1 Pasadas las diez de la mañana del sábado 11 de abril de 1987, la portera hizo sonar el timbre del piso de Primo Levi, en la tercera planta de un edificio de Turín construido a finales del XIX. Ingeniero químico, director jubilado de una fábrica, autor de algunos de los testimonios de mayor valor humano sobre el Holocausto, Levi había nacido en ese mismo piso 67 años antes. Él mismo abrió la puerta y recibió el correo de manos de la portera, como cualquier otro día. Llevaba puesta una camisa de manga corta. Sonrió, dio las gracias como de costumbre, y cerró la puerta. La portera bajó a pie la ancha escalera de caracol cuyo hueco ocupaba la jaula del ascensor: Apenas había llegado a su cubículo de la planta baja, dijo más tarde a la policía, cuando oyó cómo el cuerpo de Levi golpeaba contra el fondo de la escalera, junto al ascensor. Eran las diez y veinte. Un dentista que vivía en el edificio oyó sus gritos y enseguida pudo comprobar, informaría posteriormente, que Levi había muerto. La autopsia estableció –y así consta en el certificado de defunción– que la muerte se produjo instantáneamente a causa del aplastamiento del cráneo. En el cuerpo no se encontraron signos de violencia que no estuviesen relacionados con la caída.1 Yo estaba entonces en Roma; a las doce, apenas hora y media después del suceso, oí la noticia por la radio. Ya se hablaba de suicidio. La investigación policial se limitó a confirmar esta conclusión. La muerte de Levi, y en especial la forma en que se produjo, fue un terrible golpe para los muchos admiradores con que contaba dentro y fuera de Italia. Sus amigos quedaron anonadados ante un hecho que algunos consideraron totalmente inesperado. “Hasta el día de su muerte yo estaba convencido de que era la persona más serena del mundo”, dijo Norberto Bobbio (Panorama, 26 de abril de 1987). Aun así, nadie pareció tener mucha dificultad en aceptarlo. A posteriori, la muerte de Levi parecía absolutamente predecible: era el irremisible final de la vida de un superviviente de Auschwitz. La escritora judía Natalia Ginzburg escribió en Corriere della de Sera (12 de abril de 1987) que Levi “tuvo que cargar con terribles recuerdos de aquellos años [en Auschwitz]; una herida que siempre sobrellevó con gran entereza, pero que no por ello debió de ser menos atroz. Creo que fue el recuerdo de aquellos años lo que le condujo a la muerte”. Ferdinando Camon, escritor católico y amigo suyo, dijo en una entrevista: “Este suicidio lo debemos retrotraer a 1945. No tuvo lugar entonces porque Primo quería (y debía) escribir. Ahora, completada su obra (Los hundidos y los salvados había puesto fin al ciclo), podía matarse. Y así lo ha hecho” (Panorama, 26 de abril de 1987). A este respecto el comentario más patético fue el de su hijo Renzo: “Ahora todo el mundo quiere entender, comprender, probar. Creo que mi padre ya había escrito el último acto de su existencia. Lean el final de La Tregua y entenderán” (Panorama, 26 de abril). En noviembre de 1962, Levi había escrito: [Y] no ha dejado de visitarme un sueño terrible, que unas veces se repite con demasiada frecuencia y otras a intervalos más largos. Es un sueño dentro de un sueño, que varía en el detalle, pero es único en sustancia. Estoy sentado a la mesa con mi familia, o con amigos, o en el trabajo, o en medio de un campo verde; es decir, en un ambiente plácido y relajado, sin tensión ni aflicción aparentes; pero yo experimento una profunda y sutil angustia, la definida sensación de una amenaza inminente. Y de hecho, a medida que el sueño va avanzando, de manera lenta y brutal, cada vez de un modo distinto, todo lo que hay a mi alrededor, el paisaje, las paredes, la gente, se desploma y se desintegra, mientras la angustia se hace más intensa y definida. Ahora todo ha vuelto al caos; estoy solo en el centro de una nada turbia y gris, y sé lo que esto significa, y también sé que siempre lo he sabido; otra vez estoy en el Lager, y fuera del Lager no hay nada real. El resto fue una breve pausa, un engaño de los sentidos, un sueño: mi familia, la naturaleza en flor, mi casa. Ahora este sueño interior, este sueño de paz, ha terminado, y en el sueño exterior, que continúa, gélido, resuena una voz bien conocida: una sola palabra, no imperiosa, sino breve y contenida. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: Levántense, “Wstawac”. La idea de que Auschwitz era en última instancia responsable del suicidio de Levi no se limitó a Italia ni a los días inmediatamente posteriores al suceso. En Estados Unidos, haciéndose eco de Camon, Elie Wiesel dijo: “Primo Levi murió en Auschwitz cuarenta años después” (La Stampa, 14 de abril de 1987). Cuatro años más tarde de la muerte del escritor, Maurice Goldstein, presidente del Comité Internacional de Auschwitz, escribió: “Auschwitz lo reclamó”2. En una reseña de Los hundidos y los salvados publicada en 1988 en The New Republic, Cynthia Ozick escribió que Levi, como muchos otros distinguidos escritores antes que él, “[sugiere], con su muerte voluntaria, que el infierno no se cerró cuando las chimeneas dejaron de funcionar, sino que simplemente se preparaba para el siguiente turno” (21 de marzo de 1988). Esta generalizada explicación de la razón última del suicidio de Levi inspira conclusiones de una inquietante ambigüedad: pues si por un lado proporciona nuevos motivos para sentir repugnancia frente a los horrores de Auschwitz, permite por otro que algunos interpreten el trágico final de Levi como un triunfo aplazado del nazismo. Que este final fuese precisamente el de Levi hace que semejante pensamiento nos produzca una doble inquietud. Sus escritos sobre el Holocausto tuvieron un papel fundamental a la hora de determinar la forma en que muchas personas entienden qué significa ser un ser humano decente –su conciencia de las posibilidades de supervivencia humana, incluso en las peores condiciones posibles. Que de la humareda producida por el que tal vez fuera el más salvaje acto de odio e inhumanidad que ha marcado el siglo XX surgiese una figura como Levi ha supuesto una fuente poderosa de fuerza y esperanza. Philip Roth describe “la obra maestra sobre Auschwitz” de Levi, Si esto es un hombre, como “la respuesta profundamente civilizada y enérgica a quienes hicieron todo lo posible por romper todos sus vínculos y arrancarle, junto con los suyos, de cuajo de la historia”. ¿Cómo pudo Levi perder esa fuerza y lanzarse de un salto a la muerte? En Italia nadie se hizo en público esta inquietante pregunta. Los italianos debieron sentirse demasiado próximos a Levi para reunir el valor necesario para planteársela. En cambio, el interrogante no tardó en surgir en Estados Unidos. Inmediatamente después del suceso, un periodista anónimo escribió en el New Yorker que “la eficacia de todas sus palabras había sido en cierto modo anulada por su muerte –su esperanza, o su fe, ya no nos servían al resto de nosotros”. Leo Wieseltier escribió en The New Republic: “Levi sostuvo la apuesta de que no hay golpe del que el alma no pueda recuperarse. Al destruir su cuerpo, destruyó también esa apuesta”. Ozick fue todavía más lejos. En Los hundidos y los salvados, dice, Levi dejó de ser el “educado cicerone del infierno, un horror letal expresado con el mayor decoro”; finalmente dio rienda suelta a todo su odio, hasta entonces reprimido, hacia los criminales nazis y sus cómplices “en un libro que devolvía los golpes con una pluma de fuego”. Y puesto que “la rabia del resentimiento está en cierto modo relacionada con la autodestrucción” –como el propio Levi había señalado al analizar el suicidio de Jean Améry, otro escritor superviviente de Auschwitz– el último de sus libros sobre el Lager debería ser visto “como la más amarga nota de suicidio”. Ozick encontraba “desconcertante que, de las diferentes ‘enseñanzas’ que se podían extraer de la lúcida visión de Levi, la que haya prevalecido sea la más burda y la más engañosa: exaltación, elevación”. Para Ozick, “en la naturaleza del infierno está el no acabarse nunca: su ley es la imposibilidad de escapar”. En la lúgubre visión de Ozick, la apuesta de Levi nunca tuvo posibilidad de salir victoriosa. Tal vez podríamos rechazar estos comentarios como infundados, e incluso injustos. Los libros de Levi –se siente uno tentado a responder– conmoverán a las generaciones futuras lo mismo si su autor hubiese muerto de causas naturales. Sin embargo, las conclusiones de Wieseltier y otros, por brutales que sean, no pueden descartarse con tanta facilidad. La generación de Levi, y la de sus hijos –mi generación–, ven sus escritos como una prolongación de su vida. Su inmenso valor procede de esta unidad: su vida parecía ilustrar las posibilidades de esa honestidad humana que sus libros exploraban y servir como prueba de que esas posibilidades no eran una mera ilusión. Por tanto, el debate sobre su muerte continúa generando respuestas altamente emocionales, en no menor grado por parte de quienes niegan que las circunstancias de su muerte tengan ninguna relevancia para su mensaje. (Yo mismo experimenté esta reacción de obstinada negación cuando presenté una primera versión de este trabajo en un simposio organizado en abril de 1997 por la Italian Academy of Advanced Studies de la Universidad de Columbia para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Levi.) 2 ¿Existe alguna prueba de que la muerte de Levi fuese una respuesta aplazada a Auschwitz ? Sabemos que en el periodo inmediatamente anterior a su muerte, Levi estaba atravesando un grave episodio depresivo. Su mujer, Lucía, dijo que se sentía cansado y desmoralizado, y confirmó que sufría una depresión. Durante algunos meses, Levi estuvo tomando antidepresivos que le recetó su primo Giorgio Luzzati3. David Mendel, un cardiólogo jubilado que fue amigo de Levi casi al final de su vida, recibió una carta del escritor fechada el 7 de febrero de 1987: “He caído en una depresión bastante seria; he perdido todo interés en escribir e incluso en leer. Me siento hundido y no quiero ver a nadie. Como eres un ‘médico de verdad’, te pregunto qué debería hacer. Siento que necesito ayuda, pero no sé de qué tipo”.4 Pero la depresión de Levi bien pudo tener un origen distinto de los recuerdos de Auschwitz. En una entrevista publicada en La Repubblica el 12 de abril de 1987, Giovanni Tesio se refirió al miedo de Levi a no poder volver a escribir, a su sentimiento de haber agotado sus “reservas de escritor”. Otros dijeron que ya no soportaba la visión de su madre y su suegra, ambas nonagenarias, enfermas y seniles, que vivían en el gran piso familiar permanentemente atendidas por una enfermera. Un tercer grupo, especialmente dentro de la comunidad judía de Turín, explicó que Levi estaba trastornado con la controversia, desencadenada por historiadores revisionistas en Alemania y Francia, en torno al carácter único y la amplitud real del Holocausto. Por último, había una causa física: Levi sufrió una operación de próstata sólo veinte días antes de la caída fatal. No hay ningún indicio de que la intervención, descrita como “rutinaria” por los médicos, hubiese dañado alguna de sus funciones. Pero se sentía débil, aún estaba recuperándose, y la cirugía tiende a empeorar la depresión. Aparentemente Levi era propenso a sufrir depresiones recurrentes, se produjesen o no acontecimientos depresivos. Al menos dos crisis previas no tuvieron ningún desencadenante conocido. Refiriéndose a uno de esos episodios, Levi comentó en una carta que al cabo de dos meses la depresión desapareció de repente en cuestión de horas, sugiriendo que tales episodios seguían su propio curso. Poco antes de su muerte, Levi negó que su situación mental tuviese ninguna relación con el campo. A Bianca Guidetti Serra, íntima amiga suya, le dijo que la depresión no estaba relacionada con Auschwitz. Y a Mendel, que “ya no se sentía obsesionado con los recuerdos del campo ni soñaba con él”. Por tanto, si creemos que su suicidio fue provocado por los insoportables recuerdos del campo, debemos desconfiar de la veracidad de lo que Levi afirmaba de sí mismo. Tal vez esa desconfianza esté justificada. Cuando intentamos imaginar los procesos mentales de quienes cometen suicidio, las posibilidades se multiplican. Como Levi dice en el capítulo dedicado a Jean Améry en Los hundidos y los salvados, muchos suicidios admiten “una infinidad de explicaciones”. No sabemos si lo que ocurrió fue simplemente que aquel sábado por la mañana los recuerdos del campo volvieron a estallar en su mente hasta alcanzar un nivel insoportable. 3 Sin embargo, la cuestión más urgente no es por qué Levi cometió suicidio, sino si realmente lo hizo o su muerte fue accidental. Como veremos, no existen pruebas irrefutables. Que sepamos, no hay prueba directa alguna de que Levi se suicidase: ni testigos, ni nota, ni prueba física directa. Y ésta no sería la única vez en que la policía llegase a una conclusión sin se que se hubiese producido una investigación a fondo. Los biógrafos de Levi, Myriam Anyssimov y Ian Thompson, creen que se suicidó. Pero ninguno de los dos aporta ninguna prueba convincente. Sin duda, la hipótesis del accidente nunca se tomó del todo en serio. La premio Nobel Rita Levi Montalcini, amiga de toda la vida del escritor, arrojó las primeras dudas sobre el suicidio pocos días después del suceso. Si Levi, ingeniero químico de profesión, quería matarse, conocería sin duda mejores formas de hacerlo que arrojarse por un estrecho hueco de escalera con el riesgo de quedar paralítico. “¿Alguien le vio saltar por encima de aquel pasamanos?”, se preguntó retóricamente Levi Montalcini el 25 de abril de 1987 en Paese Sera. “¿Alguien encontró algún trozo de papel donde anunciase la intención de poner fin a su vida? La del suicidio es una conclusión demasiado rápida”. Levi Montalcini expresaba lo que probablemente muchos otros, yo mismo incluido, sospechábamos sin decirlo. En efecto, el hueco de la escalera del edificio turinés es tan estrecho que para lograr sus propósitos Levi tenía que conseguir una caída totalmente recta. Visto horizontalmente, el hueco tiene forma de pirámide truncada. La caja del ascensor es una jaula cuadrada que se mueve verticalmente dentro de él. El lado que se adentra en el hueco de la escalera mide un metro y nueve centímetros. La distancia máxima entre los escalones y la caja es de un metro y setenta centímetros; la distancia mínima de sólo un metro y un centímetro. No queda mucho espacio para que un cuerpo humano caiga limpiamente. En vez de matarse, era fácil quedar herido al caer entre la jaula del ascensor y la reja de los pisos inferiores. Por otra parte, si Levi hubiese querido saltar al vacío, habría elegido tirarse a la calle o al patio, que no ofrecían tantas limitaciones y resultaban fácilmente accesibles. Pero, además, Levi tomó una decisión no sólo arriesgada, sino también desagradable y teatral, que obligaba a su familia a enfrentarse con una visión espeluznante –actitud que contrastaba profundamente, como señaló también Levi Montalcini, con el estilo sobrio y discreto del escritor. Pocos años más tarde, en un artículo del Sunday Telegraph, David Mendel, el amigo cardiólogo, fue el primero en oponerse enérgicamente a la tesis del suicidio ofreciendo una reconstrucción hipotética del suceso y algunos argumentos nuevos. La muerte de Levi no fue premeditada, no dejó ninguna nota. Las personas mayores casi nunca eligen una muerte violenta; utilizan el gas o toman alguna sobredosis, y, de desearlo, Primo habría podido ingerir una sobredosis de su medicina. Para mí lo más probable es que muriera a causa de los efectos colaterales de los fármacos antidepresivos. A menudo éstos hacen bajar la presión sanguínea, bajada que en su caso tal vez se acentuó debido al esfuerzo de subir las escaleras hasta su piso. Como consecuencia de ello, el cerebro de Levi habría recibido una cantidad de sangre insuficiente, y tal vez se sintiese mareado. Si su reacción fue hacer inspiraciones profundas, las cosas habrían empeorado al disminuir aún más la llegada de sangre. Tengo una imagen de Levi agarrado a la barandilla de la escalera, que le quedaría bastante por debajo de la cintura; creo que, a punto de desmayarse, intentó asirse a ella para recuperar el equilibrio y que fue entonces cuando se produjo la caída. Ferdinando Camon, que en un principio respaldó la versión del suicidio pero que al final cambió de opinión, recibió una carta de Levi tres días después de su muerte. Impresionado, Camon pensó: “Aquí es donde me cuenta que está a punto de suicidarse”. Pero lo que leyó fue “una carta llena de vida, de esperanzas y proyectos. Levi temía que en Gallimard hubiesen perdido la copia de Los hundidos y los salvados y quería enviarles otra. Me pedía que le enviase el artículo de Libération” –con el que Camon pretendía animar a publicar la obra de Levi en francés– “en cuanto apareciese”. Levi había escrito la carta tres días antes de su muerte. Camon ha dicho recientemente que Levi la puso en el correo la misma mañana del sábado, durante el paseo que dio antes de la mortal caída. Comprensiblemente, no logra conciliar este dato con la idea del suicidio. Numerosos indicios muestran que la depresión de Levi, por real que fuese, no le condujo a un estupor ocioso ni le recluyó en su domicilio. Pocos días antes de su muerte, estuvo contándole a Giulio Einaudi, su editor, las excelencias de los ordenadores personales, Levi prometió darle clases si se decidía a comprar uno. En la semana de su muerte, discutió con amigos y conocidos la posibilidad de convertirse en presidente de su editorial, Einaudi, como parte de una operación de saneamiento financiero. Puede que a Levi le preocupase su capacidad para seguir escribiendo. Pero poco antes de morir, escribió una breve Storia Naturale que se publicaría en La Stampa póstumamente, el 26 de abril de 1987, y envió a Ernesto Ferrero, su editor en Einaudi, fragmentos de su nueva novela. Se titulaba Doppio legame, y consistía en la correspondencia entre un hombre y una mujer joven, en la que explicaba las reacciones químicas que nos permiten confeccionar tortillas, bechamel, mayonesa y vinagreta. La víspera de su muerte, prometió un resumen de sus conversaciones con Giovanni Tesio, que estaba escribiendo un texto biográfico sobre él. Incluso había concertado para el lunes siguiente una entrevista con un periodista de La Stampa. Esta cadena de acontecimientos sugiere que si Levi murió de modo voluntario, desde luego su suicidio no estuvo planificado. No dejó testamento, algo que estaba poco de acuerdo con su manera de ser, pues siempre fue un hombre considerado. Tampoco mostró ningún indicio de lo que se proponía hacer a su familia ni a sus amigos. Si ellos hubiesen temido algo –su hijo vivía en otro piso del mismo rellano– no le habrían dejado solo en casa ese día. Aunque contemplase la posibilidad de matarse parece casi totalmente seguro que no lo planificó de ese modo, ni para ese día concreto. La sucesión de hechos es desconcertante. Sólo unos minutos después de recibir el correo de la portera con su amabilidad habitual, volvió a entrar en el piso, para luego abrir la puerta de nuevo, ir a la barandilla, volcarse por encima de ella y arrojarse al vacío. Sin embargo, estas consideraciones desafían la plausibilidad del suicidio sólo en caso de que lo que tengamos en mente sea un acto premeditado. Jean Améry cometió precisamente ese tipo de suicidio en 1978. En Los hundidos y los salvados Levi habla de él como un teórico del suicidio. Pero, en lo poco que escribió sobre Améry, Levi nunca defendió la muerte voluntaria. Cuando reflexiona a propósito de otros escritores-supervivientes que terminaron suicidándose –no sólo Améry, sino también Paul Celan– no muestra especial empatía o comprensión por lo que hicieron. Se limita a decir que el suicidio es un acto filosófico, y confiesa haber pensado en él antes y después, pero nunca mientras estaba en Auschwitz. Allí uno estaba demasiado ocupado tratando de sobrevivir –decía Levi– como para reunir la energía necesaria para pensar en cualquier otra cosa, incluido el suicidio. Con todo, no podemos descartar la posibilidad de que cometiese un suicidio no premeditado, con o sin plena conciencia del acto. Pudo tomar su decisión llevado por un impulso, como consecuencia de alguna química interna que nunca llegaremos a descubrir: O bien pudo darse una solución repentina desencadenada por algo que ocurrió en aquel preciso momento –algo que lo arrojó súbitamente en la desesperación más absoluta. ¿Habría en el correo, por ejemplo, algo capaz de provocarle una perturbación insoportable? No parece probable, ya que la portera dice que lo que ella le entregó aquella mañana consistía sólo en “unos cuantos periódicos y folletos publicitarios”. En los periódicos del día no encontré nada que pudiera disgustarle. Por otra parte, si hubiese sido objeto de amenazas o insultos, sus parientes no habrían tenido motivo para mantenerlo en secreto. A juzgar por las palabras de Renzo Levi, la familia no cree que un acontecimiento externo desencadenase la tragedia. Pero un acto impremeditado no tiene por qué ser el resultado de una decisión tomada lúcidamente. En 1987, Cesare Musatti, el más conocido psicoanalista italiano, dijo: “Levi no decidió quitarse la vida con plena conciencia de lo que hacía. Lo suyo fue un raptus –un ataque de locura– atribuible a una depresión melancólica de tipo psicótico. Una locura momentánea que lo llevó a la autodestrucción. Auschwitz no tuvo nada que ver con ello. La verdad es que Levi estaba enfermo, porque la depresión es una enfermedad grave”. William Styron, que padeció también una depresión muy seria, adelantó una explicación similar en un estremecedor librito titulado La oscuridad visible. Styron quedó “horrorizado” por los “muchos escritores y especialistas de todo el mundo” que difundieron la idea de que el suicidio de Levi había “puesto al descubierto una debilidad, un desmoronamiento de la personalidad que se resistían a aceptar”. La depresión, defiende Styron, es una enfermedad muy grave, que durante mucho tiempo no ha sido reconocida, pero que afecta a millones de personas y “en muchos casos resulta mortal, porque llega un momento en que la angustia ya no se puede soportar”. En vez de ser un producto de la facultad de pensar, la muerte de Levi sería el resultado del derrumbe de esa capacidad. Recientes investigaciones sugieren que el 15% de los pacientes aquejados de depresiones graves morirán por suicidio –lo que supone la friolera de quince o veinte veces los porcentajes que se dan en toda la población. También existen pruebas de que el suicidio es más probable que ocurra después de “haber recibido tratamiento médico o psiquiátrico”, que “el prototipo de suicida que logra sus propósitos [por oposición al suicida frustrado] es un hombre de edad”, y que “a veces [lo hace] en el momento aparentemente más inesperado”. Por último, el suicidio, como la depresión, es un asunto familiar, ya que “los parientes de suicidas tienen aproximadamente diez veces más posibilidades de acabar suicidándose que el resto de la población”. El abuelo de Levi se suicidó. Parece por tanto que el escritor estuvo sometido a ese riesgo5. Sin embargo, las estadísticas no prueban nada en lo que respecta a los casos individuales. Si de cada 100 personas deprimidas se suicidan 15, otras 85 no lo hacen, y un sinfín de descendientes de suicidas mueren de causas naturales. Especular sobre la química mental de una persona para establecer si cometió o no suicidio nos lleva a un callejón sin salida. Como apuntaron Norberto Bobbio y Claudio Magris, los motivos de un suicidio son en última instancia inescrutables. Todo lo que podemos hacer es comprobar si los datos excluyen convincentemente la posibilidad de un accidente. ¿Pudo Levi caer por encima de la barandilla sin proponérselo? 4 Como David Mendel reconoció más tarde, su primera reconstrucción fue parcialmente errónea. Primo Levi no cayó inmediatamente después de subir las escaleras de vuelta a su piso. Llevaba en él ya un buen rato. Si murió de forma accidental, algo debió impulsarle, tan sólo unos minutos después de la visita de la portera, a abrir la puerta, acercarse al barandal e inclinarse hacia fuera. ¿Por qué tendría que hacer semejante cosa, precisamente en ese momento? La explicación más sencilla es que buscaba a alguien. Quizás a su mujer, que había salido de compras y volvió pocos minutos después de la caída. Tal vez quiso comprobar si ella regresaba. O tal vez buscase a la portera. Puede que encontrase un sobre dirigido a otra persona entre las páginas de un periódico y quisiera devolvérselo. Recuérdese que la portera dijo que después de bajar del piso de Levi, en la tercera planta, acababa de entrar en la portería cuando oyó el ruido que el cuerpo de aquél produjo al golpear contra el suelo. Como no declaró haberse detenido en ninguna otra planta, el tiempo transcurrido entre la entrega del correo y la caída fue seguramente inferior a cinco minutos. Tal vez Levi se acercase al barandal con la esperanza de que la portera estuviese aún en la escalera. La hipótesis alternativa –que inmediatamente después de la visita de la portera de pronto volviese a abrir la puerta y se fuese al barandal con el propósito de arrojarse por el hueco de la escalera– me parece menos creíble. Levi no era muy alto (medía un metro sesenta), y el barandal –que tiene 97 centímetros– apenas le llegaría al ombligo, e incluso puede que le llegase por debajo de éste. Además, si Levi buscaba a alguien, lo normal es que se aproximase al barandal allí donde la parte horizontal, que delimita el rellano, forma un ángulo de noventa grados al encontrarse con el tramo descendente. Desde este punto se tiene una mejor visión de los pisos de abajo y de la entrada al ascensor en la segunda planta. Esta posibilidad es compatible con el punto desde el que Levi debió caer, y que podemos deducir por el lugar en que se produjo el impacto de su cuerpo contra el suelo. Se encuentra aquél a la izquierda del ascensor; en la parte del rellano donde empieza el tramo descendente. La altura del barandal en la parte inclinada del ángulo disminuye en unos quince centímetros por escalón, ofreciendo así una protección decreciente. Para mirar hacia abajo desde la esquina, tal vez Levi abriera los brazos, aferrándose a la barandilla horizontal con uno de ellos y a la descendente con el otro. En esa posición el equilibrio resulta precario y depende de la capacidad de las manos para sujetarse con fuerza. Sabemos que Levi se estaba recuperando de la operación de próstata y que estaba tomando antidepresivos, así que debía sentirse débil. Si se mareó y perdió la conciencia mientras miraba hacia abajo por el hueco de la escalera, el peso de la mitad superior de su cuerpo pudo ser suficiente para hacerle perder el equilibrio y caer al vacío. El porcentaje que sobre el peso total del cuerpo le corresponde a la cabeza es mayor cuanto más delgada es la persona. Levi era delgado, pesaba unos 63 kilos. Por otra parte, cayó sin ningún ruido, circunstancia que, si bien no prueba nada, coincide con el modo en que caería una persona inconsciente. A mi padre, que tiene una constitución ligera y aproximadamente el mismo peso que Levi, le pregunté si, cuando visitó el edificio, pensó que pudo caer accidentalmente del modo que he explicado. “Es posible”, añadió tras un momento de reflexión, “tiene una forma triangular muy rara. Eso da una mayor sensación de peligro que si fuera cuadrada”. Esta reconstrucción tiene suficiente fundamento para que no pueda descartarse sin más la posibilidad de un accidente. 5 No acaba aquí el misterio que rodea la muerte de Levi. En el décimo aniversario de su muerte, Elio Toaff, el principal rabino de Roma, hizo una sorprendente confesión. En un acto conmemorativo celebrado en un centro de segunda enseñanza de Roma, reveló que Levi le llamó por teléfono “diez minutos antes” de morir. Levi parecía angustiado. No le contó que estaba a punto de matarse, y el rabino, con gran dolor por su parte, tampoco adivinó lo que iba a ocurrir. El rabino recuerda que Levi dijo: “No puedo seguir con esta vida. Mi madre está enferma de cáncer y cada vez que miro su cara recuerdo los rostros de aquellos hombres tendidos en los bancos de Auschwitz”. Cuando en junio de 1998 le entrevisté en Roma, Toaff confirmó la versión aparecida en la prensa italiana, incluida la hora a la que se produjo la llamada. Me contó también que por discreción hasta entonces nunca había hablado con nadie del episodio, ni siquiera en privado. Dijo que decidió revelarlo durante el acto conmemorativo del Instituto sin haberlo pensado antes, movido por el amor a la verdad: “Se estaban diciendo demasiadas cosas absurdas”. Su respuesta la provocó alguien del público que mencionó las dudas expresadas por Levi Montalcini y Mendel sobre las razones de que Levi eligiese una forma tan desagradable de suicidarse, dado que contaba con mejores alternativas. “La mente de un suicida puede encontrarse en un estado imposible de analizar según criterios ordinarios”, me dijo Toaff. Ésta es la primera prueba de peso de que, después de todo, la muerte de Levi ha sido correctamente interpretada como suicidio. Lo que el rabino asegura que Levi le dijo demostraría, además, que en los últimos momentos de su vida el escritor estaba obsesionado por los recuerdos de Auschwitz. ¿Pero hasta qué punto se trata de una prueba fiable? A sus más de ochenta años, Toaff parecía conservarse lúcido y lleno de energía. Sin embargo, las circunstancias que rodean esa llamada telefónica no están muy claras. Levi no era un hombre religioso. Resulta extraño que recurriese al rabino. Rita Levi Montalcini, que persiste en sus dudas sobre el suicidio, replica que ella habló por teléfono con Levi la noche anterior y que éste parecía de buen humor. Giovanni Tesio, que también habló con él la víspera, me confirmó que tuvo la misma impresión. Por otra parte, Toaff me dijo que no conocía personalmente a Levi, que nunca le había visto ni hablado con él anteriormente. Se nos pide que hagamos un poderoso ejercicio de imaginación. Tenemos que imaginar que Levi, poco después del paseo en que echó al buzón la carta para Camon y más o menos en el momento en que recibió el correo de la portera, no sólo tuvo tiempo y energía suficientes para llamar al rabino, sino también para averiguar su número de teléfono. El número de la casa del rabino no figura en la guía de Roma. Sin embargo, no es del todo imposible que Levi tuviese ya por alguna razón el número de Toaff, o que consiguiera dar con él en la sinagoga. Incluso así, hay que seguir forzando la imaginación. Hemos de imaginar que Levi confiase sus angustias más profundas al rabino por teléfono, en un espacio de tiempo relativamente corto, aunque nunca le hubiese visto ni hablado con él anteriormente. Sin embargo, lo realmente asombroso es el día de la llamada telefónica. Levi murió en sábado, el Sabbath judío, durante el cual se supone que los judíos no utilizan ningún aparato técnico: no pueden cocinar, y ni siquiera encender la luz; mucho menos hacer o recibir llamadas telefónicas. Esta aparente incoherencia no se me ocurrió antes de entrevistarme con Toaff (David Mendel la percibió cuando repasamos los hechos juntos). Después, escribí al rabino pidiéndole una explicación. El rabino no respondió, así que me puse en contacto con tres fuentes italianas entendidas en estos temas para tratar de establecer si era concebible que el rabino respondiese aquel sábado a una llamada telefónica. De las tres fuentes, dos de ellas, próximas a la familia del rabino, excluyeron categóricamente dicha posibilidad. Puede que el rabino no recordase bien el momento en que ocurrieron los hechos. Puede que Levi llamase el viernes antes del atardecer o incluso la semana anterior. No es normal, sin embargo, que la memoria cometa un error de este tipo. Uno puede equivocarse a la hora de recordar con exactitud los aspectos menos relevantes de un único suceso memorable. Recuerdo con toda claridad que una vez, esquiando en la montaña, tuve una caída de más de trescientos metros por una pendiente helada y estuve a punto de matarme, pero ahora mismo no me acuerdo del día, y ni siquiera del año, en que ocurrió aquello. Pero supongamos que el accidente tuviese lugar la víspera de mi boda. Entonces recordaría perfectamente ambos hechos, ya que los dos estarían estrechamente asociados en el tiempo. El recuerdo del rabino pertenece a la última categoría: es muy preciso y establece una clara asociación entre dos sucesos memorables, la llamada inesperada de un hombre famoso y la muerte de ese mismo hombre minutos más tarde. Por tanto, la revelación del rabino sigue siendo un misterio. Cualquiera que sea la solución, la prueba proporcionada por el rabino Toaff difícilmente pude ser tan decisiva como pareció en un primer momento. Así pues, una muerte accidental encajaría perfectamente con lo que sabemos de los últimos momentos de Primo Levi. De hecho, los datos con que contamos inclinan a pensar más en un accidente que en un suicidio. La hipótesis del accidente es totalmente natural. Explica la coincidencia entre la visita de la portera y la caída de Levi, y resuelve el misterio de por qué eligió una forma de morir tan teatral y azarosa, sin dejar ninguna nota ni testamento. Como mínimo, el suicidio no es menos probable que el accidente. E incluso si hubo suicidio, es improbable que fuese planeado con plena lucidez. Levi conocía y defendía el papel de la duda en el caso de las proposiciones no probadas y las opiniones que tienen una base emocional. David Mendel le preguntó si se veía a si mismo como un gurú. La respuesta de Levi fue típica: “Desgraciadamente no soy un gurú. Me encantaría serlo, pero me falta esa sicurezza que es fundamental en los gurús –son más mis dudas que mis certezas”. También en este sentido le debemos a Levi una especial prudencia a la hora de sacar conclusiones. En las interpretaciones de su muerte ha habido demasiada sicurezza. Mejor vivir en la duda que en una seguridad infundada. ¿Por qué entonces todos se mostraron tan inclinados a creer, sin necesidad de ninguna investigación, que su muerte fue un suicidio? Hasta quienes pensaron que nunca sabremos exactamente por qué lo hizo, o los que creyeron que fue víctima de un impulso repentino, ni por un momento parecen haber sospechado la posibilidad de un accidente. La respuesta probablemente esté en una trampa cognitiva. Los sucesos traumáticos del pasado arrojan su sombra sobre los del futuro, limitando nuestra libertad para interpretarlos: si alguien sobrevive a Auschwitz, todo lo que le ocurre después tiende a ser interpretado a la luz de aquella experiencia. No se puede negar la tremenda capacidad opresiva de la pesadilla que Levi relata al final de La tregua. Es algo que queda al margen de cualquier interpretación. Sin embargo, por convincente que esto sea, por sí mismo no prueba nada. El infierno de Auschwitz puede seguir matando a los supervivientes décadas más tarde, pero también afectar a nuestra capacidad para analizar serenamente la realidad desnuda que tenemos ante los ojos. Se convierte en una especie de explicación-imán. La seguridad con que la muerte de Levi fue atribuida al suicidio parece haber surgido más como consecuencia de esta comprensible tendencia que debido al peso de ninguna prueba. Por otra parte, no es cierto que entre los supervivientes se produzcan más suicidios que entre otras personas. Aaron Hass, que investigó en profundidad a 58 supervivientes residentes hoy en Estados Unidos, afirma: Cuando les pregunté si pensaron en suicidarse en los años posteriores a la guerra, ninguno de los entrevistados contestó afirmativamente. Por el contrario, la respuesta de un superviviente de Auschwitz, Jack Saltzman, reflejaba los sentimientos de muchos: “No les daría esa satisfacción a aquellos cabrones”. Otro signo de vitalidad documentado por Hass es la extraordinaria energía con que los supervivientes se lanzaron a casarse y tener hijos poco después de salir del campo. El mismo hecho de sobrevivir es interpretado (al menos por quienes sobrevivieron el tiempo suficiente para ser entrevistados por Hass a finales de los años ochenta) como una forma de dar testimonio contra el genocidio. Como cualquier otro ser humano, los supervivientes pueden sentirse atraídos por el suicidio por las razones que sean, pero se abstienen incluso de pensar en él por temor a que su muerte sea interpretada como una victoria aplazada del nazismo. La única forma de evitar totalmente que el suicidio propio sea entendido de esa forma es no cometerlo. En la medida en que un superviviente se suicida, la gente se siente impulsada a interpretarlo relacionándolo con Auschwitz. Precisamente por ello es tan importante evitar sacar conclusiones apresuradas de la muerte de Levi. Incluso si creemos que el valor de su obra sobrevivirá, sin verse afectado por su muerte, sabemos que otros pensarán de forma diferente. La idea de que los supervivientes tienen tendencia al suicidio ha sido apoyada por el hecho de que entre los escritores, una rara pero extraordinariamente visible categoría dentro de aquéllos, ha habido varios suicidas: no sólo Améry y Celan, sino también Bruno Bettelheim, Tadeus Borowski y Peter Szondi. Jorge Semprún, un escritor internado por comunista en Buchenwald y liberado el 11 de abril de 1945, exactamente 42 años antes de la muerte de Levi, ofreció recientemente lo que podría ser una explicación de esta realidad. En su autobiografía, publicada en 1994 con el significativo título de La escritura o la vida, Semprún explica que escribir sobre la experiencia del campo, lejos de ser un proceso catártico, hace más difícil vivir. La detallada rememoración de aquellas espantosas atrocidades y de la infinita miseria humana agota al escritor y lo convierte poco a poco en un suicida. Desde el punto de vista de Semprún, la muerte de Levi se podría interpretar como una consecuencia de haber escrito sobre el campo, y no de haber vivido en él. Levi escribió numerosos libros que apenas se relacionan con el campo o no tienen absolutamente nada que ver con él (El sistema periódico, La llave estrella, Si ahora no, ¿cuándo?). Sin embargo, el último libro que publicó, Los hundidos y los salvados, es su meditación sobre el Holocausto más cargada de sufrimiento. Por ello, aunque la muerte de Levi hubiese sido un suicidio, su gesto dejaría intacto el valor de su obra. Habría sucumbido no al nazismo, sino a algo totalmente distinto: el alto coste personal de dar testimonio del Holocausto escribiendo sobre él. Los datos existentes –o más bien la falta de datos concluyentes– no nos ayudan a librarnos de este angustioso dilema: nunca sabremos si Levi se suicidó o no. Sin embargo, una cosa es segura. Los últimos momentos de Levi no se pueden interpretar como un acto de demorada resignación ante la inhumanidad del nazismo. Él nunca cedió. Lo más que hizo fue romperse. Aquél sábado trágico lo único que quedo destruido fue su cuerpo. Post scriptum Desde que se escribió este artículo han aparecido dos nuevos datos que dan aún mayor solidez a la tesis del accidente. En su biografía de Primo Levi, Carol Angier6 revela que justo antes de salir de casa Levi pidió a la enfermera que atendiese al teléfono, diciéndole que él se iba a buscar a la portera, lo que encaja con mi hipótesis. Por tanto, si pasó de un estado de ánimo normal a otro proclive al suicidio, ello tuvo que ocurrir en cuestión de segundos, pues sus palabras con la portera no encajan con alguien que está planeando matarse. Hablé también con el doctor Giorgio Luzzatti, que fue amigo de Levi y cuidó de su salud. Luzzatti me contó que el jueves anterior a su muerte (que ocurrió el sábado siguiente), Levi llamó para decirle que se sentía cansado y a ratos tenía mareos, lo que me hizo ver que la idea de que hubiese sufrido un mareo al mirar hacia abajo en busca de la portera era algo más que una simple especulación. El mayor misterio no es ya si Levi se suicidó, sino por qué, a pesar de los datos que hoy apoyarían abrumadoramente la hipótesis contraria, los biógrafos de Levi, no sólo Angier sino también Ian Thompson7 se empeñan todavía en creer que sí lo hizo. © Revista de Occidente

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