viernes, 8 de mayo de 2020

NATALIA TACCETTA / LA EXPERIENCIA DE LA MODERNIDAD. SHOCK Y MELANCOLÍA EN WALTER BENJAMIN


Si la modernidad involucra una mirada a través de la cual leer se puede leer la continuidad histórica ininterrumpida de la utopía social y la armonía de clase y el progreso del siglo xix, resulta fundamental explorar cuál es la contracara de esta fantasía del progreso que coloca al individuo en la modernidad en una situación de depresión y deuda, en la medida en que esas promesas no son nunca enteramente cumplidas. Repensando esta herencia es que Walter Benjamin construye su idea de historia e imagina el modo en que debe actuar el historiador materialista, es decir, el que habrá de articular justicia y redención del pasado tal como proponen las tesis de Sobre el concepto de historia, ese texto de 1940 sobre el que trabajó al final de su vida para encontrar lo que Michael Löwy llama una constelación crítica, que une el pasado con el presente. A la luz de estas consideraciones, se persiguen dos objetivos principales: por un lado, delinear lo que en Benjamin sería una teoría de la modernidad; por el otro, examinar la relación entre la experiencia de la modernidad, ligada a la melancolía y la pérdida, y la experiencia estética, en tanto dispositivo privilegiado para volver pensable el hacer humano.

VER EN PDF

Fuente: Las Torres de Lucca, vol. 8, no. 15 (2019), pp. 107-133
Imagen principal: Edvard Munch, Melankoli III (Melancholy III), 1896

La felicidad o el fin olvidado de la política moderna



Este artículo se deriva de la investigación finalizada: Los cuerpos de la excepción. El objetivo principal consiste en examinar las condiciones de posibilidad creadas por la política moderna del Estado, para que hombres y mujeres puedan crear una vida buena. La perspectiva teórico-metodológica se retoma de la filosofía de Walter Benjamin, Michel Foucault y Giorgio Agamben. El procedimiento metodológico es el montaje (Benjamin, 2013 y 2015). Por esto se entiende el trabajo de relacionar perspectivas para producir un tipo de interpretación crítica respecto al presente. El montaje se organiza en dos momentos: uno destructivo y otro constructivo. Dentro de las conclusiones se puede adelantar lo siguiente: la felicidad es un fin humano olvidado, confirmándose que el sufrimiento se ha convertido en un desecho mudo para la política; algo por lo que no responde.

VER EN PDF

Fuente: Convergencia (2019), vol. 26, no. 79, pp. 1–17
Imagen principal: Tang Dixin 唐狄鑫, Trash Laughter, 2008

MANUEL IGNACIO MOYANO / BECKETT. UNA IMAGEN IMPERCEPTIBLE



En este ensayo presentamos un recorrido sobre diversos materiales de la obra de Samuel Beckett, con especial énfasis en su única película llamada Film, para señalar, con la ayuda de diversos autores y pensadores (Gilles Deleuze, Giorgio Agamben, Jorge Luis Borges y Emmanuele Coccia, entre otros), cómo en algunas obstinaciones beckettianas es pensable algo así como una imagen imperceptible.

VER EN PDF

Fuente: Aisthesis (Santiago), no. 64, pp. 53–72.
Imagen principal: Rebecca HornThe Lost Ones, Samuel Beckett, 2015

MARÍA GARCÍA PÉREZ / TEOLOGÍA POLÍTICA Y MÁQUINA DE GUERRA. SCHMITT Y DELEUZE, DOS ONTOLOGÍAS DE LA FUERZA



Analizamos aquí la noción de guerra expuesta por Carl Schmitt y por Gilles Deleuze así como sus consecuencias en torno a la categoría de resistencia. Con este objetivo haremos notar que ambos autores parten de una ontología de la fuerza de signo, no obstante, absolutamente diverso. Así de un lado, Schmitt sitúa el criterio de lo político bajo el par amigo/enemigo donde la intensidad de tal oposición será lo determinante para garantizar la homogeneidad; de otro, Deleuze con su nomadología compone su concepto de máquina de guerra como instancia mediante la cual se afirma la diferencia.

VER EN PDF

Fuente: Res Publica. Revista de Historia de Las Ideas Políticas, vol. 21, no. 2, 2018, pp. 305-319.
Imagen principal: Ron MartinViolence (#46), 1969.

GIORGIO AGAMBEN / SOBRE EL FIN DEL MUNDO


El tema del fin del mundo ha aparecido varias veces en la historia del cristianismo y en cada ocasión han comparecido profetas anunciando como próximo el último día. Es extraño que hoy esta función escatológica, que la Iglesia ha dejado caer, haya sido asumida por los científicos, que se presentan cada vez más a menudo como profetas, que predican y describen con absoluta certeza las catástrofes climáticas que conducirán al fin de la vida en la tierra. Singular, pero no sorprendente, si se considera que en la modernidad la ciencia ha sustituido a la fe y ha asumido una función propiamente religiosa -es, en efecto, en todos los sentidos, la religión de nuestro tiempo, aquella en la que los hombres creen (o, al menos, creen que creen).
Como toda religión, la religión de la ciencia tampoco podía carecer de una escatología, es decir, de un dispositivo que, al mantener a los fieles en el temor, fortalece su fe y, al mismo tiempo, asegura la dominación de la clase sacerdotal. Apariciones como la de Greta son, en este sentido, sintomáticas: Greta cree ciegamente en lo que los científicos profetizan y espera el fin del mundo en 2030, así como los milenaristas de la Edad Media creían en el inminente retorno del mesías para juzgar al mundo. No menos sintomática es una figura como el inventor de Gaia, un científico que, concentrando sus diagnósticos apocalípticos en un solo factor -el porcentaje de CO2 en la atmósfera- declara con asombrosa franqueza que la salvación de la humanidad reside en la energía nuclear. El hecho de que, en ambos casos, lo que está en juego es religioso y no científico, es traicionado en la función central que desempeña allí una palabra -salvación- tomada de la filosofía cristiana de la historia.
El fenómeno es tanto más inquietante cuanto que la ciencia nunca ha contado la escatología entre sus tareas y es posible que la asunción del nuevo papel profético traicione la conciencia de su innegable responsabilidad en las catástrofes de las que predice el advenimiento. Por supuesto, como en cualquier religión, la religión de la ciencia también tiene sus incrédulos y sus adversarios, es decir, los seguidores de la otra gran religión de la modernidad: la religión del dinero. Pero las dos religiones, aparentemente divididas, son secretamente solidarias. Porque fue sin duda la alianza cada vez más estrecha entre la ciencia, la tecnología y el capital lo que determinó la situación catastrófica que los científicos denuncian hoy en día.
Debe quedar claro que estas consideraciones no pretenden tomar posición sobre la realidad del problema de la contaminación y las transformaciones nocivas que las revoluciones industriales han producido en las condiciones materiales y espirituales de la vida. Por el contrario, al advertir contra la confusión entre religión y verdad científica y entre profecía y lucidez, se trata de no ser guiados acríticamente por las partes interesadas en sus propias elecciones y razones, que en última instancia no pueden ser más que políticas.
18 de noviembre de 2019
Fuente: Quodlibet
Traducción: Ficción
Imagen principal: Tyler Shields, End of the World

JEAN-LUC NANCY / EXCEPCIÓN VIRAL



En: Antinomie.it
Giorgio Agamben, un viejo amigo, afirma que el coronavirus es apenas diferente de una simple gripe. Olvida que para la gripe «normal» tenemos una vacuna de eficacia probada. Y esto también necesita ser adaptado a las mutaciones virales cada año. A pesar de ello, la gripe «normal» siempre mata a varias personas y el coronavirus para el que no hay vacuna es claramente capaz de una mortalidad mucho mayor. La diferencia (según fuentes del mismo tipo que las de Agamben) es de 1 a 30: no me parece una diferencia pequeña.
Giorgio dice que los gobiernos toman todo tipo de pretextos para establecer estados continuos de excepción. Pero no se da cuenta de que la excepción se convierte, en realidad, en la regla en un mundo en el que las interconexiones técnicas de todas las especies (movimientos, traslados de todo tipo, exposición o difusión de sustancias, etc.) alcanzan una intensidad hasta ahora desconocida y que crece con la población. La multiplicación de esta última también conduce en los países ricos a una prolongación de la vida y a un aumento del número de personas de avanzada edad y, en general, de personas en situación de riesgo.
No hay que equivocarse: se pone en duda toda una civilización, no hay duda de ello. Hay una especie de excepción viral – biológica, informática, cultural – que nos pandemiza. Los gobiernos no son más que tristes ejecutores de la misma, y desquitarse con ellos es más una maniobra de distracción que una reflexión política.
Recordé que Giorgio es un viejo amigo. Lamento traer a colación un recuerdo personal, pero no me distancio, después de todo, de un registro de reflexión general. Hace casi treinta años, los médicos me juzgaron para hacer un transplante de corazón. Giorgio fue una de las pocas personas que me aconsejó no escucharlos. Si hubiera seguido su consejo, probablemente habría muerto tarde o temprano. Uno puede equivocarse. Giorgio sigue siendo un espíritu de finura y bondad que puede ser llamado – sin ironía – excepcional.
Imagen principal: Heidi Hodkinson, Strain

GONZALO DÍAZ LETELIER / LO VISIBLE Y LO INVISIBLE I: PESTILENCIA, CASTIGO DIVINO Y DESARTICULACIÓN DE LA HISTORIA



Boccaccio escribió el «Decameron» entre 1351 y 1353. Está compuesto por cien cuentos que reparan en el erotismo y la inteligencia del hombre, como virtudes puestas o no en juego y de diversas maneras en medio de la fortuna, a menudo trágica, de los acontecimientos. El escenario de esta multiplicidad de relatos es una región florentina que fue asolada entre 1348 y 1350 por la irrupción de la “peste negra”, también llamada “peste bubónica”. Boccaccio estuvo ahí: el libro tiene, tanto como de reflexión ética, teológica o cosmológica, algo de crónica y, claro está, de testificación. En ese contexto pestífero, un grupo de diez jóvenes (siete mujeres y tres hombres) deciden huir de la pestilencia y refugiarse en una villa en las afueras de Florencia.

VER EN PDF

Imagen principal: El triunfo de la muerte, 1562
https://ficciondelarazon.org/2020/03/20/gonzalo-diaz-letelier-lo-visible-y-lo-invisible-i-pestilencia-castigo-divino-y-desarticulacion-de-la-historia/#more-5662

GIORGIO AGAMBEN / DISTANCIAMIENTO SOCIAL




Fuente: Quodlibet.it
«No sabemos dónde nos espera la muerte, esperamos en todas partes. La meditación de la muerte es la meditación de la libertad. Aquel que ha aprendido a morir, ha dejado de servir. Saber cómo morir nos libera de toda sujeción y toda constricción». Michel de Montaigne
Dado que la historia nos enseña que todo fenómeno social tiene o puede tener implicaciones políticas, es apropiado registrar cuidadosamente el nuevo concepto que ha entrado en el léxico político de Occidente hoy en día: «distanciamiento social». Aunque el término se ha producido probablemente como un eufemismo para la crudeza del término «confinamiento» utilizado hasta ahora, hay que preguntarse qué cosa podría ser un orden político fundado en él. Esto es tanto más urgente cuanto que no se trata sólo de una hipótesis puramente teórica, si es cierto, como se ha dicho desde muchos sectores, que la actual emergencia sanitaria puede considerarse como el laboratorio en el que se preparan los nuevos dispositivos políticos y sociales que esperan a la humanidad.
Aunque hay, como siempre ocurre, los tontos que sugieren que tal situación puede considerarse ciertamente positiva y que las nuevas tecnologías digitales han permitido durante mucho tiempo comunicarse felizmente a distancia, no creo que una comunidad basada en el «distanciamiento social» sea humana y políticamente vivible. En cualquier caso, sea cual sea la perspectiva, me parece que es sobre esta cuestión sobre la que debemos reflexionar.
Una primera consideración se refiere a la naturaleza verdaderamente singular del fenómeno que han producido las medidas de «distanciamiento social». Canetti, en esa obra maestra que es Masa y Poder, define la masa en la que se basa el poder a través de la inversión del miedo a ser tocado. Mientras que los hombres suelen temer ser tocados por el extraño y todas las distancias que los hombres establecen a su alrededor surgen de este temor, la masa es la única situación en la que este temor se invierte en su opuesto. «Sólo en la masa puede el hombre redimirse del miedo a ser tocado… Desde el momento en que nos abandonamos a la masa, no tenemos miedo a ser tocados… El que se nos acerca es igual a nosotros, lo sentimos como nos sentimos a nosotros mismos. De repente, es como si todo ocurriera dentro de un solo cuerpo… Esta inversión del miedo a ser tocado es peculiar de la masa. El alivio que se difunde en ella alcanza una medida llamativa cuanto más densa es la masa».
No sé qué habría pensado Canetti de la nueva fenomenología de la masa a la que nos enfrentamos: lo que las medidas de distanciamiento y pánico social han creado es ciertamente una masa, pero una masa en ascenso, por así decirlo, formada por individuos que se mantienen a toda costa a distancia unos de otros. Una masa que no es densa, por lo tanto, sino enrarecida y que, sin embargo, sigue siendo una masa, si ésta, como señala Canetti poco después, se define por su compacidad y pasividad, en el sentido de que «un movimiento verdaderamente libre no le sería posible en modo alguno… espera, espera un líder, que debe serle mostrado».
Unas páginas más tarde, Canetti describe la masa que se forma por una prohibición, «en la que muchas personas reunidas quieren dejar de hacer lo que habían hecho como individuos hasta ese momento». La prohibición es repentina: se la imponen a sí mismos… en cualquier caso les afecta con la mayor fuerza. Es categórica como una orden; para ella, sin embargo, el carácter negativo es decisivo».
Es importante no dejar escapar que una comunidad fundada en el distanciamiento social no tendría, como se podría creer ingenuamente, que ver con un individualismo empujado al exceso: sería, por el contrario, como la que vemos hoy en día a nuestro alrededor, una masa enrarecida fundada en una prohibición, pero, precisamente por eso, particularmente compacta y pasiva.
6 de abril de 2020
Giorgio Agamben
Imagen principal: Waldemar Mitrowski, Distance, 2007

MAURICIO AMAR / LA PREGUNTA DE AGAMBEN



En medio de la pandemia del COVID-19 se han generado algunos debates entre algunos pensadores importantes de nuestro tiempo. Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito, entre otros. Gran parte del conflicto tendría su inicio en una breve reflexión de Agamben sobre la reacción de las autoridades italianas frente al Coronavirus, en un momento en que todavía Italia no presentaba una cantidad de casos alarmantes. Allí Agamben parte diciendo que “Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus” debían seguirse indicaciones más cautas provenientes del Consejo Nacional de Investigación italiano. Efectivamente, al ver las respuestas de otros intelectuales y la manera efectiva en la que se ha extendido la pandemia, lo de Agamben parece simple irresponsabilidad, falta de empatía e incapacidad para comprender el problema que se venía encima.
Sin embargo, hay un punto en el texto de Agamben –que creo es para lo que escribió su artículo – que muchos prefieren dejar de lado, tal vez porque nunca han querido entender el problema de las sociedades de control o simplemente porque resulta divertido cuando un pensador que miramos siempre de reojo se equivoca tajantemente y eso termina haciendo que reforcemos nuestras propias posiciones sobre un asunto en un momento complejo que, evidentemente, resulta difícil de sobrellevar para todos. El asunto del texto de Agamben, me parece, es que las sociedades de control van tomando formas diferentes. Son movedizas y se adaptan a circunstancias múltiples. Y una pandemia, en este caso, resulta el pretexto ideal para renovar las formas de legitimación del control sobre los cuerpos. Agotado parcialmente el enemigo musulmán y la guerra contra el terrorismo, que inició Estados Unidos a comienzos del siglo, el avance de políticas de aislamiento social puede convertirse en una nueva oleada de dispositivos de control.
Esto no tiene nada que ver con el hecho de si efectivamente durante un determinado tiempo sea necesaria –y por cierto que lo es – una cuarentena total, sino con la alerta que debemos prender hacia el futuro, para que esa cuarentena no signifique la consumación de un aislamiento permanente, un vaciamiento de las calles, de las plazas, de las protestas por mayor igualdad.
En un texto más reciente, Agamben habla sobre el distanciamiento social, eufemismo para hablar, en el mundo de las políticas públicas, del confinamiento. Y la pregunta del pensador italiano es ¿qué tipo de vida y praxis política puede fundarse en un estado permanente de aislamiento? Si la masa para Elias Canetti –citado por Agamben – implicaba una forma de identificación con el otro, una ausencia de miedo a ser tocado, también ella comporta una posibilidad de ser investido por el poder. El alivio que produce la compenetración con el otro es también la condición de posibilidad de la dominación de un uno por sobre la masa. Y lo que Agamben pregunta, entonces, es qué tipo de nuevo fenómeno estamos presenciando, donde la masa es tal en la medida en que se le aísla, se le separa y encuentra alivio justamente allí donde antaño era imposible su formación. Un cambio de paradigma, de época, como se le quiera llamar. Lo relevante es que en esa separación –que justamente es la consumación de la tendencia neoliberal – el individuo descansa, sabiendo que nadie lo podrá tocar. Y es en esa nueva masa de la intocabilidad donde empiezan a aparecer los nuevos pastores de rebaño. En Hungría la propia crisis del COVID-19 ha hecho sucumbir la ya opaca democracia liberal.
La pregunta de Agamben seguirá abierta, porque lo que hoy tenemos al frente es un dispositivo determinado, pero que puede adoptar muchas formas. Ua vez pasada la emergencia y hallada la vacuna, el mismo virus puede mutar infinitas veces u otro puede aparecer en cualquier punto del mundo. Mucho más dúctil que el islamismo, el virus se comporta como el propio capitalismo, alojándose en cualquier célula para vivir y propagarse. Frente a ello, me parece que la pregunta por la sociedad que podemos crear sigue en pie y la preocupación por una vida que valga la pena de ser vivida por sobre la imposición de una mera vida, resultará indispensable para los tiempos que vienen.
8 de abril 2020
Imagen principal: Won-Keun YOON, Loneliness, 2019

GIORGIO AGAMBEN / UNA PREGUNTA




La plaga marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción… Nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes consideraba bueno, porque creía que tal vez podría morir antes de llegar a él.
Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 53.
Me gustaría compartir con los que quieran una pregunta en la que no he dejado de pensar desde hace más de un mes. ¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta? Las palabras que utilicé para formular esta pregunta fueron consideradas cuidadosamente una por una. La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado.
1) El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino -algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy- que sus cuerpos fueran quemados sin un funeral?
2) Entonces aceptamos sin demasiados problemas, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, limitar nuestra libertad de movimiento a un grado que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra estaba limitado a ciertas horas). Por lo tanto, aceptamos, sólo en nombre de un riesgo que no podía ser especificado, suspender nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.
3) Esto podría suceder -y aquí tocamos la raíz del fenómeno- porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual a la vez, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por el otro. Ivan Illich mostró, y David Cayley lo recordó recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por sentada y que es en cambio la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de vida vegetativa pura.
Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay salida.
Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el «distanciamiento social», como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.
No puedo en este punto, ya que he acusado a las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad humana. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro?
Sé que invariablemente habrá alguien que responda que el grave sacrificio se hizo en nombre de los principios morales. Me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, para obedecer lo que creía que eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella.
13 de abril de 2020
Fuente: Quodlibet.it
Imagen principal: Tayseer Barakat, Separation #3, 2017

GIORGIO AGAMBEN / NUEVAS REFLEXIONES



¿Estamos viviendo, con este confinamiento forzado, un nuevo totalitarismo?
«En muchos aspectos se formula ahora la hipótesis de que estamos viviendo el fin de un mundo, el de las democracias burguesas, basado en los derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está dando paso a un nuevo despotismo que, en lo que respecta a la omnipresencia de los controles y el cese de toda actividad política, será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta ahora. Los politólogos estadounidenses lo llaman el Estado de Seguridad, es decir, un Estado en el que «por razones de seguridad» (en este caso, «salud pública», término que hace pensar en los notorios «comités de salud pública» durante el Terror) se puede imponer cualquier límite a las libertades individuales. En Italia, después de todo, estamos acostumbrados desde hace mucho tiempo a una legislación de decretos de emergencia por parte del poder ejecutivo, que de esta manera sustituye al poder legislativo y de hecho suprime el principio de la división de poderes en el que se basa la democracia. Y el control que se ejerce a través de las cámaras de vídeo y ahora, como se ha propuesto, a través de los teléfonos móviles, supera con creces cualquier forma de control ejercido bajo regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo».
En lo que respecta a los datos, además de los que se reunirán por medio de los teléfonos móviles, también habría que reflexionar sobre los que se difunden en las numerosas conferencias de prensa, a menudo incompletos o mal interpretados
«Este es un punto importante, porque toca la raíz del fenómeno. Cualquiera que tenga algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse de que los medios de comunicación hayan difundido durante todos estos meses cifras sin ningún criterio científico, no sólo sin relacionarlas con la mortalidad anual del mismo período, sino incluso sin especificar la causa de la muerte. No soy ni virólogo ni médico, pero simplemente citaré fuentes oficiales fiables. 21.000 muertes para Covid-19 parecen y son ciertamente una cifra impresionante. Pero si se comparan con los datos estadísticos anuales, las cosas, como es debido, adquieren un aspecto diferente. El presidente del ISTAT, el Dr. Gian Carlo Blangiardo, anunció hace unas semanas las cifras de mortalidad del año pasado: 647.000 muertes (1772 muertes por día). Si analizamos las causas en detalle, vemos que los últimos datos disponibles para 2017 registran 230.000 muertes por enfermedades cardiovasculares, 180.000 muertes por cáncer, al menos 53.000 muertes por enfermedades respiratorias. Pero hay un punto que es particularmente importante y que nos concierne de cerca.
¿Cuáles?
«Cito las palabras del Dr. Blangiardo: «En marzo de 2019 hubo 15.189 muertes por enfermedades respiratorias y el año anterior hubo 16.220. Por cierto, son más que el número correspondiente de muertes para Covid (12.352) declaradas en marzo de 2020″. Pero si esto es cierto y no tenemos motivos para dudarlo, sin querer minimizar la importancia de la epidemia, debemos preguntarnos si puede justificar medidas de restricción de la libertad que nunca se han tomado en la historia de nuestro país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales. Existe una duda legítima de que al sembrar el pánico y aislar a la gente en sus hogares, la población se ha visto obligada a asumir las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero desmantelaron el servicio nacional de salud y luego, en Lombardía, cometieron una serie de errores no menos graves al enfrentar la epidemia».
Incluso los científicos, en realidad, no ofrecieron un buen espectáculo. Parece que no pudieron dar las respuestas que se esperaban de ellos. ¿Qué opinas?
«Siempre es peligroso dejar las decisiones que en última instancia son éticas y políticas a los médicos y científicos. Verán, los científicos, con razón o sin ella, persiguen de buena fe sus razones, que se identifican con el interés de la ciencia y en nombre de las cuales – la historia lo demuestra ampliamente – están dispuestos a sacrificar cualquier escrúpulo moral. No necesito recordarles que bajo el nazismo científicos muy estimados dirigieron la política de eugenesia y no dudaron en aprovechar los lagers para llevar a cabo experimentos letales que consideraban útiles para el progreso de la ciencia y el cuidado de los soldados alemanes. En el presente caso el espectáculo es particularmente desconcertante, porque en realidad, aunque los medios de comunicación lo oculten, no hay acuerdo entre los científicos y algunos de los más ilustres entre ellos, como Didier Raoult, tal vez el mayor virólogo francés, tienen opiniones diferentes sobre la importancia de la epidemia y la eficacia de las medidas de aislamiento, que en una entrevista calificó de superstición medieval. He escrito en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declararon que no podían definir claramente lo que es Dios, pero en Su nombre dictaron reglas de conducta a los hombres y no dudaron en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en Su nombre afirman decidir cómo deben vivir los seres humanos».
Se nos dice – como ha sucedido a menudo en el pasado – que nada volverá a ser lo mismo y que nuestras vidas deben cambiar. ¿Qué crees que pasará?
«Ya he intentado describir la forma de despotismo que debemos esperar y contra la que no debemos cansarnos de estar en guardia. Pero si, por una vez, dejamos de lado la actualidad y tratamos de considerar las cosas desde el punto de vista del destino de la especie humana en la Tierra, recuerdo las consideraciones de un gran científico holandés, Ludwig Bolk. Según Bolk, la especie humana se caracteriza por una inhibición progresiva de los procesos naturales de adaptación al medio ambiente, que son sustituidos por un crecimiento hipertrófico de los dispositivos tecnológicos para adaptar el medio ambiente al hombre. Cuando este proceso supera un cierto límite, llega a un punto en el que se vuelve contraproducente y se convierte en la autodestrucción de la especie. Fenómenos como el que estamos experimentando me parece que muestran que se ha llegado a ese punto y que la medicina que se suponía que iba a curar nuestros males corre el riesgo de producir un mal aún mayor. Incluso contra este riesgo debemos resistir con todos los medios».
Fuente: Quodlibet.it
Imagen principal: Atilio Pernisco, Preludio, el despertar / oleo sobre tela 61 cm x 61 com, 2020

https://ficciondelarazon.org/2020/04/22/giorgio-agamben-nuevas-reflexiones/#more-5705

EMANUELE COCCIA / REVERTIR EL NUEVO MONACATO GLOBAL


1. Como en un cuento de hadas, un pequeño ser ha invadido todas las ciudades del mundo. Es el más ambiguo de los seres de la Tierra, uno para el que es difícil incluso hablar de «vivo»: habita en el umbral entre la vida «química» que caracteriza a la materia y la vida biológica; es demasiado vivo para la primera, demasiado indeterminado para la segunda. En su propio cuerpo, la clara oposición entre la vida y la muerte se borra. Este revoltoso agregado de material genético ha invadido las plazas y de repente el paisaje político ha cambiado de forma.
Como en un cuento de hadas, para defenderse de un enemigo invisible pero poderoso, las ciudades han desaparecido: se han exiliado. Se han declarado prohibidas, proscritas, y ahora están ante nosotros como dentro de una vitrina de un museo arqueológico.
De un día para otro, escuelas, cines, restaurantes, bares, museos y casi todas las tiendas, parques y calles han sido cerradas y se han vuelto inhabitables. La vida social, la vida pública, las reuniones, las cenas, los almuerzos, los momentos de trabajo, los rituales religiosos, el sexo, todo lo que se abría una vez cerradas las puertas de nuestra casa se hizo imposible. Existe como un recuerdo o como algo que tiene que ser construido a través de esfuerzos muy duros y a veces dolorosos: las llamadas, el SIG (sistema de información geográfica), los aplausos o los cantos en el balcón. Todos ellos suenan como un luto. Estamos de luto por la ciudad desaparecida, la comunidad suspendida, la sociedad cerrada junto con las tiendas, las universidades, los estadios.
De un día para otro, la ciudad -es decir, literalmente, la política- es una auto-retracción, como en los mitos cabalísticos que quisieran que la creación fuera un acto de retracción (tzimtzum) de la divinidad. Para defender las vidas de sus miembros, las ciudades se han prohibido y se han matado a sí mismas. El muy noble sacrificio ha puesto a más de la mitad de la población humana en la imposibilidad de hacer política, de pensar políticamente en el presente y el futuro.
Sars-Cov-2 esta diminuta criatura de cuento de hadas (o esta trinidad de criaturas, ya que aparentemente hay tres cepas) no sólo ha causado la muerte de decenas de miles de vidas humanas. Sobre todo, ha causado el suicidio de la vida política como la hemos conocido y practicado durante siglos. Ha obligado a la humanidad a iniciar un extraño experimento de monacato global: todos somos anacoretas que se han retirado a su espacio privado y se pasan el día murmurando oraciones seculares. En un mundo donde la política es objeto de prohibición y realidad imposible, lo que queda son nuestras casas: no importa si son apartamentos o casas reales. Todo se ha convertido en hogar. Y esto no es para nada una buena noticia. Nuestra casa no nos protege. Puede matarnos. Puedes morir por tener demasiado hogar.
2. Siempre hemos estado obsesionados con las casas. No sólo vivimos allí, pasamos mucho tiempo allí, sino que vemos casas por todas partes. Y pretendemos que todo el mundo, incluso fuera de la especie humana, tiene casas.
Uno de los ejemplos más increíbles de esta obsesión por el hogar es como lo entiende la ecología, no sólo como la ciencia de la relación mutua de todos los seres vivos entre sí y lo que existe entre los seres vivos y su entorno, su espacio, sino también como un conjunto de prácticas que tratan de tener una relación mejor, más justa y equitativa con la vida no humana. Ya que el nombre que lleva la ecología (ciencia literal de la casa) está obsesionado con esta metáfora o imagen. Incluso cuando intentamos encontrar una imagen más «ecológica» de la tierra tendemos mecánicamente a pensar en ella como el hogar de todos nosotros.
Ahora, ¿de dónde viene esta obsesión? Porque si lo piensan, no es tan normal. ¿Por qué la relación que los vivos tienen entre sí debe ser similar a nuestra socialidad doméstica? ¿Por qué, por ejemplo, la metáfora, la imagen, el concepto clave no es el de la ciudad? ¿O el de una plaza? ¿O el de la amistad? Porque cuando intentamos pensar en cómo se relacionan todos los vivos entre sí, dimos como respuesta: como si fueran miembros de una casa inmensa, tan grande como el planeta entero. ¿Necesitamos que Ibsen y Tolstoi nos enseñen que las casas no son lugares particularmente felices? ¿Por qué hemos sido tan crueles con nuestros amigos no humanos?
La respuesta a esa pregunta es un poco larga y trataré de explicarles en pocas palabras. El responsable es Linneo, el biólogo sueco a quien debemos el sistema de clasificación biológica de los seres vivos. En 1749 uno de sus estudiantes, Isaac Biberg, publicó lo que es el primer gran tratado de ecología, y lo llamó De economia naturae, que traducido al lenguaje moderno sonaría: del orden doméstico natural. Ahora, debido al orden doméstico. En aquellos días la mayoría de los biólogos no creían en la transformación de las especies, en la evolución. Estaban convencidos de que todas las especies eran inmutables a lo largo del tiempo. En un contexto como éste, la única manera de saber si existe una relación entre un búfalo de Arizona y una mosca australiana y entender esta relación era ponerse desde el punto de vista de quién creó ambas: Dios. Ciertamente pensó y estableció una relación entre estas dos especies, así como entre todas las especies vivas. Ahora, en la esfera cristiana, Dios se relaciona con el mundo no tanto como gobernador, líder político, sino como Padre: Dios es el que crea el mundo y si ejerce poder sobre él es sólo porque él lo creó. Por el contrario, el mundo no se relaciona con Dios como un sujeto se relaciona con el soberano, sino como un hijo se relaciona con el padre. El mundo, todo lo que vive es, por lo tanto, el hogar del único Padre de la familia que es Dios. Es por esta razón que Biberg y Linneo llaman a esta ciencia la economía de la naturaleza – fue Haeckel, un biólogo alemán del siglo XIX que cambió la economía a la ecología para distinguirla de la economía mercantil. Ahora esta imagen fue útil porque inmediatamente expresó la evidencia y la necesidad de una relación mutua entre todos los seres vivos: todos son miembros de una enorme casa. Pero es una imagen problemática. En primer lugar, es de naturaleza patriarcal. La ecología no lo sabe, pero en el fondo, es imaginaria, a pesar de todo lo que las feministas han hecho para deshacerse de ella, sigue siendo un imaginario patriarcal.
¿Por qué? Porque la casa, en la antigüedad, es un espacio en el que un conjunto de objetos e individuos respetan un orden, una disposición que tiene como objetivo la producción de utilidad. Poder decir que los vivos son una gran casa, significa que respetan el orden y que cada uno de ellos produce una forma de utilidad gracias a este orden. Al fin y al cabo, la biología sigue pensando esto cada vez que dice que la evolución de una especie o el surgimiento de otra corresponde a la afirmación de la más adecuada. O seguimos pensando esto cada vez que pensamos, por ejemplo, que la introducción de una especie llamada invasora (la Robinia por ejemplo) es perjudicial para el equilibrio natural del ecosistema. (En realidad, no sabemos absolutamente nada sobre ella que sea útil o no para la naturaleza: ya es difícil para nosotros, y menos aún para la naturaleza). Y como Mark Dion escribió una vez, la naturaleza no siempre sabe qué es lo mejor para ella.
Pensar ecológicamente significa pensar que hay un orden que debe ser defendido, pensar que hay fronteras que no deben ser cruzadas. Y si, por un lado, esta idea sugiere ser menos destructiva hacia nuestros hermanos y hermanas no humanos, desafortunadamente, proyecta sobre ellos un orden que no tiene nada de natural. Lo percibimos perfectamente en estos días. Después de todo, pensar que la Tierra es una casa enorme significa, literalmente, pensar en todos los seres vivos excepto en el ser humano bajo arresto domiciliario. No reconocemos el derecho de los demás seres vivos a salir de su casa, a vivir fuera de ella, a tener una vida política, social, no doméstica. Todos están en casa y sólo pueden quedarse allí. Todos están en cuarentena durante su vida natural.
Después de todo, la reacción a la crisis producida por Sars-Cov-2 fue una radicalización del pensamiento ecológico: ahora incluso los humanos deben respetar su propio ecosistema, quedarse en casa. Si los hombres, a través de las ciudades, se habían arrogado el derecho de viajar a todas partes, de vivir libremente, ahora todo lo que vive se ve obligado a vivir anacrónicamente. Hoy en día, nosotros, humanos y no humanos, somos todos monjes de Gaia.
Por otro lado, Sars-Cov-2 nos permite liberarnos definitivamente de la nostalgia e idealismo de las ciudades. No es sólo una cuestión de la duración de la cuarentena. Las ciudades son las reliquias de una forma de vida política que nunca más será accesible para nosotros. El nuevo común, el espacio de convivencia, tendrá que construirse a partir de la transformación de las celdas monásticas en las que estamos encerrados. Es transformando y derrocando este monacato global que redescubriremos la vida pública, no sólo repoblando las viejas ciudades.
Ya nadie puede dejar de salir. Nadie puede escapar: encerrados en la casa, es desde casa y sobre todo en casa que tendremos que reconstruir la sociedad. El cambio tendrá que tener lugar en los confusos rectángulos de hormigón que nos separan de los demás y del mundo. Será necesario excavar desde este espacio una serie de pasillos invisibles que nos permitan convertir el espacio doméstico en un nuevo espacio político. Si habrá una revolución será una revolución doméstica: será necesario deshacerse de la definición patriarcal, patrimonial y arquitectónica de nuestras casas y hogares y transformarlas en algo diferente. No se dice que el camino será largo: si la muerte de la ciudad se ha producido de un día para otro, la casa no patriarcal podría nacer en pocas semanas.
3. ¿Cómo llamamos a casa? Normalmente identificamos nuestro hogar con su envoltura arquitectónica: la casa -las paredes, la forma mineral con la que separamos un espacio del resto del mundo. Solemos describirla según la forma y las funciones de los espacios que esta envoltura cincela, recoge, cría, vigila: está el baño, la cocina, el comedor, el dormitorio. Nombramos las diferentes partes según el tipo de vida que llevamos. Y sin embargo, la casa es sobre todo un gran contenedor, un enorme baúl en el que principalmente recogemos objetos, cosas. Es algo que parece absolutamente contraintuitivo, e incluso un poco ideológico, como si quisiera enfatizar el aspecto patrimonial y por lo tanto consumista de la casa, y sin embargo es exactamente así, y no tiene nada que ver con su orientación política. La casa empieza con cosas, las paredes, el techo, los pisos no son suficientes para hacer una cosa. Lo entendí, literalmente hace unos años, por una extraña experiencia que me ayudó a aprender algo importante. Había ganado mi primer puesto de profesor en Alemania, en Friburgo y cuando llegué a la ciudad empecé a buscar una casa. La encontré, pude firmar el contrato inmediatamente y unos minutos después de tener las llaves en la mano y una vez que entré en el apartamento, mi tarjeta de crédito -por razones misteriosas- fue bloqueada. No está mal, dices, habías entrado en la casa, tenías un techo con el que cubrirte. No es así porque la casa estaba completamente vacía. No había nada allí: ni una cama, ni un colchón, ni una silla, ni un plato, ni un tenedor. No había nada. Nada de los objetos que pueblan nuestras casas o incluso los hoteles. Estuve atrapado allí durante una semana, sin dinero (sólo tenía dinero para comprar comida) y ya tenía que empezar a enseñar al final de la semana. Así que me di cuenta de que ese espacio es literalmente inhabitable. Imposible dormir en él, porque el suelo es demasiado duro, demasiado frío, y entonces necesitas mantas, una almohada, pijamas. Y la paradoja era que habría sido más fácil dormir en un bosque, o en el jardín: habría sido menos incómodo y menos molesto (pero era septiembre y ya hacía demasiado frío en Alemania).
Era imposible trabajar allí porque para trabajar se necesita una mesa, una silla, un ordenador, un cuaderno. Imposible comer allí obviamente, por razones similares. Y sobre todo imposible permanecer allí durante mucho tiempo: contemplar el vacío es obsceno, insoportable, ensordecedor. Fue entonces cuando me di cuenta de algo importante.
Primero: la casa como tal, como pura cáscara, pura idea del espacio, la idealización arquitectónica es inhabitable. No es lo que nos permite habitar un espacio, es lo que hace que el espacio – que siempre está ocupado por cosas, viviendo, un puro desierto inhabitable hasta que alguien toma posesión de él y comienza a poblarlo con cosas de objetos, – sea el más diferente.
Segundo: que la idea del espacio es una abstracción, algo que no existe. Nunca encontramos el espacio. Habitamos el mundo que siempre está poblado por otros humanos, plantas, animales, los objetos más dispares. Estos objetos no ocupan el espacio, lo abren, lo hacen posible: en un bosque, los árboles no ocupan el espacio, abren el espacio del bosque. Es lo mismo en las casas: la cama, la vajilla, la mesa, el ordenador, la nevera no son objetos que ocupen espacio, no son decoración. Son lo que hace real un espacio que sólo es imaginario, abstracto, la proyección mental de otros en los que está prohibido entrar. Al fin y al cabo, es la cama la que hace el dormitorio, la mesa del comedor la que hace el comedor, los platos, el horno y las ollas que transforman un rectángulo abstracto en una cocina. La casa-box es técnicamente una forma de desierto, un espacio puramente mineral, un castillo de arena. Traducido en términos políticos eso significa: una casa es donde las cosas nos dan acceso al espacio. Hacen que el espacio sea habitable. Nunca tenemos una relación con el espacio, o con las paredes, tenemos una relación con los objetos. Sólo habitamos las cosas. Los objetos albergan nuestro cuerpo, nuestros gestos, atraen nuestras miradas. Los objetos evitan que choquemos con la superficie cuadrada, ideal, geométrica. Los objetos nos defienden de la violencia de nuestros hogares.
Precisamente por esta razón, el espacio doméstico no es de naturaleza euclidiana: para moverse dentro de la casa no es suficiente o no es necesario en absoluto la geometría que estudiamos en la escuela, la trigonometría, las proyecciones ortogonales. De hecho, las cosas son imanes, atractores o sirenas que nos llaman con un canto irresistible y capturan nuestro cuerpo a menudo sin que nos demos cuenta. Las cosas magnetizan el espacio doméstico, convirtiéndolo en un campo de fuerzas constantemente inestables, una red de influencias sensibles que nos deja libres sólo cuando hemos cerrado la puerta de la casa. Por eso, en realidad, en los días de estancia prolongada dentro de la casa nos sentimos fatigados. Permanecer en casa significa sufrir, apoyar, resistir todas las fuerzas que las cosas ejercen entre ellas y sobre nosotros. La vida en casa siempre se trata de resistencia, en el sentido eléctrico y no mecánico del término, somos el cable de tungsteno que es atravesado por las fuerzas de las cosas, y nos encendemos o nos apagamos.
Ahora, ¿de dónde viene esta fuerza? ¿Por qué las cosas en casa son tan poderosas?
Una vez que cruzas el umbral de la casa, las cosas cobran vida, mejor que compren algo de nosotros, de nuestra alma. La ropa, las cartas en las que dejamos un número o un garabato en el teléfono a un amigo, un cuadro, el juego de nuestra hija existen casi como sujetos, como pequeños yoes que nos miran y dialogan con nosotros. El uso, el roce diario, repetido, prolongado durante días, semanas, meses, años, la fricción de nuestro cuerpo sobre el de ellos deja huellas, los magnetiza, les transfiere una parte de nuestra personalidad y subjetividad. Dentro de la casa, por lo tanto, los objetos se convierten en sujetos. He aquí una nueva y hermosa definición de hogar: un hogar se llama ese espacio en el que todos los sujetos existen como sujetos (es lo opuesto a la esclavitud). Significa que la casa es un espacio de animismo inconsciente y voluntario. ¿Qué significa animismo? Desde finales del siglo XIX, la antropología ha caracterizado con este nombre la actitud de algunas culturas para reconocer ciertos objetos (en primer lugar los fetiches, los artefactos que representaban a los dioses) cualidades que suelen ser reconocidas exclusivamente por los hombres: una personalidad, una conciencia e incluso una capacidad de actuar. Ahora bien, nuestra cultura dice que se basa en el rechazo absoluto de esta actitud y en la separación clara e irreparable entre las cosas y las personas, los objetos y los sujetos. Y sin embargo no es tan simple. Las muñecas, cosas de la casa por excelencia, son objetos hacia los que toleramos, al menos por parte de los niños, una relación de tipo animista. Pero hay más. A finales del siglo pasado, Alfred Gell reveló en un libro extraordinario (Arte y Agencia) algo absolutamente revolucionario. Lo que llamamos arte es sólo la esfera en la que nuestra cultura reconoce que las cosas existen casi de la misma manera que los seres humanos. Cada vez que entramos en un museo, cuando encontramos piezas de material -un conjunto de lino, madera y pigmentos de varios colores- que llamamos pintado, estamos seguros de que podemos reconocer en él los pensamientos, actitudes y sentimientos de un hombre que nunca hemos visto, conocido y del que no sabemos absolutamente nada. Vemos la Mona Lisa, y estamos seguros de encontrarnos con Leonardo. Aquí tenemos una relación animista con cada obra de arte. Gell se detuvo aquí. En realidad deberíamos seguir diciendo que en casa, cada uno de nosotros tiene una relación animista con la gran mayoría de los objetos de los que nos rodeamos, especialmente los más antiguos. Cada uno de ellos no sólo lleva algo de nosotros, sino que se convierte en una versión más antigua de nuestro ego. Es por eso que no podemos separarnos de ellos, o lamentamos su pérdida.
Este es el punto de partida de la revolución doméstica: poder pensar en la casa ya no como un espacio de la propiedad y la administración económica, sino como el lugar donde las cosas cobran vida y hacen posible la vida para nosotros. No son la geometría y la arquitectura las que deben definir esta vida, sino esta capacidad de animación que pasa de los seres humanos a las cosas y de las cosas a los seres humanos.
Quedarse en casa debe significar de ahora en adelante: quedarse donde se da la vida a todo y todo te da a ti. El hogar debería ser una cocina común, una especie de laboratorio común en el que tratamos de mezclarnos, para encontrar el punto correcto de fusión y producir felicidad común. La nueva ciudad debería ser una especie de enorme réplica química en la que intentamos, mezclando cosas y mezclándonos con todo tipo de objetos, encontrar un elixir de vida.
Rediseñar ciudades desde la cocina: podría sonar extremadamente trivial y vulgar. Sin embargo, la cocina es el lugar donde mostramos que la ciudad no es sólo una colección de humanos. Como han demostrado William Cronon y Carolyn Steele, desde el punto de vista de la cocina la ciudad tiene límites diferentes a los que imaginamos: todos los no humanos que solemos excluir deben ser parte de ella. Sin trigo, maíz o arroz, manzanos, cerdos, vacas, corderos, las ciudades humanas son imposibles. Son principalmente los no humanos los que hacen nuestras ciudades habitables. Es hora de dar a cada uno de ellos la ciudadanía. Liberar el hogar del patriarcado y la arquitectura también significa empezar a pensar que la ciudad no es el hogar de los hombres. Estamos acostumbrados a imaginar que como todos los no humanos tienen un hogar lejos de la ciudad, en espacios «salvajes», las ciudades son el espacio legítimo para el asentamiento humano. Así que olvidamos que toda ciudad es el resultado de la colonización de un espacio ocupado por otros seres vivos y un consiguiente genocidio que obligó a otras especies (salvo algunas raras excepciones, perros, gatos, ratones y algunas plantas ornamentales) a trasladarse a otro lugar. Pensar en las ciudades como cocinas multiespecíficas significa pensar que todo se verá obligado a mezclarse.
Pensar en la casa y la ciudad desde la cocina significa volcar la relación patriarcal y patriarcal en un espacio de cuidado. El acto de cocinar es la forma básica del acto de cuidado y la forma en que es imposible separar el cuidado de uno mismo del de los demás. El hogar es sólo donde hay cuidados para algo y alguien.
Fuente: fallsemester.org
Traducción: Gustavo Yañez González
Imagen principal: Atilio Pernisco, Tu expediente para el mes de abril / oleo sobre tela 76 cm x 101 cm, 2020.
https://ficciondelarazon.org/2020/04/22/emanuele-coccia-revertir-el-nuevo-monacato-global/#more-5711

Umberto Eco – De Internet a Gutenberg

Conferencia pronunciada por Umberto Eco el 12 de noviembre de 1996 en la Academia Italiana de estudios avanzados en EE.UU. ...