sábado, 2 de mayo de 2020

Exhiben la cabeza momificada del «Vampiro de Düsseldorf»




Peter Kürten fue un asesino en serie alemán cuyo apetito por la sangre de sus víctimas le valió el apodo. Luego de su decapitación en la guillotina, los médicos examinaron su cerebro en búsqueda del origen del mal. Hoy la cabeza, partida a la mitad, está en exhibición en el lugar menos pensado, lejos de su casa en el oeste de Alemania donde fue separada del cuerpo del asesino en 1931. Colgado de un gancho giratorio y momificada con una expresión grotesca, el rostro del mal es una de las muchas atracciones actuales del Museo Ripley’s (Believe It Or Not) en Wisconsin Dells, EE.UU. Primeros años Kürten nació en la localidad de Mülheim (ahora distrito de la ciudad alemana de Colonia) y fue el tercero de trece hermanos en el seno de una familia extremadamente pobre. Peter presenció cómo su padre, un alcóholico y violento trabajador en paro, maltrataba a su madre, incluso, violaba con total impunidad a algunas de sus hermanas menores. Así fue como a la edad de ocho años, Kürten se escapó de su hogar familiar y dirigió sus pasos al mundo de la delincuencia en la ciudad de Düsseldorf. A los 9 años, realiza sus primeros asesinatos cuando ahogó a dos amigos mientras se bañaban en el Rin. A excepción de estos dos casos aislados, Kürten fue intercalando sus pequeños actos de delincuencia con breves pasos por la cárcel para pagar sus fechorías. También fue contratado como perrero donde experimentó el «placer» de torturar, violar y matar a perros abandonados. No fue el único caso en la vida de Kürten donde experimentaría experiencias sexuales y torturas a animales. Sus violentas tendencias se fueron incrementando a medida que se iba haciendo mayor. Paralelamente, Kürten necesitaba trasladar esas experiencias sanguinarias de animales a humanos. El 13 de mayo de 1913, Kürten merodeaba una casa presuntamente vacía para robar, pero en ella se encontraba Khristine Klein, una niña de trece años que dormía en su habitación. Peter, tras comprobar que no había nadie en la casa, estranguló a la joven para terminar degollándola. Durante la Primera Guerra Mundial, Kürten fue condenado por sus habituales delitos de hurto y alguna que otra agresión sexual. Pero en 1921, Kürten se trasladó a Altenburgo, donde se casó con una mujer de buena reputación al mismo tiempo que conseguía un trabajo como chófer de camión. Nace el «Vampiro de Düsseldorf» En 1925, Kürten volvía a Düsseldorf para empezar su serie de crímenes. Una de sus víctimas (Rosa Ohlijer, de ocho años de edad) fue apuñalada trece veces con unas tijeras y tras beber su sangre, quemó su cuerpo con gasolina. Foto policial del asesino serial Peter Kürten. En 1929 llegó el año más sangriento de Kürten. El 13 de febrero, asesinó a una niña de ocho años. El 7 de noviembre, mató a dos hermanas de cinco y catorce años. En septiembre, mató a una mujer con un martillo. Y el 29 de agosto, llegó al punto álgido de su locura al matar a una niña de cinco años y enviar a un periódico local el mapa de la tumba de la asesinada. Estos asesinatos hicieron que la ciudad de Düsseldorf viviera en un continuo estado de histeria. Nadie se atrevía a caminar solo por las calles de la ciudad. Las autoridades ofrecían una suculenta recompensa por quien diera pistas sobre la identidad del asesino y la polizei llegó a recibir hasta 900.000 nombres de posibles asesinos. El Vampiro es cazado En mayo de 1930, Kürten cometió el error garrafal que le acabaría condenando. Kürten engañó a Maria Budlick, una empleada doméstica, para llevarla a Grafenberger, un bosque de las cercanías. El malhechor estranguló a su víctima para agredirla sexualmente pero la dejó con vida después de experimentar el orgasmo. Al marcharse el asesino, Budlick acudió a la policía donde pudo dar información precisa sobre Kürten. Poco después, aparecía el retrato robot del hombre más buscado de Alemania. Víctima de un gran miedo, Kürten ofreció a su esposa —quien hasta el momento desconocía su doble vida como asesino— la posibilidad de delatarle, con la creencia de que recibiría la suculenta suma de dinero que suponía la recompensa por su cabeza. Así, el 24 de mayo el vampiro de Düsseldorf fue localizado y arrestado. Los crímenes de Peter Kürten fueron tan horribles que, tras su decapitación, los doctores abrieron la cabeza para hallar el motivo de su insaciable sed de sangre. Sin embargo, no lograron encontrar anormalidades en el cerebro que explicaran su alter ego como el «Vampiro de Düsseldorf». Kürten confesó haber cometido 79 delitos, aunque sería acusado solamente de nueve asesinatos y de siete intentos de asesinato. En el juicio posterior (abril de 1931), inicialmente se declaró inocente. Pero a medida que iba transcurriendo el pleito, cambió de idea. De hecho, los psicoanalistas trabajaron duro para deshacer cualquier tipo de enajenación que le pudieran salvar de la pena de muerte. La sentencia fue morir guillotinado por nueve asesinatos, siete intentos frustrados y no menos de 80 agresiones sexuales. Peter Kürten fue ejecutado en Colonia el 2 de julio de 1931, luego de su última cena: salchichas, patatas fritas y dos botellas de vino. La última frase del alemán demostró el alcance de su obsesión por la sangre y su atracción por la muerte: «Dígame, cuando me hayan decapitado ¿podré oír siquiera un momento el ruido de mi propia sangre saliendo del cuello?» Quedo en silencio y dijo: «Sería el mayor placer, para terminar todos mis placeres». 

Fuente: Daily Mail.
Artículo publicado en MysteryPlanet.com.ar: Exhiben la cabeza momificada del «Vampiro de Düsseldorf» https://mysteryplanet.com.ar/site/exhiben-la-cabeza-momificada-del-vampiro-de-dusseldorf/

Un hombre del secreto/misterio o un lector curioso y frustrado?


Solo hoy en dia puedo entender el Diario del arqueólogo cuyo ultimo párrafo es de 1920 gracias a David Eagleman, uno de los neurocientíficos más brillantes de la actualidad, realiza en 'Incógnito' un repaso a nuestro conocimiento sobre la simple complejidad del cerebro y también viene en mi ayuda Mauricio Beuchot, filósofo mexicano, desarrollador de diversos títulos referentes a la filosofía medieval, filosofía analítica y filosofía del lenguaje el lector, o hermeneuta, puede desentenderse de las intenciones del autor, desestimar la noción de objetividad e interpretar sin límites(...) es decir, a una posibilidad inagotable de interpretar un texto o fenómeno, inmiscuyendo al máximo la subjetividad del lector, sin la presencia del sentido literal, solo de sentidos alegóricos."


Me encontraba en la Estación Termini de Roma un tibio día de agosto de 1959; una cita con una rumena que había conocido en Viena. Apenas había terminado la II Guerra Mundial hace escasos 14 años. Nunca hubiese imaginado aún con una imaginación más fértil lo que me sucedería tiempo después. 

Hoy a 60 años de esos momentos siguen intactos en mi memoria, a flor de piel esos sentimientos  melancólicos   que atropelladamente me atraparon. Fijados en esa época que se repiten a cada instante que una voz,  sonido,  libro retrotrae inexorablemente mi memoria  adhiriéndose, sobrepuestos  a  nuevos hechos, otras personas de estos últimos sesenta años. Los sentimientos del pasado se repiten una que otra vez  en cada nueva situación. Cada vez que tenia una cita -la pequeña demora- me apretaba al cuello guindándose esa sutil  angustia similar a de aquel día de agosto en Roma. Pasado un corto tiempo minutos  esa sensación desaparecía importándome poco si la persona esperada llegaba o no.
Es como pagar una penitencia, sufrimiento que regresa retrotrayéndome al pasado, mortificándome, desposeyendo  el presente.
Costumbrismo en estilo académico chino por Zhou Wenju.


"Un día, a mediados del siglo noveno,en el noreste de la China, en el monasterio que dirigía Lin Tsi, el maestro de la secta budista T ch'ang , subió a la cátedra y dictó la más célebre de sus lecciones: "Sobre vuestro conglomerado de carne roja hay un hombre verdadero sin situación, que sin cesar entra y sale por las puertas de la cara. ¡A ver qué opina de esto alguno que no haya hablado todavía!'. 
Uno de los monjes salió del grupo y preguntó cómo era el hombre verdadero sin situación. El maestro bajó de su banco de meditación y atrapando al monje e inmovilizándolo, le ordenó: '¡Dilo tú mismo, dilo!'. El monje vaciló. El maestro lo soltó y dijo: 'El hombre verdadero sin situación es un montoncito cualquiera de excremento'. Y se volvió a su celda".

A través de los siglos llegamos Der Mann ohne Eigenschaften (El hombre sin atributos en la traducción castellana)" de Robert Musil pero no es Ulrich, el protagonista que es  un espíritu racional, sistemático, amable y jovial. Su vida transcurre en el marco de una banal existencia burguesa. Ulrich es un ser humano similar a esos estudiados por Bauman en una sociedad liquida. Mi interés  como lector del misterio es Moosbrugger: delincuente condenado a muerte por el asesinato de una prostituta que asa sus últimos días reflexionando sobre la naturaleza de la realidad. Igual que me intereso el Vampiro de Duusedorl el sádico asesino que sembró el caos en la Alemania de entreguerras Peter Kürten(1883-1931) acusado de nueve asesinatos, siete intentos frustrados y más de 80 agresiones sexuales muchas de ellas a menores de edad, fue sentenciado a muerte en la guillotina, muere poco antes que la película fuera estrenada.


Denominado "El Vampiro de Düsseldorf" por haber confesado que bebió sangre de algunas de sus victima, una de ellas quedo viva pudiendo atraparlo por su descripción. En la película que hay claves igual en el libro de Robert Musil que es un esfuerzo heroico
El hombre sin atributos

en cuya composición dedicó largos años, sin que le disuadieran de ello graves incidentes personales: su expulsión de Alemania en 1933, a raíz del ascenso al poder del nazismo, y de Austria en 1938, y la amarga miseria de su asilo en Suiza en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Que hace un hombre dedicar todos sus esfuerzos a una obra cuyo primer tomo no obtuvo el éxito esperado?






FRAGMENTO de NÚMERO CERO de Umberto Eco

Número Cero, el periódico que no fue | Ecuavisa

Sábado, 6 de junio de 1992, 8 h 

Esta mañana no salía agua del grifo. Glu, glu, dos eructillos de recién nacido, y nada más. He llamado a la puerta de la vecina: en su casa todo bien. Habrá cerrado usted la llave de paso, me ha dicho. ¿Yo? Ni siquiera sé dónde está, hace poco que vivo aquí, ya sabe usted, y vuelvo a casa que ya es de noche. Dios mío, ¿y cuando se va una semana fuera no cierra ni el agua ni el gas? Yo no. Menuda imprudencia, déjeme entrar, que ya le enseño yo. Ha abierto el armarito que está debajo del fregadero, ha movido algo, y el agua ha llegado. ¿Lo ve? La había cerrado. Perdóneme, soy tan distraído. ¡Es que ustedes los singles! Exit vecina, que ya hasta usted habla inglés. Nervios bajo control. No existen los poltergeist, solo en las películas. Y no es que yo sea sonámbulo, porque aun siendo sonámbulo no hubiera sabido de la existencia de esa llave, si no, la hubiera usado estando despierto, porque la ducha pierde y siempre corro el riesgo de pasarme la noche con los ojos como platos sin dejar de oír esa gota un solo instante, parece como si estuviera en Valldemossa. Y claro, me despierto cada dos por tres, me levanto y voy a cerrar la puerta del baño, y la que está entre mi cuarto y la entrada, para no oír ese maldito goteo. No puede haber sido, qué sé yo, un contacto eléctrico (la llave de paso es una llave, requiere una mano que la maneje, válgame la redundancia) y tampoco puede haber sido un ratón que, aunque hubiera pasado por ahí, no habría tenido fuerza para mover el artilugio. Se trata de una rueda de hierro a la antigua (todo en este piso se remonta a hace por lo menos cincuenta años) que, además, está oxidada. Requería una mano, pues. Humanoide. Y no poseo una chimenea por la que pueda haber pasado el orangután de la calle Morgue. Razonemos. Cada efecto tiene su causa, por lo menos eso dicen. Descartemos el milagro, no veo por qué ha de preocuparse Dios por mi ducha, que claramente no es el mar Rojo. Así pues, a efecto natural, causa natural. Anoche, antes de acostarme, me tomé un Stilnox con un vaso de agua. Y, por lo tanto, hasta entonces salía agua. Esta mañana ya no salía. Por lo tanto, querido Watson, la llave ha sido cerrada durante la noche, y no por ti. Alguien, uno, o más de uno estaban en mi casa y tenían miedo de que, más que el ruido que hacían ellos (eran la mar de sigilosos), me despertara el preludio de la gota, que les molestaba incluso a ellos, y a lo mejor hasta se preguntaron cómo no me despertaba. Así pues, astutísimos, hicieron lo que también hubiera hecho mi vecina: cerraron el agua. ¿Y luego? Los libros están dispuestos en su desorden normal, podrían haber pasado los servicios secretos de medio mundo y haberlos hojeado página a página, y no me daría cuenta. Es inútil que mire en los cajones o que abra el armario del recibidor. Si querían descubrir algo, hoy en día no tienen más remedio que fisgar en el ordenador. Quizá para no perder tiempo lo han copiado todo y se han vuelto a casa. Y solamente ahora, abre que te abre cada archivo, se han percatado de que en el ordenador no había nada que pudiera interesarles. ¿Y qué esperaban encontrar? Es evidente —quiero decir, que no veo otra explicación— que buscaban algo relacionado con el periódico. No son tontos, habrán pensado que debí tomar apuntes de todo el trabajo que hacemos en la redacción; y, por lo tanto, que, si sé algo del asunto Braggadocio, debería de tener escrito algo en algún sitio. Ahora se habrán imaginado la verdad, que lo tengo todo en un disquete. Naturalmente, esta noche habrán visitado también los despachos, y no habrán encontrado rastro de disquetes que me pertenezcan. Por lo tanto, están llegando a la conclusión (pero solo ahora) de que a lo mejor lo tengo yo en un bolsillo. Qué gilipollas, si es que somos una pandilla de gilipollas, estarán diciéndose, teníamos que haber registrado la chaqueta. ¿Gilipollas? Mamones. Si llegan a ser listos no habrían acabado haciendo un trabajo tan sucio. Ahora lo volverán a intentar, supongo que al menos les llega para lo de la carta robada: hacen que me ataquen por la calle unos falsos salteadores. Por lo cual tengo que darme prisa, antes de que lo vuelvan a intentar, mandar el disquete a una lista de correos y ver luego cuándo pasar a recogerlo. Pero qué tonterías se me pasan por la cabeza, aquí ya ha habido un muerto y Simei se ha pirado. A ellos no les sirve ni siquiera saber si sé, ni qué sé. Por prudencia, me quitan de en medio, y sanseacabó. Y tampoco puedo ir a la prensa con el cuento de que no sabía nada de ese asunto, porque al decirlo, hago saber que algo sabía. ¿Cómo me he metido en este jaleo? Creo que la culpa es del profesor Di Samis y de que yo sabía alemán. ¿Por qué me viene a la cabeza Di Samis, un tema de hace ya cuarenta años? Es que nunca he dejado de pensar que Di Samis tuvo la culpa de que no me sacara la licenciatura y, si me he metido en este embrollo, es porque nunca acabé la carrera. Por otro lado, Anna me abandonó tras dos años de matrimonio porque se dio cuenta, palabras textuales, de que yo era un perdedor compulsivo; vete a saber qué le contaría yo antes, para presumir. Nunca llegué a terminar la carrera porque sabía alemán. Mi abuela era del Alto Adigio y, de pequeño, lo hablaba con ella. Desde el primer año de universidad acepté traducir libros del alemán para costearme los estudios. Por aquel entonces saber el alemán ya era una profesión. Se leían y traducían libros que los demás no comprendían (y que por aquel entonces se consideraban importantes), y estaban mejor pagados que las traducciones del francés e incluso del inglés. Me parece que hoy en día les pasa lo mismo a quienes saben el chino o el ruso. En cualquier caso, o traduces del alemán o te sacas la licenciatura, ambas cosas no se pueden hacer a la vez. En efecto, traducir significa quedarse en casa, con frío o con calor, y trabajar en zapatillas, aprendiendo además un montón de cosas. ¿Por qué debería uno ir a clase a la facultad? Por vaguería decidí matricularme en un curso de alemán. Así tendré que estudiar poco, me decía, a fin de cuentas ya me lo sé todo. La lumbrera era, por aquel entonces, el profesor Di Samis, que había creado lo que los estudiantes llamaban su nido de águilas en un edificio barroco desvencijado, donde se subía una escalinata y se llegaba a un gran vestíbulo. A un lado se abría el instituto de Di Samis, al otro estaba el aula magna, como la llamaba pomposamente el profesor, que no era sino un aula donde cabían unas cincuenta personas. En el instituto se podía entrar solo si se calzaban pantuflas. En la entrada había suficientes para los ayudantes y dos o tres estudiantes. Los que se quedaban sin pantuflas esperaban su turno fuera. Todo estaba encerado, creo que incluso los libros de las paredes; y la cara de los ayudantes, viejísimos, que llevaban esperando desde tiempos prehistóricos su turno para llegar a la cátedra. El aula tenía una bóveda altísima y ventanales góticos (nunca entendí por qué en un edificio barroco) y vidrieras verdes. A su hora, es decir a la hora y catorce, el profesor Di Samis salía del instituto, seguido a un metro por el ayudante anciano, y a dos metros por los más jóvenes, que rayaban los cincuenta. El ayudante anciano le llevaba los libros, los jóvenes la grabadora: las grabadoras, todavía a finales de los años cincuenta, eran enormes, parecían un Rolls Royce. Di Samis recorría los diez metros que separaban el instituto del aula como si fueran veinte: no seguía una línea recta sino una curva, no sé si una parábola o una elipsis, diciendo en voz alta «¡Aquí estamos, aquí estamos!», luego entraba en el aula y se sentaba en una especie de podio tallado; y uno se esperaba que empezara con llamadme Ismael. La luz verde de las vidrieras volvía cadavérico su rostro que sonreía maligno, mientras los ayudantes ponían en marcha la grabadora. Luego empezaba: «Contrariamente a lo que ha dicho hace poco mi valioso colega el profesor Bocardo…», y así dos horas seguidas. Aquella luz verde me inducía somnolencias acuosas, lo decían también los ojos de los ayudantes. Yo conocía su sufrimiento. Al final de las dos horas, mientras nosotros los estudiantes salíamos zumbando, el profesor Di Samis mandaba rebobinar la cinta, bajaba del podio, se sentaba democráticamente en la primera fila con sus ayudantes y todos juntos volvían a escuchar las dos horas de clase, mientras el profesor asentía con satisfacción a cada paso que le parecía esencial. Y nótese que el curso trataba de la traducción de la Biblia, en el alemán de Lutero. Una gozada, decían mis compañeros, con la mirada encandilada. Al final del segundo curso, aunque hubiera asistido muy poco a clase, me atreví a proponer una memoria de licenciatura sobre la ironía en Heine (me parecía un consuelo su forma de tratar los amores infelices con lo que a mí me parecía un debido cinismo: me estaba preparando, en amores, a los míos). «Ah, los jóvenes, los jóvenes —me dijo Di Samis desconsolado—, os desvivís por los contemporáneos…» Me pareció entender, en una especie de iluminación, que la tesis con Di Samis había naufragado. Entonces pensé en el profesor Ferio, más joven, que gozaba de la fama de tener una inteligencia deslumbrante, y se ocupaba de la época romántica y aledaños. Pero los compañeros más mayores me advirtieron que, en la tesis, tendría de todas maneras a Di Samis como director, y no debía acercarme al profesor Ferio de forma oficial, porque Di Samis se enteraría inmediatamente y me juraría odio eterno. Tenía que llegar por otros caminos, como si, a la postre, hubiera sido Ferio el que me hubiera pedido que hiciera la tesis con él: Di Samis la tomaría con él y no conmigo. Di Samis odiaba a Ferio, por la sencilla razón de que lo había colocado él en la cátedra. En la universidad (entonces, pero creo que también hoy en día) las cosas funcionan de manera contraria al mundo normal: no son los hijos los que odian a los padres sino los padres los que odian a los hijos. Pensaba que lograría acercarme a Ferio como por casualidad, durante una de aquellas conferencias mensuales que Di Samis organizaba en su aula magna, frecuentadas por muchos colegas porque conseguía invitar siempre a estudiosos célebres. Ahora bien, las cosas funcionaban así: inmediatamente después de la conferencia seguía el debate, y lo monopolizaban los profesores; luego, salían todos porque el orador estaba invitado al restaurante La Tartaruga, el mejor de la zona: estilo de mediados del siglo XIX y camareros todavía de frac. Para ir desde el nido de águilas hasta el restaurante había que recorrer una gran calle con soportales, cruzar una plaza histórica, doblar la esquina de un palacio monumental y, por fin, cruzar una segunda plazoleta. A lo largo de los soportales, el orador procedía rodeado por los catedráticos, seguidos a un metro por los encargados, a dos por los ayudantes y a razonable distancia por los estudiantes más valientes. Una vez llegados a la plaza histórica, los estudiantes se despedían; en la esquina del palacio monumental saludaban los ayudantes; los encargados cruzaban la plazoleta pero se retiraban en el umbral del restaurante, donde entraban solo el huésped y los catedráticos. Por eso el profesor Ferio nunca supo de mi existencia. Mientras tanto, me había desengañado del ambiente, ya no iba a clase. Traducía como un autómata, pero hay que aceptar lo que te dan, y vertía en el dolce stil nuovo una obra en tres volúmenes sobre el papel de Friedrich List en la creación de la Zollverein, la Unión aduanera alemana. Se entiende por qué, entonces, dejé de traducir del alemán, pero ya era tarde para retomar la carrera. Lo malo es que no aceptas la idea: sigues viviendo convencido de que un día u otro te examinarás de todo lo que te queda y redactarás la tesis. Y cuando vives cultivando esperanzas imposibles, ya eres un perdedor. Y cuando te das cuenta, te hundes. Al principio encontré trabajo como tutor de un niño alemán, demasiado estúpido para ir al colegio, en Engadina. Clima excelente, soledad aceptable: resistí un año porque la paga era buena. Un día, la madre del chico me arrinconó en un pasillo, dejándome entender que no le disgustaría entregarse (a mí). Tenía los dientes salidos y una sombra de bigote, y le di a entender, amablemente, que no abundaba yo en su misma opinión. Tres días después me despidieron, porque el chico no hacía progresos. Entonces me gané la vida escribiendo. Me ofrecí para escribir en los periódicos, pero me tomaron en consideración solo en algún diario local, para cosas como la crítica teatral de los espectáculos de provincias y las compañías de variedades. Incluso logré hacer unas reseñas por dos perras de espectáculos de variedades, espiando entre bambalinas a las bailarinas, vestidas de marineritas, fascinado por su celulitis, y siguiéndolas a la cafetería, a cenar un café con leche; y, si no estaban sin blanca, un huevo a la plancha con mantequilla. Allí tuve mis primeras experiencias sexuales con una cantante, a cambio de una notita indulgente; para el boletín de Saluzzo, pero a ella le bastaba. No tenía patria, viví en ciudades distintas (llegué a Milán sólo porque me llamó Simei), corregí galeradas para por lo menos tres editoriales (universitarias, nunca para grandes editores), para una revisé las entradas de una enciclopedia (había que controlar las fechas, los títulos de las obras, y todo eso), trabajos todos ellos en los que me hice una cultura, o mejor, una cultura monstruosa, como diría Paolo Villaggio. Los perdedores, como los autodidactas, tienen siempre conocimientos más vastos que los ganadores. Si quieres ganar tienes que saber una cosa sola y no perder tiempo en sabértelas todas; el placer de la erudición está reservado a los perdedores. Cuanto más sabe uno, es que peor le han ido las cosas. Me dediqué durante algunos años a leer manuscritos, que los editores (algunas veces también los importantes) me mandaban, porque en la editorial nadie tiene ganas de leerse los manuscritos que les llegan. Me daban cinco mil liras por manuscrito, me pasaba todo el día tumbado en la cama y leía furiosamente, luego redactaba un informe en dos cartillas, dando lo mejor de mi sarcasmo para destruir al incauto autor; en la editorial todos se sentían aliviados, escribían al pringado que lamentaban rechazar su texto, y ya estaba. Leer manuscritos que jamás serán publicados puede llegar a ser un oficio. Mientras tanto, hubo lo de Anna, que acabó como había de acabar. Desde entonces no he conseguido (y no he querido, ferozmente) pensar con interés en una mujer, porque tenía miedo de volver a fracasar. Del sexo me he ocupado de forma terapéutica, alguna aventura casual, en que no tienes miedo de enamorarte, una noche y fuera, gracias, ha estado bien, y alguna relación periódica de pago, para no vivir obsesionado por el deseo (las bailarinas me habían vuelto insensible a la celulitis). Mientras tanto, soñaba con lo que sueñan todos los perdedores, con escribir un día un libro que me daría gloria y riqueza. Para aprender cómo se podía llegar a ser un gran escritor le hice incluso de negro (o ghost writer como dicen por esos mundos, para ser políticamente correctos) a un autor de novelas policiacas, el cual a su vez, para vender, firmaba con un nombre americano, como los actores de los spaghetti westerns. Pero me gustaba trabajar en la sombra, cubierto por dos telones (el Otro, y el otro nombre del Otro). Escribir una novela policiaca ajena era fácil, bastaba con imitar el estilo de Chandler, o a lo sumo el de Spillane; lo malo es que, cuando intenté esbozar algo mío, me percaté de que para describir a alguien o algo me remitía a situaciones literarias: no era capaz de decir que fulanito paseaba una tarde tersa y clara sino que decía que caminaba «bajo un cielo de Canaletto». Luego me di cuenta de que eso lo hacía también D’Annunzio: para decir que una tal Costanza Landbrook tenía alguna cualidad, escribía que parecía una creación de Thomas Lawrence, de Elena Muti observaba que los rasgos de su fisonomía recordaban ciertos perfiles de Moreau el joven, y Andrea Sperelli recordaba al retrato del gentilhombre desconocido de la Galería Borghese. De este modo, para leerse una novela, el lector tendría que dedicarse a hojear los fascículos de cualquier historia del arte en venta en los quioscos. Si D’Annunzio era un mal escritor, eso no quería decir que tuviera que serlo yo también. Para liberarme del vicio de la cita, resolví no escribir más. En fin, nada del otro mundo, esta vida mía. Y a los cincuenta y pico, me llegó la invitación de Simei. ¿Por qué no? Merecía la pena intentar también esto. ¿Qué hago ahora? Si asomo la nariz de casa, peligro. Me conviene esperar aquí, a lo sumo están fuera y esperan a que salga. Y yo no salgo. En la cocina hay varios paquetes de galletas saladas y latas de carne. De ayer también me queda media botella de whisky. Puede bastar para pasar un día o dos. Me sirvo un trago (y luego quizá otro, pero solo por la tarde porque si uno bebe por la mañana, se atonta) e intento desandar hasta el principio de esta aventura, sin necesidad siquiera de consultar el disquete porque me acuerdo de todo, por lo menos de momento, con lucidez. El miedo a morir infunde aliento a los recuerdos.

Umberto Eco: 10 citas de Número Cero, su novela sobre el ...

Tuiteo, luego existo Umberto Eco

En 2013, el semiólogo italiano escribió un artículo muy irónico sobre Twitter. Ahora se publica en el volumen 'De la estupidez a la locura' (Lumen)

UMBERTO ECO 
Los teléfonos móviles, los libros de papel, las redes sociales, la política en Italia o el 11-M en España son algunos de los asuntos que Umberto Eco, fallecido en febrero pasado, abordó en sus artículos de prensa. La semana que viene Lumen publica una recopilación de esos textos con el título De la estupidez a la locura. Cómo vivir en un mundo sin rumbo, traducido por Helena Lozano Miralles y Maria Pons Irazazábal. El volumen es un diagnóstico de la sociedad actual y un retrato del Eco más escéptico respecto a las nuevas tecnologías.


Una usuaria utiliza Twitter con su 'smartphone'.
Una usuaria utiliza Twitter con su 'smartphone'. SAMUEL SÁNCHEZ


Yo no estoy en Twitter ni en Facebook. La Constitución me lo permite. Pero obviamente en Twitter existe una dirección mía falsa, como parece que también la hay de Casaleggio. En cierta ocasión me encontré con una señora que con una mirada llena de agradecimiento me comunicó que me seguía siempre en Twitter y que algunas veces había intercambiado mensajes conmigo con gran provecho intelectual. Intenté explicarle que se trataba de un falso yo, pero me miró como si le estuviera diciendo que yo no era yo. Si estaba en Twitter, existía. Tuiteo ergo sum. No me preocupé de convencerla porque, fuera lo que fuese lo que la señora pudiera pensar de mí (y si estaba tan contenta era porque el falso Eco le decía cosas con las que estaba de acuerdo), la cosa no cambiaría la historia de Italia, y tampoco la del mundo, y ni siquiera cambiaría mi historia personal. Hace un tiempo, recibía regularmente por correo enormes dossieres de otra señora que afirmaba haberlos enviado al presidente de la República y a otros personajes ilustres para denunciar que la perseguían, y me los enviaba a mí para que los examinara porque, según afirmaba, todas las semanas en esta columna salía a defenderla. De modo que cualquier cosa que yo escribiera la entendía referida a su problema personal. Nunca la desmentí porque habría sido inútil, y esa paranoia tan peculiar no cambiaría la situación en Oriente Próximo. Con el tiempo, y al ver que no recibía respuesta, por supuesto dirigió su atención hacia otra persona cualquiera, y no sé a quién debe estar atormentando ahora. La irrelevancia de las opiniones expresadas en Twitter es que habla todo el mundo, y entre este todo el mundo hay quien tiene fe en las apariciones de la Virgen de Medjugorje, quien va al quiromante, quien está convencido de que el 11 de septiembre fue una trama judía y quien cree en Dan Brown. Siempre me han fascinado los mensajes de Twitter que aparecen en la pantalla en los programas de Telese y Porro. Dicen de todo y más, cada uno lo contrario del otro, y en conjunto no transmiten la idea de lo que piensa la gente sino solo de lo que dicen algunos pensadores sin ton ni son.
Twitter es como el bar Sport de cualquier pueblo o suburbio. Habla el tonto del pueblo, el pequeño terrateniente que cree que le persigue Hacienda, el médico amargado porque no le han dado la cátedra de anatomía comparada en la gran universidad, el que está de paso y se ha tomado ya muchas copitas de grapa, el camionero que habla de prostitutas fabulosas en la vía de circunvalación, y (a veces) el que expone opiniones sensatas. Sin embargo, todo se acaba aquí, las charlas de bar nunca han cambiado la política internacional y solo preocupaban al fascismo, que prohibía hacer discursos de alta estrategia en el bar, pero en conjunto lo que piensa la mayoría de la gente es solo ese dato estadístico que aparece en el momento en que, tras haber hecho las oportunas reflexiones, se vota, y se vota teniendo en cuenta las opiniones expresadas por algún otro, olvidando lo que se ha dicho en el bar. De modo que el cielo de Internet lo surcan opiniones irrelevantes, porque además, si bien se pueden expresar ideas geniales en menos de ciento cuarenta caracteres (como «Ama a tu prójimo como a ti mismo»), para escribir La riqueza de las naciones de Adam Smith se necesitan más, y tal vez más aún para aclarar qué significa E = mc2.
Y si esto es así, ¿por qué escriben mensajes en Twitter hombres importantes como Letta, que podrían simplemente entregarlos a la ANSA, la principal agencia de prensa italiana, y serían citados en periódicos y telediarios, con lo cual llegarían también a la mayoría que no está conectada a Internet? ¿Y por qué el Papa manda escribir a algún seminarista con contrato temporal en el Vaticano breves resúmenes de lo que ya ha dicho urbi et orbi delante de millones y millones de telespectadores? Con franqueza, no acabo de entenderlo, alguien debe de haberles convencido de que todo vale con tal de fidelizar a una gran cantidad de usuarios de la Web. Tiene un pase en el caso de Letta y de Bergoglio, pero ¿por qué usan también Twitter los señores Rossi, Pautasso, Brambilla, Cesaroni y Esposito? Tal vez para sentirse como Letta y el Papa.

Los adivinos no dan una


 

“Nada más casarse, Letizia quedará embarazada de una niña”, auguraba en mayo Octavio Aceves. Ya en diciembre de 2003, el vidente argentino había adelantado que “la primogénita (de los Príncipes de Asturias) nacerá a los diez u once meses de la boda”. Su colega Aramís Fuster decía, a principios de este año, que en el cuarto trimestre se anunciaría el embarazo de la Princesa. Han pasado siete meses desde el enlace y la figura de doña Letizia no ha sufrido cambios. No se puede decir que los brujos tengan mucha suerte con la vida amorosa real.
Aceves anunció hace cuatro años que don Felipe iba a dar pronto con su media naranja. “Este año el Príncipe conoce por fin a su novia, a la mujer de su vida. No sé si habrá boda en 2001, pero la cosa va en serio”. En enero de 2002, indicó que la pareja del heredero no sería española, “sino más bien extranjera, probablemente centroeuropea, grandota y de cabello castaño, tirando a rubio”. Y, en diciembre de ese mismo año, dijo que la boda se celebraría en 2004 y que la novia sería centroeuropea “o, por lo menos, noble”. El año lo acertó -por fin-, pero con la Princesa no dio una: es asturiana, plebeya y divorciada.
“Yo dije que tendría aspecto centroeuropeo, no que lo fuera -se justificaba Aceves hace un año, sabedor de que las hemerotecas sólo acumulan polvo-. Y está claro que Letizia, por su físico, podría ser suiza”. O italiana, o griega, o francesa, o inglesa, o estadounidense… Peor le fue, no obstante, a Fuster, quien a finales de 2002 también veía a don Felipe casado. “Eva Sannum nunca ha dejado de ser la novia del Príncipe, y la Casa Real no tardará en anunciar el compromiso de ambos”, aseguraba la pitonisa, al tiempo que presagiaba otra boda: “Carlos de Inglaterra y Camilla Parker Bowles se casarán dentro de unos meses”.
Ceguera política
Los adivinos españoles que hicieron predicciones para este año coincidieron en lo que parecía lógico hace doce meses: el PSOE seguiría en la oposición después del 14 de marzo. “El PP no renovará la mayoría absoluta en las próximas elecciones generales. Como no las tiene todas consigo, tendrá que hacer pactos con otras formaciones políticas”, indicaba en enero el vidente vallisoletano Valentín Martínez después de consultar las cartas del tarot. “Volverá a ganar el PP -sentenciaba Aceves-. Gobernará Rajoy, pero será muy cuestionado”. Los atentados del 11-M lo trastocaron todo, y cogieron a los augures con el paso cambiado: ninguno vio en la bola, las cartas o los posos del café el mayor atentado terrorista de la historia de España.
“Durante el año no habrá actuaciones terroristas espectaculares”, vaticinaba hace un año Martínez, quien destacaba que “habrá mucho jaleo por el tema vasco, pero no se producirán acontecimientos dramáticos”. “En España se llegará a acuerdos que propiciarán una mayor autonomía en el País Vasco y más estabilidad política en esa región del Norte”, decía desde el otro lado del Atlántico el profesor Zellagro, un vidente cubano que se prodiga en la televisión en español en Estados Unidos. La captura en Francia de los jefes políticos de ETA no se intuyó en los astros.
El conflicto de Irak es otro cantar. “Continuará inestable, aunque mejorando sensiblemente su situación en comparación con los ataques terroristas del 2003”, destacaba Zellagro, a quien los atentados desmienten un día sí y otro también. Y es que las guerras no suelen dárseles bien a los brujos. Aceves vaticinó, en diciembre de 2002, que la comunidad internacional, “después de lo sucedido en Afganistán, no consentirá que Bush declare la guerra a Irak”. Terry y Linda Jamison, conocidos como los psíquicos gemelos, predijeron que soldados estadounidenses matarían a Sadam Hussein a principios de este año y que el Papa fallecería en junio.
La muerte de Juan Pablo II es un clásico de las predicciones, como la de Fidel Castro y, desde hace menos tiempo, las de Sadam Hussein y Osama bin Laden. Jean Charles de Fontbrune, el más famoso de los intérpretes de Nostradamus, anunció los funerales del Papa para 1986; Miguel Marín, el principio del fin del Pontífice para 1993; el mago tunecino Hassan Charni fechó su muerte en 1999, año en el que iba a abdicar, según Antonio Vázquez Alba, el brujo mayor de México… Aceves y Fuster anunciaron en 2002 “un cambio sucesorio inminente en el Vaticano”. Algún año acertarán, como en el caso del compromiso del Príncipe, que el argentino ya veía claro en 1997.
Corazón, corazón…
El mundillo de la prensa rosa, del que algunos videntes son habituales, también les ha dado disgustos en 2004. Aceves no dudaba de cuál iba a ser una de las grandes noticias del año: “Asistiremos a la reconciliación de Fran (Rivera) y Eugenia (Martínez de Irujo). Y en la reconciliación tendrán otro hijo: un varón”. Ni lo uno ni lo otro. Fuster vaticinó, además del reencuentro de la duquesa y el torero, la separación de los Beckham y la vuelta de Norma Duval con Marc Ostarcevic. Ningún augur alertó a Carmina Ordóñez del peligro que corría. Es lo habitual: no vieron lo que ha sucedido y lo que vieron no ha sucedido.
De ser ciertos sus poderes, los videntes podrían haber evitado decenas de miles de muertes previendo los atentados terroristas del 11-M en Madrid y el maremoto del Índico. ¿Pero cómo van a hacer algo así si fueron incapaces de adivinar que El castillo de las mentes prodigiosas -el reality show con brujos de Antena 3 TV- iba a ser un estrepitoso fracaso? Los adivinos aciertan aquello que parece evidente y aún así a veces fallan, como ocurrió con las elecciones generales o con el ascenso del Eibar a Primera División. Lo anunció la vidente donostiarra María José Abecens -“Leo la baraja gitana y me ha salido la mejor carta en las mejores posiciones”- cuando el Eibar estaba en el quinto puesto, a 4 puntos del líder de Segunda; acabó el campeonato el décimo, a 29 puntos.
“Son profesionales del embuste”
“Los adivinos hacen las predicciones anuales para atraer clientes a sus consultas”, dice el divulgador científico Mauricio-José Schwarz. Este periodista, que sigue las hazañas de los brujos desde hace años, tiene claro por qué a veces aciertan cosas concretas: reescriben el pasado. “Anuncian que alguien de la realeza británica morirá en accidente. Pero no hace falta que sea así. Les basta con que haya un herido para que lo presenten como un acierto”. Si no pasa nada, confían en que la gente no se acuerde.
El truco es hacer vaticinios vagos que puedan adaptarse después a la realidad. Decir que un equipo de fútbol hará una buena campaña, en vez de que ganará la Liga. Así, con que quede en un puesto digno, habrán atinado. “Son profesionales de la manipulación y del embuste. Si coges las predicciones de un año y las compruebas cuando acaba, verás que no aciertan más de lo esperable por azar”, asegura Schwarz, quien tiene una web en la que disecciona los presuntos fenómenos paranormales.
La boda del Príncipe, la muerte del Papa o la de Fidel Castro son hechos que se profetizan repetidamente hasta que ocurren. “Lo importante es que la gente se dé cuenta de que los adivinos nunca prevén algo realmente importante. Lo que dicen nunca sirve para nada mientras que predecir el 11-M o el maremoto del Índico podía haber salvado muchas vidas”. Pero el negocio continúa porque “a la gente le cuesta mucho creer que se pueda llegar a la desfachatez que tienen los profetillas”.
Publicado originalmente en el diario El Correo.

Las claves reales de ‘El código Da Vinci’

 

'La Última Cena', de Leonardo da Vinci.
Dan Brown afirma, en el preámbulo de El código Da Vinci, que “todas las descripciones de obras de arte, edificios, documentos y rituales secretos que aparecen en esta novela son veraces”. Sus críticos dicen que no es así. En febrero de 2004, Laura Miller sentenció en La burla Da Vinci, un artículo publicado en The New York Times, que “el material de no ficción” de la obra tiene “aversión a la autenticidad”. La periodista francesa Marie-France Etchegoin y el filósofo y sociólogo Frédéric Lenoir acusan a Brown, en El código Da Vinci: la investigación (RBA, 2005), de “mencionar hechos reales, pero deformar su sentido, retorcerlos en cierto modo, para ajustarlos a la trama novelesca” y, encima, presentarlos en la nota previa como ciertos. Michael y Veronica Haag sentencian, en El código Da Vinci al descubierto (Ediciones B, 2005), que la obra “no contiene más verdad que la que se encuentra en las ficciones de Tom Clancy o Terry Pratchett, o en las de J.K. Rowling y su mundo de Hogwarts”. ¿Es para tanto?
Más de 40 millones de ejemplares de El código Da Vinci se han vendido desde que en marzo de 2003 llegó a las librerías. A partir del 19 de mayo, a buen seguro que se sumarán a los seguidores de Brown muchos de los que vayan a ver la película homónima protagonizada por Tom Hanks y Audrey Tautou, que interpretan a Robert Langdon, experto en simbología de Harvard, y a la policía criptóloga Sophie Neveu. La pareja se conoce después de que un monje albino miembro del Opus Dei asesina en el Louvre al conservador del museo, Jacques Saunière, que dedica su agonía a dejar pistas relacionadas con las obras de Leonardo da Vinci para que los protagonistas descubran el más grande de los secretos: que el Santo Grial existió y que donde Jesús vertió simbólicamente su sangre no fue en una copa, sino en el vientre de María Magdalena. El linaje fundado por la pareja bíblica habría dado origen a los merovingios -dinastía que gobernó Francia entre los siglos V y VIII- y llegado hasta nuestros días.
El primer enigma reivindicado por Brown no forma parte directa de la trama. El apellido del conservador del Louvre remite al llamado misterio de Rennes-le-Château, un pueblo del sur de Francia donde, a caballo entre los siglos XIX y XX, un cura se gastó una fortuna en la restauración de una iglesia. Se llamaba Bérenger Saunière, llegó a la localidad en 1885 sin un céntimo, sus ataques a la república le hicieron pronto merecedor de una donación de 3.000 francos de María Teresa de Módena, viuda del pretendiente al trono francés Enrique V, e invirtió ese dinero en obras en el altar mayor. Según la leyenda, el sacerdote encontró en el pilar hueco del altar unos misteriosos pergaminos y, en el suelo, una losa que daba entrada a una cripta donde halló el tesoro de los cátaros, el Arca de la Alianza, las Tablas de la Ley, el tesoro del templo de Jerusalén o unos documentos en los que se revelaba un turbador secreto, depende de la versión de la historia que se prefiera.
¿JUAN O MARÍA MAGDALENA? Todo el montaje de Dan Brown descansa sobre la idea de que el Juan de 'La Última Cena' de Leonardo es una mujer.Hasta 1915, los gastos de Saunière -que incluyen obras en el templo, la compra de terrenos y la edificación de una villa y una torre- “rozan, sin alcanzarlos, los 200.000 francos”, sostiene Massimo Introvigne en Los Illuminati y el Priorato de Sión (Rialp, 2005). ¿De dónde sacó un cura de pueblo tanto dinero? Los vendedores de misterios dicen que de un tesoro o de la venta de alguno de los valiosos objetos bíblicos que presuntamente encontró en el subsuelo de la iglesia de Rennes-le-Château; la realidad es mucho más terrenal. En las cuentas del sacerdote consta que, entre 1893 y 1915, se embolsó dinero por más de 100.000 misas encargadas por particulares, que nunca llegó a celebrar. El tráfico de misas fue la fuente de financiación de las inversiones inmobiliarias de Sauniére, que puso desde el principio todas sus propiedades a nombre de Marie Denardaud, su fiel ama de llaves y quizás algo más. Así que, de misterio, nada. ¿Y los pergaminos del pilar? Según Gérard de Sède, autor de El oro de Rennes (1967), un clásico moderno del esoterismo, los documentos probarían que el linaje merovingio no se extinguió y que su último representante, y legítimo heredero del trono francés, sería un tal Pierre Plantard de Saint-Clair, gran maestre del Priorato de Sión.
Leonardo y el Priorato de Sión
Ya tenemos dos puntos de conexión más entre el misterio de Rennes-le-Château y El código Da Vinci: el Priorato de Sión y los apellidos Plantard de Saint-Clair, que en la novela corresponden a uno de los protagonistas, descendiente de Jesús y María Magdalena. Brown nos cuenta, en la nota previa titulada Los hechos, que “el Priorato de Sión -sociedad secreta europea fundada en 1099- es una organización real. En 1975, en la Biblioteca Nacional de París se descubrieron unos pergaminos conocidos como Les Dossiers Secrets, en los que se identificaba a numerosos miembros del Priorato de Sión, entre los que destacaban Isaac Newton, Sandro Boticelli, Victor Hugo y Leonardo da Vinci”. Esos personajes son los grandes maestres antecesores de Saunière, guardianes del secreto de la estirpe de Jesús.
"SÍMBOLO. La pirámide del Louvre, que no está construida con 666 paneles de cristal, como dice Brown. Foto: Sony Pictures.El eje de la trama es el Priorato de Sión. La muerte de un gran maestre, Sauniére, enciende la mecha de la acción y la mayoría de las claves que llevan hasta el desenlace están vinculadas a Leonardo en su calidad de dirigente de la sociedad y, por tanto, conocedor del secreto. Brown argumenta, por boca de Robert Langdon, que el Priorato de Sión lo fundó el duque Godofredo de Bouillon en Jerusalén en 1099, por temor a que a su muerte se perdiera “un secreto que había estado en conocimiento de su familia desde los tiempos de Jesús”. La sociedad transmitiría de generación en generación una verdad que confirmaban unos documentos enterrados en los restos del templo de Jerusalén, que fueron recuperados años después por el brazo militar del Priorato de Sión, los templarios.
Las pruebas de la existencia del Priorato de Sión no se remontan, sin embargo, más allá del 25 de junio de 1956. Aquel día, el antisemita, ultraderechista y filonazi Pierre Plantard de Saint-Clair inscribió la entidad en la subprefectura de Saint-Julien-en-Genevois, en la Alta Saboya, han constatado Etchegoin y Lenoir. El objetivo de la sociedad era, según sus estatutos, “la constitución de un orden católico destinado a restituir, de forma moderna pero manteniendo su carácter tradicional, la antigua caballería”. El Priorato de Sión y la estirpe de Jesús y María Magdalena se unen por primera vez en el mundo real en El enigma sagrado (1982), obra de Michael BaigentRichard Leigh y Henry Lincoln, cuyas ideas son el poso del libro de Brown. Años después, en El legado mesiánico (1986), los tres escritores desenmascararon a Plantard como el artífice de Les Dossiers Secrets, papeles que contienen la lista de grandes maestres del Priorato de Sión y la genealogía sagrada. En Comprendiendo El código Da Vinci. La historia completa (2006), documental de National Geographic, Lincoln dice que Plantard le confesó el engaño y añade que él no se cree nada de lo que ha escrito con Baigent y Leigh acerca de Jesús y sus descendientes.
Si los documentos de la Biblioteca Nacional de París son falsos y el Priorato de Sión no existió antes de 1956, esa organización ni pudo estar en el origen de los templarios, ni guardar un secreto desde hace casi un milenio, ni tener a Leonardo entre sus grandes maestres. El código Da Vinci carece, pues, de fundamento histórico. ¿Qué pasa entonces con las claves contenidas en las obras de Leonardo que apuntan al matrimonio de Jesús y María Magdalena, con la leyenda de que ésta llegó embarazada al sur de Francia y con los textos cristianos que se citan?
El linaje de Jesús
El famoso San Juan Bautista, de Leonardo, con rasgos andróginos y el cayado en forma de cruz.Brown sostiene que, en La Última Cena de Leonardo, el personaje sentado a la derecha de Jesús no es Juan, sino María Magdalena, que ocupa ese lugar por ser la esposa del Mesías. El problema es que, de ser así, las cuentas fallan. A la mesa hay trece personajes, incluido Jesús. Si Juan es María Magdalena, ¿dónde está el auténtico Juan? La explicación es muy sencilla: Juan es Juan. Leonardo pintaba a los jóvenes bellos con rasgos andróginos, como los del ángel Uriel de La Virgen de las rocas y un Juan Bautista con pelo rojo ensortijado que se le atribuye.
El historiador palentino José Luis Calvo ha descubierto, además, que algunos párrafos de la parte de la novela dedicada al misterio de La Última Cena tienen un sospechoso parecido con otros de La revelación de los templarios (1997), obra de pseudohistoria de Lynn Picknett y Clive Prince que, como El enigma sagrado, Brown cita entre los volúmenes de la biblioteca de historiador Leigh Teabing, personaje con el que el novelista homenajea a Richard Leigh y Michael Baigent.
TERGIVERSACIÓN. 'La Virgen de las rocas' (1483-86), de Leonardo.Otra pintura de Leonardo en la que, según El código Da Vinci, hay un mensaje oculto es La Virgen de las rocas, un óleo de dos metros de altura que está en Louvre. Brown reduce su tamaño hasta el metro y medio para que la joven criptóloga pueda, en una escena clave, asomar la cabeza por detrás del cuadro y amenazar con romperlo de un rodillazo. Más adelante, Langdon explica a Neveu que la pintura es enigmática porque Juan Bautista niño, a la derecha, bendice a Jesús niño, a la izquierda, al tiempo que la Virgen tiene su mano izquierda sobre la cabeza del segundo, amenazadoramente. La realidad es que Brown cambia de sitio a los dos niños y la mano de la Virgen se iza protectora sobre la cabeza de Jesús, que está junto al ángel Uriel. En este mismo error, ¡qué casualidad!, incurrieron años antes los autores de La revelación de los templarios. ¿Es eso una descripción veraz?
¿Pero tuvieron o no hijos María Magdalena y Jesús? No hay ninguna prueba de que así fuera, ni siquiera de que estuvieran casados. Hay fragmentos en los evangelios que apuntan a una relación particularmente estrecha entre ambos, como que la primera persona a la que se aparezca Jesús resucitado sea María Magdalena; pero nada más. Existen en los textos del cristianismo primitivo las suficientes contradicciones como para no poder dar muchas cosas por buenas ni por malas, incluido el matrimonio de Jesús con una mujer a la que el papa Gregorio I (540-604) identificó erróneamente con una prostituta en 591. El Vaticano admitió en 1969 que el Pontífice se había equivocado y que la pecadora y María Magdalena son dos personajes diferentes del Evangelio de Lucas.
“Nada en el cristianismo es original”, sentencia el historiador Leigh Teabing en El código Da Vinci, una novela que peca de ese mismo defecto. Porque Brown deforma la Historia y el Arte para que encajen con la pretensión de que el Santo Grial fue María Magdalena, idea que tampoco es suya, sino de autores como Baigent, Leigh, Lincoln y otros.

A rebufo de Dan Brown

Las estanterías están a reventar de obras que desentrañan las claves de la novela de Dan Brown. Tres destacan por su interés: El código Da Vinci: la investigación, de Marie-France Etchegoin y Frédéric Lenoir; El código Da Vinci al descubierto, de Michael y Veronica Haag; y Los Illuminati y el Priorato de Sión, de Massimo Introvigne.
'MARKETING'. Portada con la que salió al mercado el libro 'Sindonem', de David Zurdo y Ángel Gutiérrez, y versión posterior al éxito de la novela de Dan Brown.El resto de lo editado corresponde en su mayoría a autores que engordan misterios inexistentes. También hay quien ha cambiado el título y la portada de una novela para jugar a la confusión y aprovecharse de ella. Es el caso de Sindonem (2000), de David Zurdo y Ángel Gutiérrez, en la que se relaciona a Leonardo con la sábana santa, reliquia fabricada un siglo antes que el genio renacentista. Esta novela no vendió prácticamente nada hasta un cambio de portada y un rebautizo como El último secreto de Da Vinci (2004). Después del lavado de cara, va por la decimoquinta edición.
Publicado originalmente en el suplemento Territorios de la Cultura del diario El Correo

Umberto Eco – De Internet a Gutenberg

Conferencia pronunciada por Umberto Eco el 12 de noviembre de 1996 en la Academia Italiana de estudios avanzados en EE.UU. ...