gatti para Brecha.
—¿Hay un legado del guevarismo? ¿Se puede ver al Che como una figura vigente en estos tiempos?
—Es bastante complejo pensar la manera en que las izquierdas se sitúan ante Guevara y su eventual trascendencia, fundamentalmente por los cambios que ha habido en torno a temas como la revolución o la violencia. Son asuntos en los que el cambio histórico ha sido extremadamente radical.
La reflexión sobre la violencia revolucionaria, que es un elemento central de la modernidad —no sólo de la izquierda, sino de todas las tendencias en la mayor parte del siglo XIX y del XX—, ha tenido una serie de transformaciones realmente importantes en las últimas décadas. La subjetividad de un Guevara puede verse en ese sentido como mucho más cercana a la de un Giuseppe Garibaldi que a la de los tiempos actuales.
Las dificultades para conectarse con ese pasado las ilustró muy bien el historiador Alessandro Portelli al contar la historia de un partisano que cada año iba a escuelas y liceos de Italia a recordar la épica de la lucha contra el fascismo. En los noventa el partisano notó que algo estaba cambiando en la manera en que lo percibían los jóvenes. Un día un estudiante le preguntó si él había matado a alguien. El hombre dijo que sí, que estaba combatiendo en una guerra. Y el estudiante le respondió: “Usted es tan asesino como los fascistas”. El tipo quedó mudo, no supo qué decir a alguien que no consideraba que fascistas y antifascistas defendían proyectos diametralmente opuestos sino que los igualaba en que unos y otros habían matado.
Ahí te das cuenta de la diferencia de tiempos históricos y de lo difícil que resulta pensar desde el hoy, después de tantos años de discurso sobre los derechos humanos, el humanismo, la no violencia, ciertos asuntos que eran centrales cinco décadas atrás.
Hay investigadores que vienen trabajando sobre cómo desde los noventa la historia pasó a ser contada no a partir de los proyectos históricos concretos, sino a partir de la idea de que todo se reduce a las figuras de víctima y victimario. Muchos autores pasaron a relatar el siglo XX como el siglo de la “gran matanza”, y, desde una visión “humanista” algo estrecha, englobaron bajo el mismo concepto de “asesinos” a rojos y blancos, a fascistas y comunistas, a los movimientos de liberación del Tercer Mundo y a los colonialistas, hasta a aliados y nazis, como si todos valieran lo mismo y la historia fuera una sucesión de crímenes, de gente matando a otra gente. Guevara ha sido visto desde ese ángulo como un “asesino perfecto”, obturando la visión sobre su proyecto.
—Esa imposibilidad de trasladarse a aquellos años, de la que hablabas antes, ¿no está vinculada a que ahora cuesta mucho encontrar proyectos emancipadores?
—En cierta manera sí, y al hecho de que la propia idea de revolución está en crisis. La palabra revolución se mantiene dentro del lenguaje político, pero muy pocos la invocan o la defienden. Y en los últimos treinta años es muy difícil encontrar en el mundo un proceso que se instale dentro de la lógica de las revoluciones clásicas (la francesa, la rusa, la china, la cubana, la mexicana, para poner ejemplos).
El otro asunto que dificulta la reflexión es la crisis de las izquierdas en la pos Guerra Fría, con el triunfo ideológico del liberalismo conservador y de ciertas ideas neoliberales, que en los noventa se convirtieron en la nueva utopía.
Aun con todos esos elementos que dificultan pensar el legado, creo que hay muchas cosas de Guevara que siguen siendo bien interesantes y tienen contemporaneidad.
—¿Cuáles serían? 
—Uno puede identificar cuatro Guevaras: uno político, uno militar, otro que reflexiona sobre la ética en los procesos revolucionarios, y un cuarto que pone el acento en la emancipación del Tercer Mundo como punto central de su accionar y que habla de la necesidad de globalizar las luchas. Es en estos dos últimos aspectos que me parece que su legado podría ser visto como más vigente.
Pienso que varios elementos de los diagnósticos sobre la realidad latinoamericana que planteaba Guevara siguen siendo pertinentes: la idea de que existen grandes trabas para lograr cambios de fondo por medios legales, el marcado carácter reaccionario de ciertas clases dominantes en América Latina, las dificultades para construir un liberalismo democrático que dé espacio a los sectores populares. Estos temas, que el Che planteaba a principios de los sesenta, reaparecieron ahora con otro lenguaje, sobre todo con el fin del ciclo progresista.
A Guevara se lo percibe como el “radical” por excelencia, pero en los inicios de la revolución cubana él buscaba acuerdos y espacios de negociación y convivencia con distintos países de América Latina: viene a Uruguay y pronuncia su famoso discurso en la Universidad, se reúne en Argentina con el presidente Arturo Frondizi, en Brasil le dan una medalla de honor. Los límites se los fijaron las derechas conservadoras, sobre todo la brasileña y la argentina, con su reacción, que culminó con la expulsión de Cuba de la OEA (Organización de Estados Americanos) en el 64.
Recién a mediados de los sesenta él llega a la conclusión de que los espacios de negociación política en América Latina son cada vez más estrechos y que el camino que queda para cambiar las cosas es la guerra revolucionaria. Ahí es que expande su idea del foco guerrillero, sobre la función ejemplarizante de la acción encarnada en esos superhombres que serían los guerrilleros que lograrían interpelar al conjunto de la sociedad, y que se expresa en algunos de sus trabajos, que en muchos casos son manuales de guerra.
Tal vez esa sea la dimensión menos vigente de Guevara. Incluso por los desarrollos tecnológicos actuales, imaginar que pueda existir hoy una guerrilla rural o “ejércitos populares” capaces de mantener niveles de enfrentamiento viables con ejércitos regulares se hace casi imposible. Y si te ponés a pensar en qué derivaron aquellos movimientos armados, en qué terminaron las experiencias de violencia organizada y profesionalizada de parte de grupos de izquierda, verás que generaron un fortalecimiento de las estructuras represivas estatales y acabaron en masacres.
—Volviendo a lo que decías sobre la vigencia de los diagnósticos de Guevara, la realidad latinoamericana de hoy no es tan distante de aquella de hace 50 años. Incluso se podría decir que los niveles de violencia social en muchos países han aumentado y que los gobiernos progresistas han encontrado límites muy claros para revertir esas realidades.
—Ahí hay una paradoja. Por un lado, tenemos la crítica a la violencia revolucionaria como fenómeno autoritario per se, pero, por otro lado, vivimos en sociedades cada vez más violentas, que acumulan cada vez más armas, con niveles de enfrentamiento cada vez mayores. Evidentemente no tengo una propuesta para resolver esa paradoja, por más que me inclino por descartar la violencia.
El problema del camino hacia el cambio social en América Latina siempre está en la agenda. Ese debate fue central en los sesenta. En realidad venía de antes, de los cincuenta, cuando quedaron en evidencia los techos del reformismo y del populismo, pero fue en los sesenta que hizo eclosión. La opción por la violencia fue sólo una de las opciones de un repertorio que tuvo muchas otras. Esa discusión sobre la “metodología” para el cambio ha perdido un poco de actualidad, pero no ha desaparecido. No quiere decir que hoy se dé en los mismos términos que hace cuarenta o cincuenta años, pero vuelve a estar allí.
Hoy no hay quien reivindique la acción guerrillera en América Latina, pero uno de los problemas de los sesenta es que se terminó reduciendo el tema de la violencia política a una forma muy concreta: el de la guerrilla. En realidad, en la tradición de la izquierda el repertorio de la protesta es amplísimo, y muchas están asociadas a formas de violencia que ahora se condenan con mucha ligereza.
—¿Cómo deberían reaccionar los campesinos o ambientalistas hondureños que son asesinados por decenas aún hoy? En Brasil hay ahora un debate en el movimiento sindical sobre el recurso a formas de acción directa como reacción a una reforma laboral propia de fines del siglo XIX… 
—Sí, y se habla de “sesentismo” para criticar esas posturas, de “violentismo”. Por eso remarcaba que el tema de la violencia es un tema abierto, como abierta está la discusión sobre qué es violencia.
—Decías que había otros aspectos del legado de Guevara que te parecían relativamente vigentes…
—Uno es su idea de la guerra global, que trasciende de manera muy nítida lo estrictamente militar. Su famoso mensaje a la Tricontinental es una pieza en la que plantea toda una visión sobre cómo tiene que ser el conflicto político contemporáneo. La nación tiene en ese mensaje un lugar secundario, y el énfasis lo pone en la internacionalización del conflicto. La “contradicción principal”, para hablar en términos de los sesenta, que él plantea allí es la de imperialismo versus Tercer Mundo, y el llamado bloque socialista aparece no con un papel de vanguardia sino lateral: sirve si es funcional a las luchas de los “pueblos del Tercer Mundo”, y si no lo es, deja de servir.
Guevara pensó la política en un escenario global. La internacionalización que se ha ido acentuando desde los años sesenta le ha dado razón, y en ese sentido ha sido incluso anticipatorio; también acertó en imaginar al Tercer Mundo, a los países emergentes, como centro de los conflictos políticos del futuro, aunque las derivas de esos conflictos han ido en direcciones opuestas a las deseadas por él mismo, como las que se dan en el mundo árabe con la emergencia del Estado Islámico y otros grupos similares.
Y después está el tema de la dimensión de la ética en la política, un punto que él ubicaba en un lugar central. Esto se refleja, en particular, en la carta que le manda a Carlos Quijano, conocida bajo el título de “El socialismo y el hombre en Cuba”, (2) y en los tiempos en que asume responsabilidades de gobierno, cuando polemiza con los soviéticos sobre los instrumentos de planificación de la economía o acerca de los estímulos para generar una nueva sociedad. Allí está la idea de que la revolución no debe apuntar sólo a cambiar las condiciones materiales de la gente, sino a construir un “hombre nuevo”, una forma diferente de vivir socialmente muy marcada por la idea de comunidad o por valores colectivos.
Es una idea que está en diálogo con muchas expresiones en los sesenta: la de la militancia como ética individual. En Guevara se da con fuerza especial en la manera que él toma la militancia: como un soldado. Ahí también aparece muy fuerte la idea de sacrificio. Hay textos muy duros en los que él asume que va a morir más temprano que tarde. “Cuando la muerte me encuentre”, es una frase que él repite. Es una forma de ver la acción colectiva, la militancia. Muchas veces se han establecido vínculos entre esa idea sacrificial y el peso del cristianismo en este continente, y la identificación de Guevara con Cristo ha sido muy común.
—La contracara de esta visión es lo que pasa después, cuando estos movimientos son derrotados.
—Y se produce una reversión total, al punto de que muchos protagonistas de aquellos años, integrantes de grupos guerrilleros, se bandearon hacia el otro lado al tomar conciencia de que se habían perdido en el camino de unos ideales colectivos y que no habían tenido existencia individual. Sin caer en esos extremos, en el individualismo, se generalizaron visiones muy críticas que pusieron énfasis en esa contradicción entre lo individual y lo colectivo, en cómo el sacrificio que llega hasta la entrega de la vida termina obturando la posibilidad de ser individuos, con ideas distintas, con relaciones humanas complejas. Esa literatura se profundizó luego y se extendió a temas no directamente políticos, como los vínculos entre los militantes y sus familias. En la última década se han multiplicado ejemplos en ese sentido —documentales, películas de ficción, ensayos, novelas— que hablan de la relación crítica que tienen con sus padres los “hijos de los sesenta y los setenta”. Algunos llegan a decirles a sus padres: “la militancia los llevó a abandonarnos, y vean cómo estamos”. Y a menudo los padres se quedan sin palabras. Aunque no estén explicitadas, se trata de críticas ideológicas a una manera de concebir la militancia de la que Guevara fue un abanderado.
—Sacando toda la explotación comercial, pasando por encima de la “recuperación” capitalista de un ícono revolucionario, de ese “volveré y seré remera”, el Che ha sido presentado por propios y extraños como el rebelde por antonomasia. Cincuenta años después, ¿qué o quiénes encarnarían esa figura del rebelde con causa?
—Hay una dimensión rebelde de Guevara, claramente, pero si uno va más a fondo, más que como a un rebelde se lo debería ver como a un revolucionario que justifica racionalmente todo aquello por lo que lucha y los métodos que elige. Es un soldado revolucionario, no un rebelde romántico en un sentido más instintivo. Se han escrito toneladas de libros sobre la significación de Guevara como ícono, pero a mi juicio falta seguir explorando por ese lado. Más allá de lo que se habla sobre el vaciamiento de su prédica, que barras de fútbol lo evoquen, que en los asentamientos lo luzcan con orgullo, que Maradona se lo tatúe, quiere decir algo. En la lectura popular de Guevara hay una crítica al orden establecido, al imperialismo, al capitalismo, un rescate de la entrega, del poner el cuerpo, de desafío a los enclaves del sistema, aunque no se lo diga así.
En esta zona del mundo no hubo remplazo del Che. La política ha ido por otros rumbos. En otras zonas sí lo hubo, para mal, como en el mundo árabe, donde se lo ha sustituido con otro modelo muy distinto de héroe, el del fundamentalista. En Europa apareció el “indignado”, pero es un actor colectivo y de una significación muy distinta.
Allí se ve también cómo Guevara fue, por un lado, una figura muy de su época, difícil de transponer al hoy, pero al mismo tiempo encarna una crítica política a un sistema, y que sigue siendo convocante.
En definitiva, las formas de la rebeldía van cambiando pero tienen continuidades históricas, y el hecho de que cíclicamente Guevara aparezca tiene que ver con eso. Otro historiador italiano, Enzo Traverso, dice que la izquierda tiene una relación melancólica con su pasado. Me parece una manera muy precisa de ver la cosa: el pensamiento de izquierda ha tenido transformaciones muy positivas, como las reflexiones sobre el autoritarismo, pero no termina de establecer un diálogo racional, articulado, con su pasado. Aquellos que se sienten de izquierda, que reconocen que aquella experiencia histórica es constitutiva de su identidad política, con sus aciertos, errores y horrores, recurren a la melancolía porque no saben cómo resolver el duelo con ese pasado. Pasa algo así con los sesenta: no se termina de decidir qué tomar y qué dejar de esos años.
Notas:
1) Latin America’s Radical Left. Rebellion and Cold War in the global 1960s. Prensa de la Universidad de Cambridge, Inglaterra, publicación prevista para este mes. Siglo XXI editará la versión española en 2018. 
2) El texto originalmente publicado en Marcha (Montevideo, 12-3-1965), estará disponible en Brecha. Una reproducción de la portada de ese ejemplar puede verse en este especial.
Doctor en Historia (New York University). Profesor agregado de la Universidad de la República (Uruguay). Director del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (CEIU). En los últimos años ha publicado diversos artículos sobre historia reciente y procesos de memoria colectiva en Uruguay, y viene realizando diversos estudios en torno a la historia de la izquierda armada en el Cono Sur.
Fuente:
Brecha, 6 de octubre 2017

" Manifiesto mayo francés de 1968 " Universitarios franceses .

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" Manifiesto mayo francés de 1968 " 
Universitarios franceses .
   

Las A.G. de los diversos establecimientos públicos de enseñanza superior (según la lista adjunta), proclaman solemnemente que una reforma de la Universidad debe seguir la línea directora de los siguientes principios fundamentales:

I. Independencia y contestación.

a) La Universidad debe ser absolutamente independiente de cualquier poder político.
b) La Universidad debe ser el centro de contestación permanente de la sociedad. La información y los debates libremente organizados entre estudiantes, personal docente y personal no docente de la Universidad constituyen el medio fundamental de esta contestación.
c) Estos principios deberán ser garantizados, así como la presencia y libre expresión de las minorías, por un conjunto de reglas internas de cada establecimiento de enseñanza superior.

II. Autogestión.

a) La enseñanza gratuita en todos los niveles es un deber para con la sociedad presente y futura.
b) Debe estar abierta a todos, efectiva e igualmente, sin imponer ninguna selección.
c) Los establecimientos de enseñanza superior deben ser regidos paritariamente por estudiantes y enseñantes sin ninguna injerencia externa.
d) Los fondos públicos aportados por el Estado se fijarán en función de las exigencias de la colectividad nacional, expresados en los planes económicos a medio y largo plazo, que la Universidad debe fijarse democráticamente, y cuya aplicación es obligatoria para los establecimientos públicos. La organizaciones del personal docente y de estudiantes estarán representadas en las comisiones de elaboración de los planes. Las cantidades que se dedicarán a la enseñanza por los planes, una vez ratificados éstos, se impondrán como una obligación del poder político ejecutivo y deliberante al votar el presupuesto anual. Estas cantidades, por lo que se refiere a la enseñanza superior, se repartirán entre las universidades a través de un organismo paritario de ejecución, nacido de las organizaciones paritarias de personal docente y estudiantes que hayan participado en la elaboración de los planes.
e) Toda real autonomía exige la institución de organismos capaces de neutralizar las fuerzas exteriores, que podrían desposeer de hecho a los estudiantes y al personal docente del poder decisorio en todo lo que se refiere al funcionamiento de la Universidad. Únicamente los comités nacionales de vigilancia, nacidos de los comités paritarios, pueden definir los medios acordados para contestar a los intentos de recuperación, especialmente los que se aprovecharían inmediatamente de las utilizaciones anárquicas de la autonomía.

III. Autodefinición.

a) Los estudiantes y el personal docente deben poder someter a examen, regularmente y con toda libertad, el contenido y la forma de la enseñanza.
b) La Universidad deberá ser un centro de cultura social. Por consiguiente, deberá determinar ella misma los marcos en los cuales los trabajadores participarán en sus actividades.
c) Los exámenes y concursos en su forma actual deberán desaparecer y ser sustituidos por una evaluación continua basada en la calidad del trabajo realizado durante todo un período. El suspenso en una asignatura, en la forma actual, no sanciona siempre la pereza o falta de aptitud del alumno sino, con frecuencia, la falta de enseñanzas.

IV. Autoperpetuación.

La Universidad es la voluntad de una perpetua superación por:
a) Una estrecha conjunción de la investigación y la enseñanza;
b) la educación permanente;
c) el reciclaje regular del os trabajadores y del personal docente; para éste deben precerse años de total disponibilidad para el estudio.

Este texto elaborado por los representantes de los establecimientos de enseñanza superior siguientes: I-E.P. París, Derecho y Ciencias Económicas de París; Medicina, París; Filosofía, Sociología y Letras, París; Lenguas Orientales; ex Escuela de Arte; Ciencias de la Halle aux Vins; Ciencias de Orsay; Ciencias Económicas, Poitiers; Ciencias Económicas, Clermont-Ferrand; se propondrá a las A.G. y será adoptado o rechazado en su totalidad.

"Oír - Ver - Leer" por Hans Georg Gadamer.

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"Oír - Ver - Leer"  por Hans Georg Gadamer.
 


-1984- .En Arte y verdad de la palabra, Cap. 3
Traducción de José Francisco Zúñiga García. Barcelona, Paidós, 1998



Desde Nietzsche, se califica a la filología de arte de la lectura lenta. Demorarse en algo en lugar de pasar rápidamente por los textos cosechando informaciones es, en verdad, un arte que va desapareciendo. Hoy me planteo la tarea de reflexionar un momento sobre la estructura específica de la lectura. La lectura refiere a la escritura, manuscrita o impresa, y la escritura tiene su origen en el lenguaje. Leer es dejar que le hablen a uno. Aquí hay un momento hermenéutico. ¿Quién puede leer sin comprender? Todo lo que no sea introducirse desde el lenguaje en lo suscitado por él, es balbucear, hablar entrecortadamente, deletrear. El habla requiere, pues, comprensión, comprensión de la palabra que se dice. También de la propia palabra. Todos sabemos lo que significa no comprender las palabras de uno mismo. Algo así se dice cuando hay demasiado ruido en el ambiente. Con ello, uno refiere a algo esencial, a saber, que no se comprende la palabra de uno mismo porque no puede ver cómo la recibe el otro. Esto no quiere decir que haya que escuchar las palabras de uno mismo, pero sí que hay que procurar que el otro pueda oírlas. Lo que importa es que lleguen al destinatario. Incluso hay que preguntarse si todo estancamiento en la comprensión de uno mismo -que es, probablemente, una de las experiencias básicas que nos dan que pensar- no será siempre una llegada a uno mismo que se retrasa.



Cuando considero el fenómeno del leer vinculado a los del oír y el ver, el tema presenta dos aspectos, uno antropológico y otro poetológico. El aspecto antropológico es antiquísimo. La rivalidad de estos nuestros dos sentidos más humanos es un fenómeno conocido. Sabemos que un azor ve mejor y que un gato oye mejor que cualquiera de nosotros. Pero el funcionamiento combinado del oído y la vista distingue al hombre específicamente desde antiguo. Oír no quiere decir sólo oír, sino que oír quiere decir oír palabras. Aquí aparece una característica del oído. Así, en la conocida expresión que afirma que uno se queda consternado, que uno pierde los sentidos  (eínem vergeht Hören und Sehen) el oído ocupa el primer lugar. Ciertamente, Aristóteles tiene razón cuando, al comienzo de la  Metafísica, dice que de todos los sentidos del hombre el de la vista es el más importante, pues presenta la mayor parte de las diferenciaciones, la mayor parte de las diferencias y es, por ello, entre todos los sentidos, el más próximo al conocer, al establecer diferencias. Aristóteles dice también algo respecto de la primacía del oír. El oído puede recibir el discurso humano y su universalidad lo sobrepasa todo.



Pues sabemos cómo se compensan estos dos sentidos esenciales del hombre. Todos los hombres que ven mal entrenan su oído mucho más que los demás.  Y  sabemos, en cambio, hasta qué punto el ojo puede sustituir al oído, por ejemplo, mediante la lectura del movimiento de los labios. Pero las relaciones entre el oído y la vista, entre el ver y el oír, son mucho más complicadas de lo que parece a primera vista. Obviamente, cuando hablamos del oír y el ver en relación con el leer, no se trata de que haya que ver para poder descifrar lo escrito, sino que lo que importa es que hay que oír lo que dice lo escrito. Tener la capacidad de oír es tener la capacidad de comprender. Este es el verdadero tema de mis reflexiones.



El nexo entre leer y oír es evidente. Sólo en las fases tardías de nuestra cultura europea ha sido, en general, posible leer sin hablar. Sabemos por un pasaje de Agustín que el padre de la Iglesia Ambrosio quedó atónito ante el hecho de poder leer sin hablar en voz alta. Recuerdo que, en mi juventud, el profesor de alemán del Instituto de Breslau me observaba al principio con desconfianza -hasta que se hubo convenido de mi inocencia- porque yo siempre movía los labios al escribir, como si estuviese hablando. Quizá fue una primera y temprana disposición al talento hermenéutico: cuando leo algo quisiera siempre, además, oírlo. De lo que se trata es, pues, de volver a convertir lo escrito en lenguaje y del oír asociado a esa reconversión.



Nos encontramos aquí, en cierto modo, ante preguntas todavía no exploradas. Hay que distinguir si un texto ha sido redactado para ser recitado o si un texto debe ser leído rápidamente o si un texto debe ser leído en voz alta y está escrito para ello o si al fin y al cabo, como ha llegado a ser cada vez más frecuente en nuestra cultura, sólo hay que contar con la lectura silenciosa. No es que en todos estos casos haya claras diferencias. Pero el modo en que se va a utilizar lo escrito ha de jugar un papel en el arte de escribir. Aquí se inserta el problema de la  oral poetry, muy discutido en la actualidad. Lo que yo, como filólogo clásico, había aprendido, a saber, que sustancialmente la tradición épica sólo pudo desarrollarse basándose en la escritura, queda cercenado porque ha sido conocida la existencia, sorprendentemente larga, de una tradición oral de leyendas y de poesía épicas. Esto lo ha hecho ver una expedición americana a las montañas albanesas. Naturalmente, se debe valorar con corrección la importancia de este conocimiento. Significa que hay que reconocer la  mneme , la memoria, el engrama en nosotros mismos, como la primera forma de la escritura que ha sido cincelada en la psique. Cualquiera ve en las epopeyas homéricas, igual que en otras epopeyas que fueron aún compuestas para la tradición rapsódica, cuánto alivian la memoria del rapsoda, igual que la del oyente, la repetición, las flores retóricas, los medios estilísticos y metáforas reiterativas. La estabilización por medio de la escritura es casi anticipada ya en la tradición oral de la poesía.



Ahora bien, no podemos discutir aquí en qué parte de la redacción de nuestras epopeyas clásicas ha influido la tradición oral y en qué parte lo ha hecho la reducción escrita de esa tradición oral. Tengo interés en que se dirija la mirada a la relación general entre leer y oír y, con ello, no desatender a los destinatarios a quienes se dirige el que escribe, el escritor, y para quien son tan importantes. Por la retórica sabemos que los grandes representantes griegos del arte de la palabra elaboraron, por regla general, discursos escritos, es decir, literatura. Cuando tenían sus famosos altercados, leían textos ante el público. Por tanto, ya entonces había una estrecha vinculación entre retórica y literatura. Ciertamente, nos encontramos aquí en una época relativamente tardía, en la que comenzó nuestra tradición discursiva.



Pero los diferentes modos en que lo legible se transforma en audible tienen, evidentemente, un significado más amplio. Piénsese en la diferencia que hay entre la manera de cantar ante el público de un rapsoda profesional o la manera de entonar del recitador de un género determinado, por ejemplo, la epopeya, o cómo se ejecuta la lírica coral. Lírica coral quiere decir que muchos cantan y actúan conjuntamente.



Si se consigue hacer presente toda la cadena de fenómenos que enlazan en este punto, se aprenderá algo sobre qué son el leer y la lectura.



Conecto aquí con investigaciones que realicé como joven docente en 1929 cuando, en el seminario de filosofía, a lo largo de todo un semestre, examiné la cuestión: ¿qué es realmente la lectura: es una especie de representación ante un escenario interior? Esa fue la denominación que le dio una vez Goethe a la lectura. La expresión no está, por cierto, mal elegida, pues, al leer, hay que crear un escenario si se quiere aquilatar o hacer presente la articulación del lenguaje en toda su envergadura. Pero la comparación tiene, evidentemente, límites muy estrechos. Esto quedará claro si menciono una traducción como la que hizo Gundolf de Shakespeare. La utilizo como ejemplo en este pequeño trabajo precisamente porque la última vez que oí hablar a Rudolf Sühnel fue en una bonita conferencia sobre Gundolf. Mostró entonces cómo la recepción alemana de Shakespeare estuvo, con creciente intensidad, motivada por la época clásica de la cultura de la lectura y. en consecuencia, por el escenario interior de la lectura. En el caso de Gundolf, su poético trabajo de traducción se agudizó hasta el punto de convertirse en una forma incapaz de ser representada en el teatro. Son cuestiones interesantes. Goethe las ha considerado, por completo, en el mismo sentido cuando, por ejemplo, dice que Shakespeare tiene reservado un lugar de honor en la poesía y que su lugar en el teatro es más bien accidental y extrínseco. La recepción que de Shakespeare hizo el clasicismo alemán estuvo, en efecto, enteramente dominada por la palabra y dirigida al efecto poético del lenguaje. Esto quiere decir, obviamente, que se basó esencialmente en la lectura en voz alta. Goethe fue un lector sobresaliente de sus propias poesías y sabemos que Ludwig Tieck fue un maestro inigualable en la recitación de los dramas de Shakespeare. Pero, ¿qué clase de lectura es esa lectura en voz alta? ¿Es mimo? ¿El ideal consiste en una transformación total de la voz, de manera que se tenga la impresión de que, sin interrupción, es realmente otra persona quien habla? ¿O es más bien una ligera entonación en la dirección de las diferentes personas que hablan la que se mantiene unida a la canción y a la melodía de la voz una de la obra poética y de los que la recitan? Es claro que se trata de una forma intermedia entre la ejecución real sobre el escenario y esa ejecución sobre el es-cenado interior que, de ningún modo, es una ejecución, sino únicamente un oír interior el hacerse sonido del lenguaje.



Ahora bien, para cualquiera es evidente que esto último es el rasgo distintivo de la literatura. Es cierto que se llama literatura, pero su objeto es el lenguaje y no la escritura. El lenguaje es la realidad propia de lo transmitido en la literatura y es la máxima posibilidad de sustraerse a todo lo material y de alcanzar, a partir de la realización lingüística del texto, una, por así decir, nueva realidad de sentido y sonido. Todas las demás artes -el teatro, naturalmente, también- están ligadas a condiciones limitadas materialmente. Así, se puede decir de una pieza teatral que no es representable, y ello quiere decir que las condiciones limitadoras que se originan en el hecho de tener que transponerla a un modo de presentación distinto que el del lenguaje atentan contra la soberanía del sentido que se manifiesta en el lenguaje. Aquí se capta el núcleo del nexo interior entre el leer y el oír. Donde tenemos que habérnoslas con literatura, la tensión entre el signo mudo de la escritura y la audibilidad de todo lenguaje alcanza su solución perfecta. No sólo se lee el sentido, también se oye.



No falta, pues, razón para hablar, como hace Goethe, de una ejecución interior. Esto me lleva al segundo punto, el de la relación entre leer y ver. No se trata, naturalmente, del sentido trivial -hay que ver para poder leer lo escrito-, sino de que por medio de la lectura se despierta algo a lo que se le da el nombre de «intuición». Se trata, en suma, del milagro de la fuerza evocadora del lenguaje y de su perfeccionamiento en la fuerza evocadora de la palabra poética. Se puede sencillamente decir que la palabra poética prueba su autonomía por esta fuerza que posee. A quien, por ejemplo, pretenda encontrar en la realidad el paisaje descrito en una poesía o en una narración para comprender mejor la poesía, se le puede calificar de persona trivial. La fuerza evocadora del lenguaje conduce más bien a una intuición y a una claridad, que posee una enigmática presencia que da, directamente, fe de sí misma.



Este es el segundo punto sobre el que quisiera hacer una observación porque hace alusión a un problema reiteradamente discutido desde que Emil Staiger, impresionado por las ideas de Heidegger, trató el tiempo como medio de la imaginación poética. En la actualidad, la cuestión ha sido llevada al extremo en la poetología post-estructuralista. En este contexto, se le levanta un proceso a cualquier presente. Considero que esto es un malentendido. Derrida ve en esa presencia una continuación de la metafísica griega. Heidegger nos ha enseñado, en efecto, que la metafísica griega y su comprensión del ser se concentran en el presente. Lo que está ante los ojos en este momento, lo presente, constituye el carácter propio de la comprensión griega del ser. Este modo temporal de la presencia del ser contradice, efectivamente, la temporalidad del hablar y del oír, que incluye la sucesión. Pero hay que considerar que esto mismo es válido para la intuición que suscita el habla. El mismo Goethe distingue, en el contexto de su pequeño ensayo sobre Shakespeare, entre el sentido de la vista, del ojo corporal, y el sentido interior, al que sólo se puede acceder adecuadamente a través de la palabra. Aquí se encuentra nuestro problema: ¿En qué consiste y cómo se constituye el carácter intuible que sabemos apreciar como calidad de la expresión lingüística, no sólo en el poeta, sino también en cualquiera que usa el lenguaje?



De un relato decimos que es muy gráfico, es decir, que se puede «intuir», que se puede palpar. Quien cuenta algo y despierta en nosotros el sentimiento de haber estado allí, no necesita ser ningún poeta. En particular, elogiamos del discurso poético que conmueva nuestra imaginación y que, de entre una plétora de imágenes cambiantes, emergentes y ensambladas, instaure dentro de nosotros algo parecido a un efecto y a una intuición completos. ¿Qué clase de acontecimiento es éste? Naturalmente, no se trata de un sentido interno al modo como de él hablan los filósofos, por ejemplo, Kant. Cuando Kant llama a la forma de la intuición del tiempo sentido interno, se refiere con ello al tiempo en cuanto sucesión. A diferencia de la simultaneidad de las cosas en el espacio, el tiempo representa, como forma de la intuición, la serie de lo uno después de lo otro. Naturalmente, esto es correcto para los objetivos en cuyo contexto Kant halló esa diferenciación. Pero, notoriamente, esto no tiene directamente que ver con el problema del carácter intuible que, con fundamento, tenemos presente cuando hablamos de la lectura genuina. Para cualquier acto de leer es constitutivo, no que lo uno venga detrás de lo otro, la sucesión en cuanto tal, ¡sino la presencia de lo que no es simultáneo. Quien no capta y reproduce los textos realizando el conjunto de su articulación, modulación y estructuración, no puede, en realidad, leer. Leer no es, por supuesto, yuxtaponer una palabra y otra palabra y otra palabra. Esto es deletrear o decir de memoria. Leer es, por contra, una manera silenciosa de dejarse decir nuevamente algo, lo cual presupone anticipaciones de comprensión. Todos sabemos lo que entendemos por una buena lectura en voz alta. Debe ser tal que se entienda bien y sólo puede ser así cuando el lector mismo ha comprendido lo que lee. No creo que, en el fondo, sea posible leer en voz alta algo de manera que otro lo entienda si, después de todo, uno mismo no lo ha comprendido.



Por cierto, ¿qué quiere decir aquí comprender? Seguramente tenemos que habérnoslas aquí con un continuo que va desde la más vaga suposición del sentido a un concebir susceptible de dar cuenta de sí. El caso más llamativo y extremo se da allí donde no sólo se lee o se recita, sino que se representa teatro en toda regla. Los distintos grados de comprensión que, por ejemplo, venían a coincidir en el juicio concordante del público del teatro ático, no son meras extensiones de una comprensión parcial en dirección al ideal de la comprensión perfecta. Los grados están más bien dispuestos concéntricamente unos dentro de los otros. También el actor de hoy se sitúa siempre dentro de este espacio de variación entre la «actuación según medida» y la interpretación consciente. Tenemos noticia de esto por los ejemplos contrarios, como la recitación memorística de poesías que tuvimos que hacer cuando éramos niños pequeños en el cumpleaños de nuestros padres. Es una suerte de declamación que no es tal. Pues, en este caso, la ejecución del lenguaje se abandona por completo al extremo de la forma mecánica de la memorización y no queda depositada en un acto comprensivo, que no es imitación, sino «formación según medida», una ejecución completa. De manera que es evidente la diferencia esencial que hay entre la configuración temporal del carácter intuible del presente y aquella configuración temporal de la sucesión, de lo uno después de lo otro, cuya expresión pura se encuentra en el tiempo fisicalista, en el tiempo medido.



Evidentemente, esta diferencia guarda relación con la esencia del lenguaje, con esta anticipación del sentido que orienta todo hablar que busca, que yerra y que encuentra. El hablar real se concentra, pues, en hacer que despierte la intuición, de manera que la presencia intuible de lo dicho resulte, no simplemente de llevar a término una sucesión, sino de que el papel conductor lo tiene una anticipación de la unidad que logra configurarse. Hablamos entonces, dado el caso, de la unidad de configuración, sobre la que nos ha instruido la psicología de la  Gestalt . O hablamos, siguiendo a Dilthey, de concentración en un punto medio y la mejor manera de conocer todos estos asuntos es la audición de música. Pues, ¿qué significa, en este caso, comprensión? El interés dirigido a un contenido informativo no puede comprender nada. Así, pues, ¿quién comprende? El extremo negativo resalta claramente cuando, al final de una pieza musical, uno tiene antes que mirar a su alrededor temerosamente para ver si debe empezar a aplaudir. Luego la comprensión implica que, por así decir, uno se adelante a lo que todavía falta o a lo que ya no falta y que uno lo tenga todo tan seguro en el oído que no surjan problemas de ese estilo. ¿En qué se basa esta formación de unidad? ¿Qué es el tiempo en que tiene lugar esa comprensión de configuraciones lingüísticas hechas de sentido y sonido? Seguro que no tiene su esencia en la serie medible de puntos del ahora.



Aristóteles trata en cierta ocasión la esencia del cambio brusco. Se refiere con ello a fenómenos tales como el de la congelación repentina de un liquido refrigerado, la  metabolé. Quiere decir que no todo movimiento discurre en la dimensión del tiempo. Para esta física de las apariencias es válido también lo repentino del cambio brusco. Pues bien, eso repentino del cambio brusco se da también en cualquier comprensión. Tenemos experiencia de ello cuando escuchamos una sencilla comunicación en la vida cotidiana. Prestamos atención hasta que lo «tenemos». En el momento en que lo «tenemos» aparece, por así decir, la totalidad. A las personas impacientes ni siquiera les gusta que el otro siga hablando hasta el final.



Es cierto que en el caso de la literatura no ocurre de la misma manera. Aquí se tiene en cuenta la totalidad de la manifestación lingüística junto a la totalidad del sentido del discurso. Pero tampoco esta totalidad, que es traída a una presencia intuitiva por medio del lenguaje y, en especial, por medio del lenguaje poético, es compuesta palabra por palabra, sino que aparece, de golpe, como totalidad. Y, naturalmente, esta clase de presencia no tiene el carácter presente del instante, sino que abarca también una simultaneidad espacial. En el romanticismo alemán, en Novalis, en Baader, Schelling, tenemos las primeras indicaciones en esta dirección, que más tarde alcanzaron un reconocimiento general gracias a  Matiére et mémoíre , de Bergson. Esto se refleja claramente en el uso lingüístico del extranjerismo  Präsenz  (presencia). Por ejemplo, de un hombre decimos que tiene presencia cuando se nota que entra donde estamos, mientras que no lo notamos cuando lo hacen otros. También de un gran actor se dice que tiene presencia, es decir, ocupa todo el escenario aunque esté junto a los bastidores, mientras que otros se esfuerzan mucho más sin lograr esa presencia. Presencia quiere decir, pues, lo que se extiende como una suerte de presente propio, de manera que lo enigmático e inhóspito del discurrir del tiempo, del permanente rodar de los instantes en el fluido del tiempo, queda como detenido. En eso se basa el arte del lenguaje. Permite que algo sea duradero en el momento, en el cual nada parece resolverse. En realidad, no leemos una obra de arte literaria atendiendo a la información que nos ofrece, sino que nos vemos obligados a retroceder continuamente a la unidad de la construcción, que siempre se articula de un modo diferente.



Por la ciencia -desde la retórica antigua, pasando por la filología, hasta la lingüística del texto y la fonología- conocemos cuáles son los mecanismos de estabilización que dotan al discurso de solidez. La función del ritmo y de la rima, de las asonancias y de las simetrías fonológicas, penetra en todo lo lingüístico, desde el texto publicitario hasta la poesía. No siempre lo rimado es poesía. Ciertamente, la rima es uno de los mecanismos estabilizadores del discurso que se encuentran en la poesía. Quizás es uno de los medios artísticos de la lírica más difíciles de manejar. Puede ser que la poesía moderna haya llegado a ser tan parca en el empleo de la rima porque el abuso de la rima se ha ido extendiendo. Y, de esa suerte, es cada vez más difícil evitar el ruido de la rima. Pero también se da el mismo abuso en relación con otros medios artísticos, por ejemplo, en la asonancia que sigue las reglas de la aliteración. En realidad, la particularidad de la construcción poética es siempre una defensa frente al deterioro del lenguaje. Pero el deterioro del lenguaje significa que el lenguaje no siempre rinde lo que puede: crear una nueva presencia, una nueva familiaridad que no se deteriore, sino que constantemente gane en profundidad. Ciertamente, en esto queda incluido el que las palabras no son primero registradas en la exterioridad del sonido, a continuación en su ser soportes de significados y después en el marco de un contexto significativo, y así, poco a poco, son dispuestas en una totalidad. Más bien ocurre que la unidad efectual de sentido y sonido, que se sostiene como un todo, está ya inserta en cada palabra. Pero este estar inserto de la totalidad en todo lo particular de la construcción engloba el que lo que esta construcción realiza desaparece completamente en ella, igual que quien intuye en la intuición o quien canta en su canción. En esto está encerrado el verdadero sentido del saberse de memoria la poesía. El que la presencia de la palabra poética esté, constantemente, recién llegada es lo que nos hace encontrarnos plenamente en casa. En efecto, hablamos de saberse una poesía de memoria y también de sabérsela interiormente, y esto es el estar en casa, el habitar en algún sitio que, por lo demás, hace posible también la superación de la extrañeza. Goethe usó una vez «habitar» en este contexto. Heidegger la ha tratado expresamente. De manera que, al final, el tema «oír-ver-leer», en las limitaciones que le son propias y en la indisolubilidad de los distintos aspectos en que se presenta, se plantea en un contexto más amplio. Toda nuestra experiencia es lectura, elección de aquello sobre lo que nos concentramos y estar familiarizados, por la re-lectura, con la totalidad así articulada. También la lectura que nos familiariza con la poesía permite que la existencia se vuelva habitable.

"Las argucias para difundir la verdad entre muchos" Bertolt Brecht



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De ESCRITOS POLÍTICOS, (Ed. Tiempo Nuevo).
Muchos, orgullosos de poseer el valor de expresar la verdad, dichosos por haberla encontrado, fatigados quizás por el trabajo que cuesta presentarla en una forma manejable, esperando impacientes la intervención de aquellos cuyos intereses defienden, no consideran necesario además el empleo de argucias especiales en la difusión de la verdad. A menudo pierden así toda la eficacia de su trabajo. En todos los tiempos se empleó la argucia para la difusión de la verdad, cuando la misma era reprimida y ocultada. Confucio falsifica un viejo calendario histórico patriótico. Sólo modifica ciertas palabras. Donde decía: "El gobernador de Kun hizo matar al filósofo Wan por haber dicho tal y cual cosa", Confucio sustituyó "matar" por "asesinar". Si se decía que el tirano Fulano murió a causa de un atentado, él escribía "fue ejecutado". De esa manera, Confucio abrió el sendero de un nuevo modo de juzgar la historia.
Quien en nuestro tiempo diga población en lugar de pueblo y propiedad rural en lugar de tierra ya estará dejando de apoyar numerosas mentiras. La palabra pueblo implica una cierta homogeneidad y alude a intereses comunes, por lo cual sólo debería empleársela cuando se hable de varios pueblos, puesto que a lo sumo entonces cabe imaginar una comunidad de intereses. La población de una comarca tiene intereses diferentes, incluso mutuamente opuestos, y ésta es una verdad que se reprime. Así, aquel que dice "tierra" y describe los campos con destino a narices y ojos, al hablar de su olor a tierra y de su color, sostiene también las mentiras de los que mandan; pues lo que importa no es la fertilidad del suelo ni el amor que le tenga el hombre, ni su empeño, sino principalmente el precio del cereal y el precio del trabajo. Aquellos que extraen el lucro de la tierra no son los mismos que extraen de ella el cereal, y en las Bolsas se desconoce el olor de los terrones. Las Bolsas tienen otro olor. En cambio "la propiedad rural" es la expresión adecuada; con ella puede engañarse menos. Allí donde reina la opresión habría que elegir, a cambio de la palabra disciplina, la palabra obediencia, porque la disciplina también es posible sin gobernantes, por lo cual tiene en sí algo más noble que la obediencia. Y mejor que la palabra honor resulta la palabra dignidad humana. Con ella, el individuo no desaparece tan fácilmente del campo de observación. ¡Pues ya sabemos qué clase de canalla pugna por poder defender el honor de un pueblo! Y con qué derroche distribuyen el honor los saciados a quienes los sacian, al tiempo que ellos mismos pasan hambre. La argucia de Confucio aún puede emplearse hoy en día. Confucio sustituía juicios injustificados de procesos nacionales por otros justificados. En inglés Tomás Moro describió, en su Utopía, un país en el cual imperaban condiciones justas; tratábase de un país muy diferente al país en el que vivía, pero se le asemejaba mucho, salvo en esas condiciones.
Lenín, amenazado por la policía del zar, quiso describir la explotación y el sojuzgamiento de la isla Sajalin por la burguesía rusa. Cambió a Rusia por Japón y a Sajalin por Corea. Los métodos de la burguesía japonesa recordaron a todos los lectores los métodos rusos utilizados en Sajalin, pero ese escrito no fue prohibido ya que el Japón estaba enemistado con Rusia. Muchas cosas que en Alemania no pueden decirse sobre Alemania, sí pueden decirse referidas a Austria.
Existen variadas argucias mediante las cuales es posible engañar al receloso Estado.
Voltaire combatía la creencia en milagros de la Iglesia escribiendo un poema galante sobre la Doncella de Orleans. Describió los milagros que indudablemente debieron haber ocurrido para Juana siguiese siendo doncella en un ejército, en una corte y entre los monjes.
Mediante la elegancia de su estilo y describiendo aventuras eróticas, provenientes de la opulenta vida de los gobernantes, tentó a estos a abandonar una religión que les procuraba los medios para esa vida relajada. Más aún, de ese modo creó la posibilidad de que sus trabajos llegaran por vías ilegales hacia aquellos a quienes estaban destinados. Los poderosos de entre sus lectores fomentaban o toleraban su difusión. Abandonaban así a la policía que defendía sus diversiones. Y el gran Lucrecio subraya expresamente que mucho espera de la belleza de sus versos para la difusión del ateísmo epicúreo.
En efecto, un alto nivel literario puede servir de protección a un testimonio. Sin embargo, a menudo también despierta sospechas. Entonces puede ocurrir que se lo haga descender adrede. Ello sucede, por ejemplo, cuando se introducen de contrabando, en la forma desdeñada de la novela policial, descripciones de situaciones anómalas en lugares que no llamen la atención. Esta clase de descripciones justificarían por entero una novela policial.
Partiendo de consideraciones de mucha menor monta, el gran Shakespeare hizo descender el nivel cuando creó en forma intencionalmente carente de fuerza el parlamento de la madre de Coriolano con el que ésta enfrenta a su hijo que se dirige contra su ciudad patria, pues quería que lo que detuviera a Coriolano en su plan no fuesen razones verdaderas o una profunda emoción, sino una cierta inercia, con la cual se entregaba a una antigua costumbre. En Shakespeare encontramos también una muestra de difusión de la verdad mediante una argucia en el discurso de Antonio junto al cadáver de César. Antonio subraya incesantemente que Bruto, el asesino de César, es un hombre honorable, pero también describe su acción, y la descripción de esa acción es más impresionante que la de su autor; de este modo, el orador se deja vencer por los propios hechos; les confiere mayor elocuencia que "a sí mismo". (...)
En un folleto, Jonathan Swift propuso que, a fin de que el país llegara al bienestar, se ahumaran los brazos de los niños y se los vendiera como carne. Formuló cálculos exactos, que demostraban cuánto podía ahorrarse de no arredrarse ante nada.
Swift se hacía el tonto. Defendía una determinada manera de pensar, que le era odiosa, con mucho fuego y gran minuciosidad, en un problema en el cual todo el mundo podía reconocer claramente toda su infamia. Todo el mundo podía ser más inteligente, o cuando menos más humano que Swift, sobre todo quien hasta el momento no había examinado ciertos puntos de vista en cuanto a las consecuencias que de ellos resultaban.
La propaganda a favor del pensamiento, cualquiera sea el terreno en el que tenga lugar, resulta útil a la causa de los oprimidos. Una propaganda de esa índole es sumamente necesaria. Bajo gobiernos que sirven a la explotación, se considera como bajo al pensamiento.
Se considera bajo lo que es útil a quienes son mantenidos a bajo nivel. Se considera baja la preocupación constante por saciar el hambre; el desdén por los honores que se prometen a los defensores del país en el que pasan hambre; la duda respecto al líder, cuando éste nos lleva hacia la desgracia; la aversión al trabajo que no alimenta a quien lo realiza; la rebeldía contra la obligación de tener un comportamiento carente de sentido; la indiferencia hacia la familia, a la cual de nada sirve ya el propio interés. Se denuesta a los que pasan hambre llamándoselos glotones que nada tienen que defender, cobardes que dudan de su opresor, gentes que dudan de sus propias fuerzas, que pretenden un salario a cambio de su trabajo, haraganes, etc. Bajo esta clase de gobiernos, el pensar se considera en forma totalmente general como algo bajo y cae en descrédito. No se lo predica ya en ninguna parte, y se lo persigue allí donde se presente. Sin embargo, existen siempre terrenos en los cuales se puede señalar impunemente los resultados del pensamiento; se trata de aquellos terrenos en los cuales las dictaduras necesitan el pensamiento. Así, por ejemplo, es posible demostrar los resultados del pensamiento en el terreno de la ciencia y la técnica bélicas. También el racionamiento de las reservas de lana a cargo de organizaciones y el invento de sucedáneos requiere el pensamiento. El empeoramiento de los alimentos, la instrucción de los adolescentes para la guerra, todo ello requiere el pensamiento; es posible describirlo. Se puede eludir con argucias el elogio a la guerra, del fin impensado de ese pensamiento; de ese modo el pensamiento que surge de la cuestión acerca del mejor modo de llevar a cabo una guerra, puede llevar al interrogante de si esa guerra tiene sentido, y ser empleado en la cuestión acerca de la mejor manera de evitar una guerra sin sentido.
Desde luego, difícilmente pueda plantearse esta cuestión en forma abierta. Entonces, ¿no es posible aprovechar el pensamiento que se ha propagado, es decir no puede dársele una forma en la que intervenga? Es posible.
Para que en una época como la nuestra siga siendo posible la opresión que sirve a la explotación de una parte (mayor) de la población por parte de la otra parte (menor), se requiere una muy determinada posición fundamental de la población, que debe extenderse a todos los terrenos. Un descubrimiento en el terreno de la zoología, como el del inglés Darwin, súbitamente pudo volvérsele peligroso a la explotación; sin embargo, durante un tiempo sólo la Iglesia se preocupó por él, mientras que la policía nada advertía aún. Las investigaciones realizadas por los físicos durante los últimos años llevaron a conclusiones en el terreno de la lógica que, con todo, pudieron tornarse peligrosas para una serie de dogmas que sirven a la represión. El filósofo estatal prusiano Hegel, ocupado en complejas investigaciones en el terreno de la lógica, suministró a Marx y Lenín, los clásicos de la revolución proletaria, métodos de incalculable valor. El desarrollo de las ciencias tiene lugar en forma conexa pero despareja, y el Estado no está en condiciones de vigilarlo todo. Los adalides de la verdad pueden escoger sitios de combate relativamente no observados. Todo depende de que se predique un pensamiento correcto, un pensamiento que interrogue a todas las cosas y procesos acerca de su aspecto transitorio y modificable. Los dominadores tienen una gran aversión a las grandes modificaciones. Querrían que todo quedase tal cual, de ser posible durante mil años. Lo mejor sería que la luna se detuviese y que el sol cesara en su carrera. Entonces ya nadie tendría hambre ni querría comer por la noche. Una vez que han disparado querrían que el adversario ya no pudiese disparar; su propio disparo tendría que ser el último. Un enfoque que destaque especialmente lo transitorio es un buen medio para alentar a los oprimidos. También el hecho de que en cada cosa y en cada situación se anuncie y crezca una contradicción es cosa que debe oponerse a los vencedores. Un enfoque tal (como la dialéctica, la teoría del flujo de las cosas) puede practicarse en la investigación de objetos que se le escapan a los dominadores durante un tiempo. Se lo puede emplear en la biología o en la química. Pero también puede ser aplicado a la descripción de las vicisitudes de una familia, sin despertar demasiado la atención. La dependencia de todas las cosas con respecto a muchas otras que se modifican constantemente, es un pensamiento peligroso para las dictaduras y puede manifestarse en variadas formas sin ofrecer asidero a la policía. Una descripción completa de todas las circunstancias y procesos que afectan a un hombre que abre una venta de tabacos puede ser un rudo golpe a la dictadura. Todo aquel que reflexione un poco descubrirá por qué. Los gobiernos que conducen a las masas humanas hacia la miseria deben evitar que se piense en el gobierno en medio de la miseria. Hablan mucho acerca del destino. Este, y no ellos, es el culpable de la escasez. Quien investigue la causa de la escasez es arrestado antes de toparse con el gobierno. Pero es posible enfrentar en general el palabrerío acerca del destino; se puede mostrar que el hombre depara su destino al hombre.
A su vez, esto puede ocurrir de múltiples maneras. Por ejemplo, se puede relatar la historia de una granja, verbigracia una granja de Islandia. Toda la aldea comenta que una maldición flota sobre esa granja. Una campesina se ha arrojado al pozo y un campesino se ha ahorcado. Un día tiene lugar una boda; el hijo del campesino se casa con una muchacha que aporta algunos campos al matrimonio. La maldición se aleja de la granja. La aldea no se pone de acuerdo al juzgar el feliz viraje. Algunos se lo atribuyen a la radiante naturaleza del joven campesino, y otros a los campos aportados por la joven campesina, sólo gracias a los cuales la granja puede vivir. Pero incluso en un poema que describe un paisaje se puede lograr algo, cuando se le incorporan a la Naturaleza las cosas creadas por el hombre.
Se necesitan las argucias a fin de difundir la verdad.

jueves, 19 de octubre de 2017

Contraseñas de Jean Braudillard

Al analizar los vínculos que mantienen los grandes movimientos sociales y la obsesión contemporánea de la producción, Jean Baudrillard se sitúa en el centro de la problemática de una generación rebelde a las referencias impuestas por la omnipotencia del mundo.

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Todos los cuentos de Gabriel Garcia Márquez (Libro completo))


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Los mandarines de Simone de Beauvoir

Los mandarines (Les mandarins) es una novela escrita en 1954 por Simone de Beauvoir ganadora del Premio Goncourt. Es considerada la obra más importante de esta autora.


La novela está ambientada en la época de la posguerra en Francia, tras la Segunda Guerra Mundial. Hace referencia a un marco intelectual muy influido por la política y los bandos ideológicos de aquellos años. También trata otros temas como son el feminismo y el existencialismo.

Es una novela que gira alrededor de la vida de Enrique Perron y Ana Dubreuilh, dos intelectuales. Perron es un relevante escritor, también editor del periódico L'Espoir, que mantiene una infeliz relación con Paula. Ana Dubreuilh es una importante psicóloga, casada con Roberto Dubreuilh, otro importante intelectual, con el que tiene una hija, Nadine. Se considera que Perron es Albert Camus, que Roberto es Jean-Paul Sartre, que Ana es la propia Simone de Beauvoir y que L'Espoir es en realidad el periódico Combat. Además, durante la obra se muestra la relación que tiene Ana con Lewis Brogan, un escritor norteamericano que representaba a Nelson Algren, uno de los romances que tuvo Simone de Beauvoir en Estados Unidos y a quién le dedicó el libro una vez fue publicado.1​

La obra capta la incertidumbre y el desencanto de esos años, que habían sido tan esperados, pero que no se sabía si culminarían en una próxima guerra.

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Las buenas conciencias de Carlos Fuentes

Resumen y sinópsis de Las buenas conciencias de Carlos Fuentes

«No he tenido el valor. No he podido ser lo que quería. No he podido ser un cristiano.»
  
  Jaime Ceballos está al final de su adolescencia; pronto deberá decidir el rumbo que tomará su vida. Por lo pronto, su percepción del mundo es que no tiene lugar definido en él. Quiere ser puro, pero su sangre hierve. Se debate entre la moral cristiana y los impulsos físicos de su ardiente juventud; entre la jerarquía familiar y sus ansias de independencia; entre su pequeño mundo de pueblo chico y el horizonte infinito que vislumbra; entre el pecado y la salvación. La vida, entonces, pone a Jaime ante verdades desnudas que lo harán cambiar radicalmente.
  
  Desde su primera edición en 1959, Las buenas conciencias es una de las novelas más leídas de Carlos Fuentes.

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Umberto Eco – De Internet a Gutenberg

Conferencia pronunciada por Umberto Eco el 12 de noviembre de 1996 en la Academia Italiana de estudios avanzados en EE.UU. ...