sábado, 7 de octubre de 2017

Juan Nuño, filósofo y escritor


ARTÍCULOS DE JUAN NUÑO EN ORDEN CRONOLÓGICO

Violeta Roffé

RESUMEN


Esta recopilación de artículos fue realizada por la profesora Violeta Roffé, a quien agradecemos este inestimable labor.

CITAS



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la filosofía de borges. juan nuño 1º edición [ microcentro ]


Juan Nuño


JUAN NUÑO


Ayer se cumplieron 17 años de la muerte de Juan Nuño. Su hija Ana envió a sus amigos un mensaje con una oportuna cita de Juan sobre la desmemoria:

Un monstruoso Alzheimer colectivo parece apoderarse de las jóvenes generaciones, que no sólo son incapaces de recordar nada, sino que a cada instante tienen que reaprenderlo todo. Está bien creer que el mundo comienza con uno cuando se es joven, pero lo patéticamente grave es actuar como si de verdad sucediera así. Madurar es aceptar la carga de todas las memorias precedentes y sobre todo la formación de la propia”  

(Juan Nuño, La desmemoria, Escuchar con los ojos, Monte Avila, 1993).

Después de leerla fui a un viejo cuaderno y revisé la anotación que hace 17 años hice en mi diario. Juan Nuño murió un viernes y yo lo supe en la mañana del día siguiente. Copio algunos párrafos de lo que entonces escribí:


06-05-95: Sábado. Ayer murió Juan Nuño. Leo la noticia en El Nacional estando ya en el estacionamiento de la universidad, adonde tuve que venir para participar en la aplicación de la llamada Prueba de Aptitud Académica. No tengo con quién compartir el dolor, ni siquiera puedo llamar a Cuchi. No hay teléfono cerca. Además, debo permanecer en el aula casi tres horas, cuidando el examen y llenando planillas. Afortunadamente comparto la responsabilidad con la señora Amalia Hernández, quien se encarga de ordenarlo todo.

Lo de Juan Nuño me golpea. Fuimos amigos. Vino varias veces a Barquisimeto para atender invitaciones mías. Fue generoso conmigo, no sólo por puntuales y certeros estímulos, sino –y sobre todo- por brindarme su amistad. (…). Para una separata de Letra Continua me cedió su ensayoKafka en clave judía. En esa época (primer lustro de los 80) tuvimos un breve intercambio epistolar. Recuerdo una carta donde me decía en tono de exclamación,  refiriéndose a mi pasantía por Barcelona: “Castillo Castellanos, con ese par de apellidos que usted carga y viviendo entre catalanes…” (…). 

Juan Nuño es una de mis adhesiones más firmes. Lo fue antes de conocerlo personalmente y después, con el trato amistoso, esa adhesión se profundizó. Lo admiraba. Lo admiro. Su talento, su cultura, su inmensa formación filosófica, ocupan un espacio único en Venezuela. Pocos como Juan, tan eficaces en la polémica, en la esgrima intelectual o en el uso apropiado de la argumentación sagaz y pertinente. Poseyó estilo literario, sin atavíos ni manierismos. Sus lectores disfrutamos de ese estilo singular, mientras sus blancos predilectos (los dogmáticos de cualquier especie y color) lo sufrían, más que como estilo, como estilite. 

Juan Nuño era a veces demoledor, pero siempre auténtico, genial. Recuerdo su respuesta a una pregunta que decía algo así como “¿Cuál es el episodio bélico que más admira?”. La respuesta fue toda una proclama literaria: “La batalla del Quijote contra los molinos de viento”. 

El “temible y ácido” Juan Nuño era también un caballero andante.

(…)

Juan Nuño polemizaba en la calle. No le tenía miedo (ni desdén) a los lances periodísticos. Los protagonizaba y provocaba con gusto. Se deleitaba en ese oficio incisivo. Recuerdo que cuando emprendió en forma continua la publicación de artículos en El Nacional le envié una carta felicitándolo por ellos. Me respondió: “No me felicite por los artículos de El Nacional. Compadézcame, más bien. Cuando pase por Caracas y se decida a llamarme, le contaré, al calor de un grato yantar, el cúmulo de enemistades y otras delicias que me han proporcionado los fulanos artículos”.

(...)

A Juan quizá le hubiera gustado que en este momento lo recordáramos con Borges: “Con vino rojo hemos brindado a tu salud…”.

http://wwwconuqueando.blogspot.com/2012/05/juan-nuno.html


Juan Nuño

Acaba de fallecer en Caracas, donde vivía, el filósofo y escritor español Juan Nuño. Autoexilado en los años cuarenta, recién empezada la licenciatura de Filosofia, culminó sus estudios en Cambridge y París y desarrolló una brillante y fecunda carrera académica en la Universidad Central de Venezuela, junto a David García Bacea y Eugenio Imaz.Era un filósofo integral, tan capaz de hablar de Platón como de Marx, de Wittgenstein o de Ortega, tan enterado de las últimas corrientes de la lógica matemática como de los primeros escarceos de la bioética. Ingenioso, agudo y sarcástico, sabía convertir las doctrinas más abstrusas y complejas en una delicia de lectura y claridad. Fue un pensador solitario, sincero con los demás y consigo mismo, celoso de su independencia, pero cuidadoso de los vínculos, sobre todo personales, que le mantenían cerca de España y de su vida intelectual.
Deseaba fervientemente regresar a este país y le hubiera encantado poder mantener con alguna de nuestras universidades una relación menos Ocasional que la del conferenciante esporádico, el asistente a congresos o el profesor visitante. Lo impidió una burocracia universitaria demasiado rígida y poco generosa con quienes se han visto forzados a vivir al margen de las promociones académicas. Sin ninguna duda, Juan Nuño honra a la filosofia hispánica, que pierde con él a uno de sus pensadores más brillantes, incisivos y completos.


* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 11 de mayo de 1995

https://elpais.com/diario/1995/05/11/agenda/800143202_850215.html

¿Qué diría Juan Nuño?


Sartre

Lo que Sartre procuraba era decirle a la gente lo que él comprendía de aquella época, ya que no quería alejarse de su destino de escritor, así el nazismo llevara todas las de ganar. Sartre ubica el drama en Argos, como si Argos fuera la Francia de la Ocupación con una Electra que se constituye en un paradigma de integridad moral
En el Siglo de Oro español, Quevedo escribió: "Retirado en la paz de estos desiertos,/ Con pocos, pero doctos libros juntos,/ Vivo en conversación con los difuntos,/ Y escucho con mis ojos a los muertos"; Baudelaire, 80 años antes, en "Una carroña", dijo: "Los insectos zumbaban sobre este vientre pútrido/ del que salían negras tropas/ de larvas... y en 1943 Sartre escribió Las Moscas, que recrea el mito de Electra y su hermano Orestes buscando vengar a Agamenón, su padre muerto en manos de Clitemnestra y Egisto.

Lo que Sartre procuraba era decirle a la gente lo que él comprendía de aquella época, ya que no quería alejarse de su destino de escritor, así el nazismo llevara todas las de ganar. Sartre ubica el drama en Argos, como si Argos fuera la Francia de la Ocupación con una Electra que se constituye en un paradigma de integridad moral.

Juan Nuño, en Las moscas, Escuchar con los ojos (Monte Ávila, 1993), nos dice: "Orestes regresa a Argos, su patria, y la encuentra llena de moscas. Una plaga, una nube de moscas abatida sobre la ciudad, enviada por los dioses, en castigo por el crimen cometido contra el rey por instigación de la esposa adúltera. Son unas moscas grandes, pegajosas, gordas, testimonio de la corrupción de todo un pueblo. Júpiter-Zeus, que se lo explica a Orestes, le dice que las moscas llegaron hace quince años y que cada día que pasa están más gordas; dentro de otros quince, ya parecerán ranas, de tan grandes que se han de poner.

De esa manera, con ayuda de la alegoría de las moscas, reactualizó Sartre hace medio siglo el drama de Orestes en el mundo antiguo. La visión dramática de Sartre hizo fortuna: las moscas son el emblema de la corrupción, la señal de la carroña, el símbolo de que algo está podrido en una comunidad. Tarde o temprano llegará el Orestes que inquiera el porqué de tal mosquero. ¿De cuál crimen son castigo ejecutor enviado por los dioses de la política? ¿Qué acción heroica, qué sacrificio será menester para que las moscas de la corrupción abandonen el cuerpo de un país esquilmado y repetidamente saqueado, gobierno tras gobierno, tribunal tras tribunal, autoridad tras autoridad? ¿O seguirán engordando, como las moscas de Argos, a fuerza de corrupción y crímenes, y de ranas pasarán a ratas o a zamuros, que también vuelan y son negros? Esa sería la imagen actual: si Sartre tuviera ahora que escribir la tragedia de Orestes pensando en Venezuela, en lugar de moscas, elegiría zamuros. Revolotean y viven de la corrupción que no cesa. La democracia como gran zamurera nacional". Nuño fue profético, la zamurera hoy picotea todos los rincones del poder. El abrazo de zamuros y carroñas son aquí emblemáticos

La veneración astuta de Juan el implacable ( Juan Nuño)


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Polémico y contundente, Juan Nuño supo siempre develar las aristas más agudas de la realidad hispanoamericana –especialmente de la venezolana– a través de sus artículos publicados en la prensa. Con una prosa clarísima, llena de ironía y humor, no se apartó de la fuerte vocación de postular la verdad sin pretender convertir su pensamiento en dogma. “La veneración de las astucias”, recopilación de sus ensayos más controversiales, revela el sentido crítico en torno a la moral de este tiempo de quien, según Victoria Camps, “sabía encontrar la filosofía en todas partes”

La veneración astuta de Juan el implacable


Juan Nuño | Foto cortesía
Polémico y contundente, Juan Nuño supo siempre develar las aristas más agudas de la realidad hispanoamericana –especialmente de la venezolana– a través de sus artículos publicados en la prensa. Con una prosa clarísima, llena de ironía y humor, no se apartó de la fuerte vocación de postular la verdad sin pretender convertir su pensamiento en dogma. “La veneración de las astucias”, recopilación de sus ensayos más controversiales, revela el sentido crítico en torno a la moral de este tiempo de quien, según Victoria Camps, “sabía encontrar la filosofía en todas partes”


Doscientos setenta y dos páginas sin incluir el índice: no hay una sola línea tranquila, un recodo de debilidad, una retirada injustificada o el cese momentáneo de hostilidades contra la imbecilidad humana. En La veneración de las astucias, libro paradigma de la pasión combativa de la inteligencia, Juan Nuño aparta toda esperanza de redención desde la primera página y crucifica sin amnistía alguna la moral de este tiempo, pasa a degüello a los espejismos políticos totalitarios y ajusta cuenta con la quincalla filosófica que algunos han pretendido vender entre oportunismos y oscuridades, en tanto huérfanos definitivos de su vergüenza de pensar.
Su horizonte no es el pesimismo ni tan siquiera la amargura dando pasos de sombras, o tal vez (¿por qué no?) un arrinconado cansancio en el absurdo de la vida: no es esa nada. Al contrario, es la ribera de enfrente desde la cual se dispara con paciencia, método y convicción. La gran columna que sostiene estas páginas es la pasión indoblegable de la crítica, no sólo cobijada en la audacia de presentirla y elaborarla en la paciencia de los días sino el valor de convertirla en una expresión permanente por encima de las circunstancias personales. Aunque hubiera rechazado rápidamente cualquier opinión favorable al respecto, en realidad esa pasión crítica expresaba un gusto profundo, intenso y secreto por la vida que sólo se apreciaba en su justa dimensión cuando la negaba, convirtiendo así la negación en contrario aliento y previsible sonrisa al cruzar la esquina. En verdad el reclamo era porque el hombre insistía en perderse en el bosque de sus estupideces y no asumía la audacia permanente de inquirir lo auténtico de las cosas ni el riesgo de contemplarlas abiertamente desnudas.
Los cuatro caminos


Tal vez cinco si se admite el prólogo como la llave que encaja perfectamente en esa cerradura desconocida. En este, como es natural, se aclaran a grandes trazos algunas reglas del juego y se fechan los ensayos y artículos entre 1982 y 1988, “buena parte” de ellos (según precisa) inéditos. Otros, anuncia, vieron luz en “diarios y revistas venezolanos”. Tres de los ensayos más largos se refugiaron en las páginas de la recién fallecida revista mexicana Vuelta, de Octavio Paz. Pero ¡­ay!, no se dice más... como no sea que la mayoría de ellos nacieron en la “vecindad de inmediatas circunstancias”. Ojalá hubiera sido más explícito en fechas y nombres de las publicaciones, para menor fatiga y alivio de quienes gustan de comparar la escritura primeriza, urgida en su publicación, con el procesamiento posterior para ser embalado en un libro, algo no menos riesgoso que lo primero.
Dos páginas bastan para revelar ciertos amores persistentes unos, ocasionales otros (Wittgenstein, Bertrand Russell, Unamuno, Sartre, Orwell y Borges), como también sirven como hábitat para un par de banderillas de fuego en el lomo de los cargadores de la inerte filosofía académica (“antenas parabólicas, multiplicadores sin imaginación de viejos mensajes” les arrestra) y hogar de un íngrimo elogio (le debe haber costado bastante escribirlo) para Ortega y Gasset, de quien dice que quizá su “única lección meritoria sea el haber exaltado la función periodística del pensador contemporáneo”. Pero inmediatamente agrega, para reponerse de su reprochable debilidad, que “no fue el único ni el mejor”. Y saca de su manga a Unamuno y a Russell.
Candidatos a la traición
El primer camino (“Los codos de la historia”) resguarda 17 escritos que el espacio hace imposible reseñar aquí. Ello apiada la arbitrariedad de mi escogencia y no otro criterio. Sin duda que “La traición a España” es a la vez un lúcido ajuste de cuentas con el pasado personal y un deslinde claro frente a la hojarasca de mentiras oficiales franquistas y la exaltación heroica que recubrió a la parte derrotada. Una y otra al repelerse se complementan para mostrar una visión deformada de la auténtica realidad de la gran tragedia española de este siglo.
Nuño advierte de entrada sobre lo signos trágicos de 1936: la desaparición de Valle Inclán, el asesinato de García Lorca, la muerte de Unamuno. La rebelión militar del 18 de julio tuvo así su anticipo y complemento de oscuridades. “Dan ganas –dice– de enunciar una suerte de ley: todo militar es un candidato natural a la traición democrática”. Basta que se le dé vida colectiva a determinadas “amenazas” (comunismo, masonería, judaísmo, etc) para que queden justificadas la rebeldía y la traición como una “imperiosa necesidad ética” y salvar así a la sociedad, con el auxilio de la madre Iglesia y el Gran Capital. Un pedazo de España se buscaba en el espejo deformante de Italia y Alemania.
A Franco lo descoloca sin más: apenas ineptitud y crueldad. Niega siquiera que alcanzara a ser fascista o monárquico. “Era un militar de la peor especie...: metódico, calculador, rutinario, aburrido”. Precisa que como militar colonialista “solo sabía hacer una cosa: quemar tierra ocupada y matar al mayor número de ocupantes”. De allí que la guerra se prolongara tanto pues era necesario retardar la caída y “aumentar el número de víctimas”. Hace dos mil años, recuerda Nuño, Jenófanes interrogaba a los griegos “¿qué hacías tú cuando llegaron los persas?”. Y luego repite la pregunta en tiempo español: “¿qué hacías tú antes de que un mediocre general se le ocurriera levantarse en armas?”. En verdad, tras esa inmensa y trágica crueldad, apenas quedó un antes y un después.
Trabajadores disciplinados
Con este antecedente, Nuño se despacha a placer contra el nazismo en dos artículos fundamentales: “De un nazismo al otro” y “La banalidad del mal”. En el primero advierte de entrada que el nazismo no fue “un suceso patológico” producto de la acción de unos cuantos “locos desatados” que toman el poder, tiranizan a un pueblo pacífico y se convierten en una amenaza mundial. Ojalá hubiera sido así, ironiza. La realidad era otra. Los nazis eran alemanes comunes, padres de familia, religiosos, trabadores y, eso sí, disciplinados. Demasiado, tal vez. Lo malo era que estaban armados con una ideología, en la cual creían con fervor, y un poderoso “programa que cumplir” al pie de la letra y, por supuesto, organizadamente. Luego de la terrible jornada de la Kristalinacht ocurrida (ordenaba por Goebbels) el 10 de noviembre de 1938, donde fueron quemadas sinagogas, destruidos comercios y agredida físicamente la comunidad judía) Hitler hizo saber su descontento con esos procedimientos tan vulgares: todo “debía resolverse científicamente”, con soluciones limpias y definitivas. No tardó en ponerlas en práctica.
Esa sinrazón burocrática que instala en la sociedad la ideología totalitaria, convierte cualquier acto en válido e inevitable en tanto se ordena y se debe cumplir sin ejercer crítica alguna, permitiendo que surjan aberraciones tales como la de pensar que rechazar “la limpieza de sangre mediante la eliminación de judíos sea tan insensato como oponerse al curación del cáncer”. De allí la esencia del segundo artículo inspirado en el conocido libro de Hannah Arendt. De entrada Nuño advierte claramente: “El mal no es banal porque sus ejecutantes lo fueran”, contrariando a algunos exégetas de la Arendt que, según él, han deformado y malentendido sus tesis. La trivilialidad a la que hace referencia la autora (señala Nuño) es la de la burocracia: “en este siglo ha sido posible institucionalizar administrativamente el mal porque existen sociedades altamente burocratizadas”. De manera que “la trivialidad no está en la gente sino en el sistema... cualquier acción puede ejecutarse con tal de organizarla debidamente a través de los canales administrativos rutinarios”. De ahí a la construcción de campos de concentración y cámaras de gas no hay sino un paso.
De una a otra paradoja
La segunda parte (“Ideas y pensadores”) retiene un artículo particularmente brillante: “El barbero y las pompas de jabón”. Nuño recorre con sencillez y habilidad narrativa los intrincados caminos de la lógica y les da luz a través de Bertrand Russell, el reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll) y Miguel de Cervantes. Ya en uno anterior del capítulo primero titulado “Segunda traición de Zinoviev” (un disidente soviético) introduce, en una explicación accesible al no iniciado, el complicado tema de la lógica polivalente (infinita, como se sabe, en sus posibilidades) frente a la estrecha lógica tradicional basada en los reducidos criterios de verdadero o falso.
En este nuevo artículo acude a la famosa paradoja de Bertrand Russell sobre el barbero de pueblo al que se le propone que afeite sólo a aquellos que no pueden afeitarse a sí mismos. Menudo problema. Pero hay más: cita luego, para complicar las cosas, la segunda parte de Don Quijote donde “un río dividía dos términos de un mismo señorío” (y la muerte y el libre tránsito dependía de quien jurare verdad o dijere mentira) y remata con Alicia en el país de las maravillas", desmontando el disparatado diálogo entre Alicia y el Caballero Blanco, cuando este le propone cantarle una canción. A partir de estos tres textos, recomienda Nuño, un buen profesor de lógica “podría dar tres cursos completos y bien repletos”. Pero haría falta que emprendiera la tarea con la fina ironía y el buen gusto literario de quien así recomienda. Lo importante, según dice, es celebrar que la lógica ha abandonado su antigua carga de reglas y silogismo que “ayudaban” al pensar correcto, para adentrarse en el mundo del asombro infinito.
De Unamuno a Ortega
No esconde el autor de La veneración de las astucias su inclinación por Unamuno como tampoco renuncia a darle su merecido rapapolvos a Ortega y Gasset. Del primero escribe sin titubeos que fue el perfecto intelectual de su época, inconforme y sumido en la soledad de sus angustia pero al corriente, como el que más, del pensamiento de su tiempo, que llegó a dominar doce idiomas (entre ellos el hebreo, el danés y el noruego), y que buscó como nadie la reforma de España reformando a Castilla y sus valores históricos, centro de “tantos errores, abusos e incomprensiones”. La figura de Unamuno es gigantesca, advierte, y su obra en el campo filosófico, histórico, literario y sociológico no lo es menos. No vacila en calificarlo como el “gran pensador y creador que en este siglo ha tenido no solo España, sino el ámbito todo de la cultura hispánica”. Más no se puede.
Pero otro cantar se oye cuando habla de Ortega, de quien recela el exceso de apasionamiento de sus seguidores. Se dice que tuvo mucho éxito pero ¿desde cuándo mide el éxito la calidad? se interroga. En Hispanoamérica aún conserva cierto encanto, reconoce, pero agrega de inmediato que “existe envuelto en naftalina” y se le saca del viejo baúl con motivo de cualquier efeméride. Le molesta en suma tanto éxito vacío (trató todos los temas imaginables pero siempre con prisa, casi por encima, de pasada, dice) y, en especial, su estilo literario. No le falta razón en este punto. La estocada final se la da con una cita de Borges: “Hubiera debido alquilar un escritor para que escribiera por él... porque él no sabía hacerlo. Qué raro que siendo tan inteligente no se dio cuenta de eso”.

Kafka y Orwell
Es difícil no sin mencionar las dos últimas partes de este libro. La tercera anida propiamente en la literatura, la otra son artículos cortos a los cuales no me referiré. Los autores preferidos son Kafka y Orwell, a quienes les dedica un par de ensayos fascinantes. Al primero le aborda desde la óptica de la multiplicidad de las interpretaciones, y señala que el único remedio para no interpretar a Kafka es, sencillamente, no leerlo. Del resto siempre será un reto y, a la vez, un atrevimiento. Nuño lo hace hurgando por el lado judío, extrañado porque este jamás “etiqueta, menciona o hace referencias judaicas” directas: respeta cabalmente las fronteras literarias de su obra en ese sentido. Para eso están sus cartas y su Diario. La clave judía de los escritos de Kafka, dice, puede igual iluminar para revelar o para cegar: allí está el peligro. Ese mismo camino, años después (1992), fue trajinado por George Steiner en brillante prólogo para la edición de Everyman Library. Sobre Orwell se extendió muchísimo y con entusiasmo. Lo prefirió no por su detestable estilo literario ni por su chocante realismo ingenuo: su admiración viene por ser “el que mejor ha comprendido nuestra época y el que más certeramente la ha descrito”. Su recorrido por La Granja de los Animales y por 1994 es sencillamente magistral. Se nota la admiración, no exenta de cierta envidia, por la capacidad iconoclasta de Orwell. La verdad es que se parecen.
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Un filósofo y sus afanes
Por Jesús Sanoja Hernández
En sus tiempos franceses, los de Sartre y Merleau Ponty, “el General Peste” y la guerra sucia en Indochina, Luis Aníbal Gómez hacía recuento del joven Nuño. Había caído en París, asimismo, Teresa García, de regreso de Venezuela, donde permanecía Muiño Loureda (El Diablo Cojuelo) con sus “pasos de duende”. Antonio Aparicio y Alejo Carpentier mantenían vivo, en El Nacional, el espíritu europeo, golpeado entonces por los vientos de la posguerra.
     A fines de los 50 Nuño ya era un filósofo que andaba por las zonas transparentes de la filosofía griega, estudiaba a Heidegger y empezaba a penetrar en el Sartre que había saltado al debate político-ideológico desde el trampolín del existencialismo. En la revista Cruz del Surprimero y luego, al reventar los años sesenta, en Crítica Contemporánea, Nuño intentó bajar poco a poco desde las alturas de la filosofía y lo especulativo a las tierras llanas de las polémicas, el ensayo actualizado, los temas cuestionables y cuestionados.
Alguien llamó a Crítica Contemporánea “revista de los marxistas de cátedra”, si bien la mayoría de sus integrantes no lo eran, pero en esa década no resultaba imaginable eludir la confrontación entre “los dos bloques” y el desafío del marxismo que, en su versión leninista y codificada, irradiaba desde Moscú y tenía canales de distribución numerosos e iracundos, más aun cuando en Cuba, desde abril de 1961, empezó a hablarse de “socialismo”. Lecturas obligadas eran entonces Luckacs, Fischer, Garaudy y Goldman, el mismo que, según creo recordar, provocó la división de aguas en Crítica Contemporánea y en el Consejo de la Facultad de Humanidades.
A las alturas de 1963 las contradicciones de los crítico-contemporáneos pasaron parcialmente a El Venezolano y La República, justo cuando a la primera generación de filósofos empezaban a sumarse otros, en escaso número es verdad, más interesados en estudiar al joven Marx que al Marx maduro. Ludovico, por ejemplo, se especializó en los Grundisse, no sin que en algunos de sus libros Nuño (Doble verdad y la nariz de Cleopatra) atribuyera a él y a los adoradores de los Manuscritos una filiación alejandrina: “escoliastas insomnes que fatigan los códices sacralizados para arrancarles algún reflejo inédito”.
La pasión por Sartre, que también acompañó en un tramo a Federico Riu, quedó fijada en estupendo estudio acerca de sus novelas y cuentos más que de su teatro porque, como en este fue donde el autor de Las moscas se mostró más creativo, pues no valía la pena examinarlo. Paradoja al fin, que Nuño supo resolver con citas y acercamientos al teatro sartriano en algunos trabajos suyos diferentes al publicado en los talleres de la UCV en 1971.
La filosofía de Borges constituyó otro avance en Nuño. Lejos en el tiempo, no sé si en los temas, de aquel Nuño absorbido por Platón. Faltaba algo más: los testimonios del espectador infatigable, que lo llevaron a escribir 200 horas en la oscuridad. Cine y libros se convirtieron en él en una obsesión, prueba de que los mundos imaginarios pesan tanto como aquel que consideramos real.
Pero el gran descubrimiento de Nuño, en los últimos veinte años de su vida, fue el periodismo. Con su prosa móvil, sus vastos conocimientos, su permanente actualización, su agudeza y la punzante claridad de estilo, Nuño se hizo columnista de varios diarios, en especial de El Nacional y en los finales, de Economía Hoy en su edición dominical, donde publicó páginas seductoras.
No fue hombre fácil: lo fácil para él era la palabra, escrita y hablada, temible en la controversia, adelantado en la difusión y crítica de autores y tendencias. Por lo mismo, polemizó en exceso: con Eduardo Vázquez, con Ludovico Silva y, para nombrar de último al último, con Emeterio Gómez. En fin: llevaba por dentro la carga dinamitera propia del español y el judío. Como español amó a Unamuno y desmontó a Ortega; como judío, en libros y ensayos, estudió sus raíces y sus dramas.

*Publicado el 6 de septiembre de 1998.

http://rescatayborralo.blogspot.com/2015/06/polemico-y-contundente-juan-nuno-supo.html

Juan Nuño (1927-1995), por Ibsen Martínez


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Juan Nuño (1927-1995), por Ibsen Martínez

28 de marzo, 2012

“La nostalgia es otra forma de la utopía”. Esto escribió Juan Nuño en una de sus columnas del El Nacional, a mediados de los años ochenta.
No recuerdo a punto cierto “de qué iba” la columna; sólo sé que la frase se quedó conmigo hasta el sol de hoy, cuando lo más veraz que cruzó por mi cabeza tan pronto comencé a escribir este artículo fue ese aforismo nuñiano y como es muy cierto que las ideas vienen con el lenguaje, y no al revés, es nostalgia lo que asocio a la palabra “Nuño” y, sin más, me entrego a ella.
Esta semana, conmemorativa de lo que habría sido su cumpleaños número 85, comenzó el domingo pasado con una entrega especial del “Papel Literario” de El Nacional. Para hoy miércoles se anuncia un acto en la UCV en el curso del cual me hallaré en muy buena compañía, con gente muy de tejas arriba, casi toda ella del mundo académico venezolano, gente que como yo, también fue amiga de Juan Nuño mientras anduvo por el mundo dando guerra.
Me honra sobremanera que se haya pensado en mí y me alegra burda poder allegar una palabra o dos de evocación apreciativa a los eventos pautados por la Asociación de Profesores de la UCV y la Escuela de Filosofía de esa casa de estudios, porque, en verdad, Juan Nuño y yo fuimos amigos y lo primero que cuento como muy singular de esa amistad es que nada estaba dispuesto en mi vida para ser amigo suyo. No éramos contemporáneos, no ibamos por los mismos andurriales; hacer amistad con Nuño estuvo entra las cosas más improbables y chéveres que pudo pasarme en aquel tiempo que hoy nostalgio.
[Debemos a Alberto Barrera Tyszka el verbo “nostalgiar” que encuentro muy apto para aparejar este articulo.]
Nostalgia primera : Un día de entre los días de aquellos remotos años ochenta, me enzarcé en un muy feo intercambio de pesadeces con el politólogo Anìbal Romero en el curso de algo que hubiera debido ser polémica “de altura” si yo no hubiese cedido a mi intemperancia con un barriobajero artículo francamente injurioso y perdonavidas del que todavía no alcanzo a avergonzarme lo bastante. Como Aníbal no es pendejo, me asestó un gancho de contragolpe ― un gancho barquisimetano, saquen la cuenta ― y yo, encarajinado, me aprestaba a la escalada cuando sonó el teléfono. “Es Juan Nuño”, dijo mi hijo al pasarme el teléfono.
Ahora bien, Nuño y yo nos conocíamos como suele decirse de “quihubo quihubo” y una cortés cabezada al cruzarnos en la redacción de El Nacional donde compartiamos página con tipos tan lerdos como José Ignacio Cabrujas y Manuel Caballero. Yo lo admiraba mucho, desde luego, desde los tiempos en que él escribía la reseña la cronica de cine de la desaparecida revista Suma,otra nostalgia. Pero ¿una llamada de Nuño?
Cuando me puse al habla, Nuño saludó muy cortésmente y enseguida me dijo : “Oigan, paren eso, parecen dos chiquillos.” No era un regaño, era un reclamo amistosísimo. Lo que siguió fue una frondosa y cordial reconvención, trufada con encomios para Aníbal y este servidor, destinados a encarecer la idea de que “dos tipos como ustedes no pueden estar a la greña”. Y añadió algo que sonó a afectuosa amenaza: “No voy a permitirlo”.
Como Nuño era, a su castiza manera, anglófilo , creo que al tono de su voz y a su amigable fraseo les cuadra muy bien la palabra inglesa “avuncular”. Total de la vaina que el profe se ofreció a juntarnos en una cena en su casa para hacer las paces y de sólo imaginar a Juan Nuño puesto en el desagradable trance de pedirnos que nos dejásemos de vainas y nos diésemos la mano me irrigó la cara una roja ola de vergüenza.
Soy muy bueno improvisando y al bote pronto le dije que de ninguna manera, que como yo habìa empezado la gresca me tocaba ponerle fin y ofrecer las excusas del caso. Todo lo que necesitaba era el número de teléfono de Aníbal. Si un cuento es breve es dos veces bueno: Nuño me dio el teléfono de Aníbal, ofrecí excusas, Anibal las aceptó y el caso es que a estas alturas ni él ni yo recordamos porqué fue que agarramos piedras del piso.
El episodio tuvo para mì el valor de una lección en civilidad y respeto por la opinión ajena y me sirve hoy para fechar el momento en que dio inicio nuestra amistad porque aquel rifirafe con un amigo suyo fue el pasadizo por el que, para fortuna mía, terminé yo siéndolo también.¡Y ya basta de remembranza querendona!
Termino recomendando el que acaso sea su libro mejor : “Los mitos filosóficos” que debe leerse inmediatamente antes de “La filosofía en Borges”. Y para los sibaritas, “La veneración de las astucias”.
Nuño. ¡Vaya si ha hecho falta todos estos años!

JUAN NUÑO De un nazismo al otro

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Lo de menos es la anécdota: hace más de cincuenta años, Hitler toma el poder en
Alemania. Ni cómo lo toma: golpe, semi-golpe, elecciones, coaliciones, artimañas,
incendio del Reichstag, amenazas. Ni por qué lo toma: crisis económica, revanchismo
bélico, militarismo prusiano, cobardía de las democracias, recurso frente al
bolchevismo. Lo que cuenta es lo que el nazismo significa. No lo que significó hace
cincuenta años: lo que sigue significando, su innegable peso en este siglo, el siglo de las
ideologías totalitarias en marcha, ensayadas y más que probadas: triunfantes.
Sólo que gracias a los historiadores, a Hollywood, a los politólogos y al sadismo
pornográfico, la imagen de un nazi es una mezcla de monstruo vestido de negro
chorreando baba mientras tortura a una víctima semidesnuda y triturada, todo ello bajo
la cruz gamada. El coco de la época: bueno para asustar niños democráticos.
Con el nazismo hay que comenzar por negar. No fue un fenómeno aislado,
excepcional, extraordinario que un mal día irrumpió en la culta, industriosa, avanzada y
democrática nación alemana. Al contrario: sale del más oscuro y auténtico modo de ser
alemán; nutrido en el viejo irracionalismo romántico, a lo Wagner, a lo Nietzsche;
formado en las ideas totalitarias de la gran filosofía alemana, a lo Hegel, a lo Fichte, con
la prédica ciega de la adoración hacia el todopoderoso Estado; aderezado con la salsa
bien germana del antisemitismo más cerril, aquel que se basa en el rechazo a todo lo que
no sea eigentlich bei uns. El nazismo pertenece a Alemania tanto como Sigfrido, el
Walhalla y Lutero. O tan poco como Goethe, Beethoven y Durero. El nazismo no fue un
suceso patológico, la acción violenta e incontrolable de unos cuantos locos desatados
que, mediante la técnica del Putsch y el ejercicio del terror, se imponen a todo un
pueblo pacífico y amenazan al mundo. Ojalá hubiera sido así. Los nazis eran seres
perfectamente normales, sanos, equilibrados, padres de familia, trabajadores, sobre
todo, trabajadores y organizados. Verdaderos modelos de burguesía burocrática,
tranquila y disciplinada. Eso sí: con una ideología en qué creer y un programa que
cumplir. Una anécdota poco conocida revela su seriedad. El 9 de noviembre de 1938
caía abatido en París Ernst von Rath, consejero de la Embajada alemana, asesinado por
el judío polaco Grynzpan, desesperado por la deportación a que se vio sometida su
familia. Aquel homicidio fue la chispa que desencadenó la famosa Kristalinacht del 10
de noviembre en toda Alemania: quema de sinagogas, ataques a negocios judíos y
violencia física contra las personas. Esa orden aislada había partido de Goebbels a las
SA, la secciones de asalto de los primeros tiempos del partido nazi. La orden creó un
profundo malestar en el partido. Goering, Himmler y el propio Hitler criticaron
internamente los hechos y condenaron los excesos. Pues los nazis no propugnaban
ninguna violencia vulgar y callejera contra los judíos. Eran gente seria. La espinosa
Judenfrage debía resolverse científicamente, no a empellones, latas de gasolina y
cristales rotos. Y en efecto: trataron de resolverla definitivamente: Endlösung, es decir,
seis científicos millones. Para una primera prueba, no está mal.
Sobre todo, el nazismo no quedó limitado a un país y a una época. Basta ya del
recuento de los hechos y de las interpretaciones histórico-económicas. Frente al libro
clásico de Shirer (The Rise and Fall of the Third Reich), el poco transitado de Arendt
(The Origins of Totalitarianism). El nazismo no sólo fue algo del pasado alemán. Forma
parte de nosotros y de este siglo. Está ahí, aquí, en todas partes. El nazismo en tanto
expresión histórica, es decir, Hitler y el movimiento nazi, fue tan sólo un primer
ejercicio de dominación total. Pero no ha sido el único: fue el primero y fracasó. Mas el
ser humano es tesonero y cree en el progreso. Ahí está el Gulag, del que podrán decirse
muchas cosas, pero no que es un fracaso. La dominación ideológica total ha prendido en
el cuerpo social. La civilización puede sentirse orgullosa. A partir de Occidente, pero
ahora sin limites mundiales, esta civilización, a fuerza de abstracciones, ha creado la
obra maestra: la ideología totalitaria.
Se comenzó con la abstracción de un dios, en vez de muchos; se siguió con la
abstracción de la naturaleza y se llegó a la despersonalización de las fuerzas y poderes
que explican acciones y procesos. Por eso, tras la ideología nazi, hay que buscar la
noción biológica de supervivencia del más fuerte y superior. Ello explica que los
ejecutantes nazis pudieran ser a la vez implacables y tranquilos, malvados y banales:
estaban aplicando una ley biológica, la que exige primar al superior sobre el inferior.
Eso fue todo. Detrás de la ideología comunista, la noción histórica de la supervivencia
de grupos: la lucha de clases lo explica todo y todo lo justifica. Oponerse a la
Judenreinnigung, a la limpieza de sangre mediante la eliminación de judíos, era tan
insensato como oponerse a la curación del cáncer. Disentir de las purgas de Stalin o de
los hospitales psiquiátricos de Breznev o de la KGB de Andropov es tan absurdo como
no estar de acuerdo con la liberación de los esclavos. Aquello fue una necesidad
biológica; esto equivale a una obligación histórica. Ambas ideologías pretenden ser
científicas, se resguardan en leyes y aspiran a servir a toda la humanidad. Para siempre,
para todos los hombres, sin apelación, pues son La verdad y La solución. En eso
estamos. Y al que no le guste, ya sabe qué elegir: el holocausto termonuclear, la otra
cara de la moneda. La cara tecnológica de una moneda científica que alimenta las
grandes ideologías totalitarias del siglo.
Pese a todo, hay que reconocer que el nazismo tiene algo de anecdótico, de historia
tenebrosa, un poco démodé. Comparado con lo que vino después, Hitler era un pobre
tipo, apenas un aficionado de provincias. Recuerda mucho al Jack the Ripper de aquella
ingeniosa película de Nicholas Meyer Time after Time («Escape al futuro»), en su
didáctico enfrentamiento con el candoroso Wells juvenil, creyente en la utopía y en el
socialismo. En aquella habitación de hotel californiano, Jack el Destripador enseña al
victoriano Wells, recién llegado de 1893 en su máquina del tiempo, otra máquina, la
televisión, plagada de guerras, crímenes, violencias, genocidios, muerte por doquier, y
entonces es cuando suelta la gran frase, la que ahora podría decir con toda propiedad
Adolf Hitler de estar vivo: «En mi época, yo era un monstruo y ahora me siento un
simple amateur».
No importa que no maten a Klaus Barbie, alias Klaus Altnann. Con él, por ahora el
último de los nazis, montarán otra vez el gran espectáculo encantorio. La buena
conciencia de la humanidad se sentirá aliviada una vez más al abrazar como verdades
sus propias creencias. De nuevo se demostrará que los nazis fueron unos monstruos,
horrendos mutantes indignos de la especie humana, dedicados al estupro, al genocidio y
al sadismo; se releerán historias de la casa de los mil horrores, en las que la maldad
quedará localizada y concentrada, expuesta ante los atónitos ojos de los inocentes y de
los infelices fascinados por la destructora vorágine. Como invasores de un planeta
tenebroso y lejano un mal día llegaron para hacer sufrir y exterminar a medio mundo.
Fue un monstruoso accidente, una ráfaga de locura divina, la negra noche en que las
potencias demoníacas se enseñorearan de la tierra embutidas en sus relucientes
uniformes negros tocados de la plateada calavera. Los ángeles terribles. La espada
vengadora. El castigo de Dios por los pecados de los hombres. La amarga hora de la
expiación.
Se cierran los ojos y se olvida; o se abren a rachas para recordar confusa la pesadilla
mientras mecánicamente se reza que no vuelva a suceder. Marcado del infamante signo
de la cruz gamada, yérguese el Mal ante los hombres, separado y cercano, distante y
próximo, decididamente lo Otro, la Negación, el Enemigo. Cuando juzguen a Barbie se
evocarán sus sevicias y los campos de exterminio, Drancy y Auschwitz, los vagones de
ganado humano, las cámaras de gas y la «solución final». En la sombra, muy atrás,
agazapados, en el oscuro rincón de la memoria, sin jamás mencionarlos, quedarán los
pogroms, las inquisitoriales piras, los primeros campos de concentración sudafricanos
inventados por los ingleses, las múltiples noches de San Bartolomé, el millón largo de
armenios masacrados, el tráfico de esclavos, las brujas calcinadas, los niños de
Guernica, los indios exterminados, los mencheviques exterminados, los protestantes
exterminados, los católicos exterminados, las purgas de Stalin, el ejército de niños en la
santa cruzada, otros nazis, los mismos nazis, la bestia demasiado humana. Klaus Barbie
hoy, Adolf Eichmann ayer pueden llenar su pecho de civilizado orgullo: representan a
cabalidad toda una forma de ser y de vivir, una tradición histórica secular. Que
ciertamente, ni lo quiera Dios, no termina con ellos. Hacia adelante surgen otros hitos
no menos gloriosos: My Lai, los boat people, los Rosenberg electrocutados, Sabra,
Chatila y Tal-al-Zahar, el «septiembre negro», el inmenso Gulag, los desaparecidos, las
madres de Mayo, el éxodo de Mariel, el apartheid, Camboya, Indonesia, Etas y otras
Iras, brigadas rojas, negras, de todos los colores, Vietnam y las bombas de
fragmentación y el napalm y los defóliantes, Idi Amin, Pol Pot, Bokassa. Donde elegir
mientras lleguen los legítimos e inevitables sucesores.
Barbie era un infeliz, un funcionario más, apenas un modesto burócrata, incipiente
aprendiz de brujo, un ínfimo tornillo escondido en la selva boliviana. Van a hacerle de
pronto el inmenso honor de ponerle bajo los focos, de concentrar en él toda la luz, de
convertirlo en símbolo del Mal. Una vez más, objetivo cumplido: al fondo, en las
resplandecientes tinieblas que nadie quiere ver, la gran máquina de esta civilización sin
la cual ni Barbie ni Hitler ni Stalin ni Pinochet ni Castro ni Franco ni iglesias ni partidos
únicos ni dogmas ni ideologías ni líneas doctrinarias funcionan y se comprenden.
Mejor, no se intenta comprender y se les deja sólo funcionar, hormigas incansables de
una civilización de persecución, intolerancia y muerte, humanísima. Cristianísima.
Judeocristianísima. Mahometanísima. Monoteísta y excluyente. Por algo el hombre
cayó del Paraíso al abyecto estado del pecado en el que nace y vive, y Dios, todo
magnanimidad, desde lo alto, cuida de redimirlo, una y otra vez, por el fuego, el
sufrimiento y la muerte.
Cuando Simon de Montfort, una luminosa mañana del verano de 1209, duque de
Montfort, pero en realidad funcionario de la represión de entonces y de siempre, un
Klaus Barbie de la época, dio a sus tropas la fría orden de entrar a sangre y fuego en la
ciudad de Béziers y pasar a cuchillo a todos sus siete mil moradores, hombres, mujeres,
niños, jóvenes y ancianos, sin exclusión, todos ellos cátaros, albigenses, herejes,
enemigos, alguien, un alma cándida, que nunca faltan, le hizo observar que con tan
drástica medida se exponía a llevarse por delante a más de un inocente. La
tranquilizadora respuesta de Amairie, obispo catalán, retrata a todos los Barbies, a todos
los humildes burócratas del mal, a todos los dulces creyentes en cualquier verdad,
revelada o dialéctica: «El Señor, allá arriba, en su infinita sabiduría, sabrá separar

inocentes de culpables». Amén.

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"Los últimos quince años de su vida sobre todo los dedicó Nuño a intervenir con sus análisis, desde diversas tribunas de prensa, en los más variados asuntos. Pero sería un error ver en esta actividad una afición de diletante, añadida a una carrera académica exitosa y ya concluida. Tampoco sería acertado caracterizarla echando mano de las categorías al uso en los medios de comunicación. Nuño no fue un comentarista más o menos especializado en temas específicos, de los que era capaz de abordar un amplio abanico, extrayéndolos de la actualidad política, la historia, la literatura o los simples lugares comunes de las opiniones de sus contemporáneos. Pero cualquier lector de esta parte de su obra comprende de inmediato que tiene delante un corpus, a la par que heterogéneo, coherente: conocimientos adquiridos y refinados durante más de treinta años de ejercicio de la filosofía, aparecen aquí perfectamente aclimatados a una función crítica esencial: contribuir al desvelamiento de las falacias e imposturas –los idola fori, habría dicho Bacon– que impiden la cabal comprensión del mundo en que vivimos. En última instancia, un objetivo invariablemente perseguido por Nuño en sus tres facetas filosóficas: la de helenista, la de especialista en lógica, filosofía del lenguaje y filosofía de la ciencia, y la de intelectual comprometido con sus coetáneos.
La valoración de la obra de Juan Nuño, se la dejo al también filósofo Alejandro Rossi: “Obra firme, erudita, original, entre lo más recordable de la filosofía en lengua española contemporánea.”
http://www.analitica.com/opinion/opinion-nacional/para-no-olvidar-a-juan-nuno/
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Bibliografía de Juan Nuño
  • La revisión heideggeriana de la historia de la filosofía. Episteme, Caracas, 1962.
  • La dialéctica platónica. Su desarrollo en relación con la teoría de las formas. Episteme, Caracas, 1962.
  • El pensamiento de Platón. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1963; 2ª ed.: Fondo de Cultura Económica, México, 1988.
  • Sentido de la filosofía contemporánea. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1965; 2ª ed., 1980.
  • Sartre. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1971.
  • El marxismo y las nacionalidades. El planteamiento de la cuestión judía en el marxismo clásico. Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1972.
  • La superación de la filosofía y otros ensayos. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1973.
  • Elementos de lógica formal (1975). 2ª ed.: Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1980.
  • El marxismo y la cuestión judía. Monte Ávila, Caracas, 1977.
  • Compromisos y desviaciones. Ensayos de filosofía y literatura. 2ª ed.: Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1978.
  • Kafka: clave judía. Editorial Venezolana, Mérida, 1983.
  • Los mitos filosóficos. Exposición atemporal de la filosofía. México, Fondo de Cultura Económica 1985; 2ª. ed.: Reverso Ediciones, Barcelona, 2006.
  • 200 horas en la oscuridadCrónicas de cine. Ediciones de la Dirección de Cultura, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1986.
  • La filosofía de Borges. Fondo de Cultura Económica, México, 1986; 2ª ed.: La filosofía en Borges. Reverso Ediciones, Barcelona, 2005.
  • Sionismo, marxismo, antisemitismo. La cuestión judía revisitada. Monte Ávila, Caracas, 1987; 2ª. ed.: Reverso Ediciones, Barcelona, 2006.
  • Doble verdad y la nariz de Cleopatra. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1988.
  • La veneración de las astucias. Ensayos polémicos. Monte Ávila, Caracas, 1988.
  • La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos. Monte Ávila, Caracas, 1990.
  • Fin de siglo. Ensayos. Fondo de Cultura Económica, México, 1992.
  • Escuchar con los ojos. Monte Ávila, Caracas, 1993.
  • Ética y cibernética. Monte Ávila, Caracas, 1994.

[1] Este texto es un fragmento de “Acercamiento a Juan Nuño”, prólogo a la reedición en 2007 de El pensamiento de Platón, de este autor, por el Fondo de Cultura Económica (col. Heteroclásica).
[2] Alejandro Rossi, “Juan Nuño”, Vuelta, México, julio de 1995, p. 52.
[3] “Razón y pasión del fútbol”, Vuelta, México, nº 116 (julio de 1986), pp. 22-26.

Umberto Eco – De Internet a Gutenberg

Conferencia pronunciada por Umberto Eco el 12 de noviembre de 1996 en la Academia Italiana de estudios avanzados en EE.UU. ...